martes, 28 de junio de 2022

Crónica: Apía o las formas del viento




Viajes de ida y vuelta

A mediados de los años noventa del siglo anterior, un profesor de estas tierras llamado  Francisco Alzate, conocido por sus contertulios como Pacho, así a secas, y que más tarde sería alcalde del  municipio,  puso en marcha un programa de bachillerato rural alimentado con un sueño: desarrollar en los muchachos destrezas que les permitieran seguir conectados al campo de sus mayores. La idea era mitigar en lo posible el éxodo de las nuevas generaciones hacia otros  lugares del país  o del mundo.

Eran los días de la emigración hacia España, la nueva tierra de promisión alentada con el dinamismo del sector turístico y de la construcción en ese país. Durante diez años esos andariegos enviaron remesas a manos llenas, que permitieron pagar las deudas de los  padres y animar  sectores de la economía local como el comercio, los restaurantes y los sitios nocturnos.

Pero un día la economía española reventó como una pompa de jabón. Muchos de esos andariegos volvieron a casa y trataron de hacerse a un lugar  en las viejas fincas, la mayoría de ellas en decadencia.

Entonces descubrieron que en la prisa por la partida habían cortado sus propias raíces.

Fue así como aprendieron el sentido de aquellos versos del  juglar argentino Facundo Cabral: “No soy de aquí/ ni soy de allá”.

Esos andariegos eran los nietos y bisnietos de los colonos antioqueños que llegaron bordeando la cordillera y se asentaron sobre una ladera azotada por los vientos, en la que plantaron en principio maíz, yuca, y fríjoles, la base de una dieta que complementaban con las gallinas y los cerdos criados en el corral.

Cuentan los cronistas que José María Marín y María Encarnación Marín pisaron tierras de los indios apías en 1883.  Luego llegarían Julián  Ortiz y su esposa Juliana Aguirre. A ellos se sumaron Saturnino Marín, José María Ledesma,  Carmelo Marín, Rafael Álvarez y Urbano Osorio.

Así que los hombres y mujeres que un día alzaron vuelo y se radicaron en Pereira, Manizales, Cali, Medellín y Bogotá  para partir más tarde hacia lugares tan remotos como Nueva York, Madrid, Londres, Roma o Tokio ya llevaban en las venas el germen de la errancia.

El culo inquieto tan caro a las historias de fundaciones y colonización.

Las noticias sobre  la buena fortuna de los primeros  colonos no tardaron  en atraer racimos de familias que se desgranaron desde pueblos de Antioquia como Fredonia, Venecia, Salgar, Jardín, Andes y Jericó. Eran ramificaciones de los clanes que se desplegaron hasta los límites con el Chocó y fundaron poblaciones como Mistrató, adentrándose hacia Puerto de Oro en busca de las  minas  que en los relatos de los  narradores orales aparecían  y se desvanecían entre la historia y la leyenda.



Para regar las tierras los primeros fundadores contaban con las aguas de los ríos  Apía, San Rafael y Guarne, alimentados por  quebradas y riachuelos que bajaban desde las montañas  facilitando la multiplicación de animales para la caza  que llegaban a abrevar en ellos. La Mecenia, La bruja, La María y La soledad destacaban por lo sugestivo de sus nombres.

Para ayudarse a sobrevivir los colonos se acompañaban de escopetas y perros de caza que serían la pesadilla de los ambientalistas modernos. Guaguas, cusumbos,  dantas, armadillos y pájaros de gran tamaño sucumbían a su paso.

Lo que por esos días era un coto de caza con licencia para disparar, constituye hoy un complejo ecológico protegido como patrimonio, integrado entre otros por los parques Tatamá, Agualinda y La María. De ese circuito visitado cada vez más por los turistas forman parte la Granja Vinícola San Isidro, las minas de magnesio San  Antonio, las cascadas de La Popa, la Laguna de Morro Azul y el Valle del río Mapa.

Entre poetas, maestros, curas, músicos y trovadores

“Mi  mamá  Rosenda nos contaba que la lectura de poesía  era parte obligada  de las clases en el Colegio de la Sagrada Familia en Apía”, dice   Aura Rosa, una octogenaria oriunda de Anserma, Caldas, cuya madre fue enviada a  en su juventud  a cursar estudios en  ese internado que para la segunda década del siglo XX era  uno de los de mayor prestigio en la región.

Fundado el 27 de agosto de 1913, el colegio se fortaleció  por los días en que los liberales libraban batallas  jurídicas por acabar con el control del clero sobre la educación.



Pensionada como profesora de primaria, Aura Rosa recita de memoria  versos enteros de Amado Nervo, de José Santos Chocano, de Rubén Darío y de Gabriela Mistral. Entre los colombianos, le encantan esos versos de Eduardo  Carranza que dicen así: “Todo está bien/ bajo el azul del cielo/ salvo mi corazón /todo está  bien”. Sentada en el viejo patio de una casa en el barrio Providencia de Pereira hilvana, una a una, las cuentas de un bien conservado rosario de recuerdos heredados de su  madre.

 “Mi mamá llegó a Apía en 1920 a estudiar como interna en el colegio de La sagrada  Familia, una construcción que a pesar de  estar clasificada como patrimonio arquitectónico y cultural hoy amenaza ruina. De allí salió para casarse con mi papá Alejandrino, que bajaba cada quince días a rondarla cuando las dejaban salir en sus tardes libres a dar vueltas en el parque. Era tan terco mi viejo, que de esa unión nacimos diecisiete hijos, todos bendecidos por la iglesia, eso sí.

“Cuando, ya mayores, nos reuníamos en la casa  paterna  en navidad o el Día de la Madre o del Padre alrededor de una olla enorme de sancocho, mamá Rosenda siempre evocaba los tiempos de Apía como los más felices de su vida. Y siempre volvía al claustro de la Sagrada Familia. Decía que, aparte de la orientación religiosa, allí le habían inculcado el respeto por la cultura, por la música, por la poesía. En esos tiempos  era obligatoria  la lectura de poesía en las clases. Tal vez por eso esas personas redactaban las cartas que enviaban a sus casas con un estilo que todavía hoy produce admiración, sobre todo  con los horrores de ortografía que uno ve en el correo electrónico”.

Pero no solo era el colegio. En 1952, en plena violencia liberal conservadora, llegó a Apía una organización que muy punto se convirtió en un alivio para sus habitantes en medio de las tribulaciones que vivían. Para esa época funcionaba en Apía una institución de formación musical  cuyo prestigio tuvo alcance nacional. 



Se trataba del  Orfeón Antioqueño, dirigido por el maestro José María Bravo Márquez. Fue así como el maestro Rubo, el más destacado músico de la localidad, tomó la iniciativa de conformar una agrupación coral, siguiendo las pautas dejadas por   Bravo Márquez. En 1953  el maestro Rubo fue llamado   a conformar y dirigir la primera banda municipal. Con el tiempo, el pueblo alcanzó tal prestigio  en el campo musical que hasta allí llegaban personas provenientes de ciudades como Ibagué, para la época ya bautizada y conocida como la Ciudad Musical de Colombia.

De esa dimensión  era la estela dejada por el Orfeón Antioqueño.

Como contracara de ese dinamismo creador, la iglesia católica hacía sentir  su poder desde los púlpitos, tal como aconteció en todo el territorio nacional. Doña  Rosenda les contaba a sus hijos cómo  los sacerdotes lanzaban sus dardos  contra esos guerreros liberales seguidores de Rafael Uribe  Uribe, que subían por las montañas y se refugiaban en el vecindario, seguros de que así se pondrían a salvo de las venganzas heredadas en viejas guerras.

Qué venían a sembrar el pecado y la duda entre los habitantes, decía doña Rosenda que clamaban los curas.

En 2018 La casa de la cultura de Apía es un hervidero de niños, jóvenes y personas mayores que van y vienen en medio de sonidos de clarinetes, tambores, flautas y guitarras. Unos humedecen el pincel y se lanzan a recrear las montañas que, allá al fondo, parecen flotar en medio de la neblina. Otros amasan el barro y le sacan de las entrañas la silueta  de una ninfa o de la mismísima Patasola, una de las leyendas recurrentes en la zona. En sectores como  Rioarriba todavía se escuchan relatos de hombres y mujeres aterrorizados por su repentina  aparición en medio del bosque.

Dos de los responsables de toda esa vitalidad artística y cultural son los hermanos  Carlos  Fernando y Francisco Javier  López Naranjo. Músico el primero y poeta el segundo, sus vidas se entrelazan con la historia cultural de Apía  en el último medio siglo.



Las formas del viento

Cuenta la leyenda- no confirmada, como toda leyenda  que se respete- que Eric Burdon, Grace Slick y Arturo Astudillo- este último en representación del rock vernáculo,- estuvieron de visita en Apía en un agosto venturoso de  1967. Dice esa misma leyenda que los tres músicos treparon por una carretera destapada en una noche  sin luna. Agazapados y protegidos por la oscuridad se despacharon con los acordes de sus guitarras eléctricas y con el susurro de la voz cadenciosa de la Slick, que a esa hora se confundía con las ventiscas heladas que bajaban de las montañas.

Dicen, porque siempre hay alguien que dice y otro alguien que lo confirma o lo desmiente, que los músicos llegaron camuflados  en una maleta llena de discos de acetato en 33 revoluciones por minuto. Viajaron en la caja de carga de un destartalado bus de Flota Occidental que hacía su recorrido desde Pereira por una carretera polvorienta. 

                                       Carlos Fernando López Naranjo


Desde ese día los oídos de los parroquianos tuvieron que adaptarse a otros sonidos, acostumbrados como estaban a  los cantos del Ave María  en las madrugadas y a los lamentos de El caballero Gaucho en la alta noche, presidiendo con su voz  aguardientosa  las veladas donde los meros machos del pueblo  dirimían a machetazo limpio viejos pleitos de cama.

Cuenta la misma  leyenda que el destinatario de ese alijo de música fue un casi niño llamado  Carlos  Fernando López Naranjo,  vástago- así les decían: vástagos- de una familia de músicos y trovadores que plantó en Apía las semillas de una suerte de sueño sicodélico que hoy se llama Corporación Cultural Rock al Viento y cada año convoca a músicos  y melómanos de lugares  distantes dentro y fuera del país.

Quedan avisados: en Apía las leyendas no se relacionan solo con los antiguos  cuentos de La Patasola, La Llorona  o  El Mohán.

Cuando arrecian los vientos en este pueblo los personajes de las leyendas van por las calles tocando la batería, la flauta traversa, el bajo y la guitarra eléctrica.



Cuando hierve la sangre

Por supuesto, no siempre las cosas  han  tenido un tono alegre aquí.  Igual que en los restantes municipios de Risaralda, las violencias han dejado su rastro de sangre en este territorio. Aquí llegaron viejos combatientes de la  Guerra de los Mil días, habituados al lenguaje de la pólvora y el machete.  Tres décadas más tarde, los caciques liberales y conservadores agitaron sus trapos azules y rojos, sembrando la discordia entre hombres que hasta ese momento habían sido compadres.

De venganza en venganza, los apianos  vivieron su propia experiencia del dolor.  Uno de esos hijos, del que nadie se acuerda, un descendiente de caucanos de apellido  Robles, escapó por un pelo de  ser decapitado en  una incursión de chusmeros. Fue tanto el susto  por el ataque y tanta la emoción de sentirse vivo, que no paró de correr con su hijo entre los brazos hasta que llegó a Buenaventura, donde se enroló en un buque de la Flota Mercante Gran Colombiana que partía hacia las antípodas. En las Filipinas, un país donde hablan español porque hasta allí llegaron las avanzadas  de ese imperio durante sus tiempos de gloria, le pagó a un traficante de pasaportes para que le consiguiera documentos de esa nacionalidad. Desde ese día el hombre y. su hijo fueron filipinos. 

“Aquí descansan  Los Robles”, dicen que se leía en la tumba de un pequeño cementerio en una provincia filipina llamada Batuangas. La historia la contó Francisco Rico, un marinero oriundo de   Fredonia que le dio varias veces la vuelta al mundo y se topó con ese escueto epitafio que le confirmó de golpe el carácter  errante de sus compatriotas.

El problema  es  que cada vez que Rico lo contaba, el señor Robles escapaba con su hijo, en iguales circunstancias, de los municipios  de  Belén de Umbría, Apía  o Santuario. 

Al menos eso aseguraban sus detractores. Efectos de tanto Whisky, añadían.

En cualquier caso, los años pasaron y, en lugar de  menguar, el horror encarnó en otros rostros y nombres. En los ochenta llegaron los muertos del narcotráfico, de la guerrilla y de los paramilitares. Las montañas que conducen hacia el Chocó constituían un buen escondrijo y los caminos volvieron a llenarse de pavores.

Las antiguas historias que hablaban de exterminios   entre familias cobraron nuevas formas en esos días aciagos.

Fue entonces cuando el éxodo  tomó nuevos rumbos. Otros hijos  de Apía, en  cualquier caso más reales que Los Robles, fueron a parar a  barriadas de Madrid, Valencia, Barcelona y Las Baleares. La relación entre Colombia y España experimentó un nuevo reflujo de la marea.

Fue  por esos días cuando el profesor Pacho Alzate empezó a hablar de su bachillerato rural.

“A ver si nuestros hijos encuentran un buen motivo para quedarse en casa”, repetía ante una multitud de oídos sordos.




 Un café muy amargo

Sentado frente a un trago doble de aguardiente, don Gildardo  medita en su suerte. Bisnieto, nieto e hijo de caficultores,  intenta sacar adelante una finca de  veinte cuadras de tierra en la ruta que conduce hacia Viterbo y Belén de Umbría.  Con Libia, su mujer, engendró  siete hijos. Cuatro de ellos viven en el exterior y los tres restantes se afincaron en  Cali y Bogotá.

“Todos se fueron en los tiempos en que Pacho Alzate  luchaba con su cuento del bachillerato rural, dizque  para que los muchachos no se fueran  de  aquí. Por lo menos a los míos  les entró por un oído y les salió por el otro.  Aunque siempre trataron de sacarnos de la finca, mi mujer y yo nos resistimos: lo  nuestro es la tierra y nada tenemos que  hacer en la ciudad. Aquí por lo menos uno suelta la semilla y a la vuelta de unos meses le está dando la comida. En las ciudades a uno le toca pagar una fortuna por un pedazo de yuca ¿No ve?”

 Son las tres de la tarde. El viento pega fuerte y hace volar los sombreros de los parroquianos que cruzan la plaza como quien atraviesa un navío de proa a popa.

Mientras los ve pasar, don Gildardo apura otro trago de aguardiente mientras acosa a sus compañeros de tertulia, a ver quién  puede explicarle qué es  eso del Paisaje Cultural Cafetero.

“Por si las moscas”, dice. Y se va en busca del jeep Willys que  lo conducirá de regreso a su  parcela.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

https://www.youtube.com/watch?v=OMdBdMHR3VI

viernes, 24 de junio de 2022

Libro de visitas








LIBRO DE VISITAS


Pronto aprendemos una verdad:


el  dolor y la pesadumbre son intransferibles


son nuestra corona de espinas


cada quien  tiene la suya


a la medida de su frente.



Podemos compartir el pan y el vino


sentados a la mesa con los camaradas


pero no podemos compartir


el pan y el vino ausentes.



La alegría pero no el dolor.



La alegría es de todos


 el dolor es sólo nuestro.





        Por eso los rituales de condolencia


         son falsos:


       pura cuestión de utilería.



           Así que, te ruego amigo mío,



          No firmes el libro de visitas.



Pereira, junio de 2O22


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=6s9M-52fRGU

jueves, 16 de junio de 2022

Todas las lágrimas





Cuando uno lee la historia de Colombia, su  primera conclusión es que ni todas las lágrimas alcanzan para llorar tantos muertos. El nuestro  ha sido un camino sembrado  de sangre y dolor, cuya estela  pervive  tanto en los individuos como en  la obra de músicos, escritores, pintores y cultivadores de la tradición oral.

En el caso de la literatura, ese rastro  puede seguirse a través de crónicas, cuentos, novelas, poemas y ensayos que de distintas formas dan cuenta de las secuelas de la tragedia en nuestra manera de vivir y de relacionarnos con el mundo.

En los poemas de Álvaro Mutis y Juan Manuel Roca, en las crónicas de Alfredo Molano, Juan José Hoyos,  Germán Castro, Alberto Salcedo y Carlos Sánchez Ocampo resuenan los ecos del llanto colectivo. Al lado de ellos, los escritores de ficción nos han legado un conjunto de obras que nos permiten mirar de frente las honduras del horror. De El día del odio de Osorio Lizarazo a La mala hora de García Márquez y Cóndores no entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeázabal; de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón  de Albalucía Ángel a El laberinto de las secretas angustias de Rigoberto Gil Montoya; de Los ejércitos de Evelio Rosero a Camposanto de Marcela Villegas,  los narradores  han sabido recrear  esa atmósfera que respiramos desde niños como si  fuera algo natural.

Unos se ocuparon de la violencia  entre liberales y conservadores; otros de la irrupción de las guerrillas como  expresión del descontento campesino; otros del papel del narcotráfico en la sociedad y los más recientes de dramas no menos dolorosos  como  la desaparición forzosa y  los asesinatos de civiles perpetrados por el ejército colombiano con el fin de hacerlos aparecer como guerrilleros muertos en combate.




A esta última categoría  pertenece la novela  Cada oscura tumba, del narrador, poeta y ensayista Octavio Escobar Giraldo (Manizales,1962), publicada por la editorial Seix Barral en abril de 2O22.

De entrada, en el primer párrafo ( página 11), el narrador deja claro lo que serán la forma y el contenido de la historia:

“ Siempre le gustaron los disfraces, por eso está tan emocionado con el juego que propuso Jefferson. No le molestan las voces que lo apuran, ni desnudarse en un galpón que huele mal, lleno de grandes bolsas de abono. Le molesta no hallar un mueble limpio en donde poner la ropa que se está quitando. Su mamá le enseñó a ser organizado, y en la casa, a la que no ha vuelto porque le prometieron cien mil pesos solo por mover unos bultos de cemento y unas filas de ladrillos, siempre deja su ropa doblada sobre la cómoda- así le dice su hermana: la cómoda- que compraron en una promoción en Homecenter y que armaron con dificultad, poniendo mucha atención en los diagramas que él nunca entendió. Primero metieron los tarugos, unos deditos de aserrín, en los agujeros de la madera prensada, para después apretar los tornillos con las llaves que venían en la bolsa de plástico. Los tres hombres, que ya están disfrazados de soldados, le insisten en  que se cambie rápido,  y trata de colgar su camisa en un clavo que sobresale de la pared de tablones, pero se cae una y otra vez y el rapado se acerca y lo empuja y le dice que se deje de maricadas”.

Así, como en los juegos previos a las fiestas de disfraces, las víctimas  van al matadero. Para enfatizar el contraste, la descripción de  los hábitos domésticos nos habla de un mundo de seguridad y rutinas  que   empieza a quedar atrás. En poco tiempo, la vida de  asesinos y víctimas se precipita  por ese despeñadero tan conocido por quienes  nos  sentamos frente a la pantalla del televisor y presenciamos la pesadilla nacional como si se tratara del nuevo capítulo de un seriado de acción.




Una de esas víctimas es  Ánderson, un joven  retrasado mental devoto del Independiente Santafe, que será presentado por las autoridades ante los medios como el jefe de finanzas  de un frente de las Farc en Santander. Ningún periodista se fija- o no quiere fijarse- en que los uniformes de los muertos están nuevos  o que las botas les quedan chicas. De ese tamaño pueden ser el miedo o el servilismo. Que más da : en ambos casos los caminos conducen a un silencio cómplice o, peor aún, a un laberinto de eufemismos, esos predecesores del lenguaje hipócrita de la corrección  política heredados de la corona española y reinventados por el poder imperial par exorcizar sus culpas.

Más tarde, cuando se empiecen a descorrer los velos de la farsa, esos mismos medios y periodistas  repetirán  hasta la saciedad la  sibilina expresión falsos positivos, para no abordar  de frente el hecho de que están ante una serie de asesinatos cometidos por agentes del Estado Colombiano, en cumplimiento de las políticas de otro engendro bautizado como Seguridad  Democrática.

 En el más amplio  sentido de la expresión, aparte de estar muy bien escrita,  Cada oscura  tumba es una novela política de principio a fin. De ahí la contundencia de su tono narrativo: claro, preciso y directo.  No podía ser de otra manera: las pesadillas no admiten metáforas.

Guiados por el narrador , nos adentramos en el tortuoso  camino de esas vidas unidas por el dolor y la necesidad de justicia. En el recorrido, Melva Lucy, hermana de Ánderson y empleada de una cafetería bogotana frecuentada por hombres de turbio pasado, se cruzará con  Gabriel Álvarez Cuadrado, un abogado convencido de  que  el camino de la justicia solo puede transitarse armado de los preceptos clásicos del derecho. Por esa razón algunos de sus compañeros, menos ortodoxos y más pragmáticos, lo consideran un idealista. Para ellos, el nombre de  su oficina de abogados, El Zarzo, más que  a la ubicación del local,  alude a que su colega está algo loco o “ caído del zarzo”, evocando la expresión coloquial.  De despacho en despacho, sobrellevando los obstáculos de que está hecha la burocracia  oficial, Melva Lucy y Cuadrado- así le gusta que lo llamen-  persisten y avanzan con exasperante lentitud por una senda que en  el abogado acrecienta su sentido del deber, en tanto Melva Lucy siente  que cada negativa y cada trámite  ahondan el pozo de su desdicha.

Mientras persisten en su lucha, los dos intentan- cada uno por su lado- experimentar algo que se parezca al amor y les brinde alguna forma de sosiego. De hecho, el abogado anda  saliendo  de su relación con una mujer de nombre Consuelo. Caprichoso o no, el nombre nos ayuda a comprender la honda soledad y el desamparo de unos personajes que luchan por devolverle a su vida algo de sentido, si es que lo tuvo alguna vez.




Por su lado, la muchacha se embarca en  una relación- aunque no es la palabra precisa para designar lo que los une- con Ignacio, un cliente de Heidi, la cafetería donde trabaja. Con el paso de los días descubrirá que el hombre también es parte del entramado de violencias de  esta historia : a su lado , trocará  su necesidad de justicia por  una vieja conocida del corazón humano: la venganza. Como vemos, a esta altura del camino la novela nos acerca cada vez más a Shakespeare. Lo suyo es , a su manera,  un relato de ruido y furor.


En su momento Ignacio  oprime el gatillo contra Triple Jota, el hombre que  organizó el asesinato de Ánderson y de otros jóvenes que corrieron igual suerte: el  conocido hilillo de sangre que aterroriza a Úrsula Iguarán en su casona de Macondo ha vuelto a su fuente primordial.

En la página 216 de la novela, a propósito  de la muerte de Triple Jota, un diálogo entre Cuadrado y Rosales- un abogado alcohólico que   un día si y otro también se asoma al agujero negro  de sus propios desastres- expresa con certeza ese estado de cosas: “ (…)  en este país un solo muerto no hace verano. Hasta para el triste concepto de masacre somos muy exigentes (…)”.

 “ Un solo muerto no hace verano”. Lo que parece la simple paráfrasis de un viejo refrán es en realidad una certera fotografía de nuestras muchas formas de indolencia : nos acostumbramos tanto a la muerte  violenta de los otros y hasta de la  posibilidad de la propia que un asesinato de más o de menos es a duras penas un asunto de estadística.

Peor aún: nos volvimos cínicos.  Ese cinismo es alimentado todo  el tiempo por los medios. Citando a su amigo Marcelo Bitetti, un abogado argentino defensor de los derechos humanos que trabaja con las Madres de Plaza de Mayo, y a quien conoció durante un viaje a Buenos Aires, le cuenta a Paula Cristina, la mujer de la que Cuadrado quisiera  enamorarse :

“ Es un gran ser humano. Muy fumador. – lo habían impresionado los dientes manchados, fáciles para la sonrisa, enmarcados por labios delgados y una barba casi toda  negra, que contrastaba con la cabellera encanecida por la edad  y los peluqueros. Cuando comentaban la obsesión de Rosales con los genocidios que no trascienden, le contó que un amigo suyo, José Wilson, muy ideático fue la expresión que usó, decía que eso se debía a la sensualidad de los medios y le explicó que Vietnam era el ejemplo perfecto: en dieciséis años murieron en esa guerra menos de sesenta mil norteamericanos y más de un millón de vietnamitas y la gran tragedia es la de los Estados Unidos.”

Otra vez los números : como si las estadísticas pudieran definir la realidad cuando, en últimas, la limitan y  encogen.

¿ Cuántas personas murieron  en la Guerra de los Mil días? ¿ En la Violencia  liberal-conservadora? ¿ En la lucha armada de las guerrillas? ¿ En el exterminio perpetrado por los paramilitares y sus aliados en el Estado? ¿ En  el delirio de  los narcotraficantes?

Al final, es  como si todo se redujera a una contabilidad de muertos.

De ahí la importancia de la poesía, la crónica, el cuento, el ensayo, la  novela: cada uno a su modo  nos acerca al rostro de los protagonistas- víctimas y victimarios, si tal división es posible- a los latidos de su corazón, al odio, el miedo , la venganza  o el perdón agazapados en su sangre. A la irrepetible aventura de todos los días.

 Por eso, Cada oscura tumba empieza a ocupar su lugar en una saga de narraciones que nos ayudan a comprendernos mejor. A despojarnos de maniqueísmos, como única manera de ingresar sin prevenciones a ese terreno de luces y sombras que es toda vida humana. Para muestra, la descripción que nos  brinda el narrador sobre las emociones de Melva Lucy, después de la repentina muerte de Ignacio, apenas unas horas después de que este acribillara a Triple Jota  cerca a la casa donde se refugiaba en un pueblo ardiente  del Magdalena Medio colombiano llamado Aguasblancas:

“ Melva Lucy pensó en salir corriendo, en tomar el Transmilenio hacia su casa y olvidarse de lo que estaba sucediendo. Pero don Ignacio no merecía ese desprecio. Cuando asesinaron a Ánderson, su padre afrontó un trámite tras otro con una entereza que sorprendió a propios  y extraños. Ivonne le ayudó con una expresión de tristeza que parecía predecir lo que le iba a pasar a Duván, y algunos de los muchachos se acercaron al velorio con uniformes del Santafe y uno o dos con traje y corbata. Después no faltaron los que se dedicaron a beber y  madrearon al ejército. Dos de las cajeras del supermercado pasaron al final de sus turnos y dejaron un ramo de flores. Ella se concentró en evitar que su madre se enloqueciera y enloqueciera a los demás, y en cuidarle los episodios de asfixia y acompañarla en sus oraciones. Tuvo poco tiempo para llorar y lo hizo más en privado que en público y durante mucho tiempo.

Ahora no quería llorar”

Precarias y generosas formas de resistencia para un  país en el que todas las lágrimas  no alcanzan para llorar al   incontable número de muertos y mucho menos para aliviar los trazos de dolor  que deja su ausencia  en la vida de los sobrevivientes.

Esa es la parábola que alienta en las 255  páginas de esta hermosa y terrible novela de Octavio  Escobar Giraldo.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=EfilgfJIxjE

lunes, 13 de junio de 2022

Cápsulas para el insomnio IV

          



LVIII

Salir de la sala de cine después de ver otra película sobre apocalipsis atómicos… y el alivio de comprobar que el hombre  del carrito de perros calientes sigue inamovible en su esquina.


LIX

Alcanzar el mutismo del cero ¿ Puede aspirarse a  algo mejor?


LX

Contra la verborrea de los políticos no hay mejor conjuro que  escuchar el murmullo del viento jugando con las hojas.


LXI

El silencio es el único mantra perfecto.


LXII

Tic-tac, tic-tac, tic-tac, graznan los minutos mientras la nave del insomne va.


LXIII

La eternidad es un arpa en las manos de Dios.


LXIV

Los peregrinos del desamor añoran su corona de espinas.


LXV

Quien pretende ser original acaba por copiarse a sí mismo.


LXVI

Todos nuestros actos  son un perpetuo Dèjà vu.


LXVII

Los caminos del insomnio conducen al aforismo… o al onanismo.


LXVIII

Entre dioses y adioses se va la vida.


LXIX

Las virtuosas siempre han  envidiado a las putas.


LXX

Eres perfecta como un balón de  fútbol, le dijo el geómetra a la esfera.


LXXI

Inclúyeme, dijo el lenguaje incluyente  y salió dando un portazo.

LXXII

Hay quienes explican la risa como catarsis, conjuro o exorcismo. Los demás sólo sabemos reír.


LXXIII

Del amanecer al crepúsculo el caminante  colecciona aromas, sonidos, sabores,  colores, tersuras y asperezas.  Al final de la jornada le servirán para  poblar su lecho de silencios.


LXXIV

Un estadígrafo me explicó que, sumados desde el comienzo de los siglos, el número de muertos supera de lejos la cantidad de  quienes  estamos vivos en la actualidad. Como quien dice: el ser y el no ser son un asunto de contabilidad.


LXXV

Cuántos  escritores y columnistas de prensa se hacen fotografiar con la mano en el mentón,  en la pose de El pensador de Rodin: todos quieren parecer sabios.


LXXVI

 El líder vietnamita Ho- Chi- Minh aprendió una decena de idiomas  y recorrió medio mundo en procura de una cerilla. Buscaba luz y sólo consiguió incendiar a Indochina.


LXXVII

Ni siquiera el rock más feroz ha producido hasta ahora una canción que nos deje , por fin, desnudos y a la intemperie.


LXXVIII

Acercarse a los buenos libros como a animales indómitos e impredecibles.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=YXnj64o198A



miércoles, 1 de junio de 2022

El abuelito bueno y el alienígena



Como todo en la vida, la política es puesta en escena, representación de algo que nunca resulta visible: el entramado de las ambiciones y expectativas humanas, oscuro e impredecible como corresponde a los más insondables atavismos.

Con  el advenimiento de los medios masivos de comunicación, el político se convirtió en personaje de  un dramatizado,  capaz de calar  en las entrañas de la gente con facilidad digna del más truculento de los culebrones. Bastan un par de ejemplos: el matrimonio de J.F. Kennedy  y  Jacqueline, así como el   de Perón y Eva Duarte trascendieron los límites de la política y pasaron a ocupar un sitio en las radionovelas y en las revistas del corazón. Por sus connotaciones, la célebre relación, o mejor dicho, felación de Bill Clinton y Monica Lewinsky pertenece más bien al mercado apetecido y maldito de los videos porno.

La mutación no es un asunto  menor:  hasta finalizar la primera mitad del siglo XX, por inclinación propia o por imposiciones del oficio, los políticos y sus asesores tenían   que remitirse a los textos fundacionales de su actividad, de  La República de Platón y El Príncipe de Maquiavelo, hasta Marx, John Locke o Stuart Mill, dependiendo de las  filiaciones de cada quien.


Operado el salto, los programas de gobierno desaparecieron  y los pensadores fueron remplazados por libretistas, asesores de imagen, publicistas, genios del mercadeo y toda una legión de expertos dedicados a fabricar productos  para satisfacer los gustos- ya que no las ideas- de los electores. Y esos gustos a menudo deparan sorpresas:  después de todo, la “política es dinámica y cambiante”, según reza la frase acuñada por los mismos políticos para justificar sus volteretas y componendas .

Fue así como los colombianos nos despertamos un día frente a las pantallas de teléfonos, computadoras y televisores, presenciando el desarrollo de la fábula de El abuelito bueno y el alienígena.

O mejor dicho, la contienda electoral entre  Rodolfo Hernández y  Gustavo Petro. Y como en toda telenovela los  buenos lo son hasta la estulticia y los malos lo son hasta la perversidad, aquí estamos, con la capacidad de análisis paralizada y sometidos  a los designios de las pantallas.

Como si no se estuvieran decidiendo asuntos importantes de nuestras vidas.

Por supuesto, en el libreto, Hernández es el abuelito bueno al que los hombres veneran y  por el que todas las mujeres profesan un amor platónico. En cambio Petro … bueno… Petro es ÉL, y en  ese él con mayúsculas caben todas las formas del miedo y la descalificación a ultranza.  ¿ Han visto  y leído los carteles ubicados en grandes avenidas en los que se pide “ Votar  por cualquiera menos por ÉL”? Despojado de su nombre, queda reducido  a la condición de alienígena, de proscrito, de innombrable. El mensaje, por sí solo, atemoriza y predispone.

Como todos sabemos, el lenguaje funda  y modifica  la realidad, de modo que no estamos ante un asunto menor.

¿ Cómo llegamos hasta aquí? Bueno, me temo que tendríamos que remontarnos a los orígenes de la  especie y a las raíces del miedo como fuerza que paraliza y mueve a la vez. Pero estamos en  un blog.  Así que  sinteticemos.

En el principio fue el miedo



En el colmo de la simplificación, los  grandes medios colombianos repiten al unísono la misma cantilena : “El candidato Rodolfo Hernández sube como espuma sin más ayuda que las redes sociales”. Aparte de  fácil, la afirmación es tendenciosa. Para empezar, le adjudican su ascenso a una suerte de magia, de empatía entre el candidato que hace apenas dos meses era calificado en los corrillos y en los directorios políticos como “ ese viejo loco” y un electorado ávido de alternativas políticas distintas.

Dejemos de lado el hecho de que , a fin de cuentas , las redes sociales son apenas eso: un medio de comunicación rápido y efectista,  y por eso mismo bastante útil para sacarse de la nada fenómenos musicales, deportivos, artísticos y  políticos.  Pensemos nada más en el caso de Nayib Bukele, ese cruce entre yuppie, Youtuber y  estrella de cine convertido de la noche a la mañana en dictador mediático. No fueron las redes sociales: fue el miedo de los salvadoreños la fuerza que lo elevó a esa condición. Miedo a las pandillas, miedo a los vecinos, miedo a los narcos, pero sobre todo miedo a sí mismos: quien se siente incapaz de asumir su destino necesita  un redentor. Y si no lo encuentra se  lo inventa: esa es una de las claves del poder político aquí y en todas partes.


Así que no son las redes sociales sino el miedo a Petro lo que produjo  el ahora conocido como “ Fenómeno Rodolfo”,  que pasó de ser una sombra, un dato  menos que anecdótico a  convertirse en   el que se  se perfila como  aspirante más fuerte en la contienda  electoral.

El combustible para avivar ese miedo abunda:  la sola frase “ Democratización de la riqueza”, defendida en el mundo por empresarios, políticos, pensadores  y hasta magnates situados a años luz de cualquier pretensión comunista   o colectivista,  generó tanto pánico entre las élites colombianas que fue capaz de lograr en pocas horas lo que no  ha conseguido  la izquierda en toda su historia: formar un solo cuerpo en defensa de sus intereses. Poco después de conocerse los resultados de la primera vuelta electoral anunciaron  su respaldo al  “ viejito loco” de días atrás, en defensa- cómo no- de “ los altos intereses de la patria”. El resto de la leña es bien conocido. Conceptos tan vagos  y amañados como el  “ Castro chavismo” cobraron nuevos bríos  en la campaña, como si el líder cubano y el militar venezolano resucitaran de entre los muertos para aterrorizar a los biempensantes. Si a eso le sumamos los propios desaciertos de Petro y sus asesores, tenemos combustible de sobra para  incendiar- una vez más- el  país y el vecindario.

Volvamos a la inquietante frase del cartel mencionado atrás: “ Por cualquiera, menos por ÉL”. Esto se parece cada vez más a esas absurdas imágenes de los dibujos animados en los que el perseguido tiene   tres opciones: arrojarse por el abismo  situado a su izquierda,  por el ubicado  a su derecha o dejarse atrapar de su perseguidor. Mejor dicho: no tiene opciones. Por lo visto, la historia de El Corrrecaminos y el coyote tiene muchas cosas que enseñarnos.



El gran problema para los colombianos es que , a diferencia de Petro, reducido a ser ÉL, cualquiera ahora tiene nombre : Rodolfo Hernández. Y  hasta hoy, ese   candidato, salvo un  difuso y contradictorio discurso sobre la corrupción, no tiene un programa de gobierno.  Se lo van a armar sobre la marcha los dueños de los votos que lo llevarán al poder, empezando por Federico Gutiérrez, convertido de soberbio espadachín en humilde escudero, pasando por los despojos mortales del uribismo  y la izquierda vergonzante, hasta llegar a los pedigueños de siempre: César Gaviria,  Andrés Pastrana y todos los demás. Ustedes ya saben.

Durante los últimos meses he leído artículos de furibundos columnistas donde advierten que Colombia no puede dar un salto al vacío, refiriéndose a la propuesta política del candidato de  la izquierda. Extrañamente, como en los dibujos animados, por eludir un salto al vacío estamos a punto de dar otro  acaso más mortal.

Por lo pronto aquí seguimos,  atados al nuevo capítulo de El abuelito bueno y el alienígena.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=8UXKX8gQy88