Vivir en un gueto nigeriano equivale a una doble exclusión: la del mundo de las
naciones ricas y la de cualquier posibilidad de bienestar en el propio país. En
esa frontera malvive Ázaro, hijo de una pareja dedicada a labrarse la supervivencia en los límites de la miseria.
Pero, además, la familia vive en
otra frontera: aquella donde se aproximan- o separan- la ciudad y la selva. De un lado,
mientras se lucha por la vida, los inventos de la ciencia y la tecnología,
materializados en un automóvil o en un cableado de energía eléctrica titilan en
la distancia como una promesa de redención demasiado hermosa para ser cierta.
Del otro las fuerzas de la naturaleza, es decir, la magia, se ofrecen como única
salida para luchar contra los poderes de este mundo y del otro abatidos sobre la población.
Con esos materiales el escritor nigeriano Ben Okri nos regala El camino hambriento, una novela que es a la
vez epopeya de la marginalidad y grito de rebelión ante la opresión padecida por la mitad de África.
En sus 580 páginas asistimos a un choque, sí, pero también al encuentro
desgarrado de dos mundos que intentan convivir en medio del dolor, el hambre y la desolación
sin medida: el de la llamada civilización europea y el de los mitos y códigos
ancestrales de un continente que se
resiste a la disolución.
Como millones de pobres en el mundo, los padres de Ázaro se levantan cada día y se
lanzan a las calles en procura de algún trabajo que les permita llevar el pan a
casa. Eso sí, nunca saben si regresarán a ella al final de la jornada, tantas
son las asechanzas del camino.
“Somos el milagro que Dios creó
para probar los frutos amargos del tiempo. Somos preciosos y un día nuestro sufrimiento se transformará
en las maravillas de la muerte (...) es por eso que nuestra música es dulce. Hace que el aire recuerde” recita
un día el padre en una suerte de
salmodia de consuelo heredada de los mayores.
Como si se tratara de un viaje al
corazón mismo del blues, El camino hambriento suena a modo de una vieja canción destinada a sanar
viejas heridas. Una suerte de viento
capaz de cobijar con la amnesia a
los millones de peregrinos desarraigados de todo lo que hace amable la
existencia. Pero la amnesia lleva implícito su propio veneno: el de la pérdida
de lo más valioso, el legado de los ancestros consignado en rituales y conjuros
capaces de mantener a raya al opresor. Convertida en fetiche, la antigua magia
corre el riesgo de desvanecerse y
hacerse divertimento, caricatura.
Es por eso que, acorralado por la
desesperanza, el padre decide un día
hacerse boxeador.“...No importa en qué nos sentemos, algún día nos hará caer”,
dice a modo de declaración de principios, antes de intentar abrirse paso a
puñetazo limpio en un mundo que ha extirpado cualquier noción de justicia. Muy
pronto comprueba que el poder no es solo físico: los discursos de los políticos
y la fe ciega de la masa que los sigue seducida por sus regalos y promesas lo
llevan a intentar una salida en esa
dirección, como un animal acorralado que
huye retrocediendo entre el tumulto de sus perseguidores.
Entretanto, Ázaro libra sus
propios combates. Es un abiku, un niño-espíritu atrapado en los umbrales de la
vida y la muerte. Va y viene del mundo de los vivos al de los difuntos, tal
como sus mayores deambulan por un
territorio que no acaba de definirse. En ese tránsito lo acompaña siempre la
sombra de Madame Koto, una especie de metáfora del poder, investida a la vez
con los dones de la bruja y la capacidad de maquinación de una líder política.
No exenta de una dosis de humor que siempre
salva a los personajes de la locura total, la novela de Okri deviene
parábola: el camino hambriento es la
historia personal de cada quien. La vida individual y colectiva es un animal insaciable que se devora a si mismo
en un rito incesante. Nuestros esfuerzos y desvelos son una ofrenda a su
voracidad. Débiles y poderosos son
apenas figurantes de feria y por eso mismo la vida individual se hace ofrenda y
la social, expresada en la política, simple mascarada. Sin embargo, desde lo profundo de la selva y a través de
los siglos llega un sonido de cánticos, un redoblar de tambores destinado a
recordarles a los protagonistas y a los
lectores que viajamos con ellos que, a
pesar de todo, hay en este mundo una franja de luz donde algo parecido a la
esperanza es posible.
PDT : les comparto enlace a una canción del músico nigeriano Batabunde Olatunji