“Echhheee, coñooo, si me arrimé hasta Buenoj Airej a visitar a mis hermanoj loj Ejcorcia y a duraj penaj
pude cruzar palabra con ellos. Todo por culpa de la miedddda esa del
teletrabajo. Ese si ej el último ejlabón
de la ejclavitud”.
Mi vecino, el poeta Aranguren,
estaba furioso, o “salido de la ropa” como decimos por estos pagos.
Ustedes saben que en la vida del
poeta vengo a ser una suerte de pararrayos o un fusible en el que descarga sus
desencuentros con el mundo, que no son pocos.
Y eso que pudo ver a su amado Boca Juniors, embriagarse de
pisco en la frontera peruana y aprender a bailar cumbia porteña en los extramuros de la capital argentina.
Ah… y visitar Fuerte Apache, la barriada de su
idolatrado Carlos Tévez, con el fervor del peregrino que llega a las puertas
de Santiago de Compostela.
Salió de viaje a
comienzos de julio a bordo de uno de esos autobuses que
atraviesan Suramérica desde
Venezuela hasta Chile y luego cruzó los Andes hacia Argentina apretujado en
una Van repleta de mochileros.
Uno de sus propósitos era
reunirse con Álvaro Escorcia y su esposa Mariana, una pareja de publicistas
barranquilleros afincados en el cono sur
desde el año 2010.
Mientras apurábamos sendas dosis
de yerba mate recién desempacada el
hombre se despachó con su relato.
“Miedddda, compadre, si yo
esperaba pasar buena parte del tiempo con Alvarito y su mujé, actualijándono de notijia, y echándonoj al
buche las tres botellas de ron
trejesquinaj que lej llevé.”
El cuento es que los
Escorcia andan enganchados al teletrabajo, esa sugestiva forma de la esclavitud basada en la
creencia de que usted dispone de su tiempo y espacio como a bien tenga, en
una suerte de materialización de la libertad sin precio ni límites.
En realidad, salvo algunas
sensatas excepciones, la cosa funciona al revés: en esa práctica se
desdibujaron las fronteras entre la vida íntima y el lugar de trabajo.
A menudo la gente se despierta,
hace ¡Click! Y no vuelve a tener noticia de
sí misma hasta que envía la siguiente entrega.
Mientras eso sucede puede pasar
una jornada entera sin que los involucrados hayan visto la luz del sol, aunque
sea a través de las persianas.
Al menos eso les pasa a los
Escorcia en el relato enfurecido de Aranguren.
Cuando se despertaba, sus
compadres ya estaban pegados a las computadoras resolviendo preguntas y
aclarando dudas a un invisible demandante (¿Jefe? ¿Patrón? ¿Dios?) que no
cesaba de acosarlos desde el otro lado del parpadeo digital.
Vencido, el poeta se echaba a las calles apurando su copita de ron para
combatir el frío y fijándose en la conversación de los caminantes, por si identificaba algún acento
familiar.
“Estos Escorcia ¿se echarán un buen polvo alguna vez?” Era la pregunta recurrente cuando
se movilizaba a bordo de un autobús
rumbo a Lomas de Zamora, a Morón , a Barracas o a algún otro
sector del gran Buenos Aires, allí donde
los anarquistas, los músicos y los futbolistas se dan silvestres.
“Te juramos que entregamos este trabajo y mañana si salimos a comer o
dar una vuelta por ahí”, le decían en coro
sus anfitriones, mientras mordisqueaban una pizza recalentada y apuraban
un vaso de Coca- Cola con hielo.
“Ni tienen tiempo para cebar el mate”, se decía un Aranguren
desconcertado: él, que dispone de todo el tiempo del mundo para invertirlo a
manos llenas en jugosas conversaciones
con sus vecinos.
De modo que, una semana después,
el hombre dijo ya vuelvo y se encaminó a tomar el ferry hacia Montevideo, para
emprender después una travesía que lo depositó en Brasil, donde se sumó a una tropa de juglares
de varias nacionalidades que incorporaron dos de sus poemas al repertorio y lo
ayudaron a curarse de la fallida visita a sus paisanos costeños.
Y aquí está, acostado cuán largo
es en un despanzurrado sofá de mi casa, maldiciendo en todas las
jergas posibles a los que inventaron el teletrabajo.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada