miércoles, 31 de enero de 2024

La poesía del potrero

                                                      Mateo González
 


           Para el pequeño Mateo González y para todos los

           frecuentadores de potreros.

 

Le decíamos “Julio Muelas” y en mi memoria nunca tuvo otro nombre. Pasó por mi adolescencia y  por mi temprana juventud como un superdotado pleno de gambetas, túneles, sombreritos, taquitos, bicicletas, rabonas y otras tantas maravillas encargadas de alimentar un diccionario que sólo los fieles devotos del fútbol como juego desinteresado  podemos comprender. En resumen, “ Julio Muelas” era lo que  en la jerga del deporte suelen llamar un súper crack; sólo  que él lo ignoraba y  ni falta que le hacía saberlo.

La primera vez que vi a Ronaldinho en la televisión el recuerdo de “Julio  Muelas” se reavivó en mi interior: idéntica figura esmirriada con ese rostro en el que asomaban unos dientes superlativos  hechos para mordisquearse el mundo de a poquitos. Igual que el célebre brasileño, nuestro héroe de los potreros daba la sensación de burlarse de los rivales cada vez que los sometía a uno de sus lujos y eso desencadenaba en algunos una sensación de resentimiento próxima al odio. Cualquiera que haya jugado al fútbol alguna vez sabe lo que es ser víctima de un túnel o de un sombrerito, para no hablar de la jugada del bobo.

Pero qué le hacemos si los genios son así.

Con todo y para fortuna del juego, todavía eran los tiempos en que este era un puro goce, un dejarse llevar por la tentación de una pelota y once rivales empeñados en demostrar que eran  mejores… aunque no tuvieran un “ Julio  Muelas “ en sus filas.




En su compañía, junto a una panda de la que formaban parte César Patiño, Pedro Vicente Ramírez, Santiago Valencia, Nelson Marín y José Ferney Escobar- muerto hace un par de años-, recorrimos los potreros de Pereira y Dosquebradas en busca de rivales. A veces nos dábamos el lujo de jugar en canchas consagradas como “Las Canarias, “El Acero”, “La Rosa” o “Bavaria”. Pero esa era la excepción, porque la mayoría de las veces teníamos que competir con vacas, caballos y otros semovientes para ocupar una franja de potrero donde instalar las porterías armadas con guaduas o a menudo con la propia ropa amontonada.

Toda posible dicha terrenal se resumía en esa liturgia de jóvenes sudorosos envueltos en polvaredas o chapoteando entre el barrizal, dependiendo de la temporada. De vez en cuando el milagro se interrumpía cuando un balón estallaba de puro viejo, para reanudarse unos segundos después ante la aparición de un repuesto surgido de no sabía dónde. Los dioses del fútbol siempre fueron pródigos con sus criaturas.

Alguna vez, allá por los días del Mundial 78, durante unas vacaciones de mitad de año a “Julio Muelas” lo llevaron a entrenar con el Deportivo Pereira. Creíamos haberlo perdido para siempre pero, para fortuna de todos, a los cuatro días el tipo se aburrió. Eso de cuadricular la cancha, de moverse en diagonales y de no transitar por zonas vedadas no iba con su sentido anarquista del juego.  Después de todo, en su manera de vivir las cosas la magia del fútbol consistía en hacer lo  que a uno le daba la gana o lo que la necesidad del momento le dictaba. En su mente, el concepto de profesión aplicado al fútbol carecía de sentido. Mucho menos tenían cabida en su entraña asuntos como la fama o la idea de hacerse millonario, o billonario, que ya los hay. Lo suyo era gozar y ya.




Por esas razones estoy convencido, como algunos de quienes compartimos los potreros con él, que en su momento “Julio Muelas” fue el mejor jugador de mi mundo, de nuestro mundo. Porque eso de “El mejor jugador del mundo” es una creación mediática y de mercadeo surgida cuando el fútbol empezó a revelarse como un negocio colosal codiciado por toda suerte de  carteles de los que forman parte dirigentes, empresarios, periodistas deportivos, apostadores, padres de familia, entrenadores, agencias de publicidad, empresas  de comunicación y, claro, la materia prima, es decir, los niños y jóvenes que aspiran al reconocimiento y a la redención económica de los suyos a través de esa disciplina.

Una vez, en la cancha del colegio “Deogracias Cardona”, este Julio de dientes colosales se fajó un gol- lo juro-, mil veces más bello que los célebres de Maradona y Messi. Sólo que no había cámaras de televisión ni mucho menos teléfonos digitales para registrar el   prodigio. El hombre partió de nuestro propio terreno eludiendo rivales y al final dejó al arquero sentado en medio de la nada antes de empujar la pelota al otro lado de la invisible línea de gol que, como tantas otras cosas, constituía un asunto de fe.

La estampa impagable de ese gol me volvió a la memoria cuando Julio González me contó que su hijo Mateo había abandonado la escuela de fútbol donde lo preparaban para la fama y la riqueza. En su lugar decidió dedicarse a recorrer potreros con una pelota bajo el brazo en busca de compinches para la diversión. Razón suficiente para no perder del todo la esperanza.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=yXa2ycPqR_U

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