jueves, 31 de agosto de 2017

El enciclopedista





 ¡Llegó el enciclopedista! Gritaba mi mamá Amelia desde la cocina cuando el último día del mes sonaba el timbre de la puerta a primera hora de la mañana.

Mi vieja que hoy,  a los ochenta y dos años, no tiene idea de quienes fueron Voltaire o  Diderot, lo llamaba así: El enciclopedista.

Se trataba de don Manuel Carrillo, el señor que le vendió cuatro tomos de una enciclopedia de tapas azules, en los que empecé a  resolver los enigmas que se abrían ante mí como un océano sin orillas.

Don Manuel entraba, se tomaba un café  mientras aguardaba el pago y lanzaba al aire su sartal de frases mágicas, como si él por su cuenta y riesgo fuera el autor de los descubrimientos:

-          La  aurora boreal es  provocada  a partir de electrones generados por las radiaciones solares.

-           Yugoslavia era en realidad un puñado de repúblicas unificadas a la fuerza por el mariscal Tito.

-           La División Azul fue un contingente enviado  por el general Francisco  Franco en auxilio de Hitler durante la invasión a  la Unión Soviética.

-           El  matemático Georg Cantor postuló la idea de los números transfinitos.

-          Los diamantes son una forma del carbón.

-          En Australia los conejos llegaron a ser una plaga que devoró miles de hectáreas de cultivos.

-           Zenón formuló la paradoja de Aquilles y la tortuga.



Yo lo escuchaba embelesado. Don Manuel resumía para mí lo que hoy se conoce como la sociedad de la información y el conocimiento.

Para entonces, mi mamá salía con su fajo de billetes arrugados, el hombre se despedía con un alarde de buenos modales y desaparecía hasta el siguiente fin de mes.

Crucé la adolescencia en un diálogo perpetuo con los prodigios de esa enciclopedia.  Cada vez que una nueva duda asomaba en el horizonte me hundía en  esas páginas llenas de ilustraciones y fotografías. 

No había preguntas del  reino de este mundo  que no tuvieran su respuesta allí: las del otro mundo podían esperar.

Contemplándome así de ensimismado, mi madre se preguntaba a ratos si lo de la enciclopedia había sido de veras una buena inversión.



Años más tarde, cuando descubrí quienes habían sido  en realidad los enciclopedistas, me resistí a  creer que superaran en sabiduría a don Manuel.

Por eso conservo como un tesoro esos cuatro tomos de páginas  amarillas frecuentadas cada vez más por familias enteras de ácaros.

Debe haber muchos misterios aún no resueltos agazapados en sus páginas.

Pero además está el asunto de la fidelidad. Aunque por razones de  agilidad y precisión me abandono cada vez  con mayor frecuencia  a los poderes de Google,  esos  gordos volúmenes conservan su aura encantadora.

Igual que La Biblia, Las mil y una noches y los versos de Pombo.



Todavía hoy imagino a los redactores de enciclopedias como una cuadrilla de gnomos hurgando en las entrañas de la tierra. De repente   destella ante sus ojos la luz verde, roja o azul de una piedra diminuta: es una idea, un concepto recién acuñado, una palabra precisa que el hombrecito llevará en su viaje de regreso a la superficie para ofrendarla a los humanos.

De esa manera el horizonte se hace más amplio: una secuencia infinita de ventanas se abre dejándonos frente a nuevas preguntas  por resolver.

Entonces comprendo por qué la palabra ventana es tan cara al mundo de la Internet.

Un solo click y el mundo se expande un poco más hasta tocar los bordes de la nada, esa expresión suprema de  lo que es y no es al mismo tiempo.

Los navegantes de la red conocen muy bien esa sensación: cuando creen haber  encapsulado el infinito en una palabra o en una imagen ésta se desvanece  un segundo después.



No queda otra salida que dar el siguiente paso como quien intenta cruzar, saltando de piedra en piedra, un río  desprovisto de orillas.

Son las mismas piedras sobre las que he venido saltando desde que mi madre compró al fiado los cuatro tomos de la enciclopedia.

Parado en la mitad del río, evoco a don Manuel Carrillo y recuerdo que ya nadie puede  ganarse la vida  vendiendo  esos librotes. Su oficio ha desaparecido, como el del buhonero o el afilador.

Tal vez por eso me hace tan valioso el recuerdo de mi madre gritando desde la cocina cuando sonaba el timbre al llegar a fin de mes:

¡Llegó el enciclopedista!

PDT  les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

miércoles, 23 de agosto de 2017

Crónicas de motel






Descubrí, leí y disfruté la obra de Sam Shepard a mediados de los ochenta, gracias a la impagable complicidad de mi hermano Juan Carlos Pérez.

Hubo además otro dato que ayudó a acrecentar su prestigio en nuestra mitología personal: el escritor era baterista de su propia banda de rock.

También fue dramaturgo, actor y director de teatro.

Poco a poco perdí su rastro hasta que se convirtió en un buen recuerdo.

Igual que esos amores que llegan, nos calcinan y se desvanecen dejándonos unas cuantas cicatrices en la piel en y en el alma.

Hasta que el lunes 31 de  julio me llegó la noticia de su muerte a los setenta y cinco años.

Es lo corriente: la muerte nos devuelve la vigencia en la vida de los otros. Después de todo es el acontecimiento más importante en la vida de un ser humano. El que le da sentido a lo vivido.

Entonces hice memoria de esas  historias breves, intensas y certeras  como canciones.
Luna  Halcón, El  Gran Sueño del Paraíso y Crónicas de Motel eran algunos de esos títulos.



Todas giraban alrededor de hombres y mujeres  solitarios, atormentados y desarraigados de sí mismos.

Seres en permanente tránsito que un día se echaban a la carretera y ya no paraban más.

La carretera,  el camino, esas metáforas eternas de la vida en trance de disolución.

Y en la carretera están los moteles con su carga de insomnios, sexo y desolación.

El gran Robert Altman hizo una película con Sam Shepard y Kim Bassinger como protagonistas.
Estaba basada en uno de los libros de Sam.

En la escena inicial, desarrollada en claroscuros, una mujer espía a través de los visillos una estampa perturbadora. Su  amante  da vueltas y vueltas alrededor de una camioneta arrastrando de las bridas  a un caballo. En cada giro uno siente que el círculo se estrecha. Algo ominoso aletea sobre la vida de los protagonistas.

Que los críticos hagan su trabajo. Para mí la imagen habla por  sí sola: es el resumen de la desesperación, de la infinita locura norteamericana que sus escritores han sabido expresar tan bien desde los tiempos de Melville, Poe y Hawthorne.

Fool for love es el  título de esa historia.

Supongo que no se necesitan más explicaciones.

En ese desasosiego se inscribe la obra entera de Shepard.

Los personajes huyen de sus demonios a lo largo de rutas interminables… para descubrir que éstos los aguardan  en algún recodo del camino.

Porque nadie, por lejos y rápido que viaje, puede escapar de sí mismo.



En uno de sus relatos breves un hombre entrado en años viaja en compañía de una bella joven a bordo de una camioneta todo terreno.  Después de unas tres horas se detiene frente a una gasolinera a comprar algo. Antes de detenerse vierte en el refresco de la chica un poderoso afrodisiaco.  Cuando regresa, luego de incluir  un par de condones en la compra, se encuentra con una escena inesperada: la muchacha se desangra con la palanca de cambios del vehículo incrustada en la vagina.

La locura americana.

La misma que atraviesa de principio a fin las canciones de rock y las obras de Thomas Pynchon, Raymond Carver, William Gaddis, David Foster Wallace, Garth Risk Hallberg y un centenar de escritores  más.



En esa forma particular de la demencia abrevó Sam Shepard para regresar a contarnos sus visiones del infierno en poemas, relatos, obras de teatro y canciones.

Como sucede con todos los amores que nos abrasan, al enterarme de su muerte descubrí que no lo había olvidado.

Solamente que el tipo estaba allí, agazapado debajo de mi piel, esperando el momento para lanzar el zarpazo.

Y aquí estoy, treinta  años después, releyendo cada una de sus historias,  sus párrafos, sus frases, sus palabras.

En cada una de ellas alienta la lucidez en sus formas más feroces.

Como la que se desprende de esta  frase que podría ser su epitafio: “La cuestión es que mi mujer se atiborra de pastillas y yo bebo, es el trato acordado, una cláusula de nuestro contrato matrimonial”.

Amén.

PDT  les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada




jueves, 17 de agosto de 2017

Un café bien patriotero





Nada como un café céntrico para tomarle la temperatura a una ciudad, a un país o, en estos tiempos de conexión al instante, al planeta entero.

Por eso me siento al menos una vez por semana a escuchar  esas conversaciones en las que, siguiendo la manida frase, un  grupo de parroquianos se  reúne  “A arreglar el país”.

O a acabarlo de joder, depende desde donde se mire.

Por alguna razón durante mi última visita el ambiente patriotero andaba bastante inflamado.

Rezagos de la seguidilla de fiestas patrias en  julio y agosto, tal vez.

Aunque se hablaba de lo divino y lo humano, tres cosas azuzaban el nacionalismo de los discutidores: James Rodríguez, la situación de Venezuela y la  emigración de  estudiantes colombianos hacia Argentina, en constante crecimiento  durante el último lustro.



Me tomaría un catálogo entero relacionar la lista de insultos proferidos contra el entrenador francés de origen argelino Zinedine Zidane, admirado en estas tierras… hasta que decidió poner  en el banco a James .

“Ese hijueputa siempre le tuvo inquina a James”, sentenció con tono bíblico un sesentón de pelo blanco, levantando su dedo índice hacia la concurrencia, que asintió con una copiosa salva de palabrotas.

Varios de ellos me miraron,  a la espera mi aprobación, por lo que decidí fijar mi atención en el caminado de una belleza mulata que cruzaba la calle.

Como atendiendo a un llamado, todos volvieron la vista hacia  esas piernas de fuego.

Esa  fórmula siempre funciona.

Gracias a esa visión me salvé de un linchamiento verbal. Creo  que James es un excelente jugador. 
Superlativo, si se quiere, en el contexto nacional.

Pero en una máquina de producir dinero como el Real Madrid, que se ha dado el lujo de desechar futbolistas mejores, el colombiano fue apenas un buen suplente.

Zidane actuó en consecuencia y por estas tierras no se lo perdonan.

Los regionalismos y nacionalismos son tan peligrosos por eso: enceguecen y no dejan ver las cosas en su justa dimensión.

Y eso, cuando se traslada al mundo de la política suele desatar fuerzas tenebrosas.

Échenle una mirada a un buen libro de  Historia  Universal y verán.



Entonces le correspondió el turno a Venezuela: todos los ocupantes del café pidieron golpe de estado contra Maduro, pero ya.

“Nos estamos llenando de venecos”, sentenció un  hombre  con pinta de abogado o algo así. Una decena de individuos  se desató en aplausos.

De nuevo miré hacia la calle y mi Ángel de la Guarda, que nunca falla, envió en mi socorro a un anciano que hacía cabriolas con sus muletas.

Por lo visto, estos tipos olvidaron que hace apenas tres décadas  Venezuela se llenó de colombianos que huían de la pobreza y la violencia.

Lo mismo que ahora, pero en dirección opuesta.



Les llegó  la hora a  los argentinos, por quienes profeso un afecto  muy particular, empezando por Andrés Calamaro, Ernesto  Sábato y Lionel Messi.

“Esas gonorreas nos tienen bronca a los colombianos”, gruñó un hombretón metido a la fuerza en una camiseta de esqueleto, o musculosa, como las llaman en el cono sur. Además exhibía en el antebrazo el tatuaje de un dragón en llamas.

Razones de sobra para ser prudentes.



Si estos ultranacionalistas se detuvieran a pensar  un poco, encontrarían que las acciones de la policía se concentran- como es su obligación- en quienes  llegan a ese país  a delinquir.

Les he preguntado a un par de decenas de  colombianos residentes en Argentina y nadie tiene motivos de queja.

Pero vaya explíquele eso a un especialista en mirarse  el ombligo,  que es,  en últimas la  única gran pasión de los regionalistas  y nacionalistas.

Incapaces de ver más allá de sus narices se refugian en la improbable perfección de lo vernáculo.

Y de paso  arrojan al infierno a todo lo demás.



Por eso, he decidido emprender mi  discreta  retirada de este lugar.

Mi Ángel de la Guarda ha  sido más que generoso por hoy. “No hay que abusar”, dice mi mamá Amelia.

Por una vez en la vida he decidido hacerle caso. 

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada