miércoles, 25 de marzo de 2020

A la memoria de Alec Collett




Entre la cantidad de conmemoraciones-  trascendentes o banales- que tienen lugar cada día en el mundo, al punto de  que ya no alcanzan las hojas del calendario para abarcarlas, cada 25 de marzo las Naciones Unidas llevan a cabo  diversos actos tendientes a mantener viva la presencia de sus colaboradores  secuestrados, asesinados o desaparecidos, desde el momento  mismo de la creación de ese organismo en 1945.
El pretexto es honrar la vida  y obra de Alec Collett, experiodista  que prestaba sus servicios al Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas en el Cercano Oriente cuando fue  secuestrado  por hombres armados en 1985. Sus restos fueron  hallados en el valle del Bekaa, territorio de Líbano, en  2009.
Pero el objetivo de fondo tiene mayor alcance: evitar que  el mundo olvide un hecho significativo: que en 75 años de historia, más de 3500 hombres y mujeres  han muerto en cumplimiento de una misión: defender y preservar la paz.
Si nos ceñimos a la fría precisión de las cifras estaríamos hablando de cuarenta y siete  asesinatos  registrados cada año, lo que tratándose de personas consagradas a defender la paz y la vida, resulta  un síntoma alarmante del errático rumbo de la criatura humana.
No olvidemos que las Naciones Unidas surgen como respuesta  a las dos grandes carnicerías perpetradas por el hombre contra sí mismo en la primera  mitad del siglo XX.
Hablamos de la primera y la segunda guerra mundial, dos expresiones del capitalismo conjugadas para validar la conversión de las personas en mercancías: las luchas por los territorios estratégicos  y la aplicación  de los principios de la ingeniería para multiplicar  el asesinato de manera exponencial.


Independiente de  los cuestionamientos que se le hacen desde diferentes ámbitos, la ONU apela en sus más elementales  enunciados a los principios del humanismo, entendido esto como el respeto a las personas y al legado  de su paso por el mundo.
Esa herencia incluye la ciencia, la política, la economía, la  religión, el pensamiento, las artes y las tradiciones de  la comunidad, para mencionar solo unos cuantos aspectos. Es decir, los cimientos sobre los que se edifica el devenir de los pueblos.
En  todos los casos,  las personas asesinadas  partieron un día de casa, confiadas en que la esencia misma de su trabajo  las preservaría de  cualquier ataque.
Pero  ni el mundo ni los hombres obran así. Algunos murieron tratando de apaciguar feroces guerras tribales desatadas  por la codicia de las riquezas del  vecino; confrontaciones  azuzadas por países y corporaciones decididos a hacerse con el botín del petróleo, de los diamantes, del oro, de la mano de obra  esclava.
Otros se internaron  en territorios donde  el  nacionalismo y el fundamentalismo  religioso exacerban en las personas lo más feroz y primitivo de su  condición.
Unos cuantos más  perecieron  defendiendo a minorías acorraladas por sus propios gobiernos, dispuestos a todo con tal de suprimir  a los diferentes, siempre a punto de convertirse en disidentes.
¿Y los victimarios?
Bueno, estos se embozan  detrás de todas las máscaras y ropajes imaginables: gobiernos, corporaciones, milicias, sectas, mercenarios y toda la gama de apariencias asumidas por el poder en sus múltiples  expresiones.
En un momento  u otro de su camino, los muertos aprendieron demasiado tarde que el poder es, ante todo, el poder de  matar.

Y digo que los muertos aprendieron porque  al final de su aventura nos dejaron ese legado: detrás del variopinto ropaje de  la civilización alienta lo más primitivo de nuestra condición. La bestia agazapada está siempre dispuesta a  asestar el zarpazo. Basta con que haya un territorio por conquistar o una fuente de riqueza a la vista, para que lo más básico del animal humano se ponga en marcha.
En muchos sentidos, esos 3500 hombres y mujeres casi todos jóvenes, porque se precisa de mucho   idealismo para acometer ese tipo de causas,   sucumbieron  por exceso de fe en la condición humana.
A ese  idealismo  y a esa voluntad de servicio rinden tributo  las Naciones Unidas cada 25 de marzo. No importa si año tras año deben sumar otra víctima a ese listado del oprobio. Como lo expresara  alguna vez el mismo Alec Collet: “ Frente al horror no queda otra salida que reavivar  el  rescoldo de la esperanza”.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

viernes, 20 de marzo de 2020

Crónicas del año de la peste






Todo acontecimiento genera su propia saga de relatos, de crónicas. Más aún si es de carácter masivo y está rodeado de un aura catastrófica y se  expande en una cartografía de alcance global.

Bueno, desde que se originó y propagó  en la ciudad china de Wuhan, el Coronavirus ha desplegado su propia antología de crónicas del año de la peste.

Las hay de toda índole: política, económica, religiosa, cultural, metafísica. Lo que quieran.

Todo depende de la mirada de cada quien y de la manera como el virus afecta su entorno.

En los cafés, en los bares, en los parques, en las casas, en las iglesias, en las esquinas, en el transporte público, en la oficina, no se habla de otra cosa.

Es media tarde en la Plaza de Bolívar de Pereira. Un pastor protestante, biblia en mano, le recuerda a su creciente audiencia que en las páginas de ese libro están anunciadas las pestes que devastarían al  género humano como castigo por sus pecados. Acto seguido, señala el número de la página.

Quienes lo escuchan, bastante pecadores por lo visto, ponen cara de arrepentidos.

Dan ganas de decirles que, entre otras muchas cosas,  La Biblia es un libro de crónicas. Y como los virus y bacterias, con su estela de pestes y muerte, existen desde hace millones de años es  apenas natural que aparezcan registrados en esos relatos.

Es simple: a veces nos  aniquilan en masa y otras veces  nosotros los exterminamos a ellos. Es la manera de mantener el equilibrio.



Así las cosas, estaríamos hablando de un dato histórico o de un relato periodístico. No de una profecía. Después de todo, esas  criaturas invisibles y a veces letales nos precedieron y nos sucederán cuando hayamos desaparecido como especie.

El aire crispado de la concurrencia y mi instinto de conservación me dicen que es mejor callar.

Me dirijo entonces hacia El Cafetín, un bar céntrico donde abogados, profesores, jubilados y desocupados, entre otros especímenes de la fauna urbana, se consagran al inútil y sabroso oficio de arreglar el mundo.

Allí abundan  las teorías conspirativas. Animados por el café caliente y el aguardiente tempranero, cada uno juega su propia carta:

Que el Coronavirus es un arma química sembrada por la administración Trump para inclinar a su favor la guerra comercial con los chinos.

Que no, que no. Que fueron los chinos los que desarrollaron el virus, se lo auto inocularon y luego lo exportaron  para hacer colapsar la economía mundial y hacerse con el control de las empresas quebradas.

Sigo mi camino. En mi lugar de trabajo un activista de alguna cosa asegura que esto es apenas un nuevo paso en la creciente  oleada de odio contra las etnias que caracteriza  a los imperialismos. Una vez fueron los negros, más tarde los indígenas, luego los latinos,  después los árabes y ahora  son los chinos los llamados a personificar el mal.

Pienso entonces qué rumbo habrían tomado las cosas si en lugar de una remota ciudad china, el Coronavirus se hubiera originado en un punto de venta de McDonald´s o de Kentucky Fried Chicken, dos fetiches de los hábitos alimenticios norteamericanos.


A este ritmo, precisaré de muchas libretas   para anotar las historias que se multiplican  y contagian a una velocidad superior  a la del  Coronavirus mismo.

Por lo pronto, aquí en mi aldea ya se agotaron los  tapabocas y los líquidos anti bacterianos, lo que  ilustra muy bien nuestro talante de especuladores.

Ya lo sabemos: “Negocio es negocio”.

Me detengo en una estación del   transporte público. La única preocupación de dos contertulios está centrada en la suspensión de los torneos de fútbol. Por lo visto, preferirían enfermar antes que verse privados del único sentido de sus vidas.

Mientras eso sucede, los equipos más poderosos del planeta mantienen confinadas a sus estrellas: no es cuestión de  poner en peligro semejante cantidad de dólares.

Abrumado por tantas y tan encontradas percepciones se lo consulto a mi madre. En ochenta y cuatro años la vieja ha visto bastantes cosas.

“No se preocupe, mijo- responde-. Las  pestes llegan, se multiplican y cuando uno cree que todo está perdido Dios hace el milagro.”

Como no se me ocurre réplica alguna, emprendo la marcha hacia el parque más cercano. Allí recojo unos cuantos relatos  para seguir  alimentando mis Crónicas del Año de la Peste.

Al cruzar la esquina, un militante de la izquierda ortodoxa sentencia que las noticias sobre el virus están siendo utilizadas por el gobierno de Iván Duque para tomar medidas contra el pueblo colombiano.  “Por eso los  noticieros de radio y televisión no hablan de otra cosa. Espere a que despertemos y verá”, concluye, levantando su dedo índice de ángel exterminador.

Indignada a más no poder, una anciana amiga de mi madre, asevera que son tretas del diablo para obligar al cierre de los templos.


De vuelta a casa descubro  que  mi vecino, el poeta Aranguren, se ha puesto metafísico y hasta cita  la célebre consigna de los estoicos latinos “Memento Mori: Recuerda que debes morir”.

Resumo  su perorata diciendo que, según él, es una lección para la codicia, la vanidad y la soberbia del animal humano: un estornudo allí y se dispara el dólar. Un ataque de tos por allá y se desploman las bolsas.

Entre la fe de mi madre en los milagros y la interminable sucesión de teorías transcurre mi vida por estos días.

Y eso que no hablé de los  convencidos de que el Coronavirus aparece con nombre propio en las profecías de Nostradamus.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


jueves, 12 de marzo de 2020

Rubiel después de la parranda


                                          
                                          Fotografías: Jess Ar



Por estos días se prepara para abrir en su casa del corregimiento de La Florida un local que decidió llamar “El corralito”. Lo imagina como un lugar rústico,  amoblado  con objetos tomados de aquí y de  allá y alentados por la fuerza que lo mantiene vivo: las ganas de hacer música.


Dice que no tiene límites de género. “Allí tocaremos  de todo un poco: salsa, bolero, son cubano, vallenato, carrilera, parranda y hasta música argentina antigua. Esa de Los Trovadores de Cuyo, Los Visconti y Los Chalchaleros que tanto le gusta a la gente. Por supuesto, en el repertorio también incluiremos  las canciones del libro disco El blues de la parranda”.

“Además, tendremos un atractivo especial para quienes nos acompañen: el sancocho parrandero”.

Lo afirma con ese tono suyo de mansa sabiduría que tan hondo   cala en la gente cuando conversa con él o cuando escucha sus canciones.

Es lo mismo  que sintieron los asistentes al Parque Simón Bolívar de Bogotá  al caer la tarde de ese domingo 1° de septiembre de 2019. Ese  día finalizaba la XVIII edición del Festival Colombia al Parque.

Rubiel Pinillo, sus Parranderos de La Florida y el músico de blues Carlos Elliot Jr compartían tarima con agrupaciones tan destacadas como los mexicanos Banda Regional Mixed, de Oaxaca, así como la legendaria Inti Illimani, de Chile, a los que se sumaron los colombianos Monsieur Periné  y Los Yoyis.

En total, fueron veintiséis las agrupaciones  y solistas participantes en el evento.




Habían sido invitados por la organización del festival luego de escuchar y evaluar las diez canciones que  integran ese libro disco  donde se recrean a través de canciones, crónicas y perfiles, las vivencias de algunos personajes  de ese sector rural de Pereira convertido en lugar de peregrinación para ambientalistas y neo jipis.

Ah,  durante todo el camino contaron con la compañía  y el talento del productor norteamericano Bobby Gentillo. No por casualidad  éste último cerró con un extenso y virtuoso solo de guitarra eléctrica la intervención de los músicos en  el Parque Simón Bolívar.

Rubiel y los muchachos que lo acompañan en su grupo Los parranderos de La Florida  desembarcaron en Bogotá el sábado 31 de agosto.

“Era la primera vez que me subía a un avión grande, así que me sentía como un niño estrenando juguete.  Muchos años atrás había volado en avioneta por el Valle del Cauca, pero no es la misma cosa”, declara Rubiel en una calurosa mañana de febrero de 2020.

Han pasado cinco meses, pero los recuerdos de ese concierto  en Bogotá mantienen todo su vigor.

La instalación en el Hotel Tequendama, la visión de la Plaza de Toros de Santamaría y de las torres diseñadas por el arquitecto Rogelio Salmona. Ayudado por el periodista cultural Alejandro Patiño, Rubiel Pinillo rememora su encuentro con la cantante La Tenaz, una de las figuras de la nueva escena musical colombiana. También su presentación  en el bar Smoking Molly, donde tocaba un músico norteamericano de blues llamado Jesse Cotton Stone.

Ese vino a ser el precalentamiento para el concierto del domingo. Esa noche Rubiel y el grupo de muchachos que lo acompaña desde hace por lo menos una década demostraron de qué materia están hechos.


“Cuando arrancamos a tocar frente a esas diez mil personas sentimos que habíamos alcanzado otra dimensión. No sé  si a todos los músicos les pasa, pero cuanta más gente tengo al frente, más seguro me siento. Muy rápido logramos contagiarle esa seguridad a los pelaos, que de todas formas estaban muy nerviosos. Por mi parte, perdí el miedo a los escenarios hace muchos años, cuando ocupé el tercer lugar en  el concurso del Factor X”.

“Ese día quedé, como quien dice, curado de espantos”.

Ya perdió la cuenta del número de canciones que ha compuesto en sus casi seis décadas de vida. Por eso, animado por un amigo,  anda  en la tarea de registrar sus canciones ante Sayco y otros  organismos encargados de velar por el  pago de los derechos de autor.

“Uno es muy despistado. O, mejor dicho, muy pendejo. Ese amigo me hizo caer en la cuenta de que cualquier persona puede tomar mis canciones, interpretarlas y registrarlas como propias. Por eso, mi primera tarea consistió en mandar a hacer las partituras. Es el primer requisito para registrar las composiciones y hacer valer los derechos  de propiedad intelectual”.

Fiel a su esencia campesina, Rubiel no duda en asegurar que, a pesar de todas las cosas tan bonitas, lo que más le llamó la atención de Bogotá fue la gran cantidad de árboles y zonas verdes.

“A pesar del clima tan frío, vi muchos árboles originarios del Eje Cafetero y del Valle del Cauca”.

Es la misma esencia que lo llevó a componer una canción que dice así en algunos de sus versos:

Cómo dejar a mi tierra

Si de aquí son mis raíces

De aquí soy toda la vida

Por ella tengo mis cicatrices

La recita a modo de repuesta cada vez que  alguien le pregunta por qué, con todo ese talento, no se ha marchado de La Florida a probar fortuna en  otros lados.

Si hago eso me muero: son los bosques de La Florida, los ríos, los caminos, los cultivos, las personas de este lugar las que me dan la inspiración. Sin esas cosas no podría componer nada, o compondría canciones falsas y creo que lo que hace grande a un artista es la autenticidad.

Eso y el público.


“Sin público el artista no es nada. Esa es la razón  por la que pienso  fundar El Corralito: en lugar de salir a buscar a la gente quiero abrirles las puertas de mi casa, para que vengan y se enrumben con  nosotros. Entre  otras cosas, parte de las adecuaciones logré hacerlas con la venta del libro disco El blues de la parranda y con una plata que me prestó mi mamá”.

Al final del concierto de ese 1° de septiembre, los grupos con los que compartieron  la tarima  más grande de su vida se acercaron a felicitarlos por haber logrado ese feliz encuentro entre el blues del Mississippi y la música parrandera de la región andina Colombiana.

Muchos de los asistentes, que bailaron y corearon durante toda la presentación,  los abordaron para agradecerles ese momento de dicha.

Al fin y al cabo, por eso a todos nos gusta la música: por su capacidad para prodigarnos momentos de plenitud aún en las circunstancias más adversas.

Y eso sí que saben hacerlo bien Rubiel Pinillo y sus Parranderos de La Florida.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

jueves, 5 de marzo de 2020

"Preferiría no hacerlo"






Comprimido entre Brasil, Argentina, el Río de la Plata y el Océano Atlántico, Uruguay es  el país donde nacieron dos grandes escritores que nos interesan de manera especial para este asunto: Felisberto Hernández y  Juan Carlos Onetti.

Más bien ignorado por la crítica y los lectores el primero. Reconocido y consagrado el segundo, ambos son autores de una obra narrativa que, aunque disímil, a poco que uno se adentra en sus páginas encuentra un elemento común: las dos están habitadas por unos personajes fantasmagóricos que no alcanzan a asirse del todo a las anclas de  la realidad.

La  novela La casa inundada y el libro de cuentos Nadie encendía las lámparas, de Felisberto, narran historias  que nunca se desanudan, porque los personajes jamás acaban de existir del todo. Es como  si alentaran la idea- ya que no la esperanza- de que al otro lado del mundo los aguarda la mano que acabará de completarlos.

Algo parecido pasa con esos hombres y mujeres que  van y vienen por un pueblo fantasma llamado Santa  María, creado por Onetti a modo de albergue provisional para sus criaturas.

De algún modo, participan de la condición difusa de ese Bartleby creado por Herman Melville, un hombre en apariencia oscuro, pero en realidad poseído por la lucidez absoluta, al punto de que prefiere replegarse en una negativa a participar en los negocios del mundo. Cuanto más importantes parecen, más vacíos de sentido se revelan antes sus ojos.

Por  eso, ante las seducciones del mundo y las imposiciones del poder, siempre se las arregla para responder: “Preferiría no hacerlo”.


De  esa materia esta hecho el libro  La novela luminosa,  del también uruguayo  Mario Levrero, nacido en Montevideo en   1940 y muerto en la misma ciudad en 2004.

Para empezar, nunca sabremos si se trata de un diario  personal que simula ser una novela o de una ficción construida con la estructura de un diario.

El Levrero  personaje y el  Levrero escritor plantean de entrada el primer acertijo: ¿Quién narra?

De cualquier manera, las dos terceras partes  de la obra son el recuento diario de las dificultades para vivir y para escribir un libro.

La última es  La novela luminosa propiamente dicha.

Para dejar las cosas claras- si tal cosa es posible en este libro pleno de equívocos intencionados- el autor nos advierte en el Prefacio Histórico a La novela Luminosa:

“Yo tenía razón: la tarea es y será imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso. El sistema de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería narrar, me llevó por caminos más bien oscuros  y aun tenebrosos. Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé cantidad de fragmentos  míos que se me habían enterrado en el inconsciente, pude llorar algo de lo  que había debido llorar mucho tiempo antes, y fue sin duda para mí una experiencia notable. Leer eso, sigue siendo para mí removedor y aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles  a la literatura, o por  lo menos a mi literatura.

Ya lo había dicho el poeta, refiriéndose al rapto amoroso: “Al penetrar en la sagrada esencia del misterio, lo único que hacemos es matarlo”.

¿Por qué escribe, entonces? Se preguntará el lector.

Por la misma razón invocada por los hombres a lo largo de los siglos: porque la vida está hecha de  una materia tan vaga que solo el relato puede darle alguna forma.
                                                 Montevideo antigua


Igual que Bartleby, el autor del diario y de  la novela, preferiría no hacerlo y dedicarse a otras cosas: al vicio de la computadora que lo tiene enganchado con sus señuelos sin cuento. A la lectura de novelas policiacas  baratas. A las pastillas tranquilizantes. Al análisis de sus sueños en una surte de  parodia del sicoanálisis. A la búsqueda de un aparato de aire acondicionado que le permita sobrevivir al verano. A la observación de la conducta de las hormigas y las palomas. Al fantaseo sexual con mujeres  deseadas que lo compadecen y, de paso, lo castigan con la más pavorosa de las formas de indiferencia femenina: la amistad.

Tiene, además, razones mundanas: ha sido beneficiado con una beca de la John Simon Guggenheim Foundation y tiene que cumplir con la entrega.

Por eso, la primera parte de la obra lleva el título de El diario de la beca. En sus páginas pretende consignar lo que la gente suele llamar Todo. Es decir, los múltiples rostros de la nada. Entre esos rostros están los amigos y las mujeres. Las  amadas, las olvidadas y las que nunca llegarán.

Las que solo se insinúan a través de las experiencias luminosas. Es decir de los pliegues del sueño. Allí donde habita lo que no somos.

Existen muchos nombres para esas experiencias: milagros, visiones, revelaciones, Dios.

En su tarea el autor  del diario parece a ratos un entomólogo o uno de  esos  investigadores que coleccionan hojas de plantas en un herbario. En  todas las circunstancias, el principal objeto de estudio es él mismo.

La urdimbre infinita de sus máscaras.

De esa manera, prepara el terreno que le permite llegar, fatigado  y torpe,  a la escritura luminosa: el intento fallido de narrar sus encuentros con el milagro: el fulgor de unos ojos verdes, las avecillas que revolotean al otro lado de la muerte. La ternura de una prostituta. El sexo más allá del sexo intuido por los sabios de oriente. Un libro que se lee una y otra vez sin alcanzar nunca su final.

Es decir, el borde de lo inefable.

Ante lo inabarcable,  quedan los tópicos. Algunos críticos han querido  encontrar un parentesco con Kafka.

La fórmula es fácil y, por lo tanto, seductora.

Pero sería simplificar demasiado.   Después de todo,  Levrero propone un laberinto. No fórmulas para salir del laberinto.
                                              Mario Levrero


Por eso su gran metáfora, como  en toda la gran literatura contemporánea, es la ciudad. Su procesión de fantasmas que  van y  vienen sin saber si están vivos o muertos.

Así lo deja saber en un párrafo que funciona a modo de ajuste de cuentas:

“Pero también en aquel tiempo odiaba, a menudo, la ciudad; y era, aunque no supiera explicarlo, otra clase de odio. Tal vez el odio o el rencor del que ama y no es amado; la ciudad no tenía  un lugar para mí, era hermosa y ajena. No era esta ciudad que, hasta hace poco, nos iba acorralando como una fiera desesperada, cubierta de heridas y desgarrones, azuzada y destrozada por fuerzas maléficas; ni esta ciudad de hoy, que miramos con la ternura  con que se mira a una mujer enferma, a una mujer herida, a una mujer, quién sabe, con los dolores del parto.”

Hermosa y ajena como la ciudad: así es esta  ¿Novela? ¿Diario? De Mario Levrero, que viene a sumarse a la desazón rediviva  cada vez que nos asomamos  a los relatos de sus compatriotas Felisberto y Onetti.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada