miércoles, 28 de agosto de 2013

Señora muerte que se va llevando






 Hoy quiero compartirles una crónica que llevaba un tiempo añejándose en mis archivos. No le he modificado fechas para conservar intacto el momento y el sentido.


                                                                                “Las células fermentadas destilan, como si fuera un vino, la muerte tangible del cuerpo. Los que siguen vivos deben beber ese vino” dice uno de los narradores de la novela  “El Grito  Silencioso” del escritor japonés Kenzoburo Oé. Nelson  Marulanda no sabe nada de literatura japonesa ni de ninguna otra procedencia, pero sus manos ágiles y minuciosas, acostumbradas a manipular proyectores de cine y  a reparar en cuestión de minutos los más sofisticados aparatos electrónicos, aprendieron con presteza a  preparar los cadáveres para que  en la ceremonia final de su existencia aparezcan bien presentados ante la mirada curiosa, atónita o de verdad dolida de sus  parientes y conocidos.
La gente  se sorprende al ver a un hombre tan joven dedicado  a un   oficio de estos. De hecho la mayoría prefiere imaginar un  viejo de mirada mórbida, manos temblorosas  y aliento alcohólico que, para acabar de completar, es capaz de narrar con auténtica satisfacción truculentas historias acerca de las cosas  que se le pueden ocurrir a un muerto.
De modo que cuando  se  encuentran por primera vez con este muchacho  que a los 26 años  ha vivido las experiencias de muchos tipos de sesenta, lo primero que se les ocurre es que el hombre les está  jugando una broma. Ni  su contextura gruesa, ni su sonrisa jovial, ni el brillo de sus ojos claros coinciden con la que para ellos  debe ser la apariencia física de una persona que  realiza el oficio de preparar cadáveres en las funerarias.
Formó  parte de la gigantesca ola de colombianos que llegaron a  España en la última década y supo del vértigo de los  bares de copas, de los códigos secretos de los bajos fondos y del lado oscuro de la opulencia y el derroche  en un país que no para de celebrar su ingreso al club de los nuevos ricos. Antes había sido  proyeccionista de cine en el teatro Comfamiliar, donde aprendió en esas historias de celuloide  que los límites entre la ficción y la realidad son una simple convención. También se ganó la vida instalando pasacintas y reparando los sistemas eléctricos  de los automóviles en un taller situado a una cuadra del coliseo  mayor. Pero justo en el intermedio de todas esas cosas, este hombre que se casó a los dieciseis años y fue padre a los diciesiete, tuvo  tiempo para aprender un oficio al que   la  mayor parte de la gente  le   sacaría el cuerpo, por necesitada que estuviese: el de recibir, limpiar, preparar , vestir y exponer a la constatación pública de su finitud a quienes, en términos  de un bromista, se olvidaron de respirar.
Para decepción de quienes todavía esperan una voz gutural y cavernosa, la suya se regodea en el relato, con  gran variedad de inflexiones  y pausas para darle mayor fluidez a la historia.Como aprendió  que la muerte es apenas  la otra cara de una moneda que puede caer por donde se le antoje, no hay dramatismo en su manera de contar las cosas. Apenas si una que otra digresión  para reflexionar  acerca del  mucho bien que les haría a los soberbios y presuntuosos acercarse de vez en cuando a una de esas habitaciones heladas y olorosas a formol, donde hombres como él se ganan la vida trabajando entre muertos.

                                                                    Nelson Marulanda
Lo mío fue pura curiosidad, algo que me atraía del asunto, de la misma manera como sentía inquietud por aprender cómo funcionaban los proyectores de cine, los televisores y los  equipos de sonido. Al fin  y al cabo el cuerpo humano es algo que funciona y en un momento determinado deja de hacerlo, ya sea porque se le dañó una pieza o de lo puro viejo, dice  en medio de una risotada franca mientras busca con la mirada la aprobación o el reproche de  sus interlocutores, al fin y al cabo acostumbrados a ver la muerte como algo que les sucede a otros menos afortunados.
Así que , picado por esa curiosidad, le pidió a un  amigo llamado Leonardo García , con larga experiencia en el medio, que le permitiera acompañarlo  durante  su jornada de trabajo en una de las funerarias de la ciudad. Leonardo, que adelantaba estudios de manera paralela a su actividad empíricase lo llevó entonces un fin de semana que estuvo especialmente movido en el lugar  y fue entonces  cuando empezó su recorrido por esos lugares asépticos, olorosos a desinfectante,  equipados con las más prosaicas herramientas de trabajo  y por completo ajenos a la teatralidad que rodea entre nosotros  a la rutina diaria de la muerte.
La verdad es que para mi fue lo más natural del mundo. No voy a negar que  la primera vez causa impresión, pero en general lo que impacta en ese trabajo es   descubrir lo indefensos que estamos los seres humanos: un golpe mal recibido por allí,  una gripa mal cuidada por allá, un enemigo en el lugar equivocado por aquí y adiós mundo cruel.
Sin embargo, lo suyo no es cinismo, ni mucho menos: es la  tranquila aceptación de las cosas por  parte  de quienes aprendieron pronto que la vida es un asunto prodigioso y simple a la vez. Como cuando relata la ocasión en que le correspondió recibir el cuerpo acribillado de un finquero que había pasado  varios meses secuestrado y lo único que se le ocurrió pensar en medio de tanto estropicio,  fue que sus botas Brahma  todavía le podían servir durante un buen tiempo al vendedor de dulces de la esquina.

Es curioso, pero la gente lo mira a uno como si fuera una ser de otro mundo.  Algo así como una especie de Doctor Frankesteín. Es una mezcla de respeto y miedo bien especial. Como será que si uno se descuida acaba creyéndose especial. Como un intermediario entre el mundo de los vivos y el de los muertos. De manera que mejor es olvidarse de esas cosas y concentrarse en hacer bien el trabajo, porque hay que ver la preocupación de la gente   para que sus muertos queden , si no bonitos, al menos presentables al público, porque eso es: un público que   se pone la mejor pinta para ir a chismosear al velorio. Fíjese en los tipos cómo escogen la corbata, mientras las mujeres hasta se van de compras para no hacer el oso de asistir con un vestido viejo. Pero bueno, creo que nos estamos saliendo del asunto. Les decía que pasado el primer día, la principal preocupación es convertirse en un profesional. Ocuparse del manejo adecuado de las herramientas para cercenar, serrar, drenar  y coser. Además hay que tener en cuenta cada detalle, incluyendo la vestimenta del difunto,  que su familia escoge de  acuerdo a lo  que más le gustaba en vida , llegando al extremo de comprarles ropa nueva: sé de hombres que se han ido de este mundo estrenando   de pies a cabeza. Esas son razones más que suficentes para entregarse al trabajo, con respeto pero también entendiendo que , como los médicos y las enfermeras, si uno se pone  a considerar  cada caso como un asunto personal, pues termina llorando  parejo con los dolientes y haciendo mal su tarea.



“Señora muerte/que se va llevando/todo lo bueno/ que en nosotros topa” escribió el poeta León de Greiff. Para ayudarle en su tarea, los hombres como Nelson Marulanda llevan consigo un maletín de herramientas  parecido  en algunas cosas al de una ejecutiva o al de una muchacha a punto de salir de rumba. Hay depiladores y cortaúñas, así como una profusión de polvos y cremas para el maquillaje. También se necesita mucho  hilo y agujas en cantidad. El resto, que no cabe en la valija, lo conforma esa parafernalia desprovista de toda sacralización, que por si sola podría ser el epitafio del rey de los escépticos. Muchos galones de  formol, paquetes de algodón, mangueras ,pegantes, guantes , tapabocas y trajes impermeables. Claro que  no todo es de ese color: para acompañar las largas noches de trabajo solitario, estos obreros del reino de Saturno siempre   llevan consigo una pequeña grabadora en la que escuchan noticias sobre los desastres y las vanaglorias del mundo o canciones  recién recordadas en sus estaciones de radio favoritas.
 Cuando uno vuelve al mundo de los vivos no deja de sentirse raro. Por eso lo mejor para retomar el orden es  una buena ronda de cervezas en compañía de algún amigo o de una muchacha. Claro que son más bien poquitas las que no se timbran cuando uno les cuenta en qué trabaja. De inmediato les da asco y acaban alejándose, como si uno también estuviera muerto. Pero como hay de todo en esta vida,  durante un tiempo estuve saliendo con una pelada que me acompañó una vez y como que le quedó gustando, porque se volvió mi acompañante de tiempo completo. No sólo me pasaba los instrumentos, si no que me ayudaba en cosas tan ásperas como la costura y el drenado. En todo caso si hay una cosa que no deja de llamarme la atención y es que mientras  a las mujeres los muertos parecen darles asco a los hombres les producen es miedo. Son ellos los que mas le preguntan a uno si nunca lo han asustado, si les han tirado de las patas o bobadas de esas. Yo que  he pasado buen tiempo entre ellos, puedo confirmarle una cosa: hay que tenerle miedo pero a los vivos.


Con su viaje a  España , en  el año 2000, interrumpió   el ejercicio  de lo que algunos llaman preparador a secas y los más elegantes denominan tanatólogo, aunque el significado de esta última palabra sugiere  otro tipo de aproximaciones a la muerte. Hoy, mientras realiza  trámites para  volver a ese país del que regresó acosado por la nostalgia, recuerda que durante ese tiempo aprendió muchas, tal vez demasiadas cosas sobre la condición humana, entre ellas la vanidad suprema, pero también sobre las pequeñas solidaridades de esos campesinos que en  medio de la montaña se acompañan en el dolor. Todavía  se sonríe cuando piensa en  la costumbre de poner un  recipiente con agua debajo del féretro, dizque para que  sea bebida por el ánima después de su largo recorrido deshaciendo los pasos. En todo caso, mientras guarda en el bolsillo una fotografía de su pequeña hija y de su joven mujer, no duda en afirmar que, de presentarse la oportunidad regresaría a  uno de esos salones fríos y olorosos a formol, donde pondría todo su empeño para hacer posible en el cuerpo de un viajero anónimo el sueño de los años sesentas condensado en la letra de una canción de rock and roll : “Vive rápido/muere joven/y serás un cadáver bien parecido”.

jueves, 22 de agosto de 2013

Muevan las industrias




Pedro Nel  cultivó durante más de medio siglo una pequeña parcela en los alrededores del Alto del Nudo, en el municipio de Dosquebradas. Con los frutos de esa tierra levantó media docena de hijos y catorce nietos. En compañía de dos hermanos llegó a la zona desplazado por la violencia entre liberales y conservadores  en la  localidad caldense de  Belálcazar. Corría el año de 1957 y el hoy llamado  “Municipio Industrial” era apenas un reguero de casas dispersas en un terreno perteneciente a Santa Rosa de  Cabal. Estaban  habitadas por familias de inmigrantes  llegados  al corregimiento atraídos por la presencia de nacientes empresas como Comestibles La Rosa y Paños Omnes, pioneras de la que más tarde sería toda una corriente estimulada por el dinamismo de los mercados nacionales, por la cercanía con localidades como Pereira, Armenia y Manizales, así como por su ubicación estratégica  en el centro del país y su  proximidad al puerto de Buenaventura,  en el mar Pacífico.
A pesar del rápido y desordenado crecimiento  urbanístico de Dosquebradas, Pedro Nel y muchas familias como la suya  siguieron disfrutando de relativa paz, interrumpida  solo por las esporádicas incursiones de malandrines dedicados al  robo en menor escala : llegaban, hurtaban  alguna cosa y rara vez   acudían  a la violencia.
 “La  verdadera tragedia empezó con la llegada de los constructores de urbanizaciones y condominios”, me dice  Pedro  Nel en  la cafetería donde nos citamos un sábado de  agosto al medio día. Con ochenta   años de edad tenía la esperanza de morirse tranquilo en su parcela, sin deberle  un peso a nadie y sin molestar al prójimo. Pero fue este último el que empezó el asedio. “Desde hace  unos ocho años empezamos  a recibir la visita de gente interesada en  comprar la tierra para construir”, afirma, y  en sus  ojos asoma una chispa de rabia  y desazón. Según él,  desde un principio dejó claro que no tenía interés alguno en vender. Fue entonces cuando empezaron a suceder cosas. En solo  seis meses  fueron víctimas de  dos asaltos a mano armada, en los que  fueron más el alboroto y la agresividad verbal que el monto de lo robado. Luego se hicieron frecuentes los daños en los servicios de agua y energía  eléctrica. Un tubo roto, un cable cortado y cosas así. También se volvió cosa común la desaparición de los animales domésticos. Iguales  cosas les sucedían a las familias vecinas. A  ese ritmo no tardaron en cundir el miedo y el desconcierto. Fue así como al menos doce familias acabaron vendiendo sus predios. Cuando se dieron cuenta estaban engrosando el grupo de personas que recorrían barrios  periféricos como Los Pinos, Galaxia, La Mariana, El Martillo, Camilo Torres, Los Alpes o Santiago Londoño, en busca de una casa para arrendar o comprar. De otra manera habían sido  víctimas de una forma de desplazamiento más sutil  pero no menos  dramático: la perpetrada por los urbanizadores dedicados a construir  condominios campestres  o suburbanos para estrato seis, en un municipio donde, curiosamente, no existe esa categoría.


Los nietos de esos viejos colonos  ya no tienen tierra para cultivar. Algunos recorren las calles con una carreta, ofreciendo los frutos  comprados a un intermediario: mangos, aguacates, naranjas, guanábanas. Lo que dicte el ritmo de las cosechas. Otros buscan trabajo en el mismo sector de la construcción que  les cambió la vida para siempre. Unos cuantos ya andan enrolados en las  pandillas que  crecen como hongos al ritmo del tráfico de drogas  a pequeña escala.  Por su lado,  las muchachas   se emplean en cafeterías  o  tiendas en condiciones que violan de principio a fin el código laboral. Las que ni siquiera contemplan esa opción ejercen la prostitución sin haber llegado siquiera a la adolescencia. Un día entre semana me reuní con dos de  ellas que  operan de manera abierta en la plaza cívica Ciudad Victoria. En un  día rentable  cada una puede reunirse cincuenta mil pesos para  comprarse ropa, teléfono móvil y ayudar a su familia.
Mientras eso sucede, la industria local sigue desapareciendo, a resultas de políticas erráticas y de la imposibilidad de competir con la avalancha de productos llegados de China. Sectores como la confección y el calzado, tradicionales generadores de empleo, libran una agónica batalla por sobrevivir. En el medio, las familias desplazadas por la expansión urbanística esperan algo más que discursos para que de verdad se muevan las industrias capaces de brindarles  opciones frente a las nuevas formas del destierro.

jueves, 15 de agosto de 2013

Lejos del mundanal ruido



                                                                          
                                                                Para M.V.H, sin más señas.

Aparte de ser el título de una película del norteamericano John Schlesinger fechada en 1967, la expresión lejos  del mundanal ruido obedece a una vieja  necesidad humana: la de hacer un alto en el trasegar entre la  multitud para reencontrarse con uno mismo, vale decir, con sus más secretos temores y anhelos, respondiendo de ese modo al antiguo consejo de los filósofos: “conócete a ti mismo”. Y conocer implica  ante todo hacerse preguntas a las que solo puede responder en solitario la persona que se piensa.  De allí la inutilidad de las fórmulas vendidas en serie por los autores de libros   y talleres de auto superación : solo yo puedo recorrer mi camino y emprender el aprendizaje del mundo con base en mis yerros y aciertos ¿o no se han fijado ustedes en la reiteración de la palabra cómo en todos esos textos y discursos? “ Cómo ganar amigos” , “Cómo volverse millonario”, “ Cómo conquistar a una mujer”, “Cómo ser feliz” y un catálogo infinito de fórmulas para lo  que carece de fórmula: la vida misma en tanto aventura individual aunque compartida.
Pensé en todo esto  después de contemplar la escena  en una de  mis caminatas dominicales por las montañas, en las que suelo ser testigo de acontecimientos bellos y tristes a la vez, como un zorro  gris desplazado por la expansión urbanística, por ejemplo. En este caso se trataba de otra cosa: cinco ciclistas ascendían a ritmo lento pero firme por una pendiente  veredal. Les faltaría un kilómetro  para el final de la cuesta cuando uno de ellos se detuvo de repente.  Hurgó en un pequeño maletín atado a su cintura  y extrajo un teléfono móvil.   En un principio intentó hacer   dos cosas  en simultáneo : conducir la bicicleta  y sostener la conversación. O  a lo mejor era al revés: conducir la conversación y sostener la bicicleta.  Desentendido de sus compañeros de aventura, el hombre se apeó de su vehículo y comenzó una discusión con  un interlocutor invisible pero bastante audible.  La disputa subió tanto de tono que no tardé en enterarme de sus detalles básicos.  Por lo visto, el frustrado escalador  era dueño o responsable de una distribuidora de materiales de construcción. Uno de sus proveedores incumplió la entrega y se generó  una cadena de insatisfacciones  traducida en este caso en un súbito ataque de cólera. El  tipo  enlazó una serie de insultos, su rostro se pintó de azul Prusia  y sin avisarles a sus cuatro camaradas emprendió la retirada cuesta abajo. Su  intento de situarse lejos del mundanal ruido, aunque fuera  durante el breve paraíso de una  mañana de domingo se había echado a perder.
Pudo no haber respondido,  pero lo hizo, atendiendo acaso a   un reflejo condicionado. Así andamos todos, atados  a una roca que, con fines tranquilizadores, optamos por llamar comodidad. En este caso, la “comodidad” de estar en contacto perpetuo  con el exterior le impidió a nuestro ciclista  ponerse por un momento a salvo de las tribulaciones del mundo... como si no dispusiera de toda la semana para angustiarse. El  motivo es indistinto : la llamada pudo provenir de  una esposa desconfiada, una amante desairada, un vendedor obsesivo, un vecino quejoso o un hijo controlador. El resultado final es el mismo : otro intento trunco de estar solo por un rato, o de dialogar con el propio yo, si  ustedes prefieren llamarlo así.
Sitiados por los llamados  de la publicidad, los asedios de la información,  el bombardeo del mercadeo y agobiados por nuestros propios miedos y ambiciones nos volcamos hacia el exterior como quien salta de un edificio en llamas. Centros comerciales, discotecas, balnearios, estadios, playas , terminales de transporte y aeropuertos  abren sus puertas para millones de peregrinos que van  y vienen en busca de un asidero para olvidarse de lo inútil de  sus afanes y sobre todo de su condición  perecedera y mortal. Compro, derrocho , vuelvo  comprar  y olvido así que el minuto pasado es irrecuperable. Giro al ritmo de una tonada electrónica y creo escamotearle a la muerte  unos segundos preciosos mientras esta hace su trabajo sin prisas ni pausas. Grito ¡Gol! Y ese mantra  parece  anular toda incertidumbre... hasta que el equipo contrario anota y  las cosas vuelven a su punto de partida.
De regreso volví a cruzarme con los ciclistas. Charlaban  con aire desprevenido, satisfechos de su breve pero impagable goce. Pero entre los cuatro  pedaleaba un vacío, una suerte de sombra que desde esa mañana  se  convirtió para mí en el símbolo de la incapacidad de los hombres de este tiempo para ponerse, aunque solo sea por un instante, a salvo del mundanal ruido.

jueves, 8 de agosto de 2013

Los guardianes del fuego




 
Nadiezhda en ruso quiere decir esperanza. Y  de ese sentimiento estaban llenos quienes celebraron el advenimiento de las revoluciones de 1905 y 1917 en la tierra de los zares. Siglos de oprobio y humillaciones condujeron a millones de personas a creer que las teorías de Marx y Engels llevaban implícita una forma de redención para los excluidos del mundo. Entre esos esperanzados  figuraban cientos, miles  de poetas, pintores, músicos y científicos que recibieron con  alborozo la posibilidad de instaurar el  paraíso en la tierra. Sus manifestaciones serían la abolición de la propiedad y la justicia social.
Pero , como bien sabemos, todo edén lleva a cuestas su propio infierno.  Y en el caso de la revolución rusa muy pronto aparecieron las  grietas por donde asomaron los tentáculos de los viejos monstruos tan conocidos por la humanidad  desde el comienzo de los tiempos: la ambición, la codicia, la venganza, el resentimiento y la sed de poder. En este caso esas fuerzas tenían nombres como Lenin, Yagoda, Yezhóv o Stalin. La megalomanía de este último sembraría de horrores la historia del mundo durante medio siglo. La confiscación de bienes, el destierro, las delaciones, el exterminio masivo de ciudadanos, la persecución a opositores y aliados, la extirpación de las conciencias lúcidas y el sometimiento del individuo a los designios de la burocracia estatal serían la impronta de un régimen  que  muy temprano empezó a transitar  en contravía de los principios básicos del humanismo y el socialismo.
Una de esas víctimas  fue el poeta Osip Mandelstam.  Nacido en  1891  en Varsovia y muerto en 1938 en un campo de prisioneros del régimen estalinista, es considerado una de las grandes voces de la literatura rusa y universal. Cercano a otros escritores disidentes, Mandelstam   pasó buena parte de su vida en el destierro, a  resultas de su  defensa sin cortapisas de la dignidad  de las personas, asunto que en la tierra de los soviets llegó a ser un delito castigado con la ejecución sumaria.
A reconstruir los fragmentos de esa existencia destrozada y sin embargo firme en sus convicciones dedicó su vida Nadiezhda Mandelstam, esposa y compañera de viaje del autor del poema donde define a Stalin como “ El montañés del Kremlim, de bigotes de cucaracha”. Esos versos  fueron su perdición. Desde ese momento  fueron una pareja errante  de aldea en aldea, malviviendo de la mendicidad, de trabajos precarios y a veces clandestinos, de la imprevista solidaridad  de compañeros de infortunio y en alguna ocasión de puro milagro. Solo que los milagros lo son porque nunca se repiten.
La vida duele  porque es bella. Y la belleza siempre lleva implícita su propia pérdida. Con esa materia  está  escrito  el libro de memorias Contra toda esperanza, de Nadiezhda  Iákolaievna Mandelstam, fallecida en  1980, poco antes de que  el imperio soviético empezara a desmoronarse por la fuerza centrífuga de sus propios yerros y horrores. Ajena a cualquier sentimiento de venganza y poseída de una serena sabiduría expresada  en una prosa limpia y sin estridencia, la autora simplemente  nos dice: "si. Esas cosas pasaron. Las víctimas sumaron millones. Entre ellas estuvieron mi esposo y muchos amigos, pero así somos los humanos. Ahora solo queda luchar para que pesadillas como esas no se repitan”. Por eso en  un aparte del libro leemos: “La historia es la comprobación en la acción y en la experiencia de los caminos del bien y el mal. Contra toda esperanza siempre estará la opción del bien”.
Nadiezhda, Osip  y sus compañeros de infortunio padecieron la historia encarnada en un modelo político y económico donde el horror se planificaba igual que la economía, con sus cuotas de muertos y desterrados. Pero siempre, siempre, con un buen pretexto bajo  la manga . Al menos así lo expresó un dirigente  desencantado: “ Una sola vez en la vida quisimos hacer feliz al pueblo y jamás  nos lo perdonaremos”.
Contra toda esperanza es el relato de una testigo que también fue víctima. Para eludir la tentación de la letanía eterna optó por la comprensión de los hechos y sus protagonistas. Solo así pudo formarse un punto de vista alcanzado con ayuda de la poesía, tal como lo había advertido el poeta a quien amó y a cuyo lado padeció  uno de los  periódicos latigazos de la historia: “ Los guardianes del fuego se escondían en oscuros escondrijos, pero el fuego no se ha apagado. Existe”.

jueves, 1 de agosto de 2013

A la lumbre del viejo farol




Si existe  un paraíso de los desengañados, don Luis Ramírez debe tener un lugar asegurado allí, con palco fijo en el tendido siete.  Y se lo ha ganado a punta de canciones, cientos de  canciones donde da cuenta de ese sentimiento de desarraigo propio de los seres fronterizos, siempre en permanente  tránsito. No sé quien fue el genio encargado de bautizar como “ De carrilera” a esas músicas compuestas a partes iguales con una mezcla de candor, rabia y desazón,  pero desde hace más de medio  siglo don Luis, El  Caballero  Gaucho,  figura entre sus más ilustres cultores.
Desde el día de su creación el tren se convirtió en metáfora de la fugacidad y en símbolo de toda suerte de adioses  forzados o voluntarios. Poemas, cuentos, crónicas, pinturas, novelas, películas y canciones  se han ocupado de recrear ese vehículo lento y traqueteante en  sus primeros días como escenario de descubrimientos y abandonos. Justo en medio de esos dos extremos se encuentran las estaciones con su antología  de llanto y de risas. “Ay ya se va/ sobre los rieles con su vaivén/ llevándose mi alegría a  tierras lejanas/ maldito tren”, dice una de las tonadas más recordadas de nuestro cancionero popular, compuesta por el colombiano Marco Antonio Posada.
De esas imágenes se nutrió la temprana  juventud de  este cantor de penas y olvidos que una vez compartió escenario   en el Madison Square Garden de Nueva York con el mismísimo Julio Iglesias, para entonces el más vendedor de los cantantes en el mundo de la balada en  español. Anclado en el puerto fluvial de La Virginia, a  orillas del río Cauca, el  joven  Luis fue testigo- y acaso protagonista- de incontables promesas de amor eterno siempre incumplidas. Barcos y trenes se instalaron  muy temprano en su memoria como símbolo de lo irremediable. Con ese material se dio a  la  tarea de escribir  versos que acompañaba con los acordes de un tiple criollo o de una guitarra española,  desde entonces inseparables compañeros de viaje.  Sus adoradores  desde México hasta el Perú, pasando por varios millones de colombianos en el exterior, lo consideran parte del santoral. Sus detractores-también son legión- no le perdonan su empeño en cantar  con  un acento del arrabal  bonaerense  para ellos incomprensible en  un nativo de la región andina .
En  Colombia les decimos cosecheros a los recolectores que van de una región a otra, siguiendo el ritmo de la maduración de los cultivos. Café, algodón, papa o  caña de azúcar, según  el clima o la época del año. Para ellos el tren fue desde la segunda  década del siglo XX el principal vehículo de comunicación. A su paso sembraron las orillas de las carrileras con una sucesión de  bares, cantinas y hoteluchos desangelados. En ellos se tejieron, se consumaron y  se disolvieron amores de una noche, capaces de abrir heridas para el resto de la vida. Si usted le pregunta por El Caballero Gaucho a uno de  esos veteranos de  la desolación,  el tipo alzará su copa de  aguardiente y brindará por ese hombre de  bigote cuidado con  esmero de antiguo galán y maldecirá la hora en que enamoró a una mujer con la ayuda de sus canciones.
Pero lo suyo no es asunto del pasado. Conozco   jóvenes  menores de veinticinco años capaces de recitar sus canciones en la alta noche como quien eleva una plegaria a los dioses del abandono. Uno de ellos fue incluso más allá y adaptó  varias de ellas para su banda de rock. Rockero impenitente,  puedo dar fe de que la fórmula  funciona.  Después de todo las composiciones de tipos  como Bob Dylan, Chuck Berry o Tom Waits, están repletas de  trenes  y estaciones con su carga de ilusiones y plegarias no atendidas.
Hace años visité a don Luis, El Caballero Gaucho, en su casa de La Virginia. “No sé si alguna vez compuse una buena canción. Pero en todo caso quiero que me recuerden  como un buen ebanista”, expresó. Lo dijo sin demagogias ni modestias innecesarias. Solo  quería enfatizar que todos los muebles de su casa, incluidos los estantes  donde guarda los trofeos, fueron labrados con sus propias manos. Las mismas con que toma la guitarra y con un par de acordes nos envía de vuelta a los recintos más secretos del corazón cuando empieza a cantar: “Viejo farol que alumbraste mi pena/ aquella noche en que quise olvidar/ con tu luz taciturna y enferma/ cual si estuvieras  cansao de alumbrar”.

PDT :  Les comparto enlaces a las dos canciones citadas
 http://www.youtube.com/watch?v=2B1eWUQNHso
http://www.youtube.com/results?search_query=viejo+farol+caballero+gaucho&oq=Viejo+farol&gs_l=youtube.1.0.0l10.1227.3466.0.5688.11.9.0.2.