jueves, 28 de septiembre de 2017

Lo que faltaba





“Echhheee, coñooo,  si me  arrimé hasta Buenoj Airej a visitar  a mis hermanoj loj Ejcorcia y a duraj penaj pude cruzar palabra con ellos. Todo por culpa de la miedddda esa del teletrabajo. Ese si ej el  último ejlabón de la ejclavitud”.

Mi vecino, el poeta Aranguren, estaba furioso, o “salido de la ropa” como decimos por estos pagos.

Ustedes saben que en la vida del poeta vengo a ser una suerte de pararrayos o un fusible en el que descarga sus desencuentros con el mundo, que no son pocos.

Y eso que pudo  ver a su amado Boca Juniors, embriagarse de pisco en la frontera peruana y aprender a bailar cumbia porteña en  los extramuros de la capital argentina.

Ah… y visitar Fuerte Apache, la barriada de su idolatrado Carlos Tévez, con el fervor del peregrino que llega a las puertas de  Santiago de Compostela.



Salió de viaje  a  comienzos de julio a bordo de uno de esos autobuses  que   atraviesan Suramérica desde  Venezuela hasta Chile y luego   cruzó los Andes hacia Argentina apretujado en una Van repleta de mochileros.

Uno de sus propósitos era reunirse con Álvaro Escorcia y su esposa Mariana, una pareja de publicistas barranquilleros  afincados en el cono sur desde el año 2010.

Mientras apurábamos sendas dosis de yerba  mate recién desempacada el hombre se  despachó con su relato.

“Miedddda, compadre,  si yo esperaba  pasar buena  parte del tiempo con Alvarito y su mujé,  actualijándono de notijia, y echándonoj al buche las  tres botellas de ron trejesquinaj que lej llevé.”

El cuento  es que los  Escorcia andan enganchados al teletrabajo, esa  sugestiva forma de la esclavitud basada en la creencia  de que usted dispone  de su tiempo y espacio como a bien tenga, en una  suerte de  materialización  de la libertad sin precio ni límites.



En realidad, salvo algunas sensatas excepciones, la cosa funciona al revés: en esa práctica se desdibujaron las fronteras entre la vida íntima y el lugar de trabajo.

A menudo la gente se despierta, hace ¡Click! Y no vuelve a tener noticia de  sí misma hasta que envía la siguiente entrega.

Mientras eso sucede puede pasar una jornada entera sin que los involucrados hayan visto la luz del sol, aunque sea a través de las persianas.

Al menos eso les pasa a los Escorcia en el relato enfurecido de Aranguren.




 Cuando se despertaba, sus compadres ya estaban pegados a las computadoras resolviendo preguntas y aclarando dudas a un invisible demandante (¿Jefe? ¿Patrón? ¿Dios?) que no cesaba de acosarlos desde el otro lado del parpadeo digital.

Vencido,  el poeta se echaba  a las calles apurando su copita de ron para combatir el frío y fijándose en la conversación de los  caminantes, por si identificaba algún acento familiar.

“Estos Escorcia ¿se echarán un buen polvo alguna  vez?” Era la pregunta recurrente cuando se movilizaba  a bordo de un autobús rumbo a Lomas de Zamora, a Morón , a Barracas o  a algún otro sector  del gran Buenos Aires, allí donde los anarquistas, los músicos y los futbolistas se dan silvestres.

“Te juramos que entregamos este trabajo y mañana si salimos a comer o dar una vuelta por ahí”, le decían en coro  sus anfitriones, mientras mordisqueaban una pizza recalentada y apuraban un vaso de Coca- Cola con hielo.



“Ni tienen tiempo para cebar el mate”, se decía un Aranguren desconcertado: él, que dispone de todo el tiempo del mundo para invertirlo a manos llenas  en jugosas conversaciones con sus vecinos.

De modo que, una semana después, el hombre dijo ya vuelvo y se encaminó a tomar el ferry hacia Montevideo, para emprender después una travesía que lo depositó en  Brasil, donde se sumó a una tropa de juglares de varias nacionalidades que incorporaron dos de sus poemas al repertorio y lo ayudaron  a curarse de  la fallida visita a sus paisanos costeños.

Y aquí está, acostado cuán largo es  en un despanzurrado  sofá de mi casa, maldiciendo en todas las jergas posibles a los que inventaron el teletrabajo.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 21 de septiembre de 2017

La imposibilidad de lo nuevo



                                              Horatio Caine



¿Cuál es el secreto para evitar tanto desastre? Le pregunta a Horatio Caine un  magnate  neoyorquino de vacaciones en Miami, atribulado por el rumbo errático de sus hijos,  dedicados a las drogas, la ruleta, las orgías y otros  juegos extremos.

Dejar de procrear, le responde sin dudar el  lúcido detective de la serie policial CSI Miami.

De inmediato uno piensa en Borges: “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”.

Y de Borges  se salta a Shakespeare, a san Agustín, a Chesterton, a Montaigne,  a Homero, al Antiguo Testamento.

Porque las dichas y tribulaciones de los humanos son eternas.



Ya lo sabemos: solo cambian la ropa, los objetos, la tecnología. Es decir: la utilería.

El corazón permanece anclado en su reino de luces y tinieblas.

Por eso  un escritor puede  ubicar su historia  en planetas remotos, pero no habrá salido de los límites  humanos, como bien lo muestra Ray Bradbury en su entrañable Crónicas Marcianas.

Al igual que  Mac Taylor, su colega de Nueva York, la figura del detective Horatio echa raíces en  sus homólogos nacidos de la pluma de maestros como Raymond Chandler, Dashiell Hammett y Carroll John  Daly.

El más recordado de todos esos detectives es Philip Marlowe, encarnado en el cine por Humphrey Bogart.

Pero también están   Race Williams, Sam Spade y Nick Charles, todos movidos por una obsesión: no se proponen tanto descifrar  el acertijo del crimen como desvelar sus raíces más profundas.

Cínicos,  perspicaces, derrotados, solitarios, Marlowe  y sus iguales son menos policías que filósofos, entendida esta expresión como alguien que explora los meandros de  la condición humana.

                                                         Humphrey Bogart


Por eso Raymond Chandler tituló El simple arte de matar a uno de sus ensayos.

Antes de él, Shakespeare lo había ilustrado con profusión: la gente mata por tres motivos fundamentales:

Dinero, o cualquiera de las otras formas del poder que finalmente se traducen en dinero. Poder religioso, militar, cultural, político, familiar.

Celos. Es decir, sexo.

Y miedo. Sobre todo miedo a perder lo conseguido, generalmente a través de otros crímenes.

Es  la vieja historia de la humanidad a través de los siglos.

Por eso cuando uno lee  una novela policiaca o se sienta a ver una de estas buenas series de detectives siente  que asiste a algo muy antiguo y, al parecer, inmodificable.

De ahí  la imposibilidad  de lo nuevo en literatura y, por ese camino, en la vida toda.

                                              Raymond Chandler


En uno de los capítulos de la serie Horatio Caine  tuvo que habérselas con un viejo y conocido contubernio: dinero y sexo.  Una contribuyente en apuros decide pagarle con sus encantos a un funcionario de hacienda para que modifique su historial tributario.

Cuando  las autoridades  de hacienda y el marido de la dama lo descubren todo la cosa termina en crimen.

¿Les suena conocido?

A Horatio y su eficiente equipo de colaborares también y por eso resuelven el caso con relativa rapidez.

Sexo e impuestos, era el título del episodio.

Poder, sexo, miedo y muerte. Nada más.

Solo que cada ser humano  tiene  su propia manera de adentrarse en esos territorios.

Cambian los nombres, cambian los rostros, cambian los métodos. Lo humano permanece.

Por eso la  literatura y la vida son siempre como la primera vez, pero distinto.

Así se explica  que todo parezca nuevo y viejo a la vez.



De un siglo hacia acá  todo  se ha vuelto más sofisticado. Las formas de la seducción, las trampas de la especulación financiera, los delitos cibernéticos. Y sobre todo destacan la rapidez y la  simultaneidad. Las cosas parecen suceder al mismo tiempo y los criminales se desvanecen a una velocidad   que espanta.

Eso obliga a los detectives a echar mano de todos los recursos de la ciencia. Sus despachos  parecen el  laboratorio de una poderosa corporación.

Pero si  ustedes  prestan atención, esos hombres y mujeres no se fijan tanto en el rastro de sangre como en la historia  que éste  deja detrás: un ejecutivo que codicia los bienes de sus colegas, un industrial que quiere acabar con su competidor, un ciudadano que se llevó a la cama a la abandonada esposa del vecino, un adolescente hastiado de sus padres.

Dicho de otra manera: la vida de todos los días.

 Y esta se copia  a sí misma con una fidelidad tal que solo  así se entiende la imposibilidad de lo nuevo.

PDT: les comparto enlace a la  banda sonora de esta entrada

jueves, 14 de septiembre de 2017

El eterno adolescente








¿De qué adolecen los adolescentes?

Por estos días oriento un taller de crónica dirigido a jóvenes estudiantes de secundaria.

De modo que tengo que habérmelas con esa forma  del fuego líquido.

O, si ustedes quieren, con hormonas en permanente ebullición.

Lo bueno es que estos chicos contrajeron el virus de la lectura a edad temprana y, por lo tanto, están mejor dotados para asomarse al abismo y volver para contarlo.

Como los lectores de  otras generaciones, los  muchachos de hoy  frecuentan   a los autores que supieron conectar con las turbulencias, la perplejidad, los miedos y las ilusiones  de quienes abandonan el improbable paraíso de la niñez para adentrarse en las arenas movedizas de la juventud.



Salinger, Goethe, Sábato,  Hesse en la biblioteca universal  o Andrés Caicedo y Rafael Chaparro entre  los colombianos forman parte de sus autores de cabecera.

Aunque eso de “Arenas movedizas de la juventud” es un decir: en realidad no existe tierra firme entre  el nacimiento y la muerte.

A diferencia de  sus antepasados, estos chicos lo saben. Por eso miran a los adultos con desconfianza.

No es que no respeten a sus mayores. Es solo que intuyen su fragilidad y por eso no los consideran unos buenos guías.

                                                     Andrés Caicedo


Ellos saben que la seguridad de los adultos es mera apariencia: a medida que pasan los años no se hace nada distinto a acumular preguntas sin respuesta. Por eso se multiplican todos los días las sectas que ofrecen recetas  para eludir  las encrucijadas de la existencia.

Tanto si se trata de sexualidad, de amor,  de las relaciones con el poder ejercido por los adultos  o  de sus más secretos deseos, los viejos tópicos retornan  una y otra vez.

Uno de esos tópicos es el suicidio como solución existencial. Esa alternativa atraviesa  sus universos particulares: las revistas de cómics, las películas, el cancionero y las conversaciones  en las redes sociales.

Y estos lenguajes siempre contemplan la posibilidad de poner fin a la vida por su propia mano.

Los mundos del deporte, el arte, la música y la farándula son pródigos en ejemplos.

Es decir, aquellos que sucumbieron al canto de sirenas, al llamado del éxito mundano como única forma de  trascendencia son más proclives a este tipo de salidas.

Nadie está preparado para caer desde  tan arriba.



En cambio, los  eternos perdedores están siempre entrenados para lo peor. De modo que nada los toma por sorpresa.

Pero tranquilos. Salvo alguna excepción, para estos muchachos regodearse en la idea del suicidio es una forma de exorcizar  sus seducciones.

Como todos los mortales, independiente de la edad, ellos quieren vivir a tope el momento que atraviesan.

Lo mismo que sus iguales de otros tiempos se reunían en la esquina, jugaban fútbol en los potreros o  se escapaban a ver películas, ellos se sumergen en el parpadeo azulado de sus aparatos digitales.

Algunas veces regresan lúcidos. En otras la confusión los rodea como un manto.



Y no acaban de entender por  qué no uso teléfono móvil.

¿Cómo hace para vivir, entonces? Me preguntan en coro.

Pues  como vivía la gente hace veinte años: sin teléfono móvil. Los amantes furtivos concertaban sus citas, los médicos  atendían los llamados de sus pacientes y los comerciantes hacían sus negocios.

Al final, las dichas y los infortunios eran los mismos, les digo.

Solo consigo que me  escuchen con mayor escepticismo. Como una suerte de conspirador aún peor que sus   padres. Estos últimos al menos se esfuerzan  por parecer contemporáneos. Incluso se visten como sus hijos y tararean una que otra tonada de reguetón.

El eterno adolescente, desde Homero hasta nuestros días, sigue renovando su capacidad de fascinación. Ese aire entre desamparado y autosuficiente siempre será motivo de preocupación para los adultos.

Inquietos, los  más viejos nos miramos en ese espejo y creemos ver en su estupor una etapa ya superada.

Pero se trata de otra forma del escapismo: échenle una ojeada al mundo adulto y verán como las obsesiones, los temores y las ansiedades se acumulan. Solo que presentados de otra manera. O, a lo sumo, disfrazados detrás de una aparente seguridad apuntalada con tarjetas de crédito, fanfarronerías y juguetes caros.

Si se quiere, lo que llamamos sabiduría no es más que un desfile de hormonas fatigadas.

Hielo líquido.

PDT . Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada