Le debo a Martha Alzate el haber
puesto en mis manos el milagro impagable
de las Crónicas berlinesas, de
Joseph Roth.
Porque en eso consiste el milagro: en descorrer un velo
y mostrar facetas del universo hasta
entonces desconocidas.
Como todos sabemos, el drama del
éxodo define la identidad del pueblo hebreo.
Por eso, para los judíos el sentido profundo de la
palabra religión constituye el soporte mismo de su tránsito por el mundo.
Religión. Religare. Religar:
volver a juntar los cabos rotos de una diáspora sin fin.
Roth mismo fue un eterno
exiliado. Nació en Body, Galitzia oriental, uno de los puntos extremos del
imperio austrohúngaro.
De modo que a su condición de
judío se añadía el hecho de ser escritor
habitante y testigo de un mundo que se derumbaba.
El mundo ilustrado y en teoría
civilizado del que se enorgullecieron varias generaciones, hasta que ese
entramado de cartón piedra empezó a desplomarse sobre la vieja Europa.
El mundo padecido y traducido en
novelas por hombres como Robert Musil, Thomas
Mann, Alfred Doblin y Heimito von
Dodeder, para mencionar solo a cuatro.
Siguiendo la misma ruta,
Roth destiló su honda desazón en las
páginas de distintos periódicos a través de breves e intensas crónicas en las
que nos ofrece sus visiones claras y
diáfanas del infierno que se avecinaba: el ascenso del nazismo al poder en Alemania y su contracara en Europa del este, expresada en los horrores
sin cuento del estalinismo.
Son textos breves, intensos,
certeros y, sobre todo, tiernos y despiadados a la vez, como corresponde en los
casos en que lo bueno y lo perverso de la condición humana es llevado al
límite.
Nada escapa a la lucidez de quien
después se convertiría en uno de
los grandes novelistas de su tiempo, con
obras como Hotel Savoy, Fuga sin fin, A
diestra y siniestra, Job y La marcha Radetzky, variaciones sobre un mundo
crepuscular en el que el pillaje, la
delación y la falta de solidaridad empiezan a convertirse en moneda
común.
Para muestra un detalle: Erna es
una de esas prostitutas de esquina, gobernada por la mano dura de su chulo.
Hace una semana se hizo poner un diente de oro. Desde entonces no ha parado de
reír. Como no puede tener todo el tiempo la boca abierta no cesa de reír: Erna ríe hasta en los momentos más tristes.
Ese diente de oro es lo único que le otorga valor ante sí misma y
ante los demás. Por eso Erna se aferra a
él con la obstinación de quien sabe que todo está perdido.
A su vez, el cronista Joseph Roth
se aferra a detalles como esa para
darnos una idea del estado de cosas en
la Europa de entreguerras.
Para conseguirlo va por las calles, los barrios, los cafés, los
hoteles, las plazas y los burdeles de ese Berlín que, más allá de su estructura física, es una metáfora de la
disolución.
Como el gran cronista que es, lo
observa todo, lo registra todo : los rostros de los parroquianos, su
vestimenta, sus olores, el destello del miedo en la mirada, el deseo reprimido
y, por encima de todo, el instinto animal que los empuja a seguir adelante… aunque en el próximo recodo del camino los
aguarden las fauces de la bestia.
Aquí va el ejemplo del primer párrafo de una crónica
titulada Paseo:
“Lo que veo es el rasgo
ridículamente anodino en la faz de la calle y del día. Un caballo que,
con la cabeza gacha, busca en el interior de
un saco lleno de avena, está sujeto a un carruaje e ignora que en el
principio de los tiempos los caballos venían al mundo sin carruaje; un niño que
juega con unas canicas en el borde de la acera, observa el metódico follón de
los adultos y, colmado del instinto de lo inútil, no sospecha que representa el
súmmum de la creación, sino que, por el contrario, ansía alcanzar la edad adulta; y un guardia que
cree ser la única cesura en la confusión del acontecer y el pilar de no sé qué
poder regulador. Enemigo de la calle y puesto allí para vigilarla y cobrar el
debido tributo a su sentido del orden”.
Al modo de un sismógrafo- según Tomás Eloy Martínez, en eso consiste el
oficio del cronista- Roth se adentra en
el alma de Berlín: en la avidez de los
estraperlistas, en la dureza de los proxenetas, en el estupor de las putas, en
el cinismo de los policías, todos ellos eternos exploradores de lo más oscuro
de la condición humana.
Con todos esos elementos nos
comparte el pavor y la desesperanza; la humillación y la mugre que cubren como
una segunda piel los huesos de los desterrados
que vienen siempre del este de
Europa.
De ese lugar de la tierra donde empiezan los círculos del
infierno.
Son apenas doscientas
noventa páginas que reúnen
crónicas publicadas en los periódicos entre 1920 y 1933.
Las historias llevan títulos como
El hombre de la barbería, Conversión de
un pecador en el UFA- Palast de Berlín,
el auto de fe del espíritu, Una hora en la feria de primavera o Richard sin
reino.
Al leerlas- y sobre todo al
releerlas por segunda o tercera vez- uno siente que el poeta, que el cronista
Roth alcanzó por un momento a comprender la esencia de su propio éxodo y con
él el de todos los hombres de la tierra.
No se le puede pedir más a un
gran escritor.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada