Caminos de piedra
Dicen que por
aquí pasó “El invencible”, el caballo
del explorador Jean- Baptiste Boussingault, el agricultor, científico y químico
francés que llegó a Venezuela en 1922, en compañía del geólogo peruano Mariano
Rivero durante las guerras de independencia.
Buscaba una ruta
hacia Santafé de Bogotá cuando se adentró en estas tierras de
riscos donde sólo los caballos muy
audaces podían afirmar sus
cascos.
Tan empinadas
son sus laderas que en tiempos recientes
los ingenieros tuvieron que hacer una intervención para construir la plaza
principal de Balboa.
Hubo quien dijo,
al contemplar el pueblo desde la cima donde se asienta Belalcázar, que el
caserío escalonado sobre la loma parecía
una máquina de escribir.
Mucho antes del
nunca probado paso de Boussingault,
los indígenas Chápatas, pertenecientes
al pueblo de los ansermas, a su vez
ligados a la familia Caribe, ocuparon
las tierras que el cronista Pedro Cieza de León definiera como ubicadas a mitad
del camino rocoso que conducía de Caramanta al río La Vieja. Añade el
cronista que el algodón, el oro y la sal eran la fuente de subsistencia de esos pueblos.
Las tumbas
encontradas por los primeros colonizadores antioqueños dan cuenta de esos días
de prosperidad.
Y de las guerras
por apropiarse de esas riquezas.
Igual que los
indígenas, después de cruzar el río Cañaveral, Boussingault habría acampado en El Alto
del Rey antes de sortear las
corrientes de los ríos Totuí y Sopina,
después bautizado como Risaralda.
Era duro
transitar esos caminos de piedra. Por eso durante al menos tres siglos los
aventureros prefirieron ensayar otras rutas.
Sólo los
fugitivos de las guerras civiles se atrevían
a escalar las lomas. Lo agreste del terreno las convertía en refugio
seguro.
El hilo de la
memoria.
El profesor
Diego León Franco es descendiente de Leonidas,
un hombre que, hastiado del fragor de las balas, escapó de los campos de batalla de Santander,
durante la Guerra de los Mil días.
Seducido por el
verbo del general Rafael Uribe Uribe se enroló en uno de sus escuadrones. Muy
pronto vio caer, uno a uno a sus compañeros de aventura, un grupo de casi niños
que habían convertido los machetes, hasta ese momento sus herramientas de
trabajo, en armas mortíferas.
A sus cincuenta y ocho años Diego León es
catedrático en la Universidad de Caldas.
Estudió sociología en un intento por entender el empeño de sus compatriotas en
destruirse mutuamente.
Año tras año.
Siglo tras siglo.
Contemplando el
paisaje desde una de las bancas del
barrio Chipre en Manizales, el hombre va atando los hilos de su memoria, que no
tardan en conducirlo a los tiempos de la fundación de Balboa, en un relato
escuchado de los labios de su abuelo Ramón, que a su vez lo había
escuchado en boca de Leonidas Franco.
“Fue la pura necesidad lo que llevó a los primeros
colonos antioqueños a arriesgarse en esas laderas. Fue allá por el siglo XIX, en uno
de los picos altos de la oleada colonizadora que alcanzó la parte montañosa del
Valle del Cauca y el Tolima.
“Dicen las crónicas que un pacoreño llamado Miguel Ceballos abrió una fonda a la que
bautizó con el nombre de San Roque, el santo de su devoción.
Corría el año 1903, cuando todavía se sentían los ecos de última
guerra. La posada funcionó junto al Alto del Rey,
uno de los lugares donde se afirma la identidad de Balboa. Por lo demás, no
deja de ser curioso que nuestro país bautizara
sus pueblos con los nombres de quienes los avasallaron. Conquistadores,
reyes. Personajes de esos”.
Diego León
acaricia su barba blanca y se concentra en los tonos rojizos del atardecer antes de reiniciar su relato.
“Ese lugar era frecuentado por los hombres de la
familia Benjumea, así como por Cesáreo Agudelo, Jacobo Ruíz, Juan de Jesús
Ospina y Jesús Gallego.
“Según los testimonios, en el año 1908 una mujer
llamada Leonor Agudelo regaló unas tierras para que se fundara el pueblo. Fue
así como nació el poblado de El Carmen, que tiempo después se convirtió en corregimiento de Santuario.
Se le bautizó con el nombre de Alto del Rey.
“Quince años después, en 1923, mediante ordenanza expedida por el
gobernador, se convirtió en municipio de
Caldas.
“Para variar, no se les ocurrió una idea mejor que
bautizarlo con el nombre de un conquistador. Así ha funcionado nuestra
mentalidad de colonizados”.
La marea
política
La historia de
Balboa como municipio empezó durante la hegemonía conservadora, cruzó la
República Liberal y al igual que otros municipios de Caldas, se
ancló en medio de la marea política conocida con el nombre de “La
Violencia", así a secas. En el pueblo los más viejos todavía recuerdan que en
1948 los liberales se alzaron en armas y formaron una Junta Revolucionaria Local. Familias enteras que se habían dedicado
a sembrar café, maíz, fríjol, yucas y plátanos
huyeron hacia Pereira, Armenia y Manizales, donde ocuparon tierras
en la periferia, muchas de ellas a la vera de las
líneas del ferrocarril , plantando así la semilla de barrios enteros.
Diego León lo
cuenta así:
“El historiador Alfredo Cardona Tobón, un muy juicioso
investigador de la región, recoge el testimonio de una mujer llamada Inés
Hurtado, que el 16 de enero de 1950 declaró ante el alcalde de
Balboa cómo un domingo mientras
estaba sola en la finca Tambores, de propiedad de un señor Pedro Mejía llegaron
al menos cuarenta hombres armados, quienes tumbaron puertas y le prendieron
fuego a la casa.
En este caso los asaltantes eran liberales. Pero en la
finca siguiente podía ser al revés.”
Al son que me
pidan
Albeiro se gana
la vida interpretando canciones de despecho en distintos pueblos del Eje cafetero. Aunque muchas de ellas son
autoría de Jhony Rivera, también tiene
algunas composiciones propias. En ellas
exorciza los recuerdos de Marleny, la
muchacha que lo desairó cuando era un adolescente, allá por 1978.
“Fue el año en
que empezó a funcionar el Ingenio Risaralda. Lo recuerdo mucho porque aspiraba
a trabajar en esa empresa. En esa época
no había tanto problema para darles
empleo a los menores de edad. Quería trabajar allí para proponerle matrimonio a
Marleny, la muchacha de la que estaba enamorado
desde mi niñez, cuando la veía pasar hacia la escuela con su uniforme a
cuadros. Ya habíamos hablado con el reclutador de personal y teníamos listo
todo. Una tarde de sábado me armé de valor y le propuse matrimonio.”
“La respuesta
todavía me tiene frío: Pero si usted es un
culicagao. A mí me gustan los hombres
hechos y derechos.
“Después de eso, me conseguí una guitarra prestada y
compuse mi primera canción, titulada asÍ: El culicagao:
La muchacha
que pretendía hacer mi esposa/ me llamó culigagao/ Yo quería trabajar en el ingenio / y serle fiel hasta que la muerte nos separara /
pero con las hembras nunca se sabe/ y
aquí estoy doblao en la cantina / sin más amigos que mi botella de aguardiente/ y decidido a quedarme solterón”
¡Pero si eso no
rima! Se burlaban mis amigos.
¡Pero es verdad,
guevones! Les respondía, y con eso los
callaba.
Y cumplió. Desde entonces se hizo hijo del camino y recorre los pueblos con su sarta
de canciones.
“Mis padres querían que yo aprendiera el cultivo del
café, pero a mí me llamaba el azúcar, la caña. Como muchos jóvenes de la época,
sentía que el Ingenio iba a cambiar nuestras vidas. Ese año de 1978 el Ingenio
empezó a moler ochocientas toneladas de
caña al día ¡Ochocientas toneladas! Eso era para hacerse muchas ilusiones, pero
las mías se esfumaron con el desplante
de Marleny. Desde ese día voy por
pueblos y veredas recitando mi consigna:
Canto al son que me pidan.
Azúcar y café
Desde 1978 la vida
económica de Balboa transcurre entre azúcar y
café. Como el Ingenio Risaralda
está ubicado en su territorio, sus impuestos representan el mayor ingreso
fiscal del municipio. Para algunos eso supone una garantía. Otros piensan
que esa dependencia vuelve al pueblo muy
vulnerable.
Entre azúcar y
café transcurre la vida de Abelardo y Miguel, dos hermanos que cada mañana se
suben a sus bicicletas y pedalean cuesta
abajo hacia las plantaciones de caña donde se ganan la vida trabajando como
corteros para empresas contratistas.
Es un trabajo
duro. Muy duro. El sol muerde las espaldas como un animal de presa. La pelusa
de la caña se adhiere a la piel, provocando una comezón insistente. Las
hojas abren cortes sanguinolentos en los
brazos y eso atrae a los mosquitos, ávidos de sangre.
Tal vez por eso,
los corteros de caña se cuentan entre los mayores jugadores de chance y lotería
del país: todos a una esperan que el
azar los libre de ese trabajo para el resto de sus días.
O por una semana
al menos: algo es algo.
Por eso Abelardo y Miguel han decidido unirse para
sitiar a la suerte. Con los dígitos de sus fechas de nacimiento juegan cada día
dos números.
Creen que un día
el destino se cansará de ese asedio y
los premiará con un buen fajo de billetes. Por eso entran a los locales de
apuestas con el aire ansioso y expectante de quien ingresa a un templo.
Esa ilusión prendida
en la piel les da fuerzas para emprender
la cuesta de regreso a casa. Mientras
pedalean hacen bromas y juegan a imaginar lo que harán con el
billete cuando uno de los dos le pegue al número de la suerte.
Con todo y lo
duro de la faena, Abelardo y Miguel prefieren ganarse la vida honradamente,
porque no quieren que a su pueblo vuelvan los días del narco.
“Estábamos muy chiquitos - dicen casi al
unísono, turnándose para urdir el relato-
pero recordamos que muchos niños y
jóvenes igual de pobres que nosotros, se metían a trabajar para los traquetos de la zona. Al poco tiempo volvían al pueblo montados en
severas camionetas y acompañados de tamañas viejas. El problema era que no
demoraban mucho en aparecer muertos en algún cañaduzal. Muchos de ellos eran
peones de un mafioso que una vez tuvo un
problema con los directivos del Ingenio y para resolverlo ofreció comprarles ese trapiche. Esas fueron
las palabras que utilizó: Ese trapiche.”.
Bienvenida
esperanza
Luisa y Gabriel
pertenecen a la cosecha de muchachos que sucedieron a esa generación perdida
por el narcotráfico. Por eso en el pueblo
los ven como una esperanza viviente. Lejos de querer abandonar sus
tierras para emigrar a la capital o al exterior, están decididos a demostrar
con su ejemplo que no sólo se puede
sobrevivir en el campo: también es posible
vivir de él con dignidad y con muy buenas condiciones de vida. A sus
diecisiete y diecinueve años son beneficiaros
de un programa de formación en
horticultura, ofrecido por la Universidad
Tecnológica de Pereira.
“Allí aprendemos a conocer el ciclo completo de las huertas”, dice
Luisa, toda sonrisa ella, mientras Gabriel asiente, al tiempo que revisa las
hojas de una planta de pimentón en busca de señales de buena salud.
“Empezamos por comprender que la tierra es un
organismo viviente, con sus ciclos bajos y altos. Las plantas en general y las
hortalizas en particular son los habitantes de ese organismo. En esa cadena, los humanos somos los
beneficiaros finales. Por eso debemos fijarnos en cada detalle. Así garantizamos la calidad de los tomates,
de la cebolla, de la zanahoria. Sólo así
podemos exigir precios justos en los mercados. Con nosotros estudian jóvenes de otros municipios de Risaralda y a todos nos une un sentimiento: la esperanza de
seguir viviendo en el campo. En nuestro campo.”
Cuando cae la
tarde
Al fondo, el
cielo se deshace en arreboles. Desde el
balcón que es Balboa se ve a lo lejos el Cristo de Belalcázar con los brazos abiertos. Abajo,
el río Risaralda parte en dos el valle como una navaja que ofrece destellos de
plata a quienes contemplan desde lo alto.
La humareda de
los cañaduzales se hace una con una nube solitaria. Abelardo y Miguel pedalean
cuesta arriba con su alijo de ilusiones a cuestas.
Los dos ignoran
que a lo mejor sus pasos fueron hollados
una vez por los cascos de “El invencible”,
el caballo que le permitió a Jean-Baptiste Boussingault alcanzar sano y
salvo el otro lado de la montaña.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=0E9TXpGbBQs
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