martes, 29 de marzo de 2016

Alas en los pies



                                                                  Para  Sami, el de la mochila

Como  todos los grandes, el hombre siempre llegaba precedido de su propia leyenda. “El  Pelé blanco” lo bautizó algún aficionado, en  una combinación de  alabanza y herejía.  Se decía  que gozaba del don de la ubicuidad, pues podía  estar al mismo tiempo en varios lugares de  la cancha : uno de sus  fieles devotos  jura que lo vio una vez rechazar  un tiro de esquina del equipo contrario  y correr luego a anotar un gol, no sin antes dejar al portero rival en el camino con una finta sutil.
 En los  años setentas del siglo XX en Colombia solo había dos canales de televisión : el uno y el dos. De fútbol se  veía más bien  poco. No solo por las limitaciones tecnológicas: ante todo porque  para la época   todavía era un juego de obreros y marginales. Faltaban dos décadas para que  los  jugadores se convirtieran en la mercancía rutilante que hoy cotiza en la bolsa.


De modo  que ver a Johan Cruyff en el verano de 1974, mareando a  gambeta limpia a “El  Cacho”  Heredia y a Roberto Perfumo, dos enormes  defensores argentinos de la época, supuso para el niño que  yo era entonces toda  una epifanía. Flaco, estilizado, parecía un cruce perfecto entre torero y bailarín: Palomo Linares y  Mikhail Baryshnikov, talvez. Los expertos en esas lides me corregirán. La Argentina de Brindisi, Babington , Ayala y Carnevali nada pudo hacer  ante  ese  genio que eludía los enviones de  Telch, agitaba el aire  con leves movimientos de  cintura y dejaba a sus compañeros a tiro de gol... o los anotaba él mismo, cuando se le antojaba.
La primera vez que tuve noticia de su vida , obra y milagros fue – cómo no- en las páginas de  la revista  El Gráfico, esa suerte de enciclopedia del periodismo deportivo  latinoamericano. Allí supe de las dichas y desventuras de un niño desgarbado y talentoso, nacido entre tulipanes, que muy temprano  se matriculó en las divisiones del Ajax de Amsterdam, un  equipo con  sabor a epopeya griega.


 Los  cronistas poetas que escribían  en  El Gráfico hablaban de su llegada  al Barcelona en ese tipo de lenguaje que  caracteriza la fundación de los grandes mitos: lo pintan desembarcando en compañía de su amigo  y tocayo  Johan Neeskens,  su escudero en   la selección holandesa. Allí se encontraron con “ El cholo” Sotil, un peruano genial y disoluto con el que formaron  un tridente  comparable al de Romario, Guardiola y Sthoikóv  o al de  Messi, Neymar y Suárez. Solo que- insisto-   para  la época no existía el aparato publicitario y de mercadeo que hoy envuelve al fútbol en su estela de  glamour  y corrupción. Durante  esas temporadas, cuando el Barcelona no era aún la corporación multimillonaria y exitosa que es hoy, los aficionados de la vieja guardia sintieron  que por fin había  llegado el  acompañante de Ladislao Kubala, una divinidad hasta entonces  solitaria en los altares.
Y entonces llegó el mundial de Alemania 74. La historia nos dice que el anfitrión fue el ganador de la copa, tras  vencer en la final a  los inventores del fútbol total por dos  a uno. Pero  en la memoria de quienes amamos este  juego  los ganadores  fueron Johan Cruyff y su panda de viejos marineros. En  antiguos y desteñidos videos de la época es posible disfrutar de su talento, de su capacidad inagotable  para inventar jugadas imposibles cuando todo parecía perdido. El portero argentino Daniel  Carnevali,  que al final de su carrera pasó por el Junior de Barranquilla, declaró una vez que nunca  en su larga carrera había presenciado tanto despliegue de genio sobre un campo de juego. Y el hombre tenía razones  para saberlo : Holanda le asestó  cuatro goles impecables y  eliminó a su selección de ese mundial.


Después  vendría su carrera como entrenador. Su “Dream Team” del Barcelona  es reconocido incluso  por sus detractores como la semilla de lo que el  club es hoy : una manera de devolverle  la belleza a un juego inventado por dioses con alas en los pies.
De  modo que la noticia de la muerte de Cruyff  me tomó desprevenido : lo suponía inmortal.  Pero no importa: el moralismo de algunos redactores deportivos, que enfatizaban sus neurosis  o su adicción al  tabaco,  nada puede  frente un montón de goles y a una antología de jugadas geniales que llevan a  Sami, el hijo  adolescente de  mi  compadre Rigoberto Gil, a tenerlo en su santoral particular, con todo y su colección de milagros.

lunes, 21 de marzo de 2016

Los sacramentos del mar


 
En la cosmovisión de los navegantes el mar es a la vez sendero y tumba. Por eso, quien arriba a puerto es siempre  un sobreviviente a los asedios de  Neptuno.
Emilio Palacín Yance pertenece  a esa estirpe. Anarquista y militante del movimiento obrero, como fugitivo de la guerra civil española llegó a las costas de América con la esperanza de hacerse a un destino. En esa  búsqueda pasó por República Dominicana, Cuba y Puerto Rico, hasta llegar a Cartagena de Indias, donde la muerte lo esperaba con su puñal aciago. Pero antes, tuvo tiempo de  dejar su simiente sembrada en el vientre de una mujer que fue su amor durante cien días y en el de otra  marcada por el sino de la melancolía.

A buscar los rastros de ese abuelo indómito consagran su vida algunos de sus descendientes. Entre ellos está Viviana, residente en  Washington D.C.  Es una de las protagonistas de la obra  titulada Ritmo, aroma y Tiempo de Palacín, escrita por Guillermo Gamba López y ganadora del premio nacional de novela Aniversario  Ciudad  de Pereira, en 2015.
 
 

La historia  empieza con un llamado de auxilio:
“Busco mis raíces familiares. Mi abuelo salió de  España a buscar refugio en República Dominicana. Se llamaba Emilio Palacín Yance. Mis bisabuelos murieron en la guerra; se llamaban Carmelo Palacín y  Ponciana Yance, de Murcia.
“Mi abuela salió una tarde bajo los bombardeos y cuando regresó en la noche no lo encontró, se escabulló entre el miedo porque Emilio Palacín Yance, su compañero, estaba amenazado. Huyó porque lo creía muy implicado y temía por sus vidas. Estaba embarazada y quería proteger a su criatura, pero él ignoraba que ella estaba esperando un hijo suyo. Después, cuando nació mi padre, jamás   pudieron hallar a mi abuelo para avisarle.

¡¡¡Por favor!!! Si alguien tiene  o encuentra datos, por favor comuníquese conmigo.

Vivo en Washington D.C  PBX  895777

Gracias a todos

Viviana”
 
 
Nada como el género epistolar para emprender la búsqueda de las raíces  perdidas. A él  han apelado poetas y cronistas, desde el Antiguo  Testamento hasta nuestros días. Enviar y recibir cartas equivale a hurgar en viejos baúles. El curioso no tarda en encontrar un dato, un objeto, que empiezan a  darle pistas. En los terrenos de la memoria las cosas  hablan. Por eso la carta de Viviana empieza a recibir respuestas. Entre ellas está la de su primo Emiliano Palacín, residenciado en Colombia. Juntos empiezan a desenredar una madeja llena de nombres, de lugares: Teruel, Maceo, Marianao, Cartagena de Indias, Medellín. En ellos transcurrió la vida de los abuelos, pero también la de otros seres que se cruzaron en su camino: Hilario Quincozo, Mayita, Sara, Zenaida, Cecilia la muñequera, Thomasa Barros. Todos son puntadas de un  tejido en el que destacan los hijos del abuelo, huérfanos a temprana edad y absorbidos por esa  vorágine de violencias  que es la esencia misma de la historia de Colombia.

Sobre ellos planea una suerte de ángel guardián: el músico José  Bendito Barros, trasunto, por supuesto, del compositor de “La Piragua”, ese otro himno nacional de muchos colombianos. Tocados por el don de la ubicuidad, el cuerpo  y el espíritu  del músico están  presentes donde quiera que alguien necesite deshacer un entuerto.
 
 
Porque una fuerza omnipresente  en las doscientas veintiséis  páginas de la novela es la música. El mar que trae a Emilio Palacín desde España está  impregnado de ritmos sembrados allí por miles de navegantes embarcados por múltiples razones.  En sus olas alienta el cancionero gitano,  sabedor de   olvidos y destierros. En  sus aguas se agita la rebelión de  miles, millones de esclavos desarraigados de unas selvas donde los tambores eran sangre y corazón. En esas naves  viajaron los dioses africanos cuyo  espíritu, en un esfuerzo de supervivencia, hizo nido en los altares del santoral católico.
El narrador de la novela sabe que, en últimas, cartas y canciones apuntan en la misma  dirección: la búsqueda de la memoria extraviada. Por eso hace uso de unas y otras para iluminar las insondables tinieblas  de unos personajes que no pueden escapar al laberinto de una sociedad  roída por la miseria física y moral: los delincuentes que estafan al abuelo, perfumista  y fabricante de jabones. Los traficantes que secuestran a Clarita para curar la extraña obsesión de un niño eterno. Las venganzas  entre  clanes mafiosos de Antioquia. La miseria de las barriadas de Cartagena de Indias. Todo: lo sublime y lo terrible tienen su propio relato y su propia banda sonora.

“Temprano”

“Desde el mirador de la casa de la señora Thomasa Barros, Fisgoneo, asoma un traje de gimnasta al otro lado de la calle, anchísimo. Me da ondas con una mano. Una hamaca de siete colores, típica de San Jacinto, Bolívar, lo columpia anudada en soportes endebles; ese andamiaje pide limpieza y sanear sus fisuras y agrietamientos, se queja desde el dintel. Presiento una caída, una lesión en un culo al momento menos pensado. Lo mece su primera faena cotidiana que parsimonia y toca, crea y modifica  una composición; notas que una a otra quieren saltar, romper el pentagrama y volar con el viento que ondea papeles. Un ensayo en clarinete cuelga con gancho de atril. Infla unas mejillas y la hamaca acomoda en forma y hechura del arpa de unas costillas que empujan acompasadas al ritmo  con soplidos”.
 

Colgadas de dos cocoteros en la costa,  o de dos árboles bosque adentro, las hamacas evocan las cadencias del mar, convertidas en  acordes por los compositores de sones y boleros.  A ese ritmo está contada la novela de  Guillermo Gamba López. En ese cruce de cartas uno advierte el aroma del ron,  las danzas de los Orishas y el destino  del abuelo Palacín anclado  en la memoria de sus nietos como una manera de eludir los sortilegios de la muerte.
 
Guillermo Gamba López
 
 
PDT: Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
 

 

jueves, 17 de marzo de 2016

Colegios, no correccionales



                                 Colegio  "José Antonio Galán "
                                                     Fotografía: Diario del Otún

Cada vez le escucho decir a un número creciente de padres de familia que inscriben a sus hijos en cursos de disciplinas deportivas o artísticas “para mantenerlos  ocupados y alejados  de los vicios”.
No entraré  a discutir sus evidentes buenas intenciones. Pero en  el fondo subyace una  percepción distorsionada de las cosas: una persona hace deporte o se ejercita en la interpretación del piano para mejorar sus aptitudes o ampliar la comprensión del mundo, fortaleciendo así la capacidad para actuar en él. Lo de apartarlos  de los vicios es  un  efecto benéfico colateral, no el objetivo principal.
En la misma dirección  parecieron apuntar las declaraciones del alcalde  de Pereira, Juan Pablo Gallo, durante su paso por  la Institución Educativa “Alfredo García” para dar inicio formal a la jornada única en  cuatro colegios públicos de la ciudad.
“Al estar nueve horas diarias  en el colegio nuestros muchachos se mantendrán alejados de los peligros de la calle” declaró ante un auditorio de estudiantes y maestros.

                                   El alcalde con los estudiantes
                                                         Fotografía : El Diario del Otún

Tampoco dudo de las buenas intenciones del mandatario local. Pero, como en el primer caso mencionado, en sus declaraciones se advierte una interpretación equívoca del espíritu de la jornada única. El objetivo del Ministerio de Educación al poner en marcha una jornada extendida apunta  a disminuir   el abismo existente entre la educación  pública y la privada, expresado en los bajos niveles de calidad de la primera con relación a la segunda.
Ese propósito se alcanza tomando como punto de partida unas óptimas  condiciones físicas de los establecimientos, de modo que  a los muchachos les resulte  grata la presencia allí. Bibliotecas, laboratorios, conexión a las redes de internet, campos deportivos  y áreas  para el encuentro y la recreación fuera del aula forman parte de esa estructura.
Después viene la parte humana: el aprovechamiento de esos elementos depende en buena medida de la presencia de  un cuerpo de profesores con alto nivel de formación, vocación para la enseñanza   y salarios  acordes con las exigencias y dignidad de su oficio.


Igual  importancia tienen la prestación  oportuna  y cualificada de los servicios de transporte y alimentación contemplados en el concepto de gratuidad, consignado en la Constitución política del país cuando define la educación como un derecho fundamental, asignándole al Estado responsabilidades concretas en ese  campo.
De la convergencia de  los anteriores elementos y, por supuesto, del aporte de padres de familia y estudiantes, depende que  se empiecen a resolver las deficiencias en campos del conocimiento tan esenciales como el lenguaje, las matemáticas, las ciencias sociales, la filosofía y la física, expresados en los malos resultados obtenidos en las pruebas de estado y en las evaluaciones adelantadas a nivel internacional.
“Nuestros estudiantes  no comprenden lo que leen. En esa medida no son capaces de  elaborar conceptos y expresarlos a través del lenguaje oral o escrito”, dicen, a modo de resumen, las mencionadas evaluaciones.
Para empezar a resolver ese problema se creó la jornada única en los colegios públicos de Colombia. Si, de paso, se  evita que los muchachos caigan a edad temprana en las redes de las drogas o la prostitución, esa será una ganancia adicional. Pero reducir el objetivo  a esto último implica renunciar de  entrada  al conocimiento como agente liberador y, por lo tanto, fundamental para formar personas autónomas, capaces de tomar decisiones  pensadas y  de intervenir en el destino de su  sociedad.
De esa manera, los colegios pueden  funcionar como auténticos centros educativos y no como  correccionales. Estamos justo a tiempo de corregir ese errático discurso.