martes, 19 de agosto de 2025

El abismo de los días

 



               

 

                        (…) Estar uno parado en un día de su vida / es estar al borde del abismo de los días,/ en una engañosa duna del tiempo, / igual a las otras hasta el infinito/. Color local tiene el destino de cada uno,/ cada uno da cuenta de su dolor y su anhelo (…)

Con esta declaración empieza La Rama Púrpura, el más reciente poemario de Juan Guillermo Álvarez. Y bien vale la pena detenerse en ella, porque en esos versos alientan algunas palabras que regresan una y otra vez a lo largo de su obra: abismo, tiempo, infinito, destino, dolor, anhelo.

Como sabe todo buen lector de poesía esas palabras, con algunas variaciones, reaparecen en la obra de los poetas a lo largo de los siglos. Después de todo son la materia de que está hecha la vida. O, para ser más precisos, todos tenemos anhelos mientras nuestro destino deviene en un tiempo infinito, parados siempre con nuestro dolor al borde del abismo.

Lo importante es la manera como cada poeta vuelve a decirlo, modificando la forma y el fondo de la escritura a cada instante. Por eso, en el segundo poema de la colección de ciento quince páginas puede decir lo mismo sin repetirse:

A punto de irme de ti,/ el truco de siempre, eficaz si los hubo: /abismarnos en el instante, nuestro reino,/ que ciertamente es paralelo a este mundo./ Da igual dragón que serpiente,/ glosa en un incunable que grafiti,/ sólo estamos nosotros dos ahora,/ y el tiempo, prestigioso de huellas y jerarquías,/ se vuelve una vana entelequia.

Aquí el turno es para una heráldica siempre otra y la misma: da lo mismo ser dragón que serpiente, esos viejos símbolos de lo transgresor, santo y seña de los que coquetean con los abismos.




El viejo tópico nos presenta al poeta como un escultor de la palabra. Solo que, en lugar de piedra o mármol, apela al lenguaje para que le hable acerca del misterio de estar vivo. Médico de profesión y poeta de oficio, Juan Guillermo Álvarez sabe de las potencias que se agitan cuerpo adentro y nos conducen a la disolución final. Mientras ese instante llega, el poeta se obliga, no a escribir en el tiempo sino a escribir con el tiempo, en tanto este nos constituye. Si los filósofos se preguntan por el tiempo el poeta lo hace suyo, lo amasa, lo vuelve de revés y nos lo entrega reflejado en el espejo del lenguaje: abismo puro.

El poeta lo sabe desde siempre: las dichas y desgarraduras del amor no son antagónicas, son los rostros siempre cambiantes de la vieja y conocida divinidad que redimen a cada humano de su nada personal. Por eso nos dice que en Tennessee no le hizo falta una mujer hasta que pudo olerla:

En Tennessee, en este Tennessee que me ha sido dado conocer,/ hace un frío de lobos,/ y sigue siendo un país pobre./ Las montañas no se tienden en suaves laderas:/ se precipitan en gargantas suicidas,/y llueve mucho, y estoy tan cansado./ He llegado a desear solo cosas elementales:/ un buen sorbo de agua,/ unos minutos de sol, la paz de mi caballo, que importa más que la mía./ Tal ha sido mi regreso a través del arisco Tennessee./ No me hizo falta una mujer hasta que pude olerla.

La presencia femenina hace suyo ese reino de sol y agua, de frío y lobos, de montañas y laderas. Todo parece conducir al instante bíblico de la creación, el momento en el que todo volvió a empezar, porque ese es uno de los muchos sentidos de la palabra génesis:  el regreso a los orígenes implícito  en los mitos, en las experiencias religiosas.

Y los buenos poetas, empezando por los más descreídos, son espíritus religiosos que invocan para sus semejantes la presencia de lo sagrado, lo único capaz de hacernos inmortales, fugazmente inmortales.

El color púrpura

En cada poema subyace una música que es tanto el ritmo interior del poeta como el de las músicas que este suele escuchar.  De ahí que sobre los versos de Juan Guillermo Álvarez graviten acordes de violines, de guitarras, de mandolinas , sumados a las voces de trovadores de ayer  y de siempre que brotan  de las baladas italianas, del rock y de las piezas sinfónicas que son el eje de su formación musical. Esos ritmos afloran en versos como estos:

 

En un mar de sargazos mi cuerpo, curtido en lides,/ ganó sus cicatrices/ hasta olvidar la reseda y los matices,/ eso quería: sufrir en el desierto,/ pasar bajo el desgaste de la usura,/ mirar por una estrecha celosía,/ lijarme en la ardua arena de los días,/ abrazar y abrasarme, sin cordura,/ a puerto no llegar, no ahorrarme pena.

Lijarme en la ardua arena de los días.  Por sí solo ese verso continúa una antigua tradición que pasa por Leopardi, García Lorca, Goytisolo, Borges y el Rey Salomón. Un verbo inicial, dos sustantivos, un adjetivo, dos preposiciones y un artículo bastan para dar a luz un mundo de matices que crea una espiral siempre en ascenso.

Cómo tornar al éxtasis de sol/ al sabor maduro de la mora/ a la luz ebria de mis siete años, escribe el poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo, en un tono emparentado con el de la voz de Juan Guillermo Álvarez cuando, extasiado frente al tono púrpura de  las fresas y las moras maduras, se adentra en  una sinestesia en la que olores, colores, sabores  y sonidos  forman un solo río que es el de la vida misma y en el que los poetas abrevan antes de regresar a los trabajos y los días de los que nos hablara  Hesíodo.




El mismo Darío Jaramillo Agudelo define a los poetas como borrachos por el río del verbo. Ebrio de palabras, Juan Guillermo Álvarez revisita los meandros de Las espirales de septiembre y Todos los días tu piel, sus libros anteriores, para recrear y enriquecer su universo poético. Quizás por eso insiste en que:

 

Entras en el mundo cantando./En casa ajena pisas fuerte/ sin respetar el estertor de los viejos/ ni la algazara de los imberbes./ Entras cantando y llorando de alegría/ en esa habitación desolada./Nada sabes, o muy poco:/ que te nace cantar./ Y los ojos, que se abren desmesuradamente/ mientras avanzas, /son el valor de cambio de este día./Lo que debes superar, marchando a tu paso,/sin que te sea claro el horizonte,/ entre las lágrimas.

 

Aunque a menudo lo parezca, la de Juan Guillermo Álvarez no es solo una poética del adentro. A veces, el fragor del mundo se cuela en sus abismos y equilibra la balanza con versos como estos donde nos habla de un país en fuga que es el de todos y el de nadie:

 

No hay país, hay hermanos/ que trenzan las manos en los pasos oscuros del camino./ El país murió de mala muerte/ en su cuna demasiado grande./Los hermanos se levantan juntos con la aurora./ No temen saludarse con un beso,/ ni mirar por la hornacina los últimos fuegos en el campo./ Toman el café casi hirviente, por turnos,/ en el mismo vaso de hojalata./ Parten juntos a ganarse el día. Y dejan el campo de batalla/ servido para los buitres/.

Un campo de batalla servido para los buitres. Bueno, ese ha sido el paisaje del mundo desde los días del Antiguo Testamento hasta los nuestros. De ahí que las palabras se repitan en la obra de Juan Guillermo Álvarez y en la de los poetas de todo tiempo y lugar.  No por casualidad lo suyo es lidiar con las siempre turbulentas aguas del corazón humano, lo que no impide, como en estos versos de La Rama Púrpura, alcanzar momentos de una tierna armonía que compensan eternidades de desasosiego: Hada que llevas mi corazón en el tuyo, rima mi arrullo.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=347vCib_lMs

 

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