jueves, 11 de julio de 2019

En un viejo café






 -“El rey se ha hecho a una nueva amante”.

-“Entonces, habrá grandes cambios en el gobierno”.

Según el norteamericano Robert Darnton, historiador de la cultura, esta conversación pudo haber tenido lugar en el Café Dupon, situado en la rue Saint- Honoré, año de  1729.

Estamos en el París  de Luis XV.

En el tono del diálogo es posible apreciar  el clima de una sociedad en la que los chismes de cama eran claves para comprender el rol jugado por sus habitantes en los asuntos públicos.

El cotilleo sobre los escarceos sexuales de los poderosos era una manera   de hacer oposición.

Casi la única: los chismes circulaban en hojas volantes y en papeles escondidos en los bolsillos de los  asiduos visitantes de los cafés.

Los sitios donde se horneó lo que después  se conocería con el nombre de Opinión Pública: una suerte de entelequia sin forma precisa a la que todos invocan a la hora de darle validez a las decisiones de los poderosos, sean estas acertadas o  no.

Bueno, las cosas no han cambiado mucho en realidad.




Para la muestra, basta con recordar el festín que medios de comunicación, opositores  y opinión pública hicieron con la célebre mamada de  la becaria Mónica Lewinsky al presidente Bill Clinton en los mismísimos pasillos de la Casa Blanca.

Lo mismo sucedía en los palacios de los césares, en las habitaciones de Catalina la Grande y en las mansiones de ensueño donde el rey Salomón tenía sus encuentros con la reina de Saba.

El sexo como la más demencial entre las manifestaciones del poder.

Sólo que para entonces todavía no se había inventado la Opinión Pública.

Al menos  no como se  la conoce desde que los grandes poderes económicos tomaron el control de los medios de comunicación. Es decir, de los creadores de  opinión.

Y  mucho  menos  a partir del advenimiento de las redes sociales en el mundo digital, una suerte  de tierra de  nadie donde, amparado en el anonimato, un francotirador puede destruir vidas y reputaciones con el simple recurso de invocar el democrático derecho a la libertad de expresión.



Aunque en realidad, no hay mucha diferencia entre lo que circula en las redes del siglo XXI y este libelo decomisado por la policía a un  opositor del régimen, asiduo de los cafés  parisinos del siglo XVIII:

“¡Que una hija de puta
Triunfe en la corte!
Que en el amor y el vino
Luis busque la gloria vana.
¡Ah! ahí está ¡Ah! Ah , ahí está
A quien no  le importa nada”.

Esos versos eran adaptados a la música  de canciones  populares de la época, tan célebres como aquella “ Malbrouck   S´en  v-at- en guerre” conocida en España y América como “ Mambrú se fue a la guerra”.

Es decir, que los primeros forjadores de opinión pública  se habían anticipado a los estribillos comerciales de hoy.

En un texto anterior dije que, al mostrar en sus relatos el mundo sexual de  reyes, clérigos y altos burócratas, los pornógrafos contribuyeron  a ambientar el escenario para el proyecto de La Ilustración y para el  advenimiento de la Revolución Francesa.

Al despojar  a los poderosos de  su improbable origen divino,  esos escritores los mostraban desnudos y, por lo tanto, frágiles ante las acometidas de las nuevas visiones del mundo.

Por esa vía, la opinión del público cambió: el soberano ya no estaba tocado tanto por la gracia de Dios como por las enfermedades venéreas.

Pero las cosas empezaron mucho antes. Dicen que el primer café fue abierto en Constantinopla, en el año de 1560. Con él nacieron las redes sociales integradas en un circuito que pasaba por las esquinas, los parques y los salones de las cortes, lugares todos por los que circulaba gran de cantidad de información, confiable o no.

Igual que hoy.

Dicen que los forjadores de la Constitución Política de los Estados Unidos de América vivían tan atentos a esa información, que en la declaración de independencia de   1776 consignaron como su objetivo central “La preservación de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

Como podemos ver, esos principios estaban por encima de la propiedad, que llegaría por vía del liberalismo inglés.

A qué horas naufragó  la  embarcación que arrastró en su deriva a tan bellos ideales es algo que todavía no se ha podido precisar.



De igual manera,   para la Constitución Francesa de 1793, “El propósito de la  sociedad es la felicidad de todos”.

Esas expectativas  circulaban tanto en los cafés como en los relatos de los escritores de pornografía  y en los tratados de los grandes filósofos.

Así que, tal como en los cafés de la Constantinopla del siglo XVI, buena parte de los anhelos de  la sociedad del futuro- sublimes o terribles- deben estar circulando a esta hora por la redes sociales del mundo virtual.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

4 comentarios:

  1. Gustavo.

    Entonces creo que Enrique VIII no la tuvo buena con ese manojo de amantes que tuvo, y de igual forma, es tranqulizador que al Marqués de Sade solo le haya montado calumnia la suegra de este, porque todo lo que hacía lo convertía en libros. Por lo demás, los cotilleos de los poderosos incentivan la imaginación de los gobernados. Sino, fíjate que eso de la mamama de Lewinsky a Clinton, dio para que ese país pacato, se diera cuenta de que no son tan puritanos como reza la constitución. Aunque A. Kinsey ya se había adelantado a dar esos diagnósticos sexuales de la cultura.
    Y sobre los cafés, me impresiona y lo creo así, que fue en ellos donde se gestaron grandes escritores, y también grandes revoluciones.
    Un saludo.

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  2. Como lo planteo en el texto, los cafés son los precursores de las redes sociales, apreciado Diego. Y sí, Enrique VIII se dedicó con ahinco a cortar la cabeza de sus amantes, es decir, de la " Opinión pública", configurando así los primeros casos célebres del delito de opinión.
    Ah... nada más pacato que el famoso" Informe Kinsey" una suerte de estadística de malos polvos en la cultura norteamericana.

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  3. LIC. GUSTAVO,BUEN DOMINICAL...LOS TINTEDEADEROS ES EL CONFORT PARA LA LENGUA....GRATO SALUDO.,JAVIER.

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  4. Usted lo ha dicho, apreciado Javier: siempre es un gusto sentarse a la mesa de un viejo café y escuchar cómo los otros nos narran el mundo.

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