En la fotografía, Gianni Infantino, el todopoderoso capo del cartel FIFA, le
entrega a su nuevo mejor amigo Donald Trump un balón de fútbol- Soccer,
le dicen en su país- que el magnate devenido tirano mira con el aire de quien
recibe un objeto incomprensible.
Es normal: tradicionalmente, los deportes venerados por el público
norteamericano han sido el beisbol, el baloncesto y el fútbol americano,
espectáculos a los que asisten mientras devoran toneladas de hamburguesas y
beben hectolitros de Coca- Cola. Para ellos el foot-ball, el
fútbol de Pedernera, Pelé, Cruyff, Maradona, Messi, Iniesta y Ronaldo fue un asunto de advenedizos
sospechosos de mestizaje… hasta que descubrieron la veta: el magnetismo de ese
juego atraía millones de aficionados que, en las graderías o frente a las
pantallas de televisión, constituían una masa de potenciales compradores de
todo: desde relojes y automóviles de lujo hasta programas políticos, pasando
por el más variado surtido de chucherías.
Y entonces en el primer día una voz dijo: apoderémonos de este negocio
tan rentable, fundemos un equipo, contratemos unas estrellas capaces de seducir
públicos y pongamos en marcha una campaña de publicidad y mercadeo, como quien
dice con todos los juguetes.
Acto seguido la voz dijo: hágase el Club Cosmos de Nueva York y el Cosmos
se hizo. El 10 de diciembre de 1970 fue inscrito en la North American
Soccer League y empezó su participación en 1971. Como los dólares fluían en
torrente, en 1975 contrataron a Pelé, que nunca había jugado fuera del Santos
de sus amores; a él se sumaron el alemán Franz Beckenbauer y el italiano
Giorgio Chinaglia, que habían brillado en México 70.
El negocio marchó tan rápido y tan bien que un cuarto de siglo después, en
1994, los Estados Unidos de América organizaron su primer mundial de fútbol,
del que echaron a Maradona por denunciar las fechorías de la FIFA, aunque se
adujo la causa de su conocida afición a la cocaína- una institución
norteamericana- a modo de justificación.
Como según el credo de los padres fundadores, business is business,
la nave no podía detenerse. En 2012 se sacaron de la chistera un engendro
denominado Copa América Centenario y le concedieron la sede- miren por
dónde- a Estados Unidos. Siguiendo esa tónica, los amos del fútbol se llevaron
el Mundial a Catar, y de paso coronaron a la argentina de Messi, para que el
genial jugador no se fuera del fútbol sin el único trofeo que le faltaba.
Pero eso no era todo: como si no
bastara con el ya de por sí colosal botín, para 2026 los dueños del balón se
inventaron un Mundial con cuarenta y ocho selecciones y ciento cuatro partidos,
lo que deriva en una disminución del nivel de calidad… y un incremento
exponencial de los ingresos en materia de
publicidad, derechos de transmisión, taquillas y comisiones por
tráfico de futbolistas. Como pueden ver, el viejo y querido jogo bonito
de los brasileños de otras épocas se convirtió, literalmente, en un negocio
redondo.
El certamen se disputará de nuevo en Estados Unidos. Aunque, para guardar
las formas se incluyó a México y Canadá no se sabe si con o sin aranceles. En
todo ello fue clave la llegada de Gianni
Infantino a la presidencia de FIFA el 26 de febrero de 2016 en un movimiento
propio de los bajos fondos. Para hacerse con el poder, utilizaron información
privilegiada y descabezaron al suizo Joseph Blatter y sus cómplices en las
federaciones nacionales acusándolos de corrupción; el colombiano Luis Bedoya
fue uno de los caídos en esa purga.
Desde entonces el control es total. Cada día se inventan un torneo nuevo,
que incluye tanto categorías de profesionales como de aficionados, empezando
por los niños que, aupados por la televisión, sueñan con ser Kilian Mbappé o
Lamine Yamal mientras sus padres alientan la esperanza de salir de pobres en un
mercado que, a diferencia del de los migrantes anónimos, no tiene fronteras.
El último embeleco fue el Mundial de Clubes, donde no por azar,
Infantino y Trump posaron para el mundo en el palco principal, durante la final
disputada entre el Chelsea inglés y el París Saint Germain, dos
clubes cuyos dueños están precedidos de una más que dudosa reputación. Así funciona ese círculo cerrado: los clubes
más poderosos necesitan de un flujo ininterrumpido de dinero. Con esos recursos
compran – el verbo es preciso, a pesar de los eufemismos y trucos legales- los
mejores futbolistas en el mercado de proveedores, provenientes casi siempre de los países más
pobres, en una réplica de la más pura estructura colonial. Esas nóminas hacen
que siempre ganen los mismos y por lo tanto perciban más ingresos por
publicidad y mercadeo, con lo que la historia reinicia su giro.
Pero faltaban las mujeres. Como los nobles pretextos abundan, los
mercaderes esgrimieron el argumento de la más que justa equidad de género para
ensanchar el mercado hacia el enorme y efectivo universo de las mujeres consumidoras. Esta
vez fue más fácil: bastaba con replicar el exitoso modelo de los torneos masculinos.
A esta altura del juego, el fútbol en todas sus variantes, aparte de los
conocidos narcos, estaba en manos de mafiosos rusos, magnates árabes,
traficantes chinos, estrellas de la farándula, sectas religiosas
transnacionales… y apostadores de toda laya. De ese modo tenemos torneos y equipos patrocinados por
casas de apuestas y clubes propietarios de las mismas, lo que en principio deja
bastante que pensar a la hora de preguntar por la transparencia y buena fe de los protagonistas.
Así las cosas, solo nos quedan los torneos de barrio y de vereda, hasta
ahora los únicos y los últimos en que la gente juega por el gusto de la
camaradería inspirada en la pasión por la pelota. Roguemos a los dioses que el
cartel de FIFA y sus socios no ponga sus ojos en esas viejas canchas mal
podadas y podamos seguir alentando la ilusión que animó en principio a quienes inventaron ese juego tantas veces
tocado por la gracia hasta que una voz movida por la codicia dijo: hagan sus
apuestas, señores.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=dctzDQrjBgw&list=RDdctzDQrjBgw&start_radio=1
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