jueves, 28 de abril de 2016

Jugador





JUGADOR

Varado en la mitad de la noche

Dibujó los amores que fueron

Los que son

Y los que ya no serán.


Con hebras de silencio

Tejió un refugio  para su corazón

-Contrito y amargo de tanto barajar cartas  trucadas-.


Atendiendo  a un viejo llamado

Desempolvó su sombrero de mago jubilado

Y se lanzó a las calles a decir la buenaventura.


A modo de recompensa

Recibió la moneda del desdén

Y la mirada atónita de antiguos amigos

Que cruzaban la esquina

Ajenos  al delirio del semáforo.


Un año después de repetir la ceremonia

Tres veces cada día

Supo al fin de qué sustancia

Está hecho el olvido.



Tribunas ( Pereira) abril 25 de  2016

 PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=w-WxWv5RgEc

jueves, 21 de abril de 2016

Melodía de arrabal




Que el sistema posee una capacidad  inagotable para convertir en mercancía a sus más agudos contradictores es una verdad palmaria. Para comprobarla basta con evocar la imagen del “Ché” Guevara   estampada en gorras  y camisetas o a los  septuagenarios  Rolling  Stones   engordando sus arcas  en   interminables giras para fanáticos VIP de la tercera edad. Eso  para no hablar de los  militantes de la “izquierda exquisita” devenidos arribistas de primera línea  y renegados de toda  utopía.
Por eso resulta  tan saludable para el cuerpo y el alma darse una vuelta por los arrabales donde  la furia limpia de lo marginal oxigena las ganas de vivir. Allí alientan, por ejemplo, esos futbolistas  sin botines ni balón que inventan  gambetas imposibles, hasta que llega un forajido... perdón, un empresario Fifa, y se los traga para vomitarlos después convertidos en un extraño cruce entre atleta, modelo y figura de la farándula, dedicada a vender calzoncillos, lociones, relojes, teléfonos y  cuanta chuchería se inventan para distraer la  inexorable soledad humana.

                                                 Tom Waits

“Aquí en esta bolsa me cabe la vida/ con ella a la espalda/ soy libre otra vez”, cantaba el baladista Emmanuel en una bella tonada de los años setenta. De modo que continúo  mi excursión mental y  me topo con esos músicos de blues varados en las tabernas surgidas  como hijas del agua a orillas del Mississippi.  Pensando en la infinita dosis de dolor con la que compusieron sus canciones, no puedo evitar preguntarme como  Rafael Alberti: “¿Qué cantan los poetas de ahora?”.  Hasta el mismísimo  Tom Waits es ya una estrella entre los yuppies y los chicos cool. No podía ser de otra manera cuando la rebelión recibe premios MTV y los más contestatarios no resisten la  tentación de  atender entrevistas para revistas de farándula: ahora el Jet set seduce más que andar por las orillas.


“El  Hay Festival es lo  más in. Allí está todo  lo que vale  la pena”, le escuché decir a un aspirante a gloria literaria  en los pasillos de la universidad. Mientras lo decía, encandilaba a sus amigos con fotografías tomadas  al lado de las   estrellas de turno en la edición 2016  de ese evento.  Y tiene toda la razón: allí se conjugan  todas  las ambiciones, las vanidades,  las filias, las fobias y los juegos de poder del mundo literario, en una puesta en escena que resume  en sí misma la razón última del quehacer intelectual en estos tiempos: la  glorificación del yo, con toda su carga de bisutería. Recuerdo entonces a César Vallejo, a Roberto Arlt, a Porfirio Barba  Jacob, a Joaquín Pasos y los pulmones se me llenan del aire  limpio respirado por quienes transitaban esas  cornisas, convencidos de que  la literatura era- apenas y además-  su manera de estar vivos.

                                                     Alejandro Buitrago

Abro  el morral y saco mi ejemplar del libro  Ganas de viajar, del poeta y cronista Alejandro Buitrago. Por supuesto, su nombre no está en la lista de  “los que valen la pena” y creo queél  le importa un rábano: abomina del aura sacerdotal de tantos escritores. Pero qué digo libro: es una obra de artesanía y,  como tal, confeccionada a mano. En sus páginas adquiere  consistencia la idea de que la forma y el fondo son una y la misma cosa. Allí están, transfiguradas, las visiones de sus viajes por América del Sur, que  le han dejado, entre otras recompensas, una mujer peruana y tres hijos. Por allí cruza la  algarabía de sus pies al coronar cerros  imposibles y suenan los acordes de todas esas músicas que narran lo que somos y lo  que no pudimos o no quisimos ser.
Esos  viajes le han dejado libros como hojas al viento que va regando  por ahí a la espera de un lector. Alejandro Buitrago sabe de  orillas y laberintos. Por  eso no desconfía de la vida, que llega cada día con  su pan mañanero y su puñado de besos y versos. A su modo,  va cantando una melodía de arrabal que  nos redime a ratos de  tantas ilusiones vendidas.

PDT : les comparto enlace a la- ineludible- banda sonora de esta entrada

jueves, 14 de abril de 2016

Tambores en la noche




 Al fondo, muy al fondo del tiempo, suena un tambor en la cerrada noche de África.
 A miles de  kilómetros de allí, esclavizados, humillados y ofendidos, una mujer y su hijo siguen a través  de selvas y mares el sonido de ese tambor.
Quizás sea, apenas, el sonido del propio corazón.
Han sido despojados de todo, menos de su anhelo de libertad. Para alcanzarla disponen de una inagotable dosis de dignidad... y de buena memoria.
Sobre esas claves   está construida la novela titulada La hoguera lame mi piel con cariño de perro, de la escritora colombiana Adelayda Fernández Ochoa, ganadora del Premio  Casa de  las Américas en su edición 2015.

                                             Adelayda Fernández Ochoa

Para empezar,  podemos decir que la búsqueda de la identidad individual  es un tópico de la literatura de todos los  tiempos. Está en el Antiguo Testamento  en el relato de José y sus hermanos.  Aparece   una y otra vez en  las aventuras narradas por el viejo Homero. Atraviesa de norte a sur las literaturas hispanoamericanas. De  modo  que la novela de   Adelayda Fernández se  inscribe en esa tradición, y además la honra.
Apelando al recurso de  un diálogo infinito entre  Nay de Gambia y su hijo Sundiata, la autora  reconstruye el camino de sangre y dolor recorrido por  millones de hombres y mujeres secuestrados   en sus bosques ancestrales y transportados  como carne en salmuera hacia las minas  y las plantaciones de América. En esa medida la novela  es la recreación de un oprobio. Pero por eso mismo es también un canto al coraje. Nay le transmite a su hijo   la decisión de volver a la tierra de sus hermanos y sus dioses. De ese modo  le  devuelve el sentido a una vida reducida  a mercancía por traficantes y hacendados. Como telón de fondo, resuena el estallido de la pólvora en las guerras civiles colombianas, de las que los  negros no tardan en volverse otra  vez carne de  cañón.
Al fondo. Muy fondo del tiempo, sigue sonando un tambor en la cerrada noche de  África.


Mientras llega el momento, Nay de Gambia se inventa pretextos para seguir su camino. Al principio sigue  las huellas de Sinar, el padre de su hijo. Más tarde, el guerrero libertario  Candelario Mezú será el  motivo de sus  desvelos. A su  lado, experimentará esos estremecimientos del cuerpo  que a veces  se aproximan al milagro: “Desfallecemos juntos. Afuera se revientan los sapos, y este es  el único nido de mi vida, aquí he vuelto a tener  noticias de mi cuerpo, ¡ah!, tan atento a mis latidos, todo lo presiente, todo lo sabe, surge de la pasión con preguntas sobre mí, y su vigor me abraza, me acaricia, me socava con la tortura más dulce”, recuerda y escribe, escribe y recuerda  Nay, antigua princesa de Gambia convertida en esclava. Quien conserva la memoria tiene  a la mano un arma para proseguir el combate. Así lo dice un antiguo proverbio de sus ancestros: “Mientras el león  no aprenda a leer, la historia seguirá siendo contada por el cazador”.
Al fondo, muy al fondo del tiempo, suena cada vez más fuerte un tambor en la cerrada noche de África.
Nay de Gambia aprendió que en el mundo de los amos blancos todo se compra con oro. Con el fruto de su trabajo ella lo adquiere, lo atesora, lo defiende. Sabe que  es una manera de acercarse al sonido del tambor. Con el oro se cruzan aduanas, se compran  salvoconductos, se consiguen pasajes en  barco y en chalupa, se paga el silencio de los poderosos.


Dotada de un magnetismo sexual  heredado del león y el tigre, Nay de Gambia hechiza por igual a sus  amos  y a sus hermanos. Eso le da una seguridad en sí misma que contagia a su hijo. Movidos por esa fuerza cruzan montañas y pantanos, eluden a los gendarmes  y llegan al mar. Sobrevivientes de muchas celadas  abordan una embarcación que, no por casualidad, lleva el nombre de  Princesa: el mundo está sembrado de presagios y resonancias que  Nay de  Gambia sabe descifrar. El camino de agua los llevará primero a  Europa y luego los dioses  del viento y de la  hoguera se encargarán de aproximarlos a la costa de África, donde al fin  los llamarán por su propio  nombre y les devolverán por esa vía lo más esencial de su sangre y de su historia.
Cerca, muy cerca, suena un tambor en la noche limpia de  África.
 Con un lenguaje  que palpita al ritmo del corazón de los protagonistas, la narradora   ha conseguido acercarlos- y acercarnos- a  lo más cierto de sus raíces hechas  de tierra  y sangre. Al final, resulta apenas   anecdótico que la princesa Nay de Gambia y su hijo Sundiata aparezcan con su nombre y su rol de esclavos en la novela María, de Jorge  Isaacs. Devueltos  por obra y gracia de las palabras a sus  bosques  y a sus dioses, devienen materia  de una memoria  al fin recuperada.  Solo entonces, vuelven a ser uno con su tierra y su cielo, con sus demonios de las cuevas y sus dioses del aire. Plenos de sí mismos sienten, como una recompensa, que la hoguera lame su piel con cariño de perro.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada