jueves, 27 de octubre de 2016

Juegos de manos





En una de sus muchas acepciones, el verbo seducir significa engañar, embaucar, enredar.
Nunca tan bien  aplicado ese sentido como en los terrenos del sexo y la política.
El político y el  Don Juan son diestros en decirle al objeto de su deseo lo que este  quiere oír.
Por eso manipulan con talento de prestidigitador los miedos, anhelos y  expectativas del potencial elector o amante. Sobre esa base  elaboran un discurso  cuya clave es la promesa de placer, bienestar o seguridad.
Una vez consumado el hecho, ambos, Don Juan y político, emprenden la retirada.
Es entonces cuando el interpelado- elector o amante-  advierte y denuncia el engaño. El primero se convierte así en opositor y el segundo en despechado.
En realidad no hay nada nuevo en todo esto: es el viejo y conocido juego de manos del poder.
Conocedor de esas claves, Maquiavelo formuló  sus célebres recomendaciones a los príncipes de su tiempo.


Los modernos  expertos en publicidad y mercadeo político redactan  sus discursos  atendiendo a  esas mismas lógicas: la latente necesidad humana de una promesa  inspira sus contenidos.
La verborrea mediática alrededor de la figura de Donald Trump parece olvidar esos principios. Cada vez que el magnate pronuncia una palabra corren a multiplicarla en noticias, artículos de opinión   y entrevistas, obrando así a modo de caja de resonancia.
En realidad, el candidato republicano no ha necesitado invertir  mucho en  publicidad: le basta con atacar a alguien para que sus aparentes  opositores se  encarguen del resto.
Es el mismo truco del expresidente Uribe en Colombia: sus asesores de prensa saben que cuanta sandez ponga en twitter será replicada al instante por columnistas y caricaturistas, devenidos promotores de imagen del  hoy senador.
Pero volvamos a la campaña electoral en los Estados Unidos. De  multimillonario excéntrico, Donald Trump pasó a ser el gran desafío para  algunos demócratas- otros se le parecen bastante- y para lo que sobrevive de la izquierda ¿Su clave? Atender las  recomendaciones de  sus asesores  cuando lo conminan  a encarnar la parte más instintiva del ciudadano Wasp: xenofobia, racismo, pasión por las armas y expansionismo a ultranza. Como pueden ver, no se necesita ser un genio para eso: basta con  pulsar un miedo  aquí, un prejuicio allá y tenemos  un candidato exitoso.
Un candidato, no un presidente. Como bien lo han advertido algunas mentes lúcidas, en caso de obtener el aval de los electores, Trump no tardará mucho en defraudarlos. Claro, ese es por definición  el desenlace natural de  la política y el amor. Pero en este caso hay más: en el mundo  de hoy no son los presidentes quienes gobiernan  los países  , como tampoco son los congresistas los que dictan las normas ni los magistrados los que imparten justicia. Son las grandes corporaciones globalizadas que financian campañas y tuercen conciencias.


De modo que  un eventual Trump presidente empezaría muy pronto  a ver a los  odiados inmigrantes como un suculento mercado  al que no se puede ignorar de buenas a primeras. Después de todo son consumidores  y  si además pagan  impuestos y ponen votos  en  campañas futuras,  el pragmatismo lo obligará a tratarlos de otra manera.  Así funcionó siempre: hace poco más de medio siglo, mientras los soldados de su país combatían a los nazis, multinacionales como la ITT y General Motors le vendían  equipos de comunicación y tanques de guerra a Hitler: esa es la mecánica del negocio.
Con parte de su propio partido en desbandada, es poco probable que Donald  Trump, esa especie de avatar salido de un reality show, alcance la presidencia de su país.  Pero aun  en el  caso de que lo haga, su discurso, como el de todos sus homólogos  desde hace dos siglos, tendrá que ajustarse a una realidad geopolítica  distante años luz de su actual frenesí verbal. Para entonces, sus desilusionados electores ya tendrán tiempo de llorar como amantes desairados.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
 https://www.youtube.com/watch?v=lZD4ezDbbu4

jueves, 20 de octubre de 2016

La gracia del 10




                                   
                                                            

    Para todos los fieles devotos de esta divinidad
                                     odiada  por Borges y amada por Sábato.                                                                                

 Aprendí a amar el fútbol desde que mi abuela Ana María me regaló el primer talismán: una súper bola número cinco de puro cuero cosido a mano, que adquiría la textura del jabón y el peso de la piedra cuando arreciaba la lluvia.
Y fue el sacerdote Gabriel Osorio quien me enseñó a transportar  y golpear  el balón con la izquierda en la vieja cancha del colegio Deogracias Cardona. Como el papa Francisco, el hombre era un fanático del fútbol, lo que constituye una prueba más de que este deporte cuenta con la bendición de Dios.
Así que soy zurdo por partida doble: en el fútbol y en las ideas. Y fracasado también en ambos frentes. No pude hacer  la revolución y a duras penas alcancé a integrar la preselección juvenil del colegio.
Pero me quedaron dos consuelos: el respeto por los espíritus disidentes y la devoción por esos volantes zurdos que todavía llevan el 10 a la espalda y parecen tocados por la gracia: para ellos, la pelota es una forma del milagro.


Así como, según los teólogos, el cielo está habitado por legiones de ángeles,  hubo una época en la que los  ángeles terrestres abundaban en las canchas. El primero que vi en vivo y en directo fue Jorge Hugo Fernández, “La cancha”, un argentino bajito, colorado y algo regordete, dotado de una  facultad sobrenatural para inventarse jugadas imposibles. La mitad de los goles de Javier Tamayo y Hugo Horacio Lóndero en  el Atlético Nacional de mis amores  nacieron en los botines de ese hombre.
De Pelé, Maradona y Messi no hablaré, porque ya se ha dicho todo sobre su origen alienígena.
De modo que continúo con mi santoral. El  Beto Alonso en el River de Labruna. El maestrico Arboleda en el Pereira de los paraguayos. Ambos podían desbaratar la defensa del equipo contrario  con un movimiento de cintura: un amague por allá, un freno por acá y sálvese quien pueda.
Pero hay más. El peruano Cubillas, el brasileño Zico y el colombiano Valderrama  tenían gol y eso ya supone otro peldaño al cielo.

                                                        Jairo Arboleda

El brasileño Víctor Ephanor no gozó de fama internacional, pero los hinchas del Junior, del Medellín y del Barcelona de Ecuador lo añoran como uno de los más grandes. En el estadio de Pereira lo vi desesperar al equipo rival a gambeta limpia, antes de caer fulminado por la patada artera de un asesino serial, de cuyo nombre no quiero acordarme.
Hubo otros que, sin portar el número mágico, jugaron como si lo llevaran.
Hablo del peruano César Cueto, a quien apodaban “El poeta de la zurda” y con eso queda dicho todo. ¿Y qué decir del flaco Oswaldo Ardiles, formado en la escuela de artes futbolísticas del Huracán argentino y figura en el mundial 78?
Del brasileño Sócrates, ese futbolista con nombre y espíritu de sabio, podemos decir que hizo parte de una selección a la que muchos  evocamos como si hubiese sido campeona del mundo, aunque ese título siempre le fue esquivo.

                                               Sócrates y Ardiles

Ustedes habrán notado que no aparecen europeos en  este recuento. No sé. Tal vez Zidane; a ratos Del Piero y, de vez en cuando, Platini. Pero después de ver tanto fútbol estoy convencido de que esta forma particular de la belleza solo alienta en los genes latinoamericanos.
 Llegados a esta altura del camino, me dispensarán si he omitido tantos nombres, pero ya lo advertí: los genios con el 10 a la espalda fueron legión, y  la memoria no me da para tanto.

PDT  : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 13 de octubre de 2016

Me sacó de Feijbuk




 Como ustedes saben, mi vecino, el poeta Aranguren, posee una condición fantasmagórica: desaparece y reaparece al ritmo de  sus visitas a su  Santa Marta  natal.
Hace una semana  tocó a mi  puerta, pálido y sudoroso como un Lázaro de los trópicos. Creí que era por los resultados del plebiscito, pero recordé que al hombre  parecen tenerle  sin cuidado esas turbulencias tan terrenales.
Para no perder la costumbre traía bajo el brazo una botella de ron Tres Esquinas a medio despachar.
¡Me  sacó de Feijbuk, me sacó de Feijbuk! Espetó a modo de saludo. Entonces,  caí en la cuenta de que su último viaje al Caribe obedeció  al llamado de la piel de cobre de una mujer Wayuu.
“Quiero verte”, decía el mensaje, antiguo como el sol, enviado a través de la red social.
Y el hombre no lo dudó un instante: tomó su morral y se subió a un bus de Rápido Ochoa.
Resulta que cuando desembarcó en su lugar de destino, por alguna de esas razones misteriosas que anidan en el corazón de las damas, la mujer lo había eliminado de Facebook, lo que en estos tiempos equivale para muchos a ser desterrado al fin del mundo.


Y  ahora estaba   sentado en mi casa, con toda la carga de su despecho envenenándole la sangre.
Fue así como advertí que si en el mundo de hoy los canales del enamoramiento son casi siempre virtuales, sus efectos devastadores siguen siendo reales, con todo  y su  correr de lágrimas y excesos  etílicos.
Solo que internet le ha  añadido al  asunto un elemento metafísico: la gente se desvanece al  impulso de un ¡click! sin  los golpes de efecto, los gritos, los reclamos, las lágrimas y los desmayos que tan bien supieron explotar algunos autores decimonónicos y que todavía exprimen los libretistas de  culebrones mexicanos.
Por eso Aranguren regresó tan borroso esta vez. Y nada como una canción de Gardel para devolverle al mundo su consistencia material. Así que lo invité a escuchar  Cuesta abajo, esa suerte de oda al desastre entonada con dejo rioplatense.


Bastaron  tres minutos para que todo entrara en  ebullición y los rescoldos viles se desvanecieran en el aire. Al punto, el tipo recobró los colores del rostro y, de paso, la lucidez.
Admitió que las redes sociales y sus fieles devotos han forjado una exasperada sensación de consistencia existencial: todo depende de la cantidad de seguidores. Si el número de estos aumenta, uno existe más. Si disminuye, el ser se reduce a su mínima expresión.
De modo que, como una avanzada de divinidades digitales, Facebook, Google, Twitter, Instagram y todas las demás, han venido a cumplir- miren por dónde- el viejo anhelo de Kafka : “ Hacerse cada vez más delgado, cada vez más pequeño, cada vez más liviano, hasta desaparecer”.
Así que si a usted, apreciado contertulio, una mujer veleidosa o un amigo envanecido lo borran de Facebook, no desespere: el mundo real sigue ahí, dando vueltas insensatas alrededor del sol. Bastan un  trago doble de algún brebaje redentor, una canción o una buena conversación  para devolverle a la vida todo su peso específico, su potencial de seducción.
O si no, pregúntele   a Aranguren. Vive aquí  nada más, a la vuelta de mi casa.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
 https://www.youtube.com/watch?v=IQFcpuYi8L4

TRIBUTO AL NOBEL

Convencido de que el rock es en realidad un género literario, celebro este premio a la literatura con banda sonora.



Y como tributo al bien merecido Premio Nobel de Literatura, rescato de mis archivos un artículo publicado hace cinco años en este Blog.

BIENVENIDO BOB



 Lector incurable, aprendió muy temprano de los sabios antiguos que lo más sensato es vivir sin apegarse a nada ni a nadie, como una piedra que rueda. Sus padres, de origen judío, lo bautizaron Robert Zimmerman pero en uno de sus primeros actos de rebeldía  decidió apellidarse Dylan, tomando prestado el nombre de un oscuro y turbulento escritor irlandés. El poeta andaluz Joaquín Sabina, explorador de otros abismos, le rindió tributo  en una canción cuyo título  resume toda posible forma de  derrota: “Tan joven y tan viejo”. En 1961, cuando contaba veinte años y el mundo trataba de curarse las heridas de  la posguerra, empezó a recorrer los escenarios en una peregrinación que lo tiene hoy, cinco décadas después, más vivo que nunca  y dispuesto a echarse otra vez al camino para ponerle banda sonora y lírica a las esperanzas y desasosiegos de varias generaciones de mortales.
A pesar de que las izquierdas de los años sesentas del siglo pasado intentaron apropiarse su discurso, en realidad es un conservador anarquista que se educó  escuchando las canciones de Woody Guthrie y por eso ama el mundo rural, como contracara idealizada de los desbarajustes del  planeta industrializado.


 Venid padres y madres de todo el mundo/ y no critiqueís lo que no entendeís/ vuestros hijos e hijas ya no están bajo vuestro control / vuestro sistema se está haciendo viejo/porque los tiempos están cambiando, cantó alguna vez frente a una multitud  que convirtió esos versos en una declaración  de principios generacional, tal como sucedió con el Let it be, de  The Beatles o My Generation, de The Who. Para variar, fue excomulgado en su momento por legionarios más conservadores que él cuando decidió incorporarle elementos eléctricos a las  armónicas  y a las cuerdas melancólicas de las canciones folk. “Traidor”, dijeron y procedieron a quemar sus discos en la siempre renovada pira de  los fundamentalismos.
Cuando ya era un  fetiche   para los hijos de la bomba atómica, un accidente en moto estuvo a punto de dejarnos sin sus poemas, tan  intensos y lúcidos que siempre logran sobreponerse a la mala voz, asmática, nasal y entrecortada como la de ese otro poeta llamado Joan Manuel Serrat.
Durante años se ha sumido en  largos silencios de los que regresa siempre para recompensar la espera con una    renovada dosis de lucidez no exenta de ternura. “¿Cuántas veces puede volver la cabeza un hombre / y pretender que no ha visto nada?/ la respuesta, amigo, te la dictará el viento/ la respuesta está en el viento” proclamó en uno de  esos  retornos y entonces uno coincide  con el periodista cultural y melómano irredento Alejandro Patiño Sánchez cuando sentencia que la historia de la música se divide en antes de Dylan y después de Dylan.


Hace algunos años fue postulado al premio Nobel de literatura, lo que, una vez más, provocó la santa  ira de los ortodoxos. Varios directores de cine han  realizado películas argumentales y documentales sobre su vida, obra y milagros, que  no son pocos. Aunque  no participó  en el ya legendario  Festival de Woodstock, todavía se recuerda que éste se realizó en una finca cercana a su residencia.  En este 2011 cumple setenta años de vida y cincuenta de actividad literaria y musical. Durante ese tiempo muchas utopías nacieron y fueron enterradas por sus propios forjadores. Varias revoluciones se convirtieron en cenizas o en  parodias de si mismas. Unos cuantos de los que iban a cambiar el mundo al ritmo de sus canciones ahora ocupan las poltronas del poder. Pero Robert Zimmerman, llamado Bob Dylan, sigue allí contra todos los augurios. Por eso, así como deben agradecerse los besos , los abrazos y las palabras de consuelo que le dan a uno en el camino,  desde este lugar de la tierra, cuando muchos de sus contemporáneos malviven en la jubilación o blasfeman  entre las paredes de un geriátrico, quiero plantar mi dosis de gratitud por esos versos que me ayudan a  vivir, enviando esta postal que no podía empezar sino así : bienvenido Bob.