lunes, 25 de julio de 2022

Belén de Umbría : a la sombra de los guayacanes en flor

 


 

 El camino de regreso

Cada año, por noviembre, Luis Eduardo Marín, comerciante de frutas y verduras en Corabastos, parte desde Bogotá a las dos de la madrugada en compañía de Lucía su mujer, de Julián y Lorena, sus  hijos, además de Paco y Luna, un perro y una gata que se acomodan en la parte de atrás de su campero Land Rover.

Van en busca de un pueblo anclado en una de las estribaciones de la  Cordillera Occidental,  fundado poco más de un siglo atrás, en unas tierras que una vez fueron habitadas por los indios Umbrás.

Mejor dicho: su mujer, sus hijos, el perro y la gata lo acompañan en busca del paraíso perdido de su infancia, transcurrida en una vereda llamada El Tigre, ubicada a tres horas de caminata desde la cabecera municipal.

A esa vereda, recuerda Luis Eduardo, llegaba el acordeonista belumbrense Alberto Laverde a mecer con  los acordes de su instrumento las nostalgias bohemias del vecindario.

Antes de llegar a su destino tendrán que  bajar hacia las planicies ardientes del Tolima. Luego  de pasar por Cajamarca toman la empinada cuesta hacia el Alto de La Línea,  tan célebre por sus trancones monumentales  como por las hazañas protagonizadas en su cumbre por héroes del ciclismo del talante de Ramón Hoyos, Cochise  Rodríguez, Lucho Herrera o Nairo Quintana.

Al pasar por Armenia  Luis Eduardo empieza a sentirse  en casa: hasta aquí viajaba en tren con sus padres a visitar a sus parientes Rosario  y Lorenzo, desterrados de su vereda durante los días cruentos del Corte de franela y otras atrocidades  perpetradas por la chusma durante los tiempos de la violencia liberal conservadora.

En esa estampida, Alejandrino y Purificación, los padres de Luis Eduardo, fueron a parar a una barriada miserable en el sur de Bogotá.



Ellos, que habían descuajado montañas con sus propias manos y convertido un erial en una próspera finca de café y ganado.

Luego de un almuerzo en  Pereira buscan la ruta hacia La Virginia y emprenden una breve travesía por entre los cañaduzales que surten al Ingenio Risaralda. A la altura de Remolinos cruzan el puente y entonces al jefe de la familia le da un vuelco el corazón: allá arriba en las fincas cafetaleras y en los plantíos de plátano se ven los guayacanes que a la menor  ventisca se arremolinan en una  danza de flores doradas, lilas, blancas y rosas.

No por casualidad su pueblo es conocido como La villa de los Guayacanes.



Disfrutando esa fiesta de colores el hombre siente que solo por eso vale la pena emprender cada año el camino de vuelta a casa.

Más tarde,  una vez ya instalado con los suyos en algún hostal, activará  el ritual  de recorrer la plaza y las calles tratando de reconocer algún compinche de estudios en la   Escuela Santander,  o el rostro de una  muchacha de la que estuvo enamorado cuando   se encontraba con ella haciendo fila para entrar a matiné  en el teatro de Domingo Moscoso.

Quien sabe, a lo mejor ese amigo es  el hombre de panza cervecera que contempla la llovizna como si fuera una materialización del tiempo  perdido.

Tal vez la mujer amada sea esa abuela que se distrae  comprando globos de colores para sus nietos.

De golpe, recuerda el título de una película que lo sobrecogía de terror y lo obligaba a  doblarse en la silla, resignado a recibir el golpe mortal: Santo, El Enmascarado de Plata, contra las momias de Guanajuato

Belén de Umbría, su pueblo, celebra sus fiestas aniversarias en noviembre. Aunque, como sucede con todos los pueblos de la tierra, una es la fecha de fundación  en las leyendas, otra la de sus primeros asentamientos y otra muy distinta la de los hechos administrativos.

 Con el perro andariego

De acuerdo  con las primeras crónicas, por aquí anduvieron los  Umbrás, los Andicas, los Chápatas antes de que las huestes de Jorge Robledo  bajaran desde Antioquia para adentrarse en estos territorios en busca de las minas de oro que siempre estaban un poco más allá de la leyenda.

Por los caminos del conquistador  llegarían tres siglos después los primeros colonos seguidos por el perro andariego que  hoy ya es parte de la mitología de esta zona.

Fue el 10 de agosto  de 1890 cuando entre esos andariegos cobró forma la idea de fundar un pueblo que  les permitiera poner fin a sus afanes. Dicen que fue don Antonio María Hoyos el  hombre al que se ocurrió la idea.

También estaban José María Londoño, Isidro Flórez, Benancio Parra, Santiago Velásquez, Víctor Impatá, Manuel Betancourth y Manuel Hoyos.

Ellos y otros tantos cuyos nombres se han perdido en la desmemoria formaron la primera junta pobladora. Con el  auspicio del párroco Pedro Orozco se dirigieron a  la prefectura de Riosucio, que a su vez se encargó de gestionar  ante la gobernación de Popayán lo concerniente  a su paso de caserío a corregimiento.

Para esa fecha  de 1890 al Inspector  de Policía Pío Ramírez le correspondió la tarea de gobernar esa aldea habitada por cuatrocientas personas, resultado de los primeros cruces entre los colonos paisas y los indígenas originarios.

Pasaron veintiún años, hasta que el 27 de abril de 1911  la Asamblea de Caldas expidió la ordenanza mediante la cual se creó el municipio de Belén de Umbría.

Como cada año, en noviembre de 2017 los descendientes de esos pioneros se dan cita en el pueblo para  reconocerse continuadores de una empresa  que no solo ha sobrevivido a las arremetidas del infortunio, sino que hoy la tiene como la localidad de mayor dinamismo económico y social  en el occidente de Risaralda. De hecho, Belén  de Umbría es hoy el  mayor productor de café en el departamento y ocupa uno de los primeros lugares en el concierto nacional.

Aparte de eso, algunos emprendedores han desarrollado todo un frente económico alrededor del plátano.

La prueba visible son las plantaciones que se ven al fondo. El viento de la tarde sacude las hojas húmedas y deja ver los racimos opulentos.

“Hace veinte años, pa disfrutar plátanos de ese tamaño había que viajar hasta Pueblo Tapao, en el Quindío”, grita un finquero a modo de declaración de principios y completa la faena  bebiéndose una botella de cerveza de un solo trago.



¡Salud! Le dice a su caballo, amarrado  a la puerta del bar y el animal le responde con una serie de relinchos entusiastas.

 

Breve encuentro

A las nueve de la noche del sábado la fiesta alcanza su máximo furor. La plaza principal de Belén de Umbría es la expresión sonora de lo que en el mundo de  la música se conoce como la onda crossover: vallenatos, reguetón, salsa, baladas, rancheras, corridos, cumbias, despecho, carrilera, boleros, tangos, valses, pop, y unos cuantos géneros más forman una  masa compacta de sonidos que abrazan a la multitud y elevan la temperatura del ambiente  de por sí enfebrecido por el licor que corre a chorros desde un dispensador inagotable.

Desde  su reino de siglos, la estatua de Simón Bolívar los contempla. Por un momento  pareciera que quiere bajar de su pedestal para  sumarse a la rumba.

En un café de la esquina una panda de viejos amigos celebra el reencuentro  alrededor de una garrafa de aguardiente. Miguel, que vive en Barranquilla donde regenta un almacén de repuestos. Gabriel, residenciado en Palma de Mallorca, ha venido  porque su mujer española  quería conocer ese pueblo al que los relatos de su marido a la hora de la cena  acabaron por convertir en leyenda.

Belén, por  los pesebres y  Umbría por  la región donde nació san Francisco de Asís.

O por los indios Umbrás que habitaron la región.

Los hijos de esta tierra  no acaban de ponerse de acuerdo al respecto.

Porque también se llamó Mocatán.

Y Arenales.

Bueno, a la mesa también  está sentado Rafael, que comercia con pescado seco del Amazonas.

A estos  tipos con nombre de arcángeles solo  le falta  el Ángel de la Guarda para completar una buena delantera.

Porque a esta hora hablan de fútbol y, entonces, un auditorio empieza a congregarse  a su alrededor.

Gabriel alza el dedo índice de su mano derecha y empieza la homilía:

En Belén tuvimos uno de los mejores futbolistas del país en su momento. Solo que para la época no había tanta televisión, ni publicidad, ni empresarios. Pero si le hubiera tocado hoy, estoy seguro de que habría terminado jugando  en un equipo europeo. Yo he visto jugar en España tipos troncos  por los que pagan millones de euros y a los pocos meses los devuelven  pa la casa.”



Gabriel habla de Hugo Sánchez, claro. Un   futbolista nacido en Belén de Umbría  que desató procesiones fervorosas cuando llegó a jugar en el Deportivo Pereira. Era uno de esos punteros habilidosos que ya no se ven.  Igual que cuando jugaba en los potreros  de su pueblo, hizo estragos en las defensas de los equipos profesionales de Colombia. En Barranquilla hizo recordar a Caldeira. Sus gambetas hicieron que en Medellín los hinchas del Atlético Nacional evocaran a Víctor Campaz. En Bogotá los seguidores de Millonarios lo sufrieron una tarde entera y, para conjurarlo, hicieron que los directivos lo contrataran.

Pero, como tantos otros  futbolistas con raíces demasiado profundas, Sánchez no resistió la capital y se regresó a Pereira, donde le bastaba una hora y media para  reencontrarse con los  que amaba.

Y ese fue el  comienzo del fin de sus días de gloria.

Viviendo en el pasado.

Lucía, la esposa de Luis Eduardo Marín,  es bogotana. Sus hijos, al igual que el perro y la gata, también nacieron allí. Pero todos disfrutan viéndolo recorrer las calles con el aire embelesado de un niño en una feria. Más que con el sabor,  viaja a otra dimensión de su vida aspirando  hondo el olor de las empanadas con ají. Unos pasos más adelante se queda mirando, atónito, a un  viejo centenario que camina apoyado en un  bastón de palo de café, en el que cree ver a su profesor de primaria. Pero la voz de Julián lo devuelve de golpe al presente:

“¿No nos dijiste  que ese profesor había muerto en un accidente?”

Vencido, Luis Eduardo decide llevarlos a conocer el Museo Bolívar. La familia en pleno, incluidos el perro y la gata, lo acompaña, solidaria, hasta la finca La Arboleda, donde ahora está emplazado el museo.



Durante el recorrido les cuenta que todo empezó con la llegada de don Eliseo Bolívar a san Antonio del Chamí, hoy corregimiento de Mistrató. Había partido de  Jericó, Antioquia, siguiendo la ruta colonizadora que conducía hacia el Chocó. Años después se trasladó  al caserío de Arenales, donde fue parte de la junta fundadora.

“Como era muy inquieto por las artes,  se dedicó a coleccionar toda  clase de cosas que después se volvieron  importantes para conocer la historia del municipio. Además escribió crónicas sobre la fundación del pueblo” les contó Luis Eduardo mientras tomaban aire antes de emprender la cuesta final.

Allí mismo les dijo que el actor Pedro Montoya, célebre por su  encarnación de Bolívar en un seriado de televisión, había nacido en Belén de Umbría un 10 de octubre de 1948

“El museo como tal fue creado en 1942, gracias a la iniciativa de su hijo Carlos Bolívar. Fue él quien lo convirtió  en un lugar organizado. Luego de su muerte  en los años ochenta sus herederos, la familia  Gil Bolívar, se encargó de conservarlo.”

En esa casa finca que data de 1894, los recuerdos de Luis Eduardo  conducen a su familia de la mano por unos salones donde se encuentran, como si se acabara de instalar allí, con el piano donde se compuso el himno de Belén de Umbría.

También está la biblioteca, que llegó a contar hasta con cinco mil ejemplares, entre los que destacan libros de ocultismo y masonería, así como las obras de Vargas Vila.

Y eso en una sociedad gobernada con mano de hierro por  el clero  y por el Partido Conservador, que desde  esos días son como decir la misma cosa.

“Y  lo más importante: - y los señala con el índice- aquí están estos ejemplares  que pertenecieron al virreinato de la Nueva Granada y otros que dejó el general Tomás Cipriano de Mosquera cuando estuvo por estos lados”

A  Luis Eduardo no le cabe el orgullo en el cuerpo cuando comparte esas joyas con los suyos. Y eso que  les falta visitar  El Salón de Antiguedades Paisas y El Salón de Arqueología, donde se cruzan los caminos de los pobladores indígenas de la zona y los colonos llegados del sur de Antioquia con los que se amalgamarían después.

De regreso a la plaza principal  no dejan de advertir la cantidad de negocios que han florecido en Belén, a resultas de los recursos  provenientes del café y el plátano, y también de las  remesas  de quienes a partir de los años sesenta del siglo veinte emigraron a Venezuela, a Estados Unidos, a España, a Inglaterra y Australia. Almacenes, boutiques, restaurantes, bares, distribuidoras de productos  agrícolas, bancos y puntos de venta de teléfonos celulares les dan a  sus calles el aspecto de uno de esos distritos comerciales de Nueva York,  San Francisco o Miami que antes solo se veían en las películas.



Cosas de la globalización, recitan algunos.

O de la pura necesidad, replican los más escépticos.

La última travesura.

Es el último día de las fiestas aniversarias en Belén. Ya  han partido casi todos los que llegaron desde lugares muy lejanos. Solo quedan los residentes en Pereira y municipios cercanos como Anserma  o Riosucio.





Pero Luis Eduardo ha insistido hasta el final porque quiere permitirse una última travesura. Después de regatear el alquiler durante un buen rato, ha conseguido que lo dejen conducir uno de  esos  viejos camperos Carpatti que prevalecen  solo en Belén, desafiando el reinado ejercido por los Willys en el resto de la zona. Cuentan que un político de Pereira que fue embajador en  Rumanía  aprovechó sus nexos con  una familia poderosa del pueblo y se dedicó a importar esos camperos que hoy siguen transitando con su carga de hombres, mujeres, niños , víveres y bestias por unos desfiladeros que harían dudar al más avezado de los animales de carga.

Durante dos  horas, sentado al volante del  Carpatti alquilado, Luis Eduardo Marín, Ingeniero Agrónomo y comerciante en  Corabastos, desanduvo los meandros  de su propia memoria en compañía de Lucía, Julián, Lorena, Paco y Luna.



Lugares como Guayabal,  La Planta, La  Selva y El Tigre le devolvieron el aroma de la pulpa del café, de los fríjoles con coles hirviendo en los fogones de leña, de  las astromelias en sus tiestos, de la pelambre mojada de los perros, de la boñiga fresca de las vacas y del cagajón humeante de los caballos.

De vuelta,  empezó a subir el equipaje de los suyos al Land  Rover con parsimonia deliberada. Quería  gozar cada minuto antes del viaje de regreso que los llevaría por La Virginia, Pereira, Armenia, La Línea,  Cajamarca e Ibagué, antes de  cruzar la llanura ardiente que precedería su ascenso hacia Bogotá.

Después de todo, tendrá que esperar  un año antes de volver a la sombra de los guayacanes en flor.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

https://www.youtube.com/watch?v=4KpPcNndcm4



 

 

jueves, 21 de julio de 2022

El espectáculo de las noticias



Fue en 2011 cuando el periodista Edgar Artunduaga, para ese entonces Director de Noticias de Todelar, acuñó una frase que hizo carrera, hasta el punto de convertirse en consigna  para medios y periodistas: "El espectáculo de las noticias en Todelar"

El detalle no es menor. La información siempre fue considerada un servicio,  un derecho de los ciudadanos  en las sociedades democráticas o con esperanzas de serlo.  Los medios eran eso: mediadores entre los acontecimientos, sus protagonistas y los demandantes de  información. Por su lado, los periodistas eran los contadores de historias y los  analistas de la información, de modo que el ciudadano pudiera formarse una visión en perspectiva que lo dotara de criterio a la hora de asumir su rol en la sociedad.

Esa es una de las claves del concepto de democracia participativa. Sólo con sujetos reflexivos y deliberantes puede emprenderse la tarea de una sociedad digna de ese nombre.

El giro hacia la noción de espectáculo hace parte de las  dinámicas propias de la sociedad de consumo y despilfarro surgida después de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de reactivar la máquina, de modo que todo el sistema productivo alcanzara los niveles necesarios para la reconstrucción de un mundo devastado.

En su condición de sobrevivientes, los hijos de la guerra necesitaban celebrar el hecho de estar vivos.  Era inevitable que el sexo recuperara su carácter festivo y gozoso, perdido en  medio de los controles  impuestos por las sociedades puritanas. Por todas partes se ven aparecer cuerpos desnudos y semidesnudos: en los carteles publicitarios, en las carátulas de los discos, en las revistas, en el cine y en la televisión el reclamo de los cuerpos se hace omnipresente: lo que estaba oculto se vuelve espectáculo, objeto de consumo en sí mismo. No es sólo que los pechos desnudos y las piernas al aire vendan más automóviles, viajes al Caribe o botellas de Coca- Cola. La multiplicación del consumo de objetos viene a ser un efecto colateral de la obsesión por la manifestación de la carne desnuda. Casi como una fatalidad del instinto, una cosa lleva a la otra.

“ The medium is the message”, la célebre frase atribuida al teórico Marshall McLuhan, deviene primer mandamiento de la nueva religión.  Según esa visión de las cosas, ya no se necesitan contadores de historias, mediadores: el producto desnudo, despojado de cualquier  otra connotación, se despliega ante los ojos del consumidor.



La guerra, por ejemplo,  se aleja cada vez más de su complejo andamiaje geopolítico y de  su condición de expresión violenta de  atávicas pugnas por el poder. Los televidentes, los radioescuchas, los lectores de periódicos y revistas empiezan a sufrir una mutación. Lo que leen o ven desfilar en las pantallas o en las fotografías, cobra dimensiones  fantasmales. Ya no es la tragedia del semejante, sino la puesta en escena de su drama. La distancia entre la historia y el guion televisivo o cinematográfico se desvanece a una velocidad que no permite distanciamiento crítico.

Todos hemos pensado alguna vez lo que significa la entrega de un premio de fotografía a la imagen de una niña corriendo desnuda en medio de una aldea arrasada por las bombas. Pronto, la fotografía le da la vuelta al mundo y la niña pasa a convertirse en celebridad, junto con el fotógrafo.

Claro, nos han explicado mil veces que la difusión de la imagen le permitió al mundo tomar conciencia sobre los horrores perpetrados por los Estados Unidos en nombre de la libertad y la democracia. Pero no fue eso lo que condujo a la potencia imperial a retirarse finalmente de Vietnam. Fue la conciencia de la inutilidad y el alto costo material y geopolítico de seguir sacrificando hombres en los arrozales de las antípodas. Pensemos nada más en Hiroshima y Nagassaki arrasadas por el fuego. Los historiadores nos han dicho muchas veces que la derrota de Japón ya estaba consumada. Pero se necesitaba mostrar al mundo el espectáculo del poder de una nación que sigue trazando el rumbo del planeta hasta hoy.



Demos un salto en el tiempo y el espacio y ubiquémonos en los ataques rusos a Ucrania. Durante el primer  mes de la ocupación, las transmisiones de las grandes cadenas globales batieron marcas de sintonía. Las imágenes de la tragedia vendían tanto como las del Super bowl,  el Mundial de Fútbol, o los chismes sobre las estrellas del deporte y el espectáculo.  Un par de meses después, los consumidores estaban fatigados y pedían otro tipo de producto informativo. Por fortuna para ellos y desgracia de la humanidad, la historia no para de producir desastres: una nueva plaga o la mutación de las ya existentes, una hambruna en África o los conflictos en Medio Oriente con su estela de buenos y malos. Los efectos del calentamiento global.  Bien empacados al vacío y con las debidas condiciones de asepsia, los productos van y vienen por las góndolas de los  hipermercados de la información. Lo de menos es su sentido: a esta altura del camino lo importante es el empaque.



Con las noticias convertidas en espectáculo, era inevitable que los periodistas y presentadores- cada vez es más difícil establecer diferencias- se convirtieran en estrellas del mismo. El vestuario, la puesta en escena en el estudio, la forma como son presentados por sus patrones, sus gestos y su grandilocuencia nos ubican más cerca de una campaña de publicidad y mercadeo que de un proyecto enfocado  a crear  espacios de diálogo y de construcción de sociedad.

Así las cosas, la frase acuñada por Artunduaga era apenas una  síntesis ilustrativa de lo que había empezado a pasar con medios y periodistas, empujados por la vertiginosa y riesgosa mutación de un oficio que sigue siendo esencial no sólo para las formas sino para los propósitos de la democracia.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=YSGHER4BWME


miércoles, 13 de julio de 2022

El pueblo de las almas en pena


 


 

 

                                       “ Sólo Dios sabe quién está vivo

                                          y quién está muerto”.

 

                                             Gustavo Ibarra Merlano

                                             

                                                 Ordalías

 

 

Fingerbone es un pueblo situado un tanto más allá de la nada y otro poco más acá de las nieves perpetuas. La vida de sus habitantes discurre a orillas de un lago que se congela en invierno y cuando los primeros rayos de sol derriten el hielo   el agua inunda las casas y reduce a sus  ocupantes  a poco menos que una sustancia resbaladiza  bastante cercana a la condición de los peces.

 Una de sus características más visibles es que la piedad de sus parroquianos convive con un alto índice de asesinatos. Una paradoja que nadie ha podido resolver : es como si los asesinos, más que expiar las culpas por sus crímenes, buscaran la absolución por anticipado.

 A esos eriales de Dios va a parar el abuelo de Ruth, narradora de  Vida hogareña, primera novela de la escritora norteamericana Marilynne Robinson ( Sandpoint, Idaho, 1943), publicada en 1980.

 

La narradora lo presenta  así:

 

“ Una primavera mi abuelo salió de su casa subterránea, fue caminando hasta la estación y cogió un tren hacia el oeste. Le dijo al taquillero que quería ir a las montañas, y aquel empleado dispuso que llegara hasta aquí, lo que no tuvo por qué ser una broma pesada, ni siquiera una broma, pues montañas hay, hay montañas incontables, y  donde no las hay, hay colinas. El terreno sobre el que se levanta el pueblo es relativamente plano porque había formado parte del lago. Parece que hubo un tiempo en el que las dimensiones de las cosas se modificaron por sí solas, dejando varios márgenes misteriosos, como entre las  montañas tal como debían de haber sido y las montañas que son de hecho en la actualidad, o entre el lago como había sido en el pasado y el que  es ahora. A veces, en primavera, regresa el antiguo lago. Uno abre la puerta del sótano y se encuentra las  botas impermeables flotando grasientas con las suelas hacia arriba y las tablas y los cubos golpeándose contra el umbral, y la escalera ha desaparecido de la vista más allá del segundo peldaño”. ( página 10).




 

Esa será la atmósfera en la que transcurra esta historia: plena de márgenes misteriosos y de un montón de seres y de cosas golpeándose contra un umbral: el que separa – o une-  este mundo  y el otro, cuyas fronteras sólo pueden ser conocidas por Dios, sea cual fuere el papel que  este desempeña en la vida de los personajes. Poco importa si Dios es una esperanza o una negación. Una paz infinita o un desasosiego sin remedio. A veces, la blancura del cielo es una promesa y en otras deviene amenaza. Para empezar,  nunca se sabe si el acto de tomar un tren fue para el abuelo una decisión, un impulso o un designio del taquillero de la estación (¿Un ser de carne y hueso? ¿ Una metáfora? ¿Un avatar de la divinidad?).

 

 En todo caso es allí donde el viejo funda una familia, aunque a lo largo de la novela uno empieza a dudar si esa es la palabra adecuada para  referirse a  esos seres unidos  por una cadena de azares… aunque, bien visto  ¿ Habrá una sola familia que no sea producto del azar? La fina  ironía del título de la  obra ( Vida hogareña) ya es suficiente para sembrar de dudas el camino. El del lector y el de los protagonistas.

 

Porque en esta historia no  hay certezas como, por lo demás, no existen en ninguna vida. No la tienen Ruth ni Lucille, las dos hermanas protagonistas, ni su madre que opta por un suicidio no carente de mensajes crípticos, ni la abuela , bajo cuyo cuidado quedan las niñas hasta su temprana muerte, ni las tías abuelas solteronas extraviadas en su propio bosque de sombras, ni mucho menos la tía Sylvia, una errática criatura dotada sin embargo de la suficiente lucidez para aceptar que todo está perdido y por eso se abandona a lo que el destino le brinde cada día, empezando por la responsabilidad de cuidar de sus sobrinas.

 

Ese destino ya está prefigurado en la llegada del abuelo ( un singular patriarca fundador) y su muerte en un accidente  del tren donde trabaja. La narradora nos cuenta con detalle el episodio:

 

“ Mi abuelo consiguió un empleo en el ferrocarril antes de llegar a su destino. Parece que se hizo amigo de un revisor que tenía más influencia de la habitual. El empleo no era nada del otro mundo. Era vigilante o  tal vez guardavía. En cualquier caso, se iba a trabajar al anochecer y se pasaba la noche dando vueltas hasta el amanecer, con  un farol. Pero era un trabajador cumplidor y diligente, destinado a ascender. En menos de una década supervisaba la carga y descarga de ganado y mercancías, y seis años más tarde era ayudante de jefe de estación. Llevaba dos años en ese cargo cuando, de regreso de ciertos asuntos que le habían llevado a Spokane, su trayectoria, tanto profesional como vital, llegó a su fin  en un descarrilamiento espectacular”. ( Página 11).




 

Así de sencillo: tanto los trenes como las vidas se descarrilan en cualquier momento. Más adelante se  nos informa de que el tren se precipitó a las aguas del lago mientras sus ocupantes dormían. De ahí en adelante les resultará imposible  diferenciar   el sueño de la muerte. Después de todo, las fronteras entre los dos mundos son tan imprecisas.  Tanto, que el poeta colombiano Gustavo Ibarra Merlano lo  precisó en sus Ordalías : “ Sólo Dios sabe quién está vivo y quién está muerto”.

 

Los cuerpos nunca pudieron ser rescatados.  Su recuerdo adquirió unos contornos acuáticos, anfibios. Desde la noche del accidente pasaron a engrosar la población de ahogados entrevista por los vecinos de Fingerbone en inviernos de noches cerradas. La tía Sylvie, que se  ocupa del cuidado de sus dos sobrinas con un talante adusto , más hijo de un sentido  atávico de la responsabilidad familiar  que de un genuino amor filial, pertenece a esa doble condición: se materializa   para ocuparse de las niñas y se desvanece después en sus ensoñaciones de agua y niebla.




 

Como en todo pueblo chico, los rumores surgen y se multiplican al ritmo del tedio de quienes lo habitan. Cuanto más se amplía la línea del aburrimiento, más crecen las conjeturas sobre la vida del prójimo. De ellas se alimentan los miedos y resentimientos que un día cualquiera  terminan en un asesinato. Eso  conduce a dudar cada vez más de Sylvie y de su idoneidad para hacerse cargo de las niñas. La maestría de  Marilynne Robinson recrea esa atmósfera opresiva con un lenguaje sobrio y sin estridencias:

 

“ Las damas que venían a hablar con Sylvie tenían una intención clara, un propósito definido, pero les asustaba colarse en los laberintos de nuestra intimidad. Tenían unas nociones generales de lo que era el tacto, pero muy poca práctica en su uso, así que tendían a pecar de cautelosas, utilizar indirectas y acababan sintiéndose incómodas. Obedeciendo el mandato bíblico, habían aliviado el dolor de los heridos, cuidado a los enfermos, confortado y llorado con los dolientes, y a aquellos que eran demasiado tristes o solitarios para querer su comprensión los habían alimentado o vestido, hasta donde llegaban sus escasos medios, con el silencio de corazón que haría su caridad aceptable. Si sus buenas obras compensaban la falta de otras diversiones, eso no quería decir que no fueran buenas mujeres. Habían sido educadas para reproducir los gestos y actitudes de la benevolencia cristiana desde su más tierna juventud, hasta que esos gestos y actitudes se convirtieron en una costumbre y la costumbre se arraigó tan profundamente, que acabó pareciendo impulso o instinto. Porque si Fingerbone era notable por algo, aparte de la soledad y los asesinatos, era por su fervor religioso, un fervor en su versión más rara y pura”. ( Página 183).

 

Por lo visto, los  vecinos de Fingerborne sabían llegar al cielo por el mismo camino del infierno.

 

Para los teólogos, el infierno es la incapacidad de amar. O, para ser más precisos: la imposibilidad de conocer a Dios. Por eso  una de nuestras tareas en este mundo consiste en tejer relaciones, construir lazos para no perdernos en las montañas de la locura.

 

En esa medida, el infierno es metáfora del destierro. Los círculos del Infierno de Dante expresan los distintos grados de una ruta que, en la cosmovisión cristiana, es   descenso y ascenso. Muchos lugares  se corresponden con esa clase de metáforas : están situados en un punto de no retorno que excluye toda posibilidad de redención. El amor está ausente de los corazones y Dios es apenas otra forma de la añoranza.

 

Fingerbone participa de esa condición. El nombre mismo despliega inquietantes resonancias: un dedo que señala, que acusa y un hueso que prefigura el ineludible desenlace de toda vida. A ese rincón van a parar los olvidados de Dios y de los hombres. En la página 67 de Vida hogareña la narradora recrea ese aire de fatalidad que sucede a toda tragedia:

 

“ Esta catástrofe dejó tres nuevas viudas en Fingerbone: mi abuela y las esposas de dos hermanos ancianos dueños de una tienda de tejidos. Las dos mujeres mayores llevaban treinta años o más viviendo en Fingerbone, pero se marcharon a vivir  con una hija casada en Dakota del Norte y la otra para buscar los amigos o parientes que le quedaban en Sewickley, Pennsylvania, de donde había salido la novia. Dijeron que  no podían seguir viviendo junto al lago. Dijeron que el viento les traía su olor y que notaban su sabor en el  agua potable; y que no soportaban el olor, el sabor ni la visión del lago”.




 

 

Adoctrinada por  quienes fungen de buenas conciencias  Lucille, la hermana mayor, decide abandonar la casa. A Sylvie y Ruth no les queda una salida distinta a la de convertirse  en  viajeras furtivas de los trenes, algo en lo que ya es experta la tía, acostumbrada  a dormir en parques y estaciones. También  sabe sobrevivir comiendo un día si y otro no, de modo que hasta en eso se convierte en maestra de su sobrina. Sin ser conscientes, desandan el camino del  padre y abuelo, que yace en su lecho de agua, agazapado  tras una cortina líquida que para muchos pueblos es metáfora del olvido. Al fin y al cabo:

 

“La memoria es la percepción de la pérdida, y la pérdida nos arrastra tras ella. Dios en persona se vio arrastrado tras nosotros al remolino que creamos al caer, o eso se cuenta. Y mientras Él permaneció en la tierra recompuso familias. Devolvió a Lázaro a su madre, y al centurión le devolvió a su hija. Incluso recompuso la oreja amputada  del soldado que fue a detenerle, un hecho que nos permite albergar la esperanza de que la resurrección prestará una atención considerable a los detalles. Pero eso no eran más que apaños menores. Siendo hombre, sintió la llamada de la muerte y, siendo Dios, debía de preguntarse aún más que nosotros cómo  sería. Se sabe que caminó sobre el agua, pero no había nacido para ahogarse. Y cuando murió fue muy triste: un hombre tan joven, con tanta vida por delante, y Su madre lloró y Sus amigos  no daban crédito a la pérdida, y el relato se difundió por todas partes, y el duelo no encontraba consuelo, hasta que se Le echó tanto en falta y se Le recordó con tanta fuerza que sus amigos sintieron Su presencia a su lado cuando andaban por el camino, y vieron a alguien que cocinaba pescado en la orilla y supieron que era Él, herido como estaba. Se recuerda muy poco de una persona:una anécdota, una conversación en la mesa”. ( Página 195).

 

En el inagotable simbolismo cristiano se recuerda, sobre todo, la conversación de Jesús sentado a la mesa con sus amigos el día de la última cena. La belleza de esa parábola sigue tan viva que hasta los no creyentes se conmueven ante su representación. Un hombre celebra la inminencia  de su muerte y resurrección  dándose en ofrenda a sus camaradas que, como bien lo sabemos, son la humanidad entera.

 

Y ese es el terrible sentido de la parábola de los habitantes de Fingerbone: no pueden sentarse a la mesa con los vecinos y ni siquiera con sus propias familias, porque se quedaron extraviados en su tierra de nadie, donde , más que un hecho físico, el agua es reminiscencia del olvido y su destino una fantasmagoría tan irremediable como la de los ahogados que se debaten una  y otra vez en su reino de almas en pena.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

https://www.youtube.com/watch?v=xyDKezDLGTM