Ya les he contado que me apasiona escuchar las conversaciones de la gente en la calle, en los buses, en los cafés, en las salas de espera de cualquier cosa. Donde quiera que se junten dos seres humanos surge el prodigio verbal y con él, de vez en cuando, alguna cápsula de sabiduría.
Qué le hacemos.
Mi oficio me hizo chismoso por definición. Escuchar las conversaciones ajenas
equivale a mirar por el ojo de la cerradura: uno puede presenciar un fogoso combate
sexual o un crimen inesperado. Depende de la carta que le haya tocado en
suerte. Fisgonear es como ponerle un termómetro a la vida bajo la lengua en
busca de algún estado febril.
Si, ya sé que
los termómetros ahora son digitales y no se ponen bajo la axila o la lengua,
pero hay algo de misterioso en esos lugares que hacen válido el uso de la
figura.
Pues bien, gracias
al auge del vegetarianismo, el veganismo y otras hierbas, escucho cada vez
con más frecuencia la expresión Asesinatos de vacas para referirse a
la bíblica costumbre de alimentarse de
bípedos y cuadrúpedos de la más diversa
pelambre. Debe ser por eso que los viejos mataderos municipales cambiaron el
nombre por el de Centros de Beneficio
Animal, sin detenerse a pensar en el absurdo de llamar así a un lugar donde
de todas maneras se despachan vacas, cerdos y otros semovientes con destino a
la mesa de sibaritas carnívoros. Supongo que es otro avance en la manía de no
llamar las cosas por el nombre.
En todo caso, a
ese ritmo sospecho que muy pronto hablaremos de asesinatos de pollos, de patos,
de conejos, de cabras, de atunes, de perdices y el catálogo completo de seres
vivos incorporados por el Homo Sapiens
Sapiens a su cadena alimenticia. No es difícil conjeturar que, a corto
plazo, todos moriremos por desnutrición, como si ya no existieran suficientes
personas condenadas al hambre en este mundo de abundancia.
San Francisco de
Asís, que estaba tocado por la gracia, hablaba de las hermanas aves, las
hermanas bestias y los hermanos gusanos. Pero el santo hablaba con Dios y eso
lo convirtió en un ser excepcional. Nosotros, pobres mortales, hemos de comer
carnes de todo tipo si queremos mantener altas las defensas de nuestro
organismo. ¿Cuál será nuestro castigo por ese pecado? ¿A lo mejor cien azotes por
cada cincuenta gramos de carne consumida o una dieta de lechuga perpetua por el
consumo de una humilde ala de pollo deshidratado?
Los
fundamentalismos siempre han funcionado así. No quiero imaginar lo que les
sucederá a los ganaderos, avicultores y piscicultores cuando llegue el día del
juicio. Me temo que serán equiparados a jefes de campos de concentración nazis
y soviéticos, con el correspondiente castigo ejemplar.
En un programa
radial, uno de esos “consejeros” o “coach” que se multiplican al ritmo de
una plaga bíblica, sentenció que la leche es un líquido maligno, tan letal como
el whisky de Kentucky, el mezcal o la chicha fermentada en el altiplano por nuestros ancestros
indígenas.
El fulano no
aclaró si ese anatema funciona también para la leche materna, de cabra, de
nodriza y otros tantos proveedores milagrosos.
Soy de los que
resuelven los asuntos del alma directamente con Dios, de modo que me senté en
el banco de un parque a rumiar- y perdón por el vacuno verbo- mis
tribulaciones.
La falta de leche en la temprana infancia provoca
lesiones cerebrales que determinan un cretinismo de por vida, le escuché decir una vez a ese gran médico y ser humano que fue
Héctor Abad Gómez.
¡Carajo!, le reclamé a mi Dios ¿por qué nos has abandonado? Sin leche ni carne acabaremos con
el cerebro achicharrado, como el de un adicto al pegante o al bazuco.
Suficiente tenemos con la televisión y
los teléfonos inteligentes. Pero Él siguió sumido en su silencio eterno.
No sé a ustedes, pero se me antoja que a esta cruzada se le fue la
mano, como a todas. A este ritmo a la vuelta de unos años hablaremos de pulguicidios,
piojicidios, mosquicidios, cucarachicidios y otros crímenes atroces. Para
entonces, habremos regresado a los tiempos oscuros. Desnutridos y enclenques sucumbiremos
al asedio de toda suerte de plagas, sin necesidad de un regreso al Covid-19, segunda temporada.
Ante ese sombrío panorama, decidí pasar la página y ocuparme de
cosas más amables. Por ejemplo, meditar sobre el hondo sentido de la
conversación entre dos chicas adolescentes a la entrada de un centro comercial:
Adolescente I: allí viene el buenón de Ricky,¡ Papacito!
Adolescente II: ese man me
encanta ¡lo veo y se me despeluca la cuca!
*Para lectores no colombianos aclaro que la palabra cuca, aparte de
aludir a una golosina tradicional, se utiliza para nombrar el órgano sexual
femenino… aunque, con la pornográfica costumbre de afeitarse los genitales,
sospecho que la expresión de la chica II perdió su exquisito sentido.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=p-T6aaRV9HY
Querido Gustavo.
ResponderBorrarVaya que sus entradas ácidas son verdaderas amenidades. Las disfruto mucho. No recuerdo si fue Quevedo o Lope de Vega (o algún boca de oro), que paraba la oreja en la plaza, para escribir desde la tribuna. Un verdadero vicio sibarita y rico, especialmente, porque las conversaciones cotidianas ahora se han desplazado a unas redes mudas, llenas de amigos imaginarios (las llamadas "redes sociales").
Saludos
_______
Diego eFe
Apreciado Diego: en realidad, si no se "para oreja en la plaza" ¿Sobre qué se podría escribir? Pienso que ni las llamadas matemáticas puras pueden desconectarse de la esencia del mundo. De modo que al cronista no le queda salida distinta a la de estar atento al murmullo callejero.
BorrarUn abrazo y mil gracias por el diálogo.
Gustavo