miércoles, 27 de diciembre de 2017

Los Santos Inocentes










En su columna del martes 19 de diciembre Martha Alzate le anunció al mundo la buena nueva de un pequeño redescubrimiento: un humilde invento para conjurar la avanzada de ruido y furor que hace tiempo  se apoderó de nuestros barrios y veredas.

Nada del otro mundo a decir verdad. Se trataba, según ella, de los simples tapones que pueden ser adquiridos en cualquier farmacia o de los que le entregan a uno en los aviones.

 Más aún: pueden ser elaborados en casa con sendas bolitas de algodón.

Lamento desilusionar a Martha y a sus numerosos seguidores: esa utilería resulta inútil cuando el irrespeto y la desconsideración por el prójimo trascienden los límites de la insania.

Fronteras que se superan con facilidad cuando la gente no quiere escuchar música sino aturdirse y aturdir de paso al vecindario entero.

No importa si los vecinos están enfermos, si deben madrugar, si son ancianos o simplemente quieren dormir  lo que les dé la gana.

Frente a la histeria desatada del Homo energumenus no cabe razonamiento.



A eso súmele que, según  todos los indicios, el código de policía   pierde toda vigencia al despuntar diciembre.

Añádale los locutores de radio- autodenominados D.j- que incitan  al estropicio auditivo aullando a los cuatro vientos: ¡Subile, subile!

Son los  primeros síntomas de lo  que mi amigo Jorge Alberto Marín bautizó con buen tino como “El efecto tutaina”.

 Mi mamá Amelia, ochenta y dos años bien vividos, desesperada por la avalancha de vallenatos, reguetón y canciones de despecho que le arrojaron encima durante tres días con sus noches, llamó con insistencia al 1 2 3 de la policía con la ilusión de obtener  al menos una tregua navideña. Un acuerdo de paz en miniatura.

En una inusitada muestra de cinismo, el agente de turno le respondió, lapidario: “Estamos en diciembre, señora”.

El problema reside en que cada mes, cada semana, cada día, siempre habrá un pretexto para saltarse las normas de convivencia.



Así que mi vieja, minada por el exceso de ruido y por la falta de sueño, sufrió una descompensación física y mental.

De donde si le respondieron en el acto fue del servicio médico en casa.

Como  mantiene sus pagos al día, los médicos encontraron una solución más efectiva que la policía: una descarga intravenosa de somníferos.

Solo que esa no es, desde luego, la mejor manera de resolver las cosas.

Porque todo esto pasa por la sinrazón, por la falta absoluta de mesura.



Imaginemos la pieza musical más bella del mundo.

Ignoro cuál sea: eso depende de los gustos de cada quien.

Si a usted, melómano irredento, se le hace sonar su  melodía favorita durante horas seguidas a todo volumen y acompañada de los coros estridentes de quienes no saben cantar y por eso aprovechan la oscuridad de la alta noche para perpetrar sus crímenes, es seguro que terminará abrumado, enfermo y odiando a Orfeo y a toda su descendencia.

Mucho me temo que ese es el malévolo propósito de quienes, no contentos con poner la música a todo volumen, sacan los amplificadores a la calle.

Los sociólogos, los antropólogos y los etnoeducadores, que suelen tener a mano una explicación para esos fenómenos, nos dicen que de esa forma “Las comunidades afirman su identidad y, de paso, desahogan  sus frustraciones acumuladas”.



Y vaya manera de justificar las cosas.

Porque lo que se dice frustraciones y búsqueda  de la identidad es un asunto común a los humanos desde el comienzo de los tiempos.

Pero no todos optamos por arrasar a los vecinos para resolverlo.

Y  es que a estos niveles- o, mejor dicho, decibeles- no se salvan ni los recién nacidos, definidos por sus padres y abuelos como “Unos angelitos que duermen en santa paz”.



Justo ahora lo entiendo todo: esta horda ruidosa y llena de furia fue enviada por el mismísimo Herodes en persona para perturbar el sueño de los Santos Inocentes.

Solo que en el medio estamos los otros y  debemos padecer lo que en el lenguaje de la guerra llaman“Daños colaterales”.

Así que mi querida Martha Alzate…

Aquí va enlace a la citada columna de Martha Alzate:

PDT :  Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada





miércoles, 20 de diciembre de 2017

La hora de llegada





 ¡Esto parece la hora de llegada! Clamaban las abuelas cuando una situación intempestiva sembraba  el caos en una cotidianidad solo en apariencia controlada por la rutina.

Cuando diciembre asoma detrás de la última hoja del calendario una saludable confusión, combinada con una refrescante laxitud, se instala en la vida de la gente.

Una de las razones es el regreso de miles de personas  que un día viajaron a otros lugares del país o  del mundo y se quedaron  lejos de casa para volver, después de muchas navidades, en busca de unos reencuentros  que a veces solo existen en la propia memoria porque el talante inexorable de la vida ha seguido su propio curso.

Aeropuertos y terminales terrestres se convierten por estas fechas en escenario  de la dicha o la desolación. De un volverse a ver que a la menor fisura se convierte en desencuentro.



Volver

Desde la última semana de noviembre el aeropuerto Matecaña es un hervidero de gente ansiosa. 

Familias enteras corretean por los pasillos apretando ramos de flores contra el  pecho. Mujeres que se han puesto muy bellas para la ocasión aplastan la nariz contra la vidriera buscando los rasgos de un rostro amado entre la hilera  de cuerpos cansados que descienden del  avión. Todos los viajeros agitan la mano a la multitud aunque su saludo solo vaya dirigido a  un alguien en especial. Por ahora es como encender una  bengala en la oscuridad por si alguien  los ve.

En este  avión llegan viajeros que llevan cinco, diez, veinte, treinta y hasta cuarenta y ocho  horas  saltando de aeropuerto en aeropuerto en busca de sus propios pasos perdidos.



Miami, Nueva York, Ciudad de México Santiago, Buenos Aires, Sao Paulo, Madrid, Barcelona, Las Palmas, París, Londres,  Berlín, Roma, Sidney, Pekín, Tokio, Delhi o Moscú son los lugares a donde ha ido a parar y a parir esta diáspora de personas  originarias del  Eje cafetero que   coincidieron en el vuelo Bogotá – Pereira que suele arribar a esta ciudad a eso de las 10.30 de la noche.

Se llaman Clemencia, Ricardo, Adrián, Amanda, Luisa, James, Gabriel, Etelvina Mariela, Maicol, Andrea, Pastora, Niray, Ángela,  Rubiela, Miguel, Martha y una centena de nombres más.

Son bebés, niños, jóvenes, adultos y viejos fundidos en una confusión momentánea de gritos, lágrimas y abrazos.

Muchos de ellos jamás se habían visto en la vida, pero durante los cuarenta y cinco minutos que dura el viaje entre  Bogotá y Pereira se sintieron hermanados por una fuerza que  los ayudó a sobreponerse al cansancio: la certeza de pertenecer a una especie de cofradía: la de millones de colombianos que desde mediados del siglo XX, empujados por la curiosidad o la necesidad, tomaron sus maletas y emprendieron viaje hacia lo desconocido.

Miles de esos peregrinos han muerto  fuera de casa y sus cenizas fueron esparcidas a un viento que, en principio, no era el suyo. Otros, simplemente no  quisieron regresar porque un día se despertaron  y descubrieron que ya no albergaban nostalgia alguna en el pecho. Unos cuantos sintieron que, por alguna razón  insondable, odiaban de veras el lugar donde habían nacido y cortaron de tajo todo contacto.

Pero ese no es el caso de los ocupantes de este vuelo.

Para ellos  los carteles de bienvenida y las fiestas con  música vallenata que los esperan en casa son suficiente recompensa.



Los pasos  perdidos.

¡Comer mondongo en la galería!

¡Escuchar baladas en  Iskidara!

¡Ir a un partido  de la Copa Ciudad Pereira!

¡Bailar   en Mango biche!

¡Tirar baño en San José!

¡Escuchar tangos en  La Milonguita!

¡Comer fritanga en El palacio de la chunchurria!

¡Moteliar en Amoblados el Jardín de Caracol- La Curva!



Los pedidos son tantos como las dichas aplazadas de quienes vuelven a casa.

Muchos no saben que buena parte de los lugares donde creen haber sido felices ya no existen porque el secreto de la vida consiste en no parar.

Así que deberán eludir las trampas de la nostalgia y abrirse a otros descubrimientos si quieren aprovechar estas tres o cuatro semanas de vacaciones.

Bienvenido a casa, papá.

Te amo, Miguel

Eres lo máximo, Mariana.

Se lee en  pancartas improvisadas con cartulinas y lápices de colores.

Al fondo suenan canciones de Darío Gómez,  Dora Libia,  Diomedes Díaz y Jhony Rivera, esa especie de panteón de la nostalgia y el desarraigo que anida en los corazones de la gente de esta región.

Afuera  una noche de lluvia hiere con sus alfileres de hielo, pero eso no le importa a nadie.



Un improvisado carnaval de familias aguarda en taxis, motos, busetas y automóviles entonando coros entusiastas antes de emprender la última parte de la ruta  hacia barrios donde la dureza de la vida es conjurada a punta de rumba: Corocito, Berlín, San Judas, Santa  Isabel, Frailes, Ciudadela del Café, Galán, Panorama, San Fernando,  Boston, Kennedy.

A otros los aguarda un camino más largo hacia sus pueblos de origen: Belén de Umbría, Montenegro, Quimbaya, Anserma, Chinchiná, Marsella o La Virginia.

Les da lo mismo. La espera de  varios años ahorrando cada centavo para el viaje ya pasó.

Mejor dicho: A la hora de volver en busca de sus propios pasos perdidos lo mejor es tirar la casa  por la ventana.

Por eso mismo  mañana emprenderán  una romería en busca de pólvora para prender la fiesta, de ediciones piratas de los 14 Cañonazos bailables, de helecho para chamuscar el marrano, y  lo último pero no menos importante, del infortunado cerdo en persona.

Entonces, descubrirán que  no hay matadero junto al Puente Mosquera,  ni polvoreros a lo largo de la Avenida del Río y que tampoco abundan los vendedores de helecho en el vecindario.

Lo único que conserva su vigor son las grabaciones piratas de la música favorita.

La ciudad que tenían en la memoria  ya no existe y les tocará forjarse otra para llevarse de recuerdo.



Porque también descubrirán que la antigua galería es un importante centro cultural y que los campesinos, las verduleras, las putas  y los malandrines  que le daban vida y muerte fueron  desplazados  hacia  otros lugares de la ciudad donde aguardan la llegada del próximo  plan de renovación urbana para mudarse a otro rincón.

Una semana  después doña Maruja Largo, una abuela indígena que en los años setenta del siglo XX  viajó desde Riosucio hasta Caracas, donde décadas más tarde  se volvió  chavista, se quedará atónita al escuchar los relatos de médicos venezolanos que recolectan café en fincas de Risaralda, de antiguos burócratas que venden arepas en barrios periféricos de Pereira y Dosquebradas y hasta de curas abandonados de la mano de Dios que pregonan rifas clandestinas en  esquinas céntricas.

Vueltas que da la vida.

PDT . les comparto enlace a dos bandas sonoras de esta entrada...Y que tengan una muy buena navidad.