jueves, 31 de marzo de 2011

Después de la histeria


Como me sé nacido en un país de desmemoriados, siempre  prefiero dejar que  se asiente la espuma de los escándalos que son nuestro pan de cada día, para proponer entonces una reflexión sobre la esencia de  las cosas que los  desencadenaron. Ese ejercicio elemental pude tomarme  una semana, un mes o varios años. De modo que  ahí vamos.
Para el domingo 27 de  febrero de 2011, víspera del Carnaval de Barranquilla, nadie se acordaba en Colombia del frenesí desatado un  par de años  atrás por la cacería que unos campesinos del Magdalena Medio emprendieron contra un hipopótamo sobreviviente del zoológico  de  la hacienda Nápoles, que una vez perteneció al mafioso  Pablo Escobar. Recuerdo que las entonces incipientes redes sociales se saturaron de voces indignadas  que protestaban por el hecho. Incluso se propusieron  marchas.  Con todo, nadie  recordó  el simple detalle de que en esa misma región habían sido  desplazados, torturados, desaparecidos y asesinados cientos de campesinos, sin  que a ninguna organización ni medio de comunicación se le  hubiera ocurrido  liderar acciones que hicieran visible la barbarie.
 Ese domingo 27 de febrero , el fenómeno se repitió con un  leve cambio de escenario y de actores.  En este  caso, los protagonistas fueron un futbolista y una lechuza  al  parecer amante del fútbol. Como los medios se regodearon y explotaron al máximo el morbo de los consumidores de información, no vale la pena redundar en la anécdota.
Sin desconocer el carácter  censurable  de la actitud del futbolista,  que en un acto de reacción  demencial fue  sometido a una especie de linchamiento simbólico,  resulta más  saludable tratar de  interpretar  el episodio como un síntoma de nuestra esquizofrenia nacional, aupada en su momento por periodistas, medios de comunicación y por esas redes sociales  que se han convertido en el escenario perfecto para incubar y multiplicar manifestaciones de histeria colectiva  como las vividas  durante esos días.
Veamos: en un país donde a nadie le importan los niveles escandalosos de corrupción de sus dirigentes y donde en lugar de  censurarlos y castigarlos los ciudadanos los premian en las encuestas de  popularidad. En una sociedad que desde hace rato le dio la espalda a acciones  tan atroces como los crímenes lesa humanidad conocidos  como falsos   positivos. En un entorno que celebra las acrobacias verbales de quienes, en el colmo del cinismo, niegan la existencia de las víctimas de una violencia  que todo el mundo  reconoce excepto nosotros mismos, el escándalo desatado en su momento por la   agresión y muerte de una lechuza, deviene síntoma de  la más grave de  las enfermedades nacionales : la indolencia  frente a lo que sucede alrededor, a no ser que los energúmenos con micrófono, cámara  o periódico disponible lo conviertan en espectáculo que se desvanece cuando surge una presa más apetecible.
Razón le asistía  al  columnista Gabriel Meluk, cuando advertía que ninguno de los vociferantes  ciudadanos que pidieron la cárcel o la deportación para el futbolista involucrado levantó el dedo para solicitar justicia en el caso del jugador del Junior que asesinó a un hincha y salió en libertad unos cuantos meses después. Hemos  perdido el criterio  y los parámetros para valorar  y juzgar los hechos en su contexto. Por eso  no dudamos en desatar cruzadas   por la muerte de un pájaro mientras permanecemos impasibles frente a una masacre. Insisto : esquizofrenia le llaman a eso en el lenguaje clínico.

jueves, 24 de marzo de 2011

Libros y pistolas


En una de esas incursiones armadas que son pan de cada día en la historia de  muchos pueblos pequeños de Colombia hace casi diez años resultó destruida la sede del cuartel de policía en el corregimiento de Santa Cecilia, puerta de entrada al Departamento del Chocó.
Desde entonces los agentes de policía están exiliados en el local  donde funcionaba la Casa de la Cultura  y en lugar de libros,  instrumentos musicales o trajes típicos el visitante tropieza con fusiles, pistolas, charreteras, municiones  y botas de campaña  apilados en los salones donde una vez algún adolescente descubrió los poemas encendidos de Porfirio Barba Jacob o una muchacha  le dio rienda suelta a los ritmos milenarios que corrían por sus venas, al  son de un mapalé compuesto por un autor tan genial como desconocido.
La imagen constituye por si sola la  postal de un país donde las pistolas y quienes las empuñan juegan un papel más importante  que los libros y sus autores, con  todo y lo que eso significa para las esperanzas de construir  una sociedad donde los vencedores no sean siempre los que gritan más  fuerte o los que pegan más duro. Para muestra no tenemos un botón, si no miles. En  una conversación ocasional con  varios niños estudiantes del   Colegio Suroriental de Pereira, cinco de ellos respondieron que cuando sean grandes  quieren ser traquetos . A  su vez  las niñas afirmaron que sus modelos femeninos a seguir son las    arquetípicas mujeres de mafiosos, heroínas de las telenovelas que acaparan los índices de sintonía en Colombia.
Acto seguido, en uno  de esos establecimientos nocturnos  donde se divierten los jóvenes  de estrato medio y alto, un grupo de ejecutivos animados por el tequila insisten en que es una imperdonable injusticia eso de que se juzgue a los paramilitares y sus cómplices políticos, por benévolas que  sean las condenas, cuando ,  y lo dicen convencidos :  “Han arriesgado el cuero para salvarnos de  los  que se quieren apoderar de ese país”. Poco parece importarles que una de las razones que explican la violencia en Colombia reside   precisamente en que desde hace  mas de un siglo un grupo cada  vez mas reducido se apoderó de  ella y no tiene la mínima intención de renunciar  a sus privilegios para permitir el surgimiento de algo que se parezca a la justicia social.
Más adelante,  en un congreso de representantes gremiales un dirigente expresa  sin  sonrojarse   que “Este país lo que necesita es más chumbimba, a ver si por fin nos dejan trabajar  tranquilos” como si no fuera suficiente con una historia nacional   que naufraga en un mar de sangre, sin que se planteen alternativas civilizadas a la vista.
Lo grave del asunto  es que, en los tres casos, se trata de personas que a pesar de la diferencia de edad tienen o han tenido acceso a través de la  educación a lo que  desde hace  más de tres siglos se  conoce como  El Proyecto de la Ilustración, una suerte de utopía basada en la idea de que el conocimiento del  universo y sus leyes    es el mejor camino para inventar un mundo   donde la infamia   y la arbitrariedad no constituyan  la única impronta.  Por lo visto,  para esas personas los libros en particular y la cultura en general son apenas   un embeleco de poetas y de intelectuales  despistados ,a todas  luces menos  seductores para ellos que el chocar de las botas y el estallido inapelable de las balas.

jueves, 17 de marzo de 2011

Todo por un bareto


De entrada, es necesario tener en cuenta que estamos hablando de un país donde, el menos  para algunas políticas de gobierno, es más grave traficar con drogas que masacrar y despojar de sus tierras a miles de personas y por eso se  extradita a   paramilitares y guerrilleros en lugar de juzgarlos y condenarlos por sus crímenes, lo cual  ilustra muy bien la catadura moral de un porcentaje bastante alto de sus inquilinos. Ese mismo país cuyas élites, al menos en un gran porcentaje, amasaron sus fortunas con el contrabando, el  saqueo de los recursos públicos y la  participación soterrada en el tráfico de narcóticos.
Como si fuera poco, un elevado número de alcaldes, gobernadores, congresistas, concejales, diputados y presidentes o aspirantes a serlo han financiados sus campañas con dineros provenientes de esos negocios.
Y aquí es donde surge la paradoja, porque en ese mismo país ,o esa  “Patria”, como repiten algunos políticos  con monomaníaca obstinación, el  Procurador general- el mismo al que  algunas organizaciones de mujeres acusan de “ meter el rosario en sus ovarios” en la discusión sobre el aborto- ha emprendido por enésima vez una cruzada para volver a penalizar la dosis personal de  drogas, una situación ya juzgada en derecho por la corte en consonancia con esa constitución política de 1991 que sus forjadores definieron como “La brújula para un nuevo país”.
¿Qué sucedió entonces? Pues que,  para empezar, nunca  hubo nuevo país. Todo  lo contrario : nuestra historia actual parece una vuelta a los peores momentos de oscuridad. Hace menos de un año estábamos  regidos por un caudillo que alimentaba a punta de encuestas de popularidad su obsesión por el poder, aupado por una cofradía de aduladores que se autoproclamaban  filósofos y por una casta corrompida hasta lo más hondo de sus entrañas. Todo ello soportado en la devoción cuasi religiosa de una masa acrítica que madruga todas las mañanas  a extasiarse  frente a la pantalla del televisor, que funciona como una auténtica dosis colectiva de estupefacientes donde reinan un animador y un cura que confunden la diversión con la estulticia y la bonhomía con la  manipulación de los sentimientos ajenos.
Por eso, lo que gravita  sobre la obsesión por prohibir de nuevo la dosis personal no es solo un asunto de moral o de salud pública. Es algo más sutil y por lo tanto más peligroso, pues apunta en realidad a vulnerar la  autonomía del individuo  para entregarle a un gobierno la facultad de incidir en sus decisiones más íntimas. Sucedió cuando el hoy ex presidente les recomendó a los jóvenes guardarse el “gustico”  del sexo para el matrimonio. Aconteció igual cuando se  intentó convertir algunos delitos y crímenes de lesa humanidad en pecados, eludiendo con ello las responsabilidades civiles  y penales de quienes los cometieron. El resultado de  todo eso es un rebaño incapaz de construir civilidad y democracia, porque estas se forjan a partir del consenso entre sujetos dotados del sentido crítico y la capacidad de reflexión necesarios para  tomar decisiones  que conjuguen los intereses del individuo y los del  colectivo. Lo contrario es  un remedo de sociedad armado con el formato de un  dramatizado de televisión, donde una congregación de beatos puede tomar decisiones de  Estado y armar un zafarrancho de dimensiones colosales, por algo  tan personal e inalienable  como fumarse o no un bareto.

viernes, 11 de marzo de 2011

Variaciones sobre la " Cuchibarbie"



En  el lenguaje callejero- que sigue siendo el más certero de los inventados hasta la fecha- una “cuchibarbie”  es algo así como  una  mujer que se niega  a toda costa- y a todo coste- a aceptar los designios de madre natura. Es decir que las criaturas vivientes,  desde los protozoarios hasta el Homo Sapiens, pasando por todas las fases intermedias, nacemos, crecemos, envejecemos, nos deterioramos y morimos. Tan simple  como inapelable es el asunto.
Sin embargo, las damas en cuestión se gastan fortunas   enteras,  incluyendo las de sus parejas, en cirugías, liposucciones, gimnasios, ropas, menjurjes y  medicamentos que al final  del camino no las pueden salvar del encuentro definitivo con un espejo que, como en el mito de Blanca Nieves, ya no les responderá  que son las más bonitas, no porque tenga una inclinación especial hacia la crueldad sino porque la vida es así y no tenemos otra. Recordemos que en la mitología, y en esa otra  forma del mito  que es la poesía, el espejo es la metáfora  más precisa de la conciencia.
Estamos pues ante la vieja pregunta por la identidad que, así en lo individual como en lo colectivo, nos obliga a  afrontar el desafío de lo que somos o de lo que pretendemos ser. Sin esa pregunta no podemos recorrer ningún camino, por breve y humilde que sea.  La figura de la  dama de marras surgió en una  de esas discusiones en las que se lanzan interrogantes sobre  nuestras improbables señas de identidad como  región y como país a propósito de una de tantas modas  empresariales, que en este caso recibe el nombre de   “City Marketing”. Alguien recordó  la vieja anécdota  bohemia donde se explica  el problema  de la identidad latinoamericana con el argumento de que entre nosotros los ricos quieren ser ingleses, los de la clase media  gringos y los intelectuales franceses, mientras que los pobres quieren ser mexicanos.
En la reunión que nos ocupa, la  “Cuchibarbie” se llama ciudad región y todos los esfuerzos están encaminados  a  disimular sus imperfecciones para poder ofrecerla en los mercados del mundo. Es decir, nadie quiere afrontar  la solución de los problemas que, tercos como son, se escurren entre las costuras del vestido. Por eso acabamos creyendo que un periodista es algo así como un promotor publicitario o un relacionista público que debe ocuparse, según la retórica al uso “solo de las cosas buenas  y de mostrar nuestra  buena imagen dentro y fuera del país”.
La dificultad reside en  que, como en el cuento de Blanca Nieves, el espejo acaba por decirnos la verdad  y empieza a hablarnos de  legiones de desempleados, de  miles de rebuscadores callejeros, de deserción escolar, de una pequeña y mediana industria bastante maltrechas, de un sector comercial que contribuye cada vez menos a dinamizarlas, de niños  ejerciendo la prostitución en las calles, de violencias que se multiplican y de ciudadanos que buscan  en el mapa un lugar  hacia el cual escapar en procura de mejores oportunidades.
Siguiendo con la imagen, en este caso las cirugías  y unguentos se llaman  subsidios, auxilios y demás artificios  inventados para     que no nos fijemos en lo ineludible : el fracaso de un modelo de desarrollo que multiplica las inequidades- y  las iniquidades- al que por eso mismo le gusta tanto  utilizar palabras como progreso,  transformación, oportunidades y otras arandelas que  intentan disfrazar  la decadencia hasta ahora irremediable de  nuestra “ Cuchibarbie”.

viernes, 4 de marzo de 2011

De vuelta al rebusque

Cansado de que le ofrecieran  sueldos  que muchas veces rondaban el salario mínimo, el ingeniero Ricardo  Z.  consiguió un préstamo con un grupo de amigos y viajó a  España en febrero  de 2001 en  medio de una oleada de viajeros que trataban de aprovechar la última  oportunidad, antes de que el gobierno de  ese país  empezara a exigirles visa a los colombianos  a partir  abril de ese mismo año.
Llegó a Madrid  en  el momento más duro del invierno y con la nostalgia mordiéndole las entrañas, desempeñó una serie de oficios que no hubiera imaginado en su país  durante los tiempos de prosperidad familiar : fue camarero de un  restaurante en la  Gran Vía,  guía turístico en las Islas Canarias, podador de jardines  en Barcelona, pescador en las costas de Galicia y ascensorista en Valencia. Durante más de un lustro las cosas marcharon bien, al punto de que  pudo llevarse a su familia : su mujer y dos hijos  adolescentes crecidos y educados en España, que hoy afrontan dificultades para adaptarse a la ciudad donde nacieron en  el  barrio El Jardín, un sector residencial construido para los  Juegos Atléticos Nacionales de 1974.
Realizando hasta tres trabajos diarios  recuperó algunas   de las cosas que le dan sentido a la vida de los ciudadanos de clase media en el mundo entero: un piso, un coche y una salida a cenar de vez en cuando. Por ese camino volvió también a recuperar  la fe en si mismo y en el futuro de su familia.  Hasta que en el año 2007 empezó a notar, al igual que muchos inmigrantes instalados en la  península, que las  cosas no iban bien: los empleadores   reducían el número de puestos de trabajo, los españoles volvían a desempeñarse en actividades que una década atrás los avergonzaban   y los sitios que siempre estaban abarrotados  se veían cada vez más solos.
Entonces los medios de comunicación comenzaron a  mencionar  con insistencia la palabra crisis y el gobierno de Rodriguez Zapatero, presionado por la Unión Europea y alarmado por lo que mostraban los indicadores  económicos  le dio un reversazo  total a su política de migración cuando comenzó a hablar no solo de la restricción para el ingreso de extranjeros a territorio español, sino de  programas de retorno  que obligarían, mediante un sistema de asistencia social, al regreso de miles de  inmigrantes a sus países de origen.
Entre esos  miles de  ecuatorianos, bolivianos, peruanos, marroquíes,  rumanos y colombianos, está el ingeniero pereirano  Ricardo Z, portador de un cúmulo de experiencias vitales y laborales que se suman a los conocimientos propios de su profesión. Al volver  se encontró con que muchas de las cosas que estaban mal en su país en el momento de la partida ahora  andan peor, a pesar de los floridos discursos oficiales sobre la confianza inversionista del gobierno anterior y las locomotoras para el desarrollo del presente.  Como tantos paisanos  que regresan, descubrió que Colombia no tiene una política pública para acompañar a quienes durante varias décadas mantuvieron la economía a flote con sus remesas.  Por eso mismo ahora va de una ciudad a otra  pulsando en una guitarra  los acordes de las jotas y el cante jondo  que  aprendió durante sus diez años de  estadía en la tierra de Don Quijote . Así se gana la vida, tocando en bares  y restaurantes, en medio de una nueva forma de desarraigo,  en la que los tiempos de prosperidad de su época de ingeniero y los días de reivindicación  en España se le confunden en la memoria como si tuvieran la consistencia brumosa de los sueños.