miércoles, 28 de septiembre de 2022

Quinchía, entre el oro y los quinchos



Con aliento Caribe

Con  su manera detallada y surcada de recursos literarios, el cronista Pedro Cieza de León da cuenta de la partida del conquistador Jorge Robledo desde la  población de Santafe de Antioquia, en las riberas ardientes del río Cauca, hasta llegar a las no menos calurosas tierras del norte del Valle, en  las orillas del río La vieja.

Con su pluma minuciosa Cieza de León nos acerca  a los padecimientos de  los conquistadores cuando  subieron desde el Cauca hacia unas tierras de neblina en las que los contornos de  hombres  y  cosas se desdibujaban hasta alcanzar la inconsistencia de   los fantasmas.

Habían llegado a las tierras de unos indígenas pertenecientes al pueblo Caribe, conocidos como los Guaqueramaes  y los Tapascos. Estos pueblos las habían  bautizado con el nombre de Guacuma.

Siguiendo la voz del narrador descubrimos que cuando Robledo y Badillo arribaron al poblado Tapasco de Chiricha descubrieron unos cercos de guadua agitados por el viento, en cuyos extremos destacaban cráneos humanos.

A esos cercos de guadua coronados por la imagen de la muerte los llamaron “Quinchos”, vocablo que acabó por convertirse en el nombre de una población clave en el poblamiento del occidente de lo que hoy es el Departamento de Risaralda.

 A su paso, las huestes conquistadoras oyeron hablar de ricos tesoros enterrados por los indígenas en cuevas naturales o en socavones cavados por ellos en los cerros  que circundan el lugar.

Esos relatos  perviven hasta hoy, cuando una nueve fiebre del oro amenaza el equilibrio ambiental de la zona.

“Nos vamos a quedar sin agua”, dice Alirio, un campesino  cincuentón que mira con aprensión como se multiplican  las formas de explotación minera en  sus territorios.

“Quiero forrarme de plata” declara Rigoberto Largo,  un hombre de acentuados  rasgos indígenas que sonríe y  muestra la que parece ser la prueba física de su voluntad de enriquecimiento: un diente de oro.

No todo lo que brilla es oro.



Así ha  transcurrido la historia de Quinchía desde el paso de los conquistadores europeos hasta el arribo de las empresas trasnacionales en el siglo XX: entre el miedo y la codicia. Entre el escepticismo y la esperanza.

Pero no todo lo que brilla es oro en esta población que se precia de levantarse  una y otra vez desde  sus propias cenizas.

Gabriel Guapacha es uno  de esos hombres fornidos y montaraces que un día abandonó el azadón y el  hacha para dedicarse a conducir  una motocicleta en la que presta un servicio de transporte informal hacia veredas como Mapura, La  Loma y El Callao.

De regreso a la cabecera municipal, Gabriel hace un alto en el camino para tomar un refrigerio en una fonda caminera. Una fotografía  en tono sepia  de El Caballero Gaucho preside el lugar, cuya decoración es, de hecho, una estampa de otro tiempo: una  lámpara caperuza para los frecuentes apagones nocturnos, un  mostrador en el que se exhiben cera para pisos de madera,  sal de frutas para el guayabo y la indigestión, agujas capoteras  para coser costales,  paquetes de cigarrillos, botellas de aguardiente amarillo, purgantes para animales, pastillas para el dolor de cabeza, botas pantaneras y condones.

Desde lo alto  de un mueble de madera reinan un computador portátil  y un tocadiscos marca Sanyo que luce como nuevo después de  medio siglo de uso. Los dos son los responsables de  que la música no pare de  sonar en esta fonda que ostenta el nombre de Pescador, Lucero y Río. Está ubicada a la orilla de una quebrada de aguas rumorosas de la que algunos vecinos sacan barbudos, corronchos y sabaletas.

En noches sin luna los bohemios  se plantan en la  puerta a contemplar las estrellas dibujadas sobre un  cielo límpido que  se encarga de remover el rescoldo de sus nostalgias.

Las canciones de Nano  Molina, Oscar Agudelo, Tito Cortés, Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas, humedecidas con unos tragos de aguardiente se encargan del resto.

Ese es el momento en que  Gabriel Guapacha enhebra la aguja de los recuerdos y empieza a tejer su historia.

“Todos mis antepasados recorrieron estas tierras al derecho y al revés en busca de fortuna. Mis abuelos Nicanor y Seferina tumbaron monte para sembrar yuca, maíz y plátano hasta convertirse en cultivadores de café. Mis papás   Genaro y Matilde se enterraron en los socavones en busca de oro. A veces lo encontraron y lo perdieron con la misma rapidez. Entonces volvieron a ensayar   la agricultura con nuevos productos: aguacate, lulo y mora, hasta que los bajos precios, las plagas y los especuladores acabaron con sus ilusiones”

A todo lo largo de su brazo y su antebrazo derecho, Gabriel luce un tatuaje de Nuestra  Señora del Perpetuo Socorro, que según él, lo ha salvado de todos los peligros imaginables en estos caminos

“Desde niño me he encontrado con toda clase de malandros: de día  y de noche. Me he cruzado con guerrilleros, paramilitares, traficantes de oro, ladrones de ganado y unas cuantas joyas más. Y siempre he salido sano y salvo para contar el cuento. Es que como la tierra de Quinchía es tan rica en recursos de la tierra y la minería, desde los tiempos de los conquistadores siempre ha atraído aventureros de todas partes del país y del mundo. Hoy nada más se vive una situación muy complicada.  Todo el mundo piensa en explotar pero a nadie se la ocurre aprovechar parte de esos recursos  para apoyar a los campesinos con sus cultivos o  patrocinar a las personas que trabajan con los adornos de oro. Cosas de esas que nos mejorarían la vida a todos en otros campos. Es que, como dice el dicho, no todo lo que brilla es oro.”.

En las rutas de la memoria

Diana Marcela Ladino  y María José Correa son las responsables de la biblioteca de  Comfamiliar Risaralda en Quinchía. Oriunda del municipio la primera y llegada de Antioquia la segunda, cada una a su  estilo ha encontrado  el modo de hacer de su labor cotidiana una ruta de aproximación al enorme legado histórico, social, económico y cultural de su comunidad.

Para   Diana Marcela, el incendio del templo parroquial y el  inmediato inicio de las tareas de recuperación expresa toda una parábola.

“Era casi la media noche del viernes 16 de noviembre de 2016 cuando  todos nos vimos sacudidos por el resplandor y las llamas que se veían salir del templo San Andrés Apóstol. Si al comienzo hubo pánico, en pocos minutos  el pueblo se unió en la tarea de ayudarles a los bomberos a apagar las llamas.  Y si al final el incendio destruyó el templo casi en su totalidad, lo bonito vino después: de  todas partes empezaron a surgir iniciativas para su reconstrucción. Apenas quince meses después, aunque todavía falta mucho trabajo, la gente empieza a ver cómo  ese espacio de oración y de encuentro  vuelve a la vida, como en el mito aquél del Ave Fénix”

Construida en el año de 1855, la iglesia tuvo varias reparaciones, algo que a Diana se le antoja un símbolo de lo que  ha sucedido con Quinchía  a lo largo de los años.




“Como  sucede con tantos municipios de la región, en  mi pueblo hemos tenido que pasar por cosas muy duras. Aquí cometió sus fechorías  el Capitán Venganza, durante la violencia entre liberales y conservadores. Después sería la gente del Epl, con el sanguinario Leyton a la cabeza. Más tarde   veredas enteras fueron arrasadas por los paramilitares, hasta la infamia de la llamada Operación Libertad, cuando el 27 de septiembre de 2003  unas ciento veinte personas fueron retenidas y acusadas de complicidad con las guerrillas. Después se supo que todo había sido un montaje, pero ya muchas vidas habían quedado arruinadas.  Esa es una injusticia que nuestra comunidad nunca olvidará.”

Entre las personas que  perdonan pero no olvidan está Gloria Eunice. Para la época de la Operación Libertad cursaba estudios de derecho en la Universidad Libre de Pereira. Ese día vio como un grupo de cuarenta policías  irrumpió en la casa de su abuelo materno, Gilberto Cano Bolívar. El viejo  se desempeñaba como concejal después de haber sido alcalde de la localidad.



“Se lo llevaron con las manos atadas a  la espalda con una soga, como a un criminal” diría Eunice después con el alma y la voz rotas por la humillación. “Mi abuelo, a quien  le decían Cachaco murió en 2015 a los 86 años y estuvo preso durante veintidós interminables meses. Cincuenta  y siete años de su vida los consagró al servicio público, y así le pagaron”.

Junto al drama de Cachaco los parroquianos de Quinchía  evocan otro igual de doloroso: el de José de los Santos Suárez, un campesino ciego a quien acusaron de fabricar explosivos para la guerrilla, aparte de brindarles alojamiento y comida.

Destrozado, José de los Santos murió en 2010, a los sesenta y dos años. Junto al suyo, también se recuerdan los nombres de Martiniano Manso- sí: Manso-, Wilfrey García, Arlés Ocampo, Eduardo Castro y Aldemar Tusarma, estos tres últimos asesinados.

En el pueblo todavía se comenta que los paramilitares del Bloque Simón Bolívar  participaron en algunos de estos crímenes.

“Pero, con todo y eso, en Quinchía siempre sabemos reconstruirnos, igual que en el caso del templo de san Andrés Apóstol”, sentencia Diana Marcela  ante un grupo de líderes comunitarios que aguardan turno para  utilizar los computadores de la biblioteca.



La palabra que sana

Cada vez que puede, María  José  Correa toma su maleta  llena de libros y parte en busca de un jeep o una moto que la lleven hacia alguna vereda donde siempre la esperan con un buen desayuno o un “algo”, un refrigerio que a veces parece otro almuerzo: es la forma como los campesinos le agradecen un ritual que ha mejorado en mucho sus vidas, en no pocos casos rotas por la violencia.

“La gente espera la llegada de María José y sus libros con una alegría que no pueden imaginar los que siempre han vivido entre las comodidades”, asegura María Elvia, una profesora nacida en Aguadas, Caldas, que ha  trabajado en regiones tan dispares de Colombia como el departamento del Cauca, el Quindío y Córdoba.

“Hay que vivirlo para comprenderlo”, dice  desplegando las páginas de un  libro titulado Los amores de Afrodita. Con sus historias les ayuda a los jóvenes de Quinchía a comprender sus propias vivencias del amor y la sexualidad.

 “Desde mi propia experiencia como maestra he podido ser testigo de la forma como el contacto con los libros, la música, las artesanías y los museos obra como un  elemento de sanación para las personas y las comunidades. Estoy convencida de que esa capacidad para la creación y para valorar las producciones del  espíritu es una de las cosas que les han permitido a los quinchieños sobrevivir  a tantos infortunios. Uno los ve y siempre  parecen salir más fortalecidos para el siguiente desafío”.

Recorriendo las calles y los campos de Quinchía al visitante no le faltarán razones para entender el optimismo invencible de María Elvia.



En la casa de Xixaraca


Xixaraca  era el dios del bien entre las tribus Anserma. Según los relatos de los pueblos aborígenes, la divinidad habitaba en la cima del cerro Karambá, hoy conocido como Batero. Por eso el Museo Arqueológico de Quinchía, ubicado en la Casa de la Cultura, lleva ese nombre. Pequeño, pero bien organizado bajo  patrones técnicos de conservación, el Museo de Xixaraca supone un viaje a los orígenes de  pueblos que desarrollaron valiosos avances en la explotación  de las minas de sal y de oro, así como en la orfebrería y la filigrana. De hecho, los artesanos que hoy se agrupan alrededor de varias organizaciones son herederos directos de esa tradición.

Y miren por dónde : para completar  el mito de Xixaraca y restablecer de paso el equilibrio cósmico, tradiciones  campesinas posteriores sostienen que en  la base del Cerro de Batero, en una cueva guardada por el diablo en persona, yacen tesoros de fábula enterrados por los europeos desde los tiempos de la conquista.

La  Historia local da cuenta de que el museo empezó a nacer en 1979, cuando un grupo conocido como Cabalonga, encargado de la parte  documental en el club científico del Instituto San Andrés se dio a la tarea de rastrear documentos y piezas de orfebrería entre las tantas que abundan en la zona.

Una década más adelante surgió un grupo ecológico liderado por Jorge Gómez, para la época gerente del Comité Municipal de  Cafeteros. A través de un trabajo conjunto con Fernando Uribe, director de la Casa de la Cultura, plantaron los cimientos de una memoria escrita en el barro, en el oro  y en las piedras de esta zona en la que abundan los apellidos Trejos, Largo, Bueno y Tapasco, para mencionar solo algunos de los grupos familiares ligados a esta población que a lo largo de su historia ha cambiado de sitio varias veces.

El signo de la errancia.

El  historiador Alfredo Cardona Tobón y el escritor Jaiber Ladino son, como quien dice, memoria viva de estas tierras. El primero desde el relato documental y el segundo mediante los recursos de la ficción, nos han aproximado al trasegar de unos hombres  y mujeres empujados montaña abajo y montaña arriba por la necesidad y por la ambición. O por el puro y duro desplazamiento forzado.

A través de sus relatos, el  lector puede asomarse a las múltiples formas de la errancia.




Con solo los títulos de los libros de Cardona Tobón y sus coequiperos el viajero puede armarse  una ruta que lo  lleve del pasado al presente y viceversa, en un perpetuo viaje de ida y vuelta:  Quinchía Mestizo; Ruanas  y Bayonetas; Indios, curas y maiceros; Los caudillos del desastre; Historia y Memoria. Guiado por la pluma de Cardona Tobón el visitante  inquieto puede enterarse de la  tozudez con que los curas se opusieron a la construcción de una carretera que conectara a Quinchía con el resto del país, convencidos de que por esa vía rudimentaria irrumpirían en la aldea todas las formas conocidas del pecado, empezando por la bíblica sodomía.

Transitando otros caminos en pos de idéntico objetivo, Jaiber Ladino  ha trasladado al mundo de la ficción poética  los  hallazgos acumulados en una infancia vivida en las tierras de los Ansermas, los Tapascos, los Irras y los Guaqueramaes. Si bien no aparecen de manera explícita, libros como Las aventuras de la Barranquero, Andago y  La línea K devienen claves para acercarse por otros linderos a  la cosmovisión que corría por la sangre a veces apacible y en otras turbulenta de sus mayores.

Allá en el rancho grande.

Es curioso: a los mercados donde comercializaban el oro y la sal  los indígenas de esta zona los llamaban “Tianguez”, un vocablo casi idéntico a “Tianguis”, los mercados populares que los fines de semana se toman la  Ciudad  de México en nuestros días.

Pero esa búsqueda nos metería  en un berenjenal que podría terminar en la letra de  un corrido como Allá en el rancho grande, que no para de sonar en la fonda Pescador Lucero y Río donde Roberto Guapacha dirime  los pleitos con sus nostalgias.

A  lo mejor las cosas empezaron cuando el dios del bien y el diablo se repartieron  las partes alta y baja del cerro. En esas fechas situadas  antes del inicio del tiempo podrían situarse los orígenes de lo que fue Guacuma y más tarde se convirtió en Quinchía.

La partida de nacimiento dice que  mediante ordenanza número  5 del 12 de marzo de 1919 el municipio cobró vida civil.

Pero ese ya es más un asunto de notarios. Porque  hoy  muchas cosas esenciales del pueblo siguen palpitando en un lugar del tiempo y el espacio ubicado entre el oro y los quinchos.

NOTA: este texto fue escrito en el año 2017.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=Lc1v4QVYwTI

lunes, 19 de septiembre de 2022

Louise Glück: preparativos de viaje.

 

 


                       

                       “Desde Sevilla veniste de la guerra

                          muy destrozado,

                          veniste, vos marido, desde Sevilla;

                          cuernos os han nacido de maravilla;

                          no hay ciervo en esta villa de cuernos tales,

                          que no caben en casa

                          ni en los corrales”

 

             Seguidilla española, recogida por Pedro Henríquez Ureña

 

Los males de Ulises

El del hombre que va a la guerra, arriesga la vida una y mil veces y regresa a casa lleno de cicatrices en el cuerpo y en el alma para descubrir que ya no hay hogar, ni mujer, ni hijos, ni amigos porque el olvido ha devorado a los suyos, es un viejo tópico de la literatura universal, en el que la historia de Ulises es apenas una variante ilustre del relato de la vida como viaje.

Viaje hacia los confines del sueño; a los meandros de la memoria o a los eriales del olvido; al improbable paraíso perdido de la infancia; a las páginas de un libro, a geografías remotas o al reino sin límites de la muerte.

Por eso estar vivo consiste, ante todo, en hacer siempre renovados preparativos de viaje. Del relato de esos viajes, reales o inventados, está hecha la gran poesía de todos los tiempos. Aunque, más que de viajes, debemos hablar de peregrinaciones en busca de algo o de alguien anhelado y por eso mismo inasible.

A esa condición pertenecen los viajes del Dante a los claroscuros del cielo y el infierno; los de los místicos de todos los tiempos en busca del rostro de Dios; los de Shakespeare a las tinieblas del corazón humano; los de Cervantes a la urdimbre de quimeras heredadas de los árabes; los de Borges a su mapa de espejos y laberintos o los ya mencionados de Odiseo   hacia una Ítaca forjada a la medida de sus ansias.

La poeta norteamericana Louise Glück (Nueva York, 1943), ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2020, es heredera de esa tradición. Su libro Noche fiel y virtuosa (Faithful and virtuous night), publicado en 2014 por Visor libros en edición bilingüe, condensa en gran medida la esencia de su obra. Concebido como un arco que va de los descubrimientos de la infancia a la vislumbre de la muerte propia y ajena, su título mismo sugiere de entrada los equívocos de toda vida, tramada sobre un juego de espejos que devuelven siempre imágenes imprecisas.  La frase Noche fiel y virtuosa es el resultado de la confusión generada en una mente infantil por la percepción errónea de un relato leído por su hermano sobre el rey Arturo y sus caballeros de la mesa redonda. En realidad la frase es Faithful and virtuous Knight. La confusión no es gratuita: para la poeta, la existencia toda es un malentendido de principio a fin. Nunca expresamos con precisión lo que pretendemos decir y nunca comprendemos con exactitud lo que nos dicen. La poesía es un intento de corregir esa imperfección. En ese intento, Parábola, el poema que abre el libro, es una declaración de principios:

“ (…)Tras renunciar en primer lugar a las posesiones mundanas, como enseña san Francisco,

a fin de que nuestras almas no se vieran distraídas

por la ganancia y la pérdida, y a fin también

 de que nuestros cuerpos tuvieran la libertad de desplazarse

fácilmente por los pasos montañosos, tuvimos después

que debatir

hacía qué lugar o por dónde viajaríamos, siendo la

segunda pregunta

si debíamos tener un propósito, en contra de lo cual

muchos de nosotros defendimos con uñas y dientes que

tal propósito

equivalía a las posesiones mundanas, esto es, que suponía

una limitación o restricción,

mientras que otros dijeron que esta palabra nos

consagraba

como peregrinos en lugar de trotamundos: en nuestra

cabeza, la palabra se traducía

como un sueño, algo que se busca, de modo que si nos

concentrábamos la veríamos

resplandecer entre las piedras, y no

pasaríamos por delante sin verla; (…)” página 9, traducción castellana.

La renuncia, la libertad, el sentido de la peregrinación y las revelaciones, en ese orden, aparecen de entrada como santo y seña de lo que será nuestro recorrido- nuestra propia peregrinación- a través de los 49 poemas, algunos de ellos en prosa, que conforman el libro.

 

Gates, doors and windows




Bien sabemos que toda palabra es metáfora. Es decir, puente, puerta y ventana que se abre hacia los misterios del universo: los de adentro y los de afuera. Por eso es clave fijarse en los títulos de los poemas, ninguno de ellos puesto al azar. Aparte del que lleva el título de Parábola, aparecen, no necesariamente en ese orden: Una aventura, El pasado, Una teoría de la memoria, Visitantes de fuera, Paisaje aborigen, Utopía, La ventana abierta, Cercanía del horizonte, El relato de un día, El caballo y el jinete, Interrupción prematura de un viaje y Un jardín de verano.

Todos, cada uno a su modo, implican la idea de viaje. Ya se trate del viaje interior de los iniciados o del viaje sin tregua de los aventureros. En el poema titulado Visitantes de fuera (página 61) el viaje funciona como un llamado que puede venir del más allá:

“Algún tiempo después de haber entrado

en esa época de la vida

que la gente prefiere mencionar en los demás

pero no en ellos mismos, en mitad de la noche

sonó el teléfono. Sonó y sonó

como si el mundo me necesitara,

aunque en realidad fuera a la inversa.

 

Me quedé en la cama, tratando de analizar

el sonido. Tenía algo

de la persistencia de mi madre y de la turbación

dolida de mi padre.

Cuando descolgué, no había nadie al otro lado.

¿O es que el teléfono funcionaba y al otro lado había un

muerto?

¿O es que no era el teléfono, sino quizás la puerta?” (página 61).

 

Da igual.  A través de teléfonos o puertas los muertos se agitan, nos llaman desde lo más hondo de nuestra memoria, que es también la suya.  Son los fantasmas que asedian a los guerreros de Homero o los espíritus que merodean en las tragedias de Shakespeare. ¿O preferimos llamarlos culpas para escapar al desasosiego que produce lo inefable?

Estos poemas da Louise  Glück están tejidos con materiales sutiles, invisibles a veces. Cada palabra es lazo que sujeta la urdimbre y despliega ante el lector la materia de que están hechas las obsesiones, los recuerdos, las ilusiones fallidas. De ahí la necesidad de un copista que sostenga en vilo el mundo. Así lo dice el poema Cercanía del horizonte (página 123):

“Una mañana me desperté incapaz de mover el brazo

derecho.

Había sufrido, periódicamente, dolores considerables

de ese lado, en el brazo con que pintaba,

pero en esta ocasión no había dolor.

A decir, verdad, no sentía nada.

 

Mi médico llegó en menos de una hora.

Inmediatamente se planteó la intervención de otros médicos,

diversas pruebas, intervenciones…

Eché al médico

Y en su lugar contraté al secretario que transcribe estas notas,

cuyas habilidades, estoy seguro, bastan a mis necesidades.

Se sienta a la cama con la cabeza gacha,

Posiblemente para evitar que lo describa(…)”

 

Por supuesto, el secretario es la propia poeta que se narra a sí misma, hablándonos desde una voz masculina, porque esa es otra de las virtudes de sus poemas: la de configurar un coro de voces que se remiten a estados de ánimo, a momentos de la infancia, la juventud o la vejez; al ámbito de las certezas o de las sospechas, a modos de sentir propios de lo femenino o lo masculino. A la multiplicidad del mundo, en suma.

El murmullo de las cosas



La literatura nos enseña que no vivimos entre cosas, sino entre nombres de cosas. La piedra no es tal hasta que se le nombra. De ahí el permanente estado de asombro de los niños: cada objeto o criatura descubierto es una palabra nueva que se suma a su diccionario y amplía el tamaño del universo.  El poeta comparte con el niño ese estado en el que las percepciones nuevas no cesan. Louise Glück lo dice de esta manera en el poema Cornualles (página 77):

“Una palabra cae en la neblina

como la pelota de un niño entre la hierba

donde se queda seductoramente

centelleando y brillando hasta que

comprobamos que los destellos dorados

resultan ser simples ranúnculos.

 

Palabra/neblina, palabra/neblina: así era yo.

Y sin embargo, mi silencio nunca fue total…”

La belleza y el misterio de la imagen son incontestables: una palabra como la pelota de un niño que cae entre la hierba. Razón tenía el filósofo Ludwig Wittgenstein cuando intuyó que la poesía era el único lenguaje capaz de acercarnos a la esencia de la realidad. Heredera de una tradición que pasa por poetas como A.Tennyson, W.H. Auden, Emily Dickinson, William Carlos Williams y Robert Frost, para mencionar sólo a cinco,  Glück  sabe lo suficiente del riesgo  de acabar encandilado por el resplandor de las palabras, no vaya a ser que la conduzcan hacia el despeñadero. Por eso las sopesa, las interroga y las contempla desde todos los ángulos en busca de posibles trampas. Sólo entonces se decide por las que va a utilizar: siempre existirá el riesgo de que terminen traicionándola, como a esos poetas hechizados por su propia pirotecnia verbal. Una muestra de ello es la segunda estrofa del poema titulado El relato de un día:

“(…) Al poco me encontraba

sentada a la estrecha mesa; a mi diestra,

los restos de un pequeño tentempié.

 

El lenguaje me llenaba la cabeza, una euforia desenfrenada

alternada con una profunda desesperación…

 

Pero si la esencia misma del tiempo es el cambio,

¿cómo puede algo convertirse en nada?

Esta era la pregunta que me hacía.” (página 151)

 

Todos los elementos están dispuestos ante la mirada del lector como la puesta en escena de una obra de teatro: la mesa, el refrigerio, el estado de ánimo de quien narra y sólo al final la pregunta clave, la que sólo el lenguaje del poeta puede tratar de responder. Nada ni nadie podrá garantizar que lo consiga, pero un poema, acaso un verso bien logrado, será prueba suficiente de que lo ha intentado.

Como siempre sucede con la buena poesía, al final resulta que la gran protagonista de toda la trama de Noche fiel y virtuosa es la muerte. Después de todo, el acontecimiento más importante en la vida de una persona es su propia muerte. Lo demás son anécdotas: sublimes o terribles pero, en últimas, asuntos pasajeros. La muerte es el dato que cierra el círculo y le da sentido a la vida, suponiendo que tenga alguno. Es nuestro paisaje aborigen:

 

“Estás pisando a tu padre, dijo mi madre,

y en efecto me encontraba justo en medio

de un parterre de hierba, segado tan pulcramente que

podía haberse tratado

de la tumba de mi padre, aunque ninguna lápida lo indicara”

                                                           (Paisaje aborigen, página 69)




 

“Ando sobre rastrojos de difuntos”, escribió Miguel Hernández en su Elegía, tributo a la memoria a Ramón Sijé. Y así vamos todos: pisando las huellas de quienes nos precedieron hasta que, en una mañana luminosa o en una noche de tormenta, nos disolvemos en ellos hasta hacernos parte de esa conjugación perfecta de todo y nada que nos contiene. Siempre vamos pisando a nuestros padres como un día alguien nos pisará. Ese es uno de los muchos sentidos de la Parábola que abre este libro de Louise  Glück,  comienzo y epílogo de un drama siempre renovado:

 

“Al leer lo que acabo de escribir, me parece ahora

que me detuve precipitadamente, por lo que mi historia

parece estar

ligeramente distorsionada, al acabar, como hace, no

abruptamente

sino en una especie de neblina artificial, como la

que se usa en un escenario, para un cambio difícil de

decorado”.

                           (Epílogo, página 83)

De modo que al final la vida   se reduce a eso: al viejo y conocido cambio de decorado cantado por poetas y juglares de todos los tiempos, desde el Nada nuevo hay bajo el sol del poeta bíblico. Es durante ese cambio de decorado cuando se produce la ligera distorsión que perturba a Glück y a los de su estirpe. La misma distorsión que alienta desde el mismo título de Noche fiel y virtuosa.


PDT.  Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=9KMDu7lk8XY

martes, 13 de septiembre de 2022

Hay ciudades

 






HAY CIUDADES

 

Hay ciudades donde la gente no duerme nunca

en ellas la vigilia es otra forma del sueño.

 

Lugares donde se oyen pies

que huyen en la madrugada

mientras los hombres juegan fútbol en las calles

para espantar el miedo que los asedia.

 

De mujeres que bostezan un sexo insatisfecho

Y mal agradecido

de bares donde el tango, el bolero y el rock

no paran de cantar el abandono

mientras los borrachos bailan sobre pisos de aserrín.

 

Hay ciudades, en fin, donde reina el olor a mugre

y a jabón barato del destierro.

 

Pereira, septiembre de 2022


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=WOu7qqEBFLA

martes, 6 de septiembre de 2022

Las mil caras del poder



 En el principio la mirada fue vertical. Los hombres elevaban la mirada al cielo y se sentían amenazados por truenos, centellas y chubascos. Creían que la ignota divinidad los castigaba por pecados todavía no cometidos. Los antepasados de Zeus, el Júpiter tonante de los romanos, hacían de las suyas en lo alto.

 En su tentativa de conjurar esas fuerzas inventaron ritos, danzas, cantos y plegarias que, con el paso del tiempo, se constituirían en piedra fundacional de las expresiones artísticas.

 De ahí el talante mágico que todas las culturas les atribuyeron a los artistas: ubicados entre el sacerdote, el médico y el chamán, sus peticiones podían aplacar o al menos mitigar la furia de los dioses.

 Lo suyo era , pues, algo así como un contrapoder.

 Pasaron los milenios y la presencia de los dioses se hizo abstracta, metafísica. Por eso, algunos geómetras-teólogos de la iconografía cristiana representaron a Dios como un ojo encerrado dentro de un triángulo : la vigilia eterna confiriéndole una estructura ordenada al caos del universo.



 De cualquier manera, la mirada seguía siendo  vertical. De abajo hacia arriba o de arriba hacia abajo: todo dependía de la posición ocupada en el ordenamiento jerárquico del cosmos.

 Faltaban muchas  guerras, cataclismos, rebeliones, debates, teorías y paso de cometas antes de que la mirada se hiciera horizontal y los hombres descubrieran al otro, ya no como partícula de una masa gobernada por la divinidad, sino como  semejante, todavía no igual, pero semejante después  de todo.

 Fue la intuición de un horizonte común la que propició el cambio  de perspectiva en el que muchos ven hoy el germen de la democracia y la tolerancia, traducidos en el proverbio cristiano de “ No hagas a los demás lo que no deseas  que te hagan a ti”.

 Pero pronto surgió la idea de que ese otro podía ser dominado y aprovechado en beneficio de un individuo  o un grupo de poder con la suficiente capacidad de intimidación para hacerse con el control.

 Así surgieron las primeras castas, en principio sacerdotales y luego expresadas  en formas de dominio sobre la tierra y el cielo, sobre los animales, las cosechas, las fuentes de agua y el resto de los elementos.

 En todos los casos la clave fue el miedo. Miedo a desatar la furia y a perder el favor del poderoso. Y, lo peor: a perder la propia vida y la de los miembros del clan. Ya lo advirtió un espíritu lúcido:“En últimas, el poder es el poder de matar”.



 A la élite religiosa se sumaron entonces las castas política, militar y cortesana.

 A estas alturas del siglo XXI, con todo el instrumental tecnológico a su disposición, la omnipresencia del poder es tal que la gente ni siquiera lo advierte o, si lo hace, lo considera normal en el orden de las cosas: “Siempre ha sido así”, es el evangelio básico de todas las formas de sumisión. El poder y sus secuelas es visto como una fatalidad y no como  un hecho social, político y económico susceptible de ser combatido.

 En la casa, en la escuela, en las iglesias, en el lenguaje cotidiano, en la publicidad y en los medios de comunicación multiplicados por las redes sociales, el poder se manifiesta y cambia de rostro a un ritmo que el mismísimo Proteo de la mitología clásica envidiaría.

 Mimetizado entre la masa que se cree autónoma, esa ventaja lo ha vuelto más letal. Cámaras de vigilancia ubicadas en todas partes, ubicación georeferenciada de toda criatura viviente o inerte, acceso a los datos personales, así como campañas de publicidad y mercadeo que crean gustos y tendencias , ha dado lugar a engendros  tan  sutiles y peligrosos como “ ciudadanos de bien” que  disparan contra otros ciudadanos inermes, para no hablar de caudillos de tres al cuarto que fabrican apocalipsis para erigirse acto seguido en redentores. Despojado de su autonomía y  carente de todo sentido crítico, el “consumidor feliz” de nuestro ha tiempo es una  nave al garete que cualquiera puede enrutar  en su provecho.



 Por si eso no resulta suficiente, asistimos hoy a la creación de  empresas cuyo único objeto económico es  diseñar mentiras y distribuirlas en un mercado creciente. Cuantificar el  número y la naturaleza de los clientes puede cortarnos el aliento.



 Instalado de esa manera en la vida cotidiana, el poder rara vez precisa de acciones extremas y puntuales… aunque si toca ya veremos. Sus métodos son  sutiles. Todo parece ser tan libre y democrático. Desde la escogencia de un jabón de tocador en la góndola de un hipermercado hasta la decisión de votar por un candidato en las elecciones locales o nacionales, pasando por la sofisticación del trabajo desde casa, cada una de las caras del poder ejecuta su plan de persuasión y encantamiento con una habilidad tal, que las decisiones finales  de los individuos parecen de veras actos de la voluntad y no expresiones de la alienación extrema del que hace mucho tiempo perdió el control de su vida.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

https://www.youtube.com/watch?v=pPR-HyGj2d0