miércoles, 24 de junio de 2020

Sexo enmascarado



                   



“ Opino con Sade/ que al deseo los frenos
                     le sientan fatal.”
                                                 Joaquín Sabina
                                                  Whisky sin soda.


En medio de la avalancha informativa que nos abruma, sin tiempo para  tomar distancia crítica y mientras se multiplican  por igual las teorías conspirativas y las leyendas urbanas sobre el Covid-19, me entero de que algunas autoridades sanitarias  les recomiendan a las parejas- formales o furtivas- usar tapapocas durante las relaciones sexuales, no vaya a ser que la parca les llegue disfrazada de orgasmo.

Para variar,  el dato me llegó  vía Martha Alzate , que lo encontró en una de sus pesquisas por la prensa global.

¡Nññññeeeerdaaa, compadre,  no jooodddaaa! diría mi vecino, el poeta Aranguren ante semejante muestra de  fundamentalismo.

Hasta ahora, la reglamentación del sexo era potestad exclusiva de los inquisidores . “ Señor mío y Dios mío, perdona el pecado que vamos a cometer. No es por vicio ni es  por fornicio, es por hacer hijos en tu santo servicio”, recitaban  las parejas antes de entregarse a las  delicias y tormentos de la carne, o a lo que  algunos teólogos llamaban “ Hacer la bestia de dos espaldas”.

¿ Sexo sin besos en la boca, sin viborear de las lenguas y sin  la consiguiente descarga eléctrica  que nos estruja y nos pone fuera de nosotros mismos? ¿ a quién se le ocurre semejante aberración?.

Según los historiadores de la sexualidad, el sexo sin besos en la boca era  una suerte de código de honor  empleado por las putas. Era y  es su manera de dejar en claro  desde el  principio que se trata de una transacción en la  que una parte paga por un alivio  fugaz y la otra le sirve de medio, de instrumento.

En la práctica, tener  sexo con tapabocas  equivale a hacerlo con la ropa puesta. Y aunque este último  recurso   es válido en situaciones extremas, no es lo más  cómodo del mundo: demasiados botones, cinturones, cremalleras.

Estorbos de esos.



Pero hay algo más profundo. En  esencia,  el vestuario es también una máscara. Desnudarse es pues, desenmascarar el cuerpo. Ponerlo a disposición del otro como una ofrenda, una señal de complicidad.

Quienes vieron  “El último tango en París”, la controversial película del muy anarquista Bernardo Bertolucci, estrenada en 1972, recordarán la célebre escena  en la que  el personaje encarnado por Marlon Brando sodomiza a la muchacha interpretada por la joven María  Schneider.

Jane está desnuda por completo, mientras Paul apenas si se ha abierto la bragueta. Es decir, la mujer está inerme a campo abierto, mientras el hombre se encuentra atrincherado y a salvo de todo peligro.

En  su momento eso desató la furia de las feministas, cuyas descendientes   agrupadas en el #Metoo  reavivaron  la imagen , y de paso acusaron de violación   a un Marlon Brando ya muerto y enterrado.

Vuelvo al asunto de las mascarillas. Buscando  una explicación, me di  una vuelta por el mundo del cine, el cómic, la historia , el mito   y la literatura.

Al final,  vine a confirmar mis sospechas : a los únicos que les luce bien tirar con la máscara puesta es a Batman y a Gatúbela.



Los demás, de Adán y Eva a John Holmes y Cicciolina, pasando por Cleopatra, Octavio y Marco Antonio - ¿Conformarían un trío?-   Mesalina y sus  soldados,   el rey Salomón y la reina de Saba, Catalina  la Grande y las cortes zaristas- de seguro, organizaban orgías- todos a una fornicaban con la guardia baja. Es decir, sin máscaras, como  mandan los cánones de madre natura.

Lo propio hicieron el Marqués  de Sade, don Juan Tenorio y Giacomo Casanova, tres celebridades en las lides de Eros.

Encontré también que, en tiempos de guerras y pestes la sexualidad se desborda  en fiestas y orgías: es la vida plantándole cara a su aviesa amiga, la muerte . Al final siempre acaban reconciliadas y organizan sus propios bailes de esqueletos.



Para los fornicantes audaces no hay cuarentena que valga, concluyo al finalizar  mi breve  ronda por la Historia grande y sus hijas naturales, las historias pequeñas.

¿Sexo con mascarillas? Me pregunto. Prefiero morir dichoso, me respondo mientras pienso que, a  fin de cuentas, Batman y Gatúbela tampoco se ven del todo bien.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 18 de junio de 2020

Sospechosos



 Parece el título de un cómic futurista al estilo de Los supersónicos pero es algo más serio. En medio de la avalancha de términos acuñados desde el advenimiento del Covid-19,  los medios  de comunicación internacionales  empezaron a utilizar  cada vez con mayor frecuencia la expresión “ Coronadetectives”, para referirse  a los dispositivos  tecnológicos  diseñados para detectar  tanto a  posibles portadores del virus como  a eventuales focos de contagio.

Hasta ahí todo parece no sólo aceptable sino deseable: la ciencia y la tecnología puestas al servicio del bienestar humano es   un anhelo  tan antiguo como nuestra presencia en la tierra.

Con  esos recursos al alcance de la mano, no sólo el personal médico sino cualquier ciudadano puede detectar la fiebre en el cuerpo de un pasajero del metro o el autobús  y reportarlo de  inmediato a una línea determinada por las autoridades.

Justo en ese momento el febril viajero se convierte en sospechoso , en un potencial propagador de la peste, esa palabra que nos negamos a utilizar y preferimos disfrazar detrás de una colección completa de eufemismos y de términos técnicos.

Después de todo, somos una civilización empeñada en negar la existencia del dolor , la muerte y la disolución definitiva.

Incluso esa práctica sigue siendo tolerable:  estamos en una carrera contrarreloj en la que cada minuto ganado al virus puede representar la salvación de muchas vidas.

Todos esos recursos se utilizan  sujetándose a normas expedidas sobre la marcha para enfrentar la pandemia, y amparadas en figuras jurídicas como el estado de excepción y la emergencia sanitaria.

Y es aquí donde surgen las dudas. Bajo la aparente legalidad se han puesto en marcha cientos de normas que rondan lo dictatorial, con toda su carga de abusos y excesos.



Aterrorizados por la amenaza del Covid-19 y por la avalancha de información que inunda las pantallas  y las redes, los ciudadanos no tenemos tiempo de discernir y, por lo tanto, de comprender y dimensionar el impacto de tantas medidas  que, una vez superada la primera fase de la emergencia ,  se convertirán en parte de la  rutina.

Unas cuantas de ellas nos esclavizarán aún más.

Una de ellas es la vigilancia del otro, un mecanismo de control utilizado por el poder desde el comienzo de los tiempos, que ha mutado desde el voz a voz y el rumor callejero hasta las más recientes sofisticaciones de la tecnología.

Un ejemplo simple: durante la cuarentena , una señora  denunció a su vecino   ante la policía por haber cometido un delito atroz:  el hombre sacó a pasear su perro dos veces en el mismo día, cuando la norma establecía una sola vez por jornada. Para reforzar su denuncia, aseguró que estuvo todo el día espiando tras los visillos.

“ Lo ví con mis propios ojos”, aseveró.

Igual que en  la Rusia de Stalin, la Alemania de Hitler, la España de Franco o los Estados Unidos del senador McCarthy, concluí. Los libros de historia nos dicen que en esos días la gente se inventaba cargos contras sus vecinos y familiares, con tal  de satisfacer sus prejuicios ideológicos, étnicos, de clase o de quedar bien con el poderoso y subir un peldaño en el reconocimiento oficial.



Con esos antecedentes  puedo imaginar sin dificultad el  uso que se les dará a esos artefactos una vez pasada la fase  crítica de la pandemia, si pasa.

Envalentonados por su papel de salvadores durante la crisis, gobernantes y delatores trasladarán sus prácticas a terrenos como la economía y la política.  Competidores y opositores podrán ser borrados del escenario con solo dar un clic, tal como se ve en esos juegos digitales practicados hoy  por un creciente número de personas.

El jugador gana puntos cada vez que  elimina a alguien del mapa.

Una conversación entre dos disidentes o entre dos inversionistas en el avión podrá ser transmitida en directo a los interesados en obtener esa información.

¿Exceso de paranoia?  ¿ Demasiadas lecturas de novelas sobre la Guerra Fría?Puede ser, pero “ incluso los paranoicos tienen enemigos”, según   dice mi amigo Rigoberto Gil que afirma un personaje de Ricardo Piglia, uno de sus  escritores favoritos.



Por lo demás, tenemos razones de sobra para  sentir aprensión: espionaje ordenado desde lo más alto del poder, propaganda negra y noticias falsas multiplicadas a través de las redes sociales pueden destruir vidas en menos de lo que dura un clic.

Con ese panorama, todos somos sospechosos de cualquier cosa cometida o por cometerse. Y eso representa toda una tentación para las agencias del poder y para quienes   aspiran a cobijarse bajo su sombra, que cuanto más tenebrosa parece más seductora resulta.


PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

miércoles, 10 de junio de 2020

Gabriel en Groenlandia




Hola. Soy Gabriel. O mejor dicho, fui Gabriel porque ahora ya no soy. Ni  Gabriel ni nadie. Acabo de desembarcar en Groenlandia, el lugar del universo donde vivimos los muertos.

Nací  en Alicante el año en que se separaron los Beatles, de modo que estoy predestinado a grandes pérdidas

El pasado 14 de abril fui despachado a toda prisa y sin mayores ceremonias por unos hombres ocultos detrás de mascarillas y escafandras, después de  morir tras una violenta arremetida del  Coronavirus, el seudónimo adoptado por la pelona, la parca, la guadaña, la huesuda,  al despuntar la segunda década del siglo XXI: 2020, una cifra que pasará a la historia y que  devanará los sesos de muchos expertos del futuro en busca de su esclarecimiento.

¿Qué querrá decir 2020? ¿el comienzo o el fin de una dinastía? ¿ el código de barras de algún invento? ¿ la nueva marca del Anticristo?

No sé si ustedes  estaban enterados pero, en efecto, Groenlandia es el lugar escogido  como sitio de residencia de  todos los muertos que en el mundo han sido.

Todos.

Cientos, miles, millones, billones de fulanos de todas  las edades, embalados y remitidos por los  empresarios de pompas fúnebres desde el comienzo de los siglos : desde los encargados de prender fuego a los cuerpos en  la  época de las cavernas, hasta los modernos burócratas enterradores, pasando por los embalsamadores egipcios y los barqueros vikingos.

Antes de que hagan preguntas, les diré que no hay hacinamiento aquí: esos son problemas de los mortales en sus ciudades abarrotadas. Los muertos  estamos liberados del cuerpo, y por lo tanto, no ocupamos un lugar en el espacio. De hecho, hay sitio aquí para toda la secuencia de los números transfinitos y unas cuantas tandas más.

Donde quiera que esté, el matemático Georg Cantor se encontrará feliz. Espero encontrármelo algún día para abrazarlo y decirle que tenía razón con su teoría de los números transfinitos.

Sus argumentos son algo complicados, pero, ahora que estén en cuarentena, deberían meterles el diente. Les ayudaría a comprender las condiciones de vida en este Hades de la era digital.

Por lo demás, los urbanizadores – legales y piratas-deberían darse un paseo por aquí, a ver si aprenden alguna cosa en  aprovechamiento gozoso del espacio.



Otra aclaración : contra todos los pronósticos, aquí no se siente frío.  Quienes vivimos- si señores, los muertos vivimos sin necesidad de ser zombis-  en este sitio disfrutamos de lo que las agencias de viajes en la tierra llamaban “ un clima primaveral”.

Y digo llamaban, porque la  última peste planetaria las tiene en estado de hibernación : cero consumo de paisajes y de selfies arriesgadas es la consigna de las autoridades médicas.

Un detalle: los billones de habitantes de este lugar tenemos algo en común con los que siguen vivos: la pasión por la música. Todo el tiempo se escucha un coro babélico en el que se  entonan canciones de todos los géneros y  de todas las épocas: cantos griegos, trovas medievales, saetas gitanas, oratorios cristianos, tangos, boleros, sambas, fados, sinfonías, jazz,  baladas , salsa ,hard rock.

En éste último caso, noto que los muertos , tengan uno  o diez mil años de permanencia aquí, sienten una especial inclinación por tres canciones :  La oda a la alegría, de Beethoven , Stairway to heaven de Led Zeppelin y Si la muerte pisa mi huerto, de Joan Manuel Serrat.

¿ Las reconocen? Si no es así se las recomiendo.

Son  algo así como el Top tres de las estaciones de radio en Groenlandia.



La fascinación por la música es la única gran similitud. Todo lo demás nos distancia. No hay codicia, no hay envidia,  no hay anhelos, no hay miedo, no hay sumisión, no hay formas de poder entre nosotros.

Al entrar aquí nos invitaron  a despojarnos de esas vestiduras. Ahora andamos desnudos, como Adán y Eva antes de ser  seducidos por la serpiente.

Ah…  una diferencia   esencial : amamos el silencio y el pensamiento.

Ahora mismo suspendo este diálogo  con ustedes y me retiro a mis aposentos.

Piénsenlo. Medítenlo. Se está bien aquí ¿Saben?


PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 4 de junio de 2020

Juego fantasma




Como todos los actos de la vida, el fútbol es puesta en escena, representación que hacemos ante la mirada de los demás.

Sin ésta última no hay relato, testimonio. Y sin narración no hay vida. Sin testigos somos apenas fantasmas vagando en la mente de una divinidad autista.

Jorge Valdano, tan buena pluma como gran futbolista, lo expresa con claridad : “ Sólo adquirí conciencia de la importancia  del gol mío que le dio el título  a la Argentina  en el mundial de México 86, cuando- muchos años después- lo escuché narrado en la voz del legendario José María Morales”.

Y Valdano tiene razones de sobra para saberlo.



Presionadas por el monto de los irracionales salarios que les pagan a los deportistas de élite, así como por los contratos de publicidad y televisión, las  grandes ligas del mundo han decidido reiniciar de a poco sus calendarios con partidos a puerta cerrada.

Alemania fue la experiencia piloto.

No  muy convencido de las bondades de la medida, empecé a formularme preguntas : ¿ Utilizarían  tapabocas los futbolistas? ¿ no les generaría problemas para respirar? ¿ cómo se las arreglarían para mantener el “ distanciamiento social”? ¿expulsaría el árbitro a quienes se saltaran las normas de bioseguridad?

Al final, fiel devoto como soy de ese juego que  los argentinos elevaron a la categoría de experiencia mística, me senté frente al televisor.  Transmitían el reinicio de la liga alemana.

Mi primera gran impresión  la produjeron los rostros de  narradores y comentaristas: parecían una procesión de resucitados que se examinaban mutuamente y se congratulaban por estar de vuelta en el mundo.

Luego, las cámaras ampliaron el ángulo de mira y, de entrada, supe que algo andaba muy mal: esas tribunas vacías, sin banderines, sin tambores, sin camisetas, sin cánticos. A miles de kilómetros de distancia podía percibirse la perturbadora presencia de una ausencia.

La ausencia, el vacío dejado por la gente al morir. Era  como estar ante una de esas consolas donde los jóvenes “ juegan fútbol” en sus aparatos digitales. Es fútbol pero no es.

Y luego, en el campo de juego, los futbolistas mirándose con desconfianza a la hora del saludo. Ni siquiera la nacionalidad común podía vencer la aprensión.

A lo mejor querían abrazarse y festejar el simple hecho de estar vivos, pero  tenían que dar buen ejemplo. Según reza un viejo tópico, el mundo  entero los miraba y estaban obligados  a un comportamiento modélico.

Lo peor llegó después. Promediando  el primer tiempo, una avanzada de argelinos, brasileños, cameruneses, colombianos, argentinos, congoleños y alemanes hilvanó una de  esas jugadas que hacen delirar al más frío de los mortales. La maravilla en estado puro.

La pelota, claro, terminó en la red.

Pero la magia, si duró, no duró nada.



Siguiendo un impulso ancestral,   el autor del gol corrió hacia la tribuna y, de repente, se frenó en seco. Su expresión de estupor lo dijo todo. Con seguridad, lo asustó el vacío, el silencio reinante, la legión de fantasmas levitando sobre las gradas.

Desconcertado, se volvió hacia sus compañeros, que a duras penas contenían las ganas  de abrazarlo y disolverse en  ese amasijo  de goce y sudor que tantos poetas y escritores amantes del fútbol han asociado al orgasmo.

Grave asunto:  en estos días, el orgasmo es considerado cuestión de alto riesgo por la Organización Mundial de la Salud y por las dictaduras que hacen de las suyas durante la cuarentena.



Al final de su desamparo, el goleador apenas atinó a elevar su mirada al cielo,  sólo para descubrir que los dioses del juego  lo habían abandonado para consagrarse   a cuestiones más urgentes.

Ni siquiera la mano de Maradona acudió en su auxilio.

Era pues, un ritual muerto en el momento de nacer, como esas religiones reducidas a mero formalismo   después de siglos de usos y abusos.

Algo así como sentarse a la mesa frente a un plato que alguna vez fue exquisito, pero que perdió todos sus aromas y sabores después de varios meses confinado en el congelador.

Sobra decir que no terminé de ver el partido.  Mi entusiasmo se esfumó. Era  el equivalente a participar en una fiesta sin música ni festejantes. Incluso los ritos funerarios precisan de público.

“¿Qué se hicieron las damas de antaño?”, se  pregunta el poeta  francés Francois Villon en uno de sus versos más célebres. Parafraseando, idéntico interrogante nos planteamos los aficionados¿Qué se hizo la alegría de ayer?

Por algo,  hasta hace apenas tres meses jugar a puerta cerrada era un castigo impuesto a los clubes por una falta grave.



Así que me niego a  ver partidos a puerta cerrada. No quiero ser testigo del momento en que el pobre Messi, luego de  tejer una de esas jugadas suyas que rondan el milagro, se vuelva hacia la tribuna para descubrir que la arremetida del Covid -19 lo dejó abandonado en mitad de un juego fantasma.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada