martes, 25 de marzo de 2014

El viento de la amnesia





Vivir en un gueto nigeriano equivale  a una doble exclusión: la del mundo de las naciones ricas y la de cualquier posibilidad de bienestar en el propio país. En esa frontera malvive Ázaro, hijo de una pareja dedicada a  labrarse la supervivencia en los límites  de la miseria.
Pero, además, la familia vive en otra frontera: aquella donde se aproximan- o  separan- la ciudad y la selva. De un lado, mientras se lucha por la vida, los inventos de la ciencia y la tecnología, materializados en un automóvil o en un cableado de energía eléctrica titilan en la distancia como una promesa de redención demasiado hermosa para ser cierta. Del otro las fuerzas de la naturaleza, es decir, la magia, se ofrecen como única salida para luchar contra los poderes de este mundo  y del otro abatidos sobre la población.
Con esos materiales  el escritor nigeriano  Ben Okri nos regala  El camino hambriento, una novela que es a la vez epopeya de la marginalidad y grito de rebelión ante  la opresión padecida por la mitad de África. En sus  580 páginas asistimos  a un choque, sí, pero también al encuentro desgarrado de dos mundos que intentan convivir en  medio del dolor, el hambre y la desolación sin medida: el de la llamada civilización europea y el de los mitos y códigos ancestrales de  un continente que  se  resiste a la  disolución.
Como  millones de pobres en el mundo, los  padres de Ázaro se levantan cada día y se lanzan a las calles en procura de algún trabajo que les permita llevar el pan a casa. Eso sí, nunca saben si regresarán a ella al final de la jornada, tantas son las asechanzas del camino.
“Somos el milagro que Dios creó para probar los frutos amargos del tiempo. Somos preciosos  y un día nuestro sufrimiento se transformará en las maravillas  de la muerte (...) es por eso que nuestra música es dulce. Hace que el aire recuerde” recita un día el padre en una suerte de  salmodia de consuelo heredada de los mayores.


Como si se tratara de un viaje al corazón mismo del blues, El camino hambriento suena  a modo de una vieja canción destinada a sanar viejas heridas. Una suerte de viento  capaz de cobijar  con la amnesia a los millones de peregrinos desarraigados de todo lo que hace amable la existencia. Pero la amnesia lleva implícito su propio veneno: el de la pérdida de lo más valioso, el legado de los ancestros consignado en rituales y conjuros capaces de mantener a raya al opresor. Convertida en fetiche, la antigua magia corre el riesgo de desvanecerse  y hacerse divertimento, caricatura.
Es por eso que, acorralado por la desesperanza, el  padre decide un día hacerse boxeador.“...No importa en qué nos sentemos, algún día nos hará caer”, dice a modo de declaración de principios, antes de intentar abrirse paso a puñetazo limpio en un mundo que ha extirpado cualquier noción de justicia. Muy pronto comprueba que el poder no es solo físico: los discursos de los políticos y la fe ciega de la masa que los sigue seducida por sus regalos y promesas lo llevan a intentar una salida  en esa dirección, como un animal acorralado que  huye retrocediendo entre el tumulto de sus perseguidores.


Entretanto, Ázaro libra sus propios combates. Es un abiku, un niño-espíritu atrapado en los umbrales de la vida y la muerte. Va y viene del mundo de los vivos al de los difuntos, tal como sus mayores deambulan  por un territorio que no acaba de definirse. En ese tránsito lo acompaña siempre la sombra de Madame Koto, una especie de metáfora del poder, investida a la vez con los dones de la bruja y la capacidad de maquinación de una líder política.
No exenta de una dosis de humor  que siempre  salva a los personajes de la locura total, la novela de Okri deviene parábola: el camino hambriento es la historia personal de cada quien. La vida individual y colectiva es  un animal insaciable que se devora a si mismo en un rito incesante. Nuestros esfuerzos y desvelos son una ofrenda a su voracidad. Débiles  y poderosos son apenas figurantes de feria y por eso mismo la vida individual se hace ofrenda y la social, expresada en la política, simple mascarada. Sin embargo,  desde lo profundo de la selva y a través de los siglos llega un sonido de cánticos, un redoblar de tambores destinado a recordarles  a los protagonistas y a los lectores que  viajamos con ellos que, a pesar de todo, hay en este mundo una franja de luz donde algo parecido a la esperanza es posible.

PDT : les  comparto enlace a una canción del músico nigeriano Batabunde Olatunji

jueves, 20 de marzo de 2014

Diablo mundo



En los diccionarios caseros y en los manuales de educación cívica nos dicen que, en su sentido literal, democracia quiere decir “gobierno del pueblo”. Por lo visto antes, durante y después de las elecciones del 9 de marzo, entre nosotros ese ejercicio parece más bien un recetario para poner en práctica en las cocinas del infierno.
Belisario, un vecino de la vereda donde vivo, me contó que le pagaron cincuenta mil pesos por su voto. Incluso me mostró con orgullo el billete, acompañado del respectivo certificado electoral. No quiso decirme quién le pagó, pero da igual : pudo haber sido cualquiera. En Colombia esas cosas son parte de la rutina. “ No tengo pensión, ni trabajo, ni familia que me ayude, así que esa platica me cayó del cielo”, añadió el viejo a modo de justificación. De esas necesidades elementales se alimentan los políticos a este lado del mundo.
Doña Clemencia, aseadora de una oficina pública, me dice que en los dos meses previos a las elecciones la amenazaron con despojarla del puesto si no recogía al menos cinco votos : los de su núcleo familiar más cercano. El domingo 9 de marzo a las ocho de la noche deambulaba presa de la angustia, ante la inminente derrota de su candidato.
“ Fue una fiesta de la democracia” dicen los voceros del gobierno cuando termina una jornada de estas. Por lo pronto, quienes hacen la fiesta son otros. Por ejemplo, María Irma Noreña, formada a la sombra del clan Merheg, celebra la llegada de su esposo Mauricio Salazar a la Cámara de Representantes. Pero además, se habla de su eventual aspiración a la alcaldía de Pereira. No importa que su paso por la gerencia de Aguas y Aguas haya estado rodeado de denuncias sobre nepotismo e irregularidades en la contratación pública. Después de todo, el olvido es uno de nuestros deportes favoritos.
A propósito de los Merehg, antes de de refugiarse a toda prisa en el Líbano de sus ancestros, el ex senador Habib le endosó la clientela electoral a su hermano Samy, hoy flamante senador por el partido Conservador. Un astuto manejo de la televisión por cable y de millonarios recursos económicos nunca explicados del todo permitieron forjar esta empresa familiar y política que se inició en el Partido Liberal, mutó hacia un engendro conocido como Colombia Viva, antes de deslizarse hacia el Partido Conservador, un movimiento especializado en negociar sus casi extinguidos principios a cambio de un lugar a la sombra de quien detente el poder.
En el café donde suelo perder el tiempo, Argemiro Campos, un abogado y economista especializado en chismografía política, afirma a toda voz que el ex alcalde Israel Londoño le endosó a última hora sus votos al mencionado Samy Merheg, a pesar de haber hecho campaña al lado del senador Soto, un cacique ahora en apuros. Ese deslizamiento sería la causa de las angustias electorales de este último. “ Y faltan datos de otras cabeceras”, grita levantando el dedo índice con el aire de un ángel exterminador.
Por supuesto no estamos hablando de nada nuevo. Es como escuchar al ex presidente Uribe perorar sobre la ilegitimidad del Congreso : como si él mismo no le hubiese dado carácter institucional a la corrupción y las componendas. Solo que es inevitable escribir sobre estas cosas para no olvidar que la democracia, al menos entre nosotros, es en realidad el gobierno del diablo.

lunes, 10 de marzo de 2014

Los años y los siglos




Aunque  lo parezca,  un siglo y cien  años no son la misma cosa. El primero da la sensación de cosa hecha, de asunto concluido.  Tanto, que se recurre a una etiqueta  para definirlo.  El siglo de Pericles.  El siglo de oro español, el siglo de la reina Victoria o el siglo de la Ilustración. De siglos está hecha la Historia con  mayúsculas, con su  profusión de acontecimientos magnificados por los expertos en   organizar el pasado. En los siglos cada cosa tiene su lugar y nada parece resultado del azar o de los sobresaltos  desencadenados por las pasiones humanas. Ese orden, siempre artificioso, es el padre de la creencia en el sentido de la Historia. Cada suceso generaría otro, en una  cadena de causas y efectos capaz de explicar  por si sola  las expresiones más sórdidas  o sublimes de la aventura humana. Con los siglos no hay, pues, apelación. Su sino es, si se quiere, el de la fatalidad. Y su reino el de las grandes masas y los líderes capaces de conducirlas hacia  la utopía  o el desastre, que al final resultan ser lo mismo
Los años en  cambio nos remiten a las pequeñas dichas y desventuras de los hombres. No hay en ellos lugar para las grandes gestas. Apenas , sí, para el ensayo   recurrente de ese relato inacabado que es toda vida. Si los siglos parecen  una amplia  autopista  hacia alguna tierra de promisión, los años se acercan más a una madeja  tejida  y destejida por alguien que aguarda su recompensa diaria expresada en asuntos tan simples e irremplazables como un beso, un adiós, una  melodía  o un plato servido en la mesa. Su territorio es el de los juglares, los contadores de historias, los poetas  o los místicos. Los años son las letras, las palabras y las frases de un relato  a veces entrañable y en otras doloroso dirigido a preservar nuestras breves  historias individuales de la disolución definitiva.
Tomemos  dos obras maestras de la literatura  latinoamericana. Imaginemos una  novela titulada Un siglo de soledad ¿Habría allí lugar para  la anónima y por eso mismo ilustrativa saga de la familia Buendía, extraviada en los meandros de la sangre  y en los caminos tortuosos de la guerra? Me temo que un siglo no sería suficiente: se  precisa del  paciente  inventario de los años para dar cuenta de ese  éxodo hacia una suerte de paraíso vuelto de revés donde todos los actos conducen hacia la desmemoria y la desolación.



Pensemos en cambio en un libro titulado Los cien años de las luces. Algo no encaja. Alejo Carpentier se hubiese extraviado en un laberinto de pequeñas anécdotas sin encontrar  la esencia de ese momento  de la historia anclado en una fe ciega en la ciencia  y la razón como instrumentos capaces de alejar las tinieblas de la ignorancia y la superstición, facilitando de paso la feliz convivencia entre los  seres humanos. No importa  si al final  la medicina resulta peor que el mal.


La elección de títulos como Cien años de soledad o El siglo de las luces no es, pues, aleatoria: responde a  la necesidad de ubicar la materia  narrada en un contexto capaz de ayudarnos a  recordar que la Historia grande está  amasada con pequeñas historias sin las cuales ni el más épico de  los relatos  sería posible.