Senén Mosquera
El partido en el estadio Atanasio Girardot de Medellín entre Atlético
Nacional y Millonarios terminó cero a cero, pero no por inapetencia o falta de
pundonor de los jugadores. Apetito de
gol y ambición les sobraban. Solo que ese día había en los arcos dos hombres tocados
por la gracia: el chocoano Senén Mosquera en Millonarios y el argentino Raúl
Navarro en Nacional. Mosquera, corpulento como un oso, conjuró las decenas de
oportunidades gestadas por Fernández, Santa, Lóndero, Campaz y compañía cuando ya la tribuna entera gritaba el gol. Por su lado, Raúl Navarro, “todo de negro
hasta los pies vestido", frustró las tentativas de Alejandro Brand, Willington
Ortiz, Apolinar Paniagua y Jaime Morón cada vez que Millonarios se asomaba a
sus predios. ¡Cómo jugaban esos tipos!
Nunca necesitaron televisión en directo ni contratos multimillonarios para
hacer del fútbol algo bastante próximo a la poesía. No por casualidad los
brasileros hablaban del jogo bonito.
Raúl Navarro
Fue en 1973. Yo cursaba segundo de
bachillerato- el grado séptimo de ahora-, había descubierto a Serrat, el rock, la literatura y el deseo
resuelto en onanismo en las piernas doradas de una muchacha que pasaba todas
las tardes por mi casa. Como siempre, en Colombia y el mundo pasaban cosas buenas
y malas. Los gringos lanzaban Skylab, su primera estación espacial. Israelíes
y árabes libraban otra de sus confrontaciones milenarias, esta vez conocida
como Guerra de Yom Kipur, mientras en Chile Augusto Pinochet
encabezaba un sangriento golpe militar respaldado por Estados Unidos, que
derribó al gobierno democrático de Salvador Allende. Por su lado, en Colombia
gobernaba Misael Pastrana Borrero, recordado por su extraña sonrisa, ocasionada
por una defección de sus músculos faciales. Ese año se produjo el incendio de
la torre de Avianca, fue secuestrado el vuelo 601 de SAM, el gobierno lanzó la Operación
Anorí contra el ELN, Rafael Antonio Niño ganó una vez más la Vuelta a
Colombia, fue lanzada la candidatura presidencial de María Eugenia Rojas, hija
del dictador Rojas Pinilla y, lo último pero no menos importante, el Atlético
Nacional, dirigido por el paraguayo César López Fretes, se coronó campeón del fútbol colombiano y yo lo había visto empatar a cero con Millonarios en un juego que
pudo haber terminado ocho a siete a favor de cualquiera… pero en los arcos
estaban Navarro y Mosquera, ambos investidos del don de volar.
“Vuela de palo a palo”, por esos días ese era el mejor elogio que podía
recibir un arquero. Hasta Wilfredo Tapias, un modesto portero del Deportes
Quindío, practicaba esa proeza que lo convirtió en mi ídolo durante una temporada.
Para los sueños de infancia, era igual o mejor que Lev Yashin, “La araña negra”,
el legendario portero de la Unión Soviética al que la Colombia de Adolfo
Pedernera le hizo cuatro goles en el estadio de Arica durante el mundial de
1962 en Chile. Como pude, me hice a unos guantes rudimentarios y me arrogué el
rol de arquero en los partidos de potrero
La ilusión me duró hasta que en el colegio Deogracias Cardona mi destino se
cruzó con el sacerdote Gabriel Osorio, un hombre que combinaba a la perfección el manejo de los asuntos del cielo y la tierra:
era el capellán del colegio, orientaba la clase de religión y dirigía las
selecciones de fútbol en sus distintas
categorías. Así fue como me alisté en la infantil dándome ínfulas de arquero.
Bueno es decir que en la primera práctica me hicieron cinco goles en menos
de media hora y el cura, con el ímpetu de quien manda un réprobo al purgatorio,
me puso a jugar de puntero izquierdo, en una especie de exilio eterno al que me
acomodé hasta que las piernas no me dieron más.
Gran tipo este Gabriel. Como en esos tiempos los sacerdotes debían vestir
sotana en todas sus apariciones públicas, cuando saltaba a la cancha y empezaba
a jugar parecía un cuervo con la pelota pegada a su pie. A menudo nos parábamos
a verlo sin saber si aplaudir o reír, hasta que el hombre tronaba con su voz evangélica:
“¡Pero, por Dios, ustedes son idiotas o qué!” y nos ponía de nuevo en
movimiento.
A modo de premio por la conquista de un intercolegiado, una vez nos llevó como invitado a
Roberto Vasco, por entonces arquero titular de un Deportivo Pereira donde brillaban
los paraguayos Eliseo Gaona, Aurelio Valbuena, Mario Rivarola y Aristides del
Puerto, al lado de los colombianos César Valverde, Darío López, Jairo Arboleda
y un prodigio de la punta izquierda llamado Héctor Darío Jaramillo que se
convirtió en pesadilla de los marcadores de punta rivales.
Para sorpresa de todos, Roberto Vasco era bajito, incluso para los
promedios de la época. A lo sumo llegaba al metro setenta de estatura ¡Pero
cómo volaba ese hombre! Los cronistas deportivos decían que tenía resortes en
las piernas, porque se estiraba hasta el ángulo y manoteaba pelotas que
parecían imposibles de alcanzar.
Recuerdo un partido con el Junior de Barranquilla, en el recién estrenado
estadio Hernán Ramírez Villegas. Fiel a su escuela brasilera, el Junior
tenía en sus filas a Chiquinho, Caldeira y a Víctor Ephanor, los tres un lujo
para la vista. Poco antes de terminar el partido, con el marcador empatado, el
juez cobró un tiro libre a favor del equipo barranquillero. La posición era perfecta para la zurda de Víctor
Ephanor. Con la seguridad propia del iluminado el hombre acomodó la pelota,
tomó un paso de distancia y sacó un cañonazo que obligó a los hinchas del
Pereira a cerrar los ojos, convencidos del desenlace inevitable. Cuando algún
osado los abrió se encontró con la mano izquierda de Roberto Vasco bien arriba,
en la intersección entre el poste y el travesaño, sacando el balón al tiro de
esquina. El clamor en la tribuna fue digno de un triunfo en una final. De ese
tamaño fue el milagro.
La estirpe de arqueros voladores duró unas dos décadas más: Juan Carlos
Delménico, Hernando García, James Mina Camacho, Otoniel Quintana, Pedro Alberto
Vivalda, Julio César Falcioni y, claro, el inefable René Higuita. Luego el fútbol
se burocratizó y los entrenadores tecnócratas empezaron a hacer diagramas y a
hablar de marcar las diagonales, de carrileros, de aleros tornantes y otras
tantas sandeces. El mundo del fútbol se hizo triste desde entonces.
Como si no bastara con eso, con el juego convertido en jugoso espectáculo,
el crimen organizado se hizo con el control de un negocio en el que las ganancias
se cuentan en billones por concepto de transferencias, apuestas, derechos de
televisión, publicidad y otras formas de la trata de personas. Dentro de esas
lógicas, perder un juego o no clasificar a unas finales supone por ello dejar
de percibir sumas enormes. Lejos de centrarse en el disfrute, los futbolistas
deben ocuparse en otras cosas, empezando por construirse una imagen que los
haga apetecibles en el mercado de las transferencias y los contratos de publicidad,
con la caja de resonancia de la prensa deportiva.
En ese trance, los arqueros renunciaron o fueron despojados por los dioses
del don de volar, y quedaron reducidos al cargo de guardianes del área. Con ese
panorama, ustedes entenderán que vuelva una vez sí y otra también a esa tarde
de domingo de 1973 cuando los ya fallecidos Raúl Navarro y Senén Mosquera oficiaron en un estadio
repleto el viejo rito de alzarse por los aires y tocar lo imposible.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=GxKeFchPYhs
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