Por estos días las palabras incertidumbre y desasosiego han cobrado consistencia material.
Como no había sucedido en mucho tiempo, el verbo se ha hecho carne.
Una vecina duerme- si duerme- con el televisor encendido. Cree que esa luz de tonalidad enfermiza puede rodearla con su halo protector y preservarla de los horrores del mundo.
Es una versión profana y degradada de El Ángel de la Guarda.
El tendero de la esquina cobra veinte mil pesos por productos que hasta hace una semana costaban cinco mil.
Asegura que es una bendición del cielo y que debemos sentirnos agradecidos con él por suministrarlos.
Como en sus mejores tiempos, la codicia se disfraza de solidaridad.
Por su lado, el farmaceuta, sin tapabocas ni guantes, desafía la amenaza y sentencia, salpicando chispas de saliva en todas las direcciones ,que la pandemia es una patraña urdida por tenebrosos poderes globales.
Eso no le impide seguir vendiendo paños húmedos, acetaminofén, tapabocas, guantes y botellas de alcohol antiséptico por miles.
Al precio que sea, la patraña vende.
Atrincherada en su cuarto, mi madre enhebra decenas de rosarios al día : a la Virgen del Perpetuo Socorro, al Misericordioso, al Milagroso de Buga. Noto que pone especial devoción en dos santos: san Lázaro y san Roque.
En las jerarquías celestiales deben ser algo así como los expertos en atención y prevención de desastres.
Generosa como es, mi vieja invoca protección para un número cada vez mayor de personas : una amiga a la que no ve desde la infancia, la comadre que vive en Pitalito, las sobrinas de Madrid, el primo de Nueva York.
Enterados de sus rogativas varios amigos- entre ellos unos cuantos ateos confesos- me solicitan que los incluya en sus súplicas en caso de que el sistema inmunológico de sus organismos no responda.
Nunca se sabe: el viejo debate entre la fe y la razón no tiene final.
Excelente contadora de cuentos , hace un par de noches mi vieja me hizo un detallado relato de las pestes que azotaron a los suyos en los días de su infancia : huequera, niguas, piojos, pulgas, chinches, fiebre amarilla, tifo negro, colerín calambroso y unas cuantas más.
Y a todas sobrevivió. Debe ser por eso que es tan fuerte de cuerpo y alma.
Pero a sus ochenta y cinco años tiene miedo. Como todos. Y no porque su fe en el santoral haya menguado.
Tiene miedo, como los que hilvanan una sucesión interminable de chistes buenos, malos, pésimos, regulares y geniales para disimular la aprensión y el desasosiego que les roe- que nos roe- las entrañas.
Es un acceso colectivo- y tan contagioso como el virus- de risa nerviosa
Cada mañana saco un libro distinto de los anaqueles y no termino ninguno.
Mi vecino me lleva ventaja: al menos él termina los partidos de fútbol en diferido que ve una y otra vez las veinticuatro horas del día. Dice que cierra los ojos y es capaz de rememorar cada jugada, incluidas las repeticiones en cámara lenta.
Bueno, si el escritor Alessandro Baricco confinado en su apartamento de Turín confiesa que ha visto media docena de veces el Liverpool- Atlético de Madrid, debo creerle a mi vecino.
Ya lo advirtió el poeta : cuando el mar está enfurecido, todos buscamos el madero de la talla exacta de nuestro naufragio.
Porque, como en el título de aquella película terrible de R.W Fassbinder, en tiempos de pestes el miedo devora el alma.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
A mí me gusta el fútbol, pero en esta época de partidos diferidos constato que solo quiero ver a mi equipo, y no en cualquier circunstancia, sino cuando gana, cuando juega bien, y por encima de todo, cuando MI jugador se luce. Y llego a la conclusión de que si mi jugador cambia de equipo yo probablemente (o seguramente) cambiaré de equipo, y si se retira tal vez dejaré de mirar fútbol. Así están las cosas, es una crisis tan profunda como la del coronavirus. Es coronaftúbol. Es traición a la conciencia popular. Apunten...
ResponderBorrarNo sólo los partidos de fútbol: todo está diferido en este momento, mi querido don Lalo. Tanto, que hace poco unos desesperados preguntaban en la app de la Organización Mundial de la Salud si es riesgoso echarse un polvo o no. Supongo que la respuesta fue obvia : si es capaz de contener su furia animal remítase al sexo virtual.... aunque con los hackers y los virus nunca se sabe.
ResponderBorrarEso de que 'en tiempos de pestes el miedo devora el alma' se ha visto en mi país en numerosas ocasiones desde el primer día de la pandemia, muchas veces con tintes surrealistas. Para empezar, a la primera paciente diagnosticada (una paisana que llego de España sin síntomas) sus propios vecinos la echaron del hospital de su pueblo, y cuando la trasladaron a la ciudad de Santa Cruz, le hicieron pasar un tormento por al menos 7 hospitales y clínicas donde se negaron a atenderla arguyendo diversos pretextos, algunos rayando en el absurdo. En otras ciudades, vecinos se agolpaban en cercanías de hospitales para impedir el ingreso de supuestos contagiados creyendo que con eso alejarían al virus de sus barrios. Hubo gente que amenazó, ante cámaras de tv, con quemar a los contagiados; como tampoco faltò que una diputada socialista declarase muy convencida que el coronavirus era un invento de la derecha. En resumen, actitudes y comportamientos que parecían salidas de la Edad Media y otras épocas oscuras, como si desapareciera de un plumazo todo rastro de civilización. Con tristeza constatamos que la verdadera peste había sido el miedo y la ignorancia combinados.
ResponderBorrarBienvenido de nuevo por estos, pagos, apreciado José . No olvidemos que el concepto de " apestado" es tan antiguo como los pueblos, los clanes, las tribus, las hordas y, en general, toda forma de gregarismo.
ResponderBorrarEn Colombia, por ejemplo, están aflorando formas irracionales de hostilidad hacia médicos, enfermeras y el personal de la salud ¡Justo cuando más los necesitamos!
Por terrible que sea, visto a la luz de los instintos mas no de la razón, el fenómeno es comprensible: al estar en la primera línea de batalla contra la enfermedad, el personal de la salud tiene altas probabilidades de contagiarse y eso activa la aprensión de las personas, que no tarda en traducirse en agresión física y verbal.
Pero la actitud frente al " apestado" sigue latente. Sólo que, hasta ahora, el lenguaje de la corrección política nos ha impedido utilizar la palabra maldita: peste.
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