Asistí a un taller literario por primera y única vez
en mi vida al promediar los años ochenta del siglo anterior.
Habían transcurrido unos veinte
minutos cuando el orientador blandió el ejemplar de un libro de Ernest Heminghway y nos espetó a la
cara:
¡Tenemos que comprender muy bien la diferencia entre el narrador
extradiegético, el heterodiegético y el homodiegético. De ahí depende todo!
Hui despavorido: hasta ese día yo
pensaba que París era una fiesta.
Treinta y cinco años después sigo
corriendo: quiero disfrutar los libros. No hacer vivisecciones.
Volví a recordar el episodio hace
un par de semanas. Durante una rueda de
prensa convocada para hablar de los problemas de orden público en su localidad, Fernando Muñoz, alcalde de Dosquebradas,
soltó esta frase y se quedó mirando al auditorio
con aire de iluminado:
La gente les da limosnas o les
paga por trabajos menores. Por eso los indigentes siguen viviendo en su zona de confort.
¡Carajo!- pensé- de modo que una persona atraviesa el infierno de la
drogadicción, libra una batalla cotidiana con el hambre y las bacterias, vive en constante riesgo de que la acribillen a tiros o le
asesten una cuchillada y los tecnócratas llaman a eso zona de confort.
Pero no hay que culpar al
profesor ni al alcalde: las trincheras del lenguaje existen desde que el hombre
empezó a enlazar sonidos y a darles una
expresión gráfica.
En ambos casos habían escuchado la frase en otro lado. En un seminario, en una charla, en un taller.
Les quedó sonando y ¡Zas! La soltaron cuando lo consideraron oportuno.
Me olvidaba un detalle : hace cosa de un año, en un seminario de Historia, escuché a una mujer hablar de " La muerte hermenéutica", frase que por si sola precisa de una interpretación.
Las palabras son suaves, lisas,
curvas, tienen cuerpo. Por eso resulta tan fácil enamorarse de ellas, de sus
resonancias, de sus infinitos meandros. Y como sucede con todas las formas del
enamoramiento, uno vive en constante riesgo de alienarse, de extraviar el
rumbo. Lo que debería otorgar sentido y
ampliar el alcance de nuestra mirada
deviene oscuridad, zona de confusión.
Y en las tinieblas acontece el deslumbramiento: utilizamos las palabras para desconcertar, no para aclarar.
Y en las tinieblas acontece el deslumbramiento: utilizamos las palabras para desconcertar, no para aclarar.
Confundimos la pirotecnia con la lucidez. Y en
ese juego podemos resultar chamuscados.
Confinarse en el gueto del lenguaje resulta una
tentación. Nos sirve para aislar a los otros y al mismo tiempo para
controlarlos. Por eso las misas se oficiaban
en latín: el rebaño ignoraba de qué le estaban hablando y por eso mismo
lo suponía verdadero e irrefutable : ¿Cómo puedo controvertir lo que no soy capaz
de entender?
Así han funcionado siempre las
cofradías, las sectas, los partidos, las órdenes, las academias. Un puñado de
individuos secuestra el lenguaje y saca provecho de eso. En los grandes centros de poder político,
económico, social, religioso, cultural o académico se venden teorías, discursos, frases
hechas.
Manipularlas supone tener las claves del poder.
Hace poco le escuché la siguiente frase a un entrenador de fútbol:
Perdimos porque nuestros jugadores no han podido asimilar el dibujo y
la conceptualización táctica.
Con esa jerga dudo de que lo
consigan en los próximos cincuenta años. Los futbolistas manejan otro tipo de
lenguajes. Pero de ese modo el
entrenador los controla: son ellos los incapaces de comprender la
improbable sapiencia de su discurso.
El mundo está infestado de
manuales para propagar esas formas de la superchería. Si usted los recita en el
momento oportuno lo llamarán líder asertivo. Incluso es posible que pueda cobrar sus
buenos billetes y garantizar la supervivencia de su prole para el resto
de la vida.
En esto último no hay nada de
malo. Pero con la manipulación del
lenguaje despojamos a los otros de la posibilidad de comprenderse y
comprender el mundo.
Como sucede cuando le decimos falso
positivo a un asesinato.
O desviación de recursos a un
robo.
Dicen que a finales del siglo XIX los malandrines de Buenos
Aires acuñaron el lunfardo para atrincherarse
tras un muro de palabras pronunciadas al revés o prestadas de los
dialectos llegados de Italia. Así lograron
despistar a la policía durante mucho tiempo.
El asunto funcionó… hasta que la
policía aprendió lunfardo. Entonces éste se refugió en el tango y a los
cuchilleros les tocó inventar otras
formas de evasión.
Más o menos así operan las
trincheras del lenguaje.
Consiguen descrestar calentanos
hasta que alguien descubre el truco.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
ResponderBorrar"Y en las tinieblas acontece el deslumbramiento: utilizamos las palabras para desconcertar, no para aclarar." Esto me hace recordar algo de Pérez-Reverte. En una reciente entrevista con un periodista argentino criticó a los escritores que subordinan la historia al estilo. Que bordan y bordan, mientras el relato, la historia, desaparece entre tantos adornos... si es que alguna vez estuvo allí. Hasta se podría decir que las jergas son un estilo, parece sugerir PR.
Demasiada filigrana acaba por desviar la atención sobre lo que importa en realidad, que en este caso es, desde luego, la historia.
BorrarErnesto Sábato lo planteó así : "¿ Se lo imagina uste a Tolstoi tratando de deslumbrar con un adverbio, mientras está en juego el destino de uno de sus personajes?"
Notable(dan ganas de reir, ciertamente) el desparpajo con el que el burócrata resume que "los indigentes siguen viviendo en su zona de confort". El chiste de mal gusto me hace recordar un anuncio en el costado de un minibus que vi hace un par de dias: "Elegancia y conford, Toyota" dejándome algo turulato en plena calle.
ResponderBorrarPara no atrincherarme en el lenguaje, precisamente, he decidido guardar silencio durante estos dias en mi blog, como aconsejaba el amigo Wittgenstein.
Como bien lo saabemos, el silencio suele ser bastante elocuente, apreciado José.
BorrarQue lo disfrute.
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