(…) Estar uno parado en
un día de su vida / es estar al borde del abismo de los días,/ en una engañosa
duna del tiempo, / igual a las otras hasta el infinito/. Color local tiene el
destino de cada uno,/ cada uno da cuenta de su dolor y su anhelo (…)
Con esta declaración empieza La Rama
Púrpura, el más reciente poemario de Juan Guillermo Álvarez. Y bien vale la
pena detenerse en ella, porque en esos versos alientan algunas palabras que
regresan una y otra vez a lo largo de su obra: abismo, tiempo, infinito, destino, dolor, anhelo.
Como sabe todo buen lector de poesía esas palabras, con algunas
variaciones, reaparecen en la obra de los poetas a lo largo de los siglos. Después
de todo son la materia de que está hecha la vida. O, para ser más precisos, todos
tenemos anhelos mientras nuestro destino deviene en un tiempo infinito, parados
siempre con nuestro dolor al borde del abismo.
Lo importante es la
manera como cada poeta vuelve a decirlo, modificando la forma y el fondo de la
escritura a cada instante. Por eso, en el segundo poema de la colección de
ciento quince páginas puede decir lo mismo sin repetirse:
A punto de irme de ti,/ el
truco de siempre, eficaz si los hubo: /abismarnos en el instante, nuestro
reino,/ que ciertamente es paralelo a este mundo./ Da igual dragón que
serpiente,/ glosa en un incunable que grafiti,/ sólo estamos nosotros dos
ahora,/ y el tiempo, prestigioso de huellas y jerarquías,/ se vuelve una vana entelequia.
Aquí el turno es para una heráldica siempre otra y la misma: da lo mismo
ser dragón que serpiente, esos viejos
símbolos de lo transgresor, santo y seña de los que coquetean con los abismos.
El viejo tópico nos presenta al poeta como un escultor de la palabra. Solo
que, en lugar de piedra o mármol, apela al lenguaje para que le hable acerca
del misterio de estar vivo. Médico de profesión y poeta de oficio, Juan
Guillermo Álvarez sabe de las potencias que se agitan cuerpo adentro y nos
conducen a la disolución final. Mientras ese instante llega, el poeta se
obliga, no a escribir en el tiempo
sino a escribir con el tiempo, en
tanto este nos constituye. Si los filósofos se preguntan por el tiempo el poeta
lo hace suyo, lo amasa, lo vuelve de revés y nos lo entrega reflejado en el
espejo del lenguaje: abismo puro.
El poeta lo sabe desde siempre: las dichas y desgarraduras del amor no son
antagónicas, son los rostros siempre cambiantes de la vieja y conocida
divinidad que redimen a cada humano de su nada personal. Por eso nos dice que
en Tennessee no le hizo falta una mujer hasta que pudo olerla:
En Tennessee, en este
Tennessee que me ha sido dado conocer,/ hace un frío de lobos,/ y sigue siendo
un país pobre./ Las montañas no se tienden en suaves laderas:/ se precipitan en
gargantas suicidas,/y llueve mucho, y estoy tan cansado./ He llegado a desear
solo cosas elementales:/ un buen sorbo de agua,/ unos minutos de sol, la paz de
mi caballo, que importa más que la mía./ Tal ha sido mi regreso a través del
arisco Tennessee./ No me hizo falta una mujer hasta que pude olerla.
La presencia femenina hace suyo ese reino de sol y agua, de frío y lobos,
de montañas y laderas. Todo parece conducir al instante bíblico de la creación,
el momento en el que todo volvió a empezar, porque ese es uno de los muchos
sentidos de la palabra génesis: el
regreso a los orígenes implícito en los
mitos, en las experiencias religiosas.
Y los buenos poetas, empezando por los más descreídos, son espíritus
religiosos que invocan para sus semejantes la presencia de lo sagrado, lo único
capaz de hacernos inmortales, fugazmente inmortales.
El color púrpura
En cada poema subyace una música que es tanto el ritmo interior del poeta
como el de las músicas que este suele escuchar.
De ahí que sobre los versos de Juan Guillermo Álvarez graviten acordes
de violines, de guitarras, de mandolinas , sumados a las voces de trovadores de
ayer y de siempre que brotan de las baladas italianas, del rock y de las
piezas sinfónicas que son el eje de su formación musical. Esos ritmos afloran
en versos como estos:
En un mar de sargazos mi
cuerpo, curtido en lides,/ ganó sus cicatrices/ hasta olvidar la reseda y los
matices,/ eso quería: sufrir en el desierto,/ pasar bajo el desgaste de la
usura,/ mirar por una estrecha celosía,/ lijarme en la ardua arena de los
días,/ abrazar y abrasarme, sin cordura,/ a puerto no llegar, no ahorrarme
pena.
Lijarme en la ardua arena de
los días. Por sí solo ese verso continúa una antigua
tradición que pasa por Leopardi, García Lorca, Goytisolo, Borges y el Rey
Salomón. Un verbo inicial, dos sustantivos, un adjetivo, dos preposiciones y un
artículo bastan para dar a luz un mundo de matices que crea una espiral siempre
en ascenso.
Cómo tornar al éxtasis de
sol/ al sabor maduro de la mora/ a la luz ebria de mis siete años, escribe el poeta colombiano Darío
Jaramillo Agudelo, en un tono emparentado con el de la voz de Juan Guillermo
Álvarez cuando, extasiado frente al tono púrpura de las fresas y las moras maduras, se adentra en una sinestesia en la que olores, colores,
sabores y sonidos forman un solo río que es el de la vida misma
y en el que los poetas abrevan antes de regresar a los trabajos y los días de los que nos hablara Hesíodo.
El mismo Darío Jaramillo Agudelo define a los poetas como borrachos por el río del verbo. Ebrio de
palabras, Juan Guillermo Álvarez revisita los meandros de Las espirales de septiembre y Todos
los días tu piel, sus libros anteriores, para recrear y enriquecer su
universo poético. Quizás por eso insiste en que:
Entras en el mundo
cantando./En casa ajena pisas fuerte/ sin respetar el estertor de los viejos/
ni la algazara de los imberbes./ Entras cantando y llorando de alegría/ en esa
habitación desolada./Nada sabes, o muy poco:/ que te nace cantar./ Y los ojos,
que se abren desmesuradamente/ mientras avanzas, /son el valor de cambio de
este día./Lo que debes superar, marchando a tu paso,/sin que te sea claro el
horizonte,/ entre las lágrimas.
Aunque a menudo lo parezca, la de Juan Guillermo Álvarez no es solo una
poética del adentro. A veces, el fragor del mundo se cuela en sus abismos y
equilibra la balanza con versos como estos donde nos habla de un país en fuga
que es el de todos y el de nadie:
No hay país, hay hermanos/
que trenzan las manos en los pasos oscuros del camino./ El país murió de mala
muerte/ en su cuna demasiado grande./Los hermanos se levantan juntos con la
aurora./ No temen saludarse con un beso,/ ni mirar por la hornacina los últimos
fuegos en el campo./ Toman el café casi hirviente, por turnos,/ en el mismo
vaso de hojalata./ Parten juntos a ganarse el día. Y dejan el campo de batalla/
servido para los buitres/.
Un campo de batalla servido
para los buitres. Bueno,
ese ha sido el paisaje del mundo desde los días del Antiguo Testamento hasta los nuestros. De ahí que las palabras se
repitan en la obra de Juan Guillermo Álvarez y en la de los poetas de todo
tiempo y lugar. No por casualidad lo
suyo es lidiar con las siempre turbulentas aguas del corazón humano, lo que no
impide, como en estos versos de La Rama
Púrpura, alcanzar momentos de una tierna armonía que compensan eternidades
de desasosiego: Hada que llevas mi
corazón en el tuyo, rima mi arrullo.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=347vCib_lMs
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