jueves, 25 de noviembre de 2010

El corrido de los faraones



“El día que la mataron/ Rosita  estaba de suerte/ de tres tiros que le dieron/ no mas uno era de muerte”. Así reza una de las estrofas de “El corrido de Rosita Alvirez”, una de las más célebres composiciones del cancionero popular mexicano. El fragmento es una muestra de la inagotable dosis de humor negro que, durante siglos, nos ha servido a los latinoamericanos para sobrellevar las encrucijadas más amargas de nuestro destino. Ese humor es el mismo que  permite  ver, conviviendo en paz en el cementerio  “Jardines de Humaya” ubicado en Cualiacán, Sinaloa, norte de México, las tumbas de  “El Nacho” y “El jefe de jefes”, dos narcotraficantes que en vida fueron enemigos irreconciliables. En ese cementerio, algunos mausoleos poseen línea telefónica, aire acondicionado, música ambiental, salas de espera y lujosos mobiliarios, según un informe  publicado por la página de Internet de la BBC de Londres.
¿Declaración de principios pos mortem? ¿Excentricidad demencial de quienes durante buena parte de la vida  sufrieron privaciones sin cuento y emprenden por esa vía un ajuste de cuentas con el mundo? ¿ puro mal gusto de las clases emergentes? ¿revancha contra las  elites que nunca les hicieron un lugar en sus centros de reconocimiento social?
De todo un poco, pero también hay otras cosas. Como aquélla bien sabida de que  durante millones de años el mundo no ha hecho otra cosa distinta a dar vueltas y por lo tanto no hay nada nuevo bajo el sol. Sobre todo esto último, porque si revisitamos la historia, encontramos que antes de los narcos mexicanos lo mismo hicieron los reyes asirios,  los faraones egipcios  y los emperadores aztecas.  Todos a una se gastaron fortunas, y no pocas veces el erario público,  levantando   tumbas  colosales equipadas con todos los lujos del momento,  en un intento por conjurar, aunque fuera desde la precaria solidez de los símbolos, la más cierta de todas las certezas : que el tiempo nos arrasa y que la democrática muerte nos reduce a menos que nada.
“Los narcos, si pudieran, se enterraban dentro de sus camionetas Hummer”, le dijo el periodista Diego Osorno a la BBC, en la mencionada entrevista. También se enterraban con sus bienes más preciados los Incas y los Chibchas, al igual que las figuras de poder de pueblos expandidos por todo el planeta, en un último intento por   prolongar en el otro mundo las dichas disfrutadas en su fugaz paso por la tierra.
Cuenta también el periodista que los  albañiles del cementerio han construido tumbas varias veces más grandes que las casas donde habitan. Igual   cosa aconteció con las pirámides egipcias, que según todas las evidencias fueron edificadas con   el trabajo de miles de  esclavos, que pusieron su cuota de sangre y sudor al servicio de la inmortalidad del Faraón.
A lo mejor  estamos asistiendo, en el más depurado estilo de  la canción popular mexicana, a una virulenta parodia de la pretensión de eternidad  implícita en toda búsqueda del poder. Pienso en el cadáver embalsamado de Lenin  y en el periplo errático del cuerpo de Eva  Perón. Recuerdo las inscripciones en latín escritas en las tumbas de muchos presidentes colombianos. Me inquietan las profundas raíces fetichistas de lo que llaman una velación en Cámara Ardiente. Aquí nada más, en la aldea, se construyen  mausoleos al estilo griego y romano. Así  que después de todo, los narcos mexicanos no  están haciendo nada  distinto a reeditar,  en clave de corrido y ranchera, la antigua obsesión humana por diferenciarse hasta en la muerte.


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