Allá por el siglo XVI, Carlos I de España y V de Alemania, el hijo de la reina Juana de Castilla, bautizada por sus detractores como “La loca” soñó con un imperio único bajo su mando, que abarcara la Europa conocida. Para conseguirlo, agotó todos los recursos que estaban al alcance de la monarquía : intrigas, matrimonios, fraudes , alianzas y destierros. Es decir, nada nuevo en lo que toca a las viejas formas de hacerse con el poder. Dicen los historiadores que estuvo a punto de alcanzarlo , hasta que la estructura de sus reinos empezó a mostrar grietas por las que se colaron las insignias de los nacionalismos, esas formas supremas de la exclusión basadas en el improbable origen heroico de una determinada comunidad y resumidas en el color de las banderas. En defensa de esa idea han sido exterminados pueblos enteros a lo largo de la historia, incluso en la civilizada y políticamente correcta Europa. Basta con echar un vistazo a lo que hicieron los serbios con sus vecinos dos décadas atrás para darse cuenta de los peligros que acechan tras la apariencia romántica de la palabra patria.
Cuatro siglos después , fortalecida por la aventura colonial y aleccionada por la devastación de dos guerras mundiales, la Europa ilustrada redescubrió el cuarto de San Alejo viejos tratados que hablaban de un gran país sin fronteras regido por una moneda única – el sueño dorado de los adoradores del mercado- orientado por una constitución política común e incluso, en los momentos más delirantes, comunicándose a través de una lengua universal, una especie de esperanto menos mecánico y más poético.
El comunismo estaba muerto y enterrado. Un funcionario del departamento de Estado norteamericano convertido en filósofo había sentenciado además el fin de la historia. De modo que todo estaba listo para emprender la construcción de lo que un fervoroso apologista llamó en su momento “ La gran patria europea”. En esa tierra de promisión, se decía, cabrían todos, incluidos los no europeos que seguían llegando desde todos los rincones del planeta empujados por la pobreza, desarraigados por la violencia o encandilados por las promesas de consumo y derroche implícitas en los mensajes de la sociedad del bienestar. Cuando se le dio carta de ciudadanía al euro el paroxismo pareció alcanzar sus límites: ya nadie sería capaz de detener a ese tren que cruzaba el continente desde la península ibérica hasta el Danubio y más allá, pregonando en todos los rincones la buena nueva de la unidad.
En ese estado de euforia nadie quiso prestarles atención a los pesimistas de siempre que, como bien nos lo han enseñado tantas veces, no son nada distinto a optimistas bien informados. Que las crisis cíclicas de los mercados lo echarían todo por tierra, nos advertían. Que eran demasiado visibles los desequilibrios entre los más ricos como Inglaterra, Alemania, Francia o los países nórdicos y aquellos secularmente empobrecidos como Portugal, España, Irlanda o Grecia, para no hablar de las recién redescubiertas nacionalidades que escapaban al derrumbe del imperio soviético.¿Quién iba a prestarles oídos a los aguafiestas si cada verano torrentes enteros de prósperos ciudadanos del norte viajaban a dorarse en las playas del Mediterráneo y dejaban a su regreso millones de euros flotando en el ambiente como una promesa de hedonismos sin límites?
Fue tarde cuando un académico por allí y un columnista de prensa por allá alertaron sobre los primeros signos del desastre. La economía, ya nos lo han dicho los expertos en esos terrenos inciertos, reacciona en cadena como la energía nuclear y tiene una expresión política inmediata. Por eso los europeos están votando por los más xenófobos de sus políticos, aunque eso signifique la renuncia a la más preciada de sus conquistas: la aceptación de la diversidad y el respeto a la multiculturalidad. El atentado terrorista que sacudió hace apenas unos días a Noruega, una sociedad que se creía blindada frente a esos peligros resulta ser la más peligrosa versión de ese estado de cosas que nos hablan de un continente sitiado por la incertidumbre, ante la que solo atina a izar las antiquísimas y letales banderas del miedo que llamamos nacionalismos.