jueves, 25 de julio de 2013

Es solo rock and roll



Mecerse y rodar. Mecerse y  rodar. En esas dos palabras reside la esencia de  una música que sacude al mundo desde 1953, aunque sus raíces se remonten a mucho más atrás. Mecerse para sacarse de encima las cenizas de un mal  sueño y rodar para reafirmar la condición de peregrino. “Sentirse como un canto rodado”, escribió y cantó Bob Dylan hace cuatro décadas en unos versos devenidos himno generacional.
Y como cantos rodados llegaron cientos, miles de hombres  y mujeres de todas las edades a la versión 2013 del festival Convivencia Rock, una fiesta de ritmos y tendencias que  en la antesala  de la celebración de los 150  años de Pereira se  consolidó como punto de convergencia de nuestras múltiples identidades, expresadas en este caso a través de la música. El  punk, el ska,  el hardcore, el trash, el reggae y el hip hop congregaron  a legiones de fieles seguidores, unidos todos ellos por una única fuente nutricia, a pesar de la aparente disparidad : el rock and roll.
La fiesta empezó el viernes  19 de julio,  víspera del Día de la Independencia.  A eso del medio día  vi  llegar a una panda de universitarios caleños con sus morrales a  cuestas, preguntando  por  una zona para armar sus carpas. Como  ni la organización del evento ni la administración municipal destinaron un área para ese efecto, los muchachos no se hicieron mala leche y optaron por  la vecina terminal de transportes como sitio de alojamiento provisional. Una de las chicas  lucía una camiseta con la inconfundible imagen de Jim Morrison estampada en el pecho. Más tarde  la escucharía cantar, una a una, las letras de las canciones de una banda medellinense llamada Nepentes.
Vi también a una pandilla  de  adolescentes, silenciosos  y ensimismados como si tuvieran sesenta años, fascinados por el virtuosismo del guitarrista de  la agrupación pereirana  Belial. Más allá, un abuelo de sesenta y cinco años saltaba como si tuviera catorce  y arriesgaba sus huesos  en el corazón mismo del pogo, el baile ritual que constituye algo así como la ceremonia iniciática de  los asistentes a los conciertos.
Atendiendo la invitación de los organizadores, muchos menores de edad  asistieron en compañía de sus padres. Era un lujo para el alma  ver  a hombres y mujeres  con pinta de ejecutivos en vacaciones, seguir el ritmo de las baterías galopantes con discretos movimientos de cabeza, mientras sus hijos - ¿ o nietos? - desfogaban  junto al escenario sus millones de unidades de energía acumulada.
No sé el resto de los días, pero el sábado  20 en la noche la afluencia de público superó todas las previsiones. A la hora del  crepúsculo largas filas de fieles devotos  desesperaban aguardando el ingreso al escenario. La   calidad de los eventos anteriores y el poder multiplicador de las redes sociales hicieron que llegaran peregrinos no solo de  las ciudades  vecinas, sino de lugares tan lejanos como Ipiales, en límites con el Ecuador. Salvada la religión, solo el fútbol y la música son capaces de esas cosas.
Los historiadores y los estudiosos de  la sociología han enfatizado siempre el  talante abierto de Pereira y sus habitantes. Su condición de cruce de caminos y lugar de paso consiguieron que desde muy  temprano aceptáramos la diversidad como un hecho natural. En el caso de la música basta con darse un paseo por las calles para constatar esa realidad. En muy poco espacio conviven ritmos y expresiones tan dispares como el bolero, la salsa, el bambuco, el tango, la balada,el rock, la cumbia, el merengue, la ranchera, el vallenato, el jazz, los sonidos electrónicos o la música clásica. Por eso mismo se han consolidado en los últimos años distintos festivales dirigidos a  conservar y multiplicar esas tendencias. De esa manera  La Fiesta de la Música convive sin problemas con el Festival Sinfónico y Convivencia Rock puede ser un buen preludio para el Festival del Bolero.
Uno de los músicos asistentes a Convivencia Rock  celebró sus cincuenta años de vida galopando sobre su batería desbocada. A mi lado, una pareja de adolescentes se juró amor eterno al ritmo de la guitarra de una banda local llamada Endor. No importa si ya olvidaron la promesa. Después de todo la eternidad   puede durar un segundo. Pero ese instante les bastó para sentirse inmortales en medio de un rito pagano que, al fin y al cabo, no es nada del otro mundo: es solo Rock and Roll.

PDT :  les comparto enlace a la presentación de la banda pereirana  Belial en Convivencia Rock 2013
http://www.youtube.com/watch?v=4Xur1Tvlm1w

miércoles, 17 de julio de 2013

Hecho en el asfalto


                                          Fotografía de Camilo Medina
                                                       Tomada de la revista La Urbana

Cansado de oír hablar de  estirpes, gestas, razas, así como de  “heroicos y buenos hijos” resucitados por estos días con motivo de los 150 años de Pereira, decidí echarme a las calles por enésima vez, convencido como vivo de que es en las tiendas de esquina, en los billares, en los parques y en las canchas de fútbol donde se tejen y destejen los  destinos de una comunidad. Siempre es saludable volver al rostro de la gente anónima en medio de tanto prohombre condecorado.
“ Barrio/ Viejo barrio/ que tenés el alma inquieta/ de un gorrión sentimental” dice la letra de un célebre tango escrito a la medida de  los habitantes del entrañable sector de Berlín, ubicado en la comuna Villavicencio. En   una de sus esquinas sobrevive “El milongón”, una suerte de templo presidido por  las voces de Agustín Magaldi, Carlos Gardel, Bienvenido Granda, Felipe Pirela, Olimpo Cárdenas, José Alfredo Jiménez, El Caballero Gaucho y otros  cuantos sumos sacerdotes del sentimiento popular. Sus paredes lucen adornadas con fotografías de un Deportivo Pereira al que las trampas de la nostalgia han revestido de improbables glorias. Por aquí  pasaban legiones de hinchas atormentados  o gozosos, cuando el equipo libraba  sus ya conocidas batallas con el infortunio en el hoy destartalado  estadio de Libaré.
Buena parte de los habitantes de Berlín  descendieron de esos pueblos “ colgados de un barranco”, atraídos por el señuelo  de las fábricas recién  abiertas en el suburbio industrial de Dosquebradas o empujados por una de las  arremetidas de esas violencias  que en Colombia ya se nos volvieron  seña de identidad. En un local de la carrera 10 con calle 5 funcionó durante décadas, hasta la muerte de don Luis Carlos Giraldo, su dueño, un negocio llamado “Mi arbolito”. Era un cruce de tienda, bar y salón de juegos de azar que  albergó durante muchos años a  los más avezados  tahúres del sector. Algunos de ellos se ganaban la vida  jugando a las cartas. Tanto que era escena corriente verlos tomar  una suma de dinero de los depósitos de las apuestas y entregarlo a la mujer  o al hijo para cumplir con la compra del mercado. Al final de la jornada lo sustraído era sumado o restado al balance diario. Azares de la economía.


En los años setentas del siglo pasado una generación entera de muchachos  empacó maletas y  partió hacia Venezuela y Estados Unidos como quien viaja a una tierra de promisión. Muchos trabajaron en fábricas, limpiaron oficinas o se emplearon como peones en   las granjas. A su regreso  abrieron pequeñas tiendas   o almacenes y apuntalaron su prestigio con la exhibición de un televisor o un amplificador de sonido devenidos  resumen  de su éxito mundano.
Otros, como  Wallace,  un hombretón rubio que  primero fue taxista, se embarcaron en  ese viaje sin regreso que cambió para siempre y de manera nefasta la historia de Colombia: el  narcotráfico. Todavía es posible verlos regresar   en las temporadas de vacaciones ostentando los  símbolos  visibles de su nueva vida: una camioneta de última generación, una rubia platino recién operada y una legión de aúlicos consagrados con  alma y vida a su vocación de mensajeros y guardaespaldas.
Durante  muchos años recorrí las calles de mi ciudad  sin más vehículo que  mis pies,  protegidos, eso sí por un par de zapatones de siete leguas y   de puro cuero, fabricados por un par de viejos queridos. Se trata de  Alicia Quiceno y  Ovidio González, vecinos del sector, que  con  paciencia de orfebres y devoción de peregrinos se consagraron durante años  a confeccionar zapatos. Sus productos  estaban pensados para durar y servir. Por lo tanto no pudieron sobrevivir- al igual que miles de familias en el país- a la avalancha  de mercancías chinas  diseñadas para el desecho rápido y vendidas a precios que  hacen imposible cualquier intento de competencia. Para algo ha de servir tanta mano de obra hambrienta y barata.

                                                               Ovidio y Alicia

Su taller almacén ostentaba el nombre de Bianchi. Era  un homenaje al ciclista colombiano Cochise Rodriguez, el primero que se  hizo sentir en las carreteras y velódromos europeos. Bianchi era la marca del equipo italiano que lo contrató. El deportista se retiró hace muchos años, pero Alicia y Ovidio siguen pedaleando, al igual que tantos otros habitantes  de Berlín y de otros sectores de Pereira, empecinados en defender un destino hecho en el asfalto.

PDT : les comparto enlace a la canción de Gardel, Lepera y Battistella citada al comienzo
http://www.youtube.com/watch?v=b0rqyl5TYGE

jueves, 11 de julio de 2013

El país en su espejo




En su libro La conquista de México, el historiador Hugh Thomas  alude a  “la libertad de que gozaba Moctezuma, el emperador de los  mexicas, para cometer toda clase de  brutalidades arbitrarias, incluso fuera de Tenochtitlan, si creía, aun por un momento, que eran para el bien público”.
El bien público. La opinión pública. Antiguos y socorridos  argumentos de los gobernantes patriarcas para imponer al rebaño unas reglas de juego disfrazadas de  defensa del bienestar colectivo, aunque en últimas respondan más a  sus intereses particulares  y a los del grupo de poder que representan. La imagen nos remite a la figura del padre déspota y protector que les asesta día tras día una paliza a sus vástagos, no sin antes repetirles la manida frase aquella de: “Es por su bien, mijitos”.
Un día, uno de esos hijos elegirá entre su libertad y los designios  paternos y entonces pasará a formar parte de la chusma subversiva: no se viola impunemente el cuarto mandamiento. “Honra  a tu padre y tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová, tu Dios, te da” dice el libro del Éxodo en una suerte de promesa que a su vez lleva una amenaza implícita: la de la extinción temprana para los réprobos.
Tal como sucede con los individuos, las sociedades  sin rumbo replican a pie juntillas el modelo del caudillo   benefactor y autoritario a la vez, expresado  a través de un  presidente elegido por voto  popular, una teocracia o un dictador entronizado a troche y moche. Los líderes mesiánicos florecen en  comunidades frágiles, como la Alemania devastada por la  Primera Guerra Mundial, la Rusia sojuzgada por los zares o esos países llamados en vías de desarrollo controlados por castas seculares  que combinan a partes iguales el poder político y económico.  África  y América  Latina  han sido continentes pródigos en ese tipo de  personajes, multiplicados poco después de las guerras de independencia. Acostumbrados a  la  omnipresencia del soberano en los terrenos de la  vida pública y privada, una  vez sacudidos del yugo imperial estos pueblos no tardaron en  extrañar y reclamar la mano dura que los  hacía sentir  seguros y dueños de un destino en el mundo. Como la ley de oferta y demanda funciona también para la política, hecha la petición no tardaron en aparecer las soluciones  providenciales, encarnadas  esta vez  en una sucesión de nombres como Haile Selassie  en Etiopía, Anastasio Somoza en Nicaragua, Alfredo Stroessner en Paraguay, Marcos  Pérez Jiménez   y Hugo Chávez en  Venezuela, Juan Domingo Perón en Argentina o los hermanos  Castro en Cuba.
Da igual si su ropaje ideológico los ubica a la izquierda o  la derecha. En últimas el caudillo funciona a modo de espejo  donde se reflejan los miedos y los anhelos de sus seguidores. De allí la fe  ciega de estos últimos, bastante próxima a la devoción  religiosa. En ese  estado mental cualquier horror perpetrado por el gobernante y sus aliados es pasado por alto si la recompensa  es algo parecido a un derrotero capaz de conducirlos   a puerto seguro, como la figura bíblica de Moisés  guiando a los hebreos hasta  la tierra  prometida.
Si el caudillo es capaz de brindarle una dosis  mínima de tranquilidad que lo exonere de  asumir las riendas de su propio destino, el ciudadano, o  elector  primario que llaman, no tendrá problema en volver la vista hacia otro lado cuando se hacen visibles las corruptelas y arbitrariedades de quien ha elegido como su guía: cualquier cosa menos poner en entredicho a quien con su discurso y sus acciones le brinda un antídoto para las incertidumbres del cuerpo y del alma.
De allí  que resulten tan exageradas las reacciones de un sector de la sociedad colombiana  ante la selección del ex presidente  Álvaro Uribe  como “El Gran Colombiano de todos los tiempos", según  una encuesta de History Chanel ¿De qué se sorprenden? Al fin y al cabo el  hacendado  de “El Ubérrimo” es el espejo perfecto donde se refleja la condición de quienes votaron por él. O s i no hagan un breve repaso de esos ocho años transitados a través de componendas, bravuconerías, insultos, doble moral, amenazas veladas o directas y hasta delitos de cohecho con un solo culpable. Al final verán que no existen muchas razones para sorprenderse. Después de todo, el poeta Rafael Pombo ya definió en una frase certera la esencia del ser nacional : “Mamita dame palo/ pero dame qué comer".

jueves, 4 de julio de 2013

Buenos salvajes



En uno de los foros sobre restitución de tierras adelantados por estos días, un profesor cuyo nombre no deja de contener una buena dosis de ironía, Hernán Cortés, planteó una curiosa fórmula para devolverle la paz al campo colombiano: regresar a los modos de propiedad y producción de las tribus precolombinas que, según  él, hicieron posible la coexistencia pacífica entre los pueblos y la explotación sana y saludable del medio ambiente.
Dada la excentricidad de la propuesta, pues los modelos no son aplicables a un país de casi cincuenta millones de habitantes  con problemas endémicos de violencia rural  y menos a un planeta  que supera los siete mil millones, me di a la tarea de revisar la historia de los pueblos indígenas de América.
Para  empezar, no  encontré rastro alguno de  “coexistencia pacífica”. Todo lo contrario: si algo facilitó  la conquista de  México fue el carácter imperialista de los aztecas. El  resentimiento  provocado por sus invasiones y despojos, hizo  que muchos pueblos se unieran al conquistador como una manera de liberarse del yugo.
Trasladados  más al sur,  al actual territorio  de Colombia , Ecuador, Perú y Bolivia  hallamos una pugnacidad permanente expresada en sangrientas guerras de sucesión ligadas al anhelo de propiedad y dominio. Por su lado, lo del “respeto al medio ambiente”  resulta explicable por la desproporción   entre el número de  habitantes y la cantidad de tierra disponible. La noble idea  de  permitir el  descanso de la Pacha mama mientras se cultiva  en otro lado es impensable hoy en un planeta sitiado por el hambre y por la concentración de las riquezas.
 Eso para no hablar de la estructura familiar de muchas tribus, signada  por  la situación subordinada de las mujeres, reducidas  en muchos casos a la condición de   vientres reproductores  y bestias de carga. Si a eso le sumamos la legitimación de los asesinatos rituales no tenemos propiamente un panorama alentador.
Mucho me temo entonces que el profesor Cortés, poseído de  un caudal de buenas intenciones, como tantos activistas, decidió apelar al viejo y conocido mito del buen salvaje como  salida frente a una encrucijada colombiana en la que grandes  poderes económicos y criminales se proponen asfixiar cualquier intento de reforma agraria.
Como bien lo sabemos,   los filósofos de la ilustración   fueron los encargados de darle soporte discursivo   a un viejo anhelo de la humanidad: el retorno a una improbable edad dorada, tierra de promisión o paraíso perdido donde los hombres vivían en perpetua armonía con el entorno y con el prójimo, es decir  , en  un estado de letal aburrimiento  equiparable a  la parálisis física y mental. ¿A quien se le ocurre semejante idea? Pues a una criatura  sitiada todo el tiempo por la desesperanza  , la frustración y el miedo producido por el simple hecho de estar viva.
Desde finales del siglo XIX una legión entera de  sociólogos, antropólogos y líderes políticos se encargó de reforzar la idea. Según sus teorías los pueblos aborígenes- que desde luego nos legaron  muchas cosas buenas  de  su cosmovisión , sus costumbres y su manera de organizar la vida pública y privada- expresan lo  incontaminado y bueno de la condición humana, mientras los conquistadores, bárbaros y evangelizadores serían lo sucio, lo corrupto y por tanto condenable.
Por fortuna para la salud física y mental de todos, la realidad  no es tan maniquea. Lo que llamamos  cultura es el resultado de  dolorosos  y fructíferos encuentros entre  aborígenes y bárbaros. Entre nómadas y sedentarios. De esas confrontaciones a veces mortales  surgieron las músicas, las teogonías, las formas de gobierno  y de organización económica, así como la gastronomía, las distintas expresiones del arte y las múltiples maneras de explorar y disfrutar la sexualidad. Como resultado de ello tenemos el Popol Vuh pero también El Quijote; el sonido melancólico de las quenas y los acordes de la música de cámara   europea; la paella valenciana y las tortillas mexicanas; las esperanzas de las comunidades utópicas y los horrores del capitalismo extremo. Para bien y para mal, ese  es nuestro  mundo de hoy. En todo caso la solución al acertijo no la encontraremos a través de un salto mortal hacia ese pasado donde habita, bien lo sabemos, la trampa de la nostalgia que todo lo empaña.