jueves, 31 de enero de 2013

Ética portátil




Con esa inclinación irrefrenable de los paisas hacia las   palabras en diminutivo,  mi amigo Germán Gómez calificaba de “ Medio hijueputica” a un sujeto que en realidad era un bandido con todas las de la ley: ladrón del erario público,  chantajista y asesino en ciernes, el tipo se paseó durante años por los  salones de la parroquia recibiendo la diaria dosis de adulación de un grupo de  ciudadanos convencidos del carácter  relativo de la ética. En ese peculiar código de valores las cosas son buenas o malas dependiendo del grado de conveniencia  . En esencia la idea se basa en una conocida premisa de los filósofos pragmáticos: el fin justifica  los medios, sin importar cuán  perversos sean estos. Amparados en esa  lógica,   líderes de masas como Joseph  Stalin en la antigua Unión Soviética o  Mao Zedong en la China comunista encarcelaron, desterraron , torturaron y asesinaron a millones de seres humanos  con el argumento de que ese era el precio a pagar  por la conquista de la equidad económica y social. En el otro polo ideológico igual cosa hacen los Estados Unidos de América y sus aliados desde hace más de un siglo invocando el noble pretexto de la defensa de la libertad.
Con algunas variaciones, esa idea no ha hecho cosa distinta a mutar y fortalecerse. En una de las  entrevistas concedidas por el ciclista Lance Armstrong, el hombre intentó justificar sus fraudes con el siguiente razonamiento: “El ciclismo profesional  es un deporte   con unos niveles de exigencia difíciles de imaginar para  el ciudadano de la calle. El cuerpo humano tiene sus límites. Así que  si uno quiere alcanzar la cima  no existe alternativa distinta al dopaje. Todo el mundo lo hace. Solo que en esta ocasión me correspondió a mi  cargar con el castigo”. Si ustedes se fijan bien, el ciclista se presenta como víctima. El culpable de todo es el mundo con sus exigencias de éxito ilimitado. Pero el hombre omite deliberadamente un detalle: en uso de  su libre albedrío, cualquier persona puede renunciar a la búsqueda del éxito si el precio de  este es la enajenación de sus convicciones. Pero no fue así. Como tantos, otros, Armstrong  prefirió  acudir a su proveedor particular, ya no de fármacos sino de ética portátil.
Sumo y sigo. Hace poco un conocedor  de los asuntos informáticos me sacó de dudas: “En términos generales- dijo- los hackers  son unos buenos tipos. Si asaltan los sistemas  de  seguridad de muchas empresas, es para alertarlas sobre su  fragilidad. El paso siguiente es ofrecerles un modelo, sino invulnerable, si mucho más resistente a los ataques” . El viejo truco de la justificación de los medios por el fin  afloraba de nuevo trasladado ahora al universo digital.
Vamos  despacio, le dije. ¿Esas prácticas no las inventaron los mafiosos  calabreses en  las calles de Chicago? Si mal no estoy, el método era el siguiente: los capos enviaban un pelotón de rufianes  a destruir las instalaciones de los negocios de un vecindario, así como a amenazar y golpear a los dueños y sus familias. Al cabo de unos días mandaban  otra cuadrilla  de matones ofreciendo servicios de protección a cambio de unos elevados  honorarios. Poco más o menos lo mismo  hacen hoy muchas de las mafias de laboratorios  que controlan el negocio de los medicamentos: inventan enfermedades para vender el remedio. Con un añadido: en su peculiar visión de la ética vuelta de revés aparecen  como benefactores. Una vez más, el afán de lucro justifica la trampa.
Quizás la clave del drama resida en que, con algunas diferencias de matiz,  todos llevamos en el bolsillo nuestra provisión particular de  ética portátil.  No tuve  otra alternativa. Lo hice por el bienestar de los míos. Si  no lo hago yo  lo hace otro. No calculé las consecuencias. No soy tan bobo como para desaprovechar las oportunidades, son algunas entre las cientos de frases adaptables a  todas las circunstancias, dependiendo de nuestros intereses del momento. Solo así entiende uno las declaraciones de un vocero del Departamento de Estado norteamericano por los días de la invasión  a Irak con el pretexto de unas inexistentes armas de  destrucción masiva.“Si. Se perdieron algunas vidas y unos cuantos edificios  y monumentos  resultaron destruidos. Pero eso  fue algo relativamente perverso, comparado con lo que pudo haber hecho el enemigo” dijo  el fulano y siguió bebiéndose su lata de  Red Bull, convencido del carácter relativo de la ética. 

jueves, 24 de enero de 2013

La pistola de Lennon




Lo leí en un tratado de sicología clínica: las personas depresivas tienden a convertir su mal en una seña de identidad. Si comprendí bien, el razonamiento funciona así: me deprimo, luego existo. Atendiendo a esa lógica un alto porcentaje de mortales buscaría en el entorno un motivo  para deprimirse. Y si no lo encuentran, pues lo inventan: para algo habrá de servir la imaginación. Por ese camino acaban  equiparando la noción de goce a un bajonazo mental. Dicho de otra manera, se  enamoran de la depresión. Eso explicaría, según el texto, la frecuencia con que  los pacientes en tratamiento abandonan los medicamentos: necesitan volver a ser ellos mismos.
No vamos a detenernos mucho en la definición filosófica de  la felicidad. Unos cuantos grados de más o  de menos, todos la  resumimos en  una especie de acuerdo con el mundo dirigido a la satisfacción de los deseos. Las unidades de medida son tan variadas como distintas las expectativas humanas. La gratificación sexual, la conquista del poder, el reconocimiento público, la paz interior o una mínima dosis de seguridad frente a las incertidumbres del universo se cuentan entre las más socorridas. A su vez, lo  más austeros la  definen como ausencia de dolor.
“La felicidad es una pistola caliente”, escribió John Lennon, un depresivo famoso. Ustedes conocen bien la materia de que estaban hechas sus  canciones. Desemboqué en el Beatle leyendo en los periódicos la  reseña de una encuesta donde los colombianos se muestran como los seres más felices del planeta. Tocado por el tono del informe leí el   periódico desde la primera hasta la última página- incluidos los avisos sobre líneas calientes- en busca de las razones para semejante dosis de euforia colectiva. “La reforma tributaria golpea aún más a las clases medias”. “Masacre en finca de Envigado deja una decena de  personas muertas”. “Antitaurinos protagonizan gresca a la entrada de la Monumental” “La fiscalía abre proceso contra el ex presidente Uribe por presuntos vínculos con paramilitares”. “Aumenta la violencia contra mujeres, niños y jóvenes”. “Nuestro sistema vial, entre los peores de América Latina”. “Incremento del salario mínimo no alcanza ni el cinco por ciento”. Salvo el viejo cliché  acerca de  la belleza de nuestros paisajes, la eterna juventud de la diva Amparo Grisales o el más reciente sobre la perfección futbolística y humana de Radamel  Falcao García, no encontré razones de peso para tamaña dosis de  paroxismo.
En ese momento  lo comprendí de golpe: como somos depresivos buscamos en el afuera razones para alimentar nuestras manías y entonces nos sentimos felices. De allí el lenguaje hiperbólico de un pueblo tan atormentado como el paisa, por ejemplo. “Estoy demasiado bien”, me dijo en la calle una antigua amiga al cruzarnos en una calle de Medellín. De inmediato pensé en la fascinación de los habitantes de esa región por  el tango y sus variaciones, entre ellas la llamada música de carrilera o despecho, todas ellas plagadas de relatos sobre abandonos,  penas y olvidos Algo no encajaba en esa exagerada declaración de principios bastante próxima a un manual de auto ayuda ¿Cómo  carajos puede uno estar “demasiado bien”? ¿No debe darse  por satisfecho con estar bien a secas? Pero  claro: la pobre se sienta a ver el noticiero de la noche y ante   semejante recuento de infamias no puede menos que sentirse bien en grado superlativo. Tan bien como Mark  David Chapman, el tipo que vació la carga entera de su pistola sobre el cuerpo de John Lennon a la entrada del edificio Dakota en Nueva York. Para Chapman el mundo era demasiado bonito con el músico  paseándose  por el vecindario. Por  eso desenfundó su pistola caliente. Ante la visión del  cadáver de su ídolo las cosas volvieron a la normalidad: el asesino pudo al fin sentirse exultante. Tanto  como los colombianos  que  ante las preguntas calculadas de los  encuestadores dicen sentirse exageradamente felices.


PDT: les comparto enlace a la canción citada


http://www.youtube.com/watch?v=xTU2Y0VFH0E











jueves, 17 de enero de 2013

De piedras y carteles




“La corrupción es inherente a la  condición humana” dijo un cruce de filósofo y presidiario colombiano de apellido  Nule . Es improbable que el sujeto en cuestión haya leído  a San Agustín, pero es conocido que su familia de políticos y empresarios se enriqueció en buena medida gracias  a sus contratos con el Estado, modalidad que en el tercer mundo constituye  un camino expedito para el tránsito del patrimonio público a las arcas privadas. La cita  vino a cuento en medio de la conversación con un amigo teólogo recién desempacado de Roma. Impaciente por mi incapacidad para comprender el misterio de  la  santísima trinidad y del catenaccio en el fútbol el hombre, buen jesuita como es, optó por el camino del medio, se echó un  buen trago de   vino tinto al coleto y propuso hablar de las mafias, carteles y  cofradías que desde el comienzo de los tiempos se organizan para controlar el mundo.
Su salida me sirvió de pretexto para soltar una vieja inquietud que ronda la herejía en una familia de católicos , apostólicos y paisas como la mía : en realidad el Pedro del Nuevo Testamento no fue un humilde pescador. Era el jefe del cartel del pescado en el área de influencia del mar de Galilea. De otra manera no se explica que un líder de multitudes tan brillante como Cristo lo  escogiera para fundar una religión con pretensiones universales, o globales, como dicen los profetas del siglo XXI. “Pedro, tu eres piedra y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”  es la frase citada por esos formidables cronistas y poetas que son los evangelistas, sobre todo Marcos, que en asuntos de símiles y metáforas  sabía tanto como un  bardo del Siglo de Oro español. Pedro era quien imponía los precios, fijaba cuotas de compras y ponía las condiciones  del mercado, le expliqué a mi interlocutor que, atacado por una risa nerviosa, apuró de un trago el resto de la botella  de Casillero del Diablo y se dispuso a destapar  la siguiente.
El asunto es  sencillo: donde quiera que exista una fuente de poder no tarda en formarse un cartel dispuesto a controlarla, por las buenas o por las malas, para dirigirla en su propio beneficio. Cuando son ilegales, esos grupos se llaman mafias a secas. Entre ellas, las que  recrea Mario Puzzo en sus novelas son apenas las más recientes. Si funcionan amparadas  por la ley  reciben el nombre de Estado, academia, magistratura o lo que se les antoje a sus creadores.  Por supuesto, siempre habrá  de por medio una causa noble que justifique las tropelías.  Si  creen que exagero, remítanse a las componendas que rodearon la  recién horneada reforma  a la justicia o al mas distante  ejemplo del retoque a un “ articulito” de la Constitución  que permitió  la reelección de un redentor forjado a la medida de la angustia de los colombianos. Todo fue legal, lo que no significa en sí mismo una garantía : uno no puede confundir lo que está bien con lo que le conviene. Pero tampoco es necesario ir tan lejos. Basta con aproximarse a los cenáculos académicos para hacerse a una  idea. Mientras  los cofrades citan a Aristóteles, a Habermas a  Morín o algún otro gurú recién inventado, en  el salón contiguo se hacen los negocios para los nombramientos de profesores, los viajes, las pasantías y las publicaciones que  conforman todo ese entramado de poder. Magister dixit, es la consigna.
Podríamos seguir enumerando hasta  el infinito : El cartel del sexo, del deporte, de la política, de la prensa, de la salvación eterna. Hace poco me abordó en  la calle un cruce de Yuppie y pastor que se ofreció a salvar mi mal reputada alma por una tarifa redimible en cómodas cuotas mensuales, como si se tratara de una nevera  No Frost, una Blackberry o  un televisor de plasma . A  propósito: no  hemos hablado del cartel de la tecnología, que en principio  vendió la idea de Internet como el reino recuperado  de la libertad y ahora se  dispone a cobrar el menor suspiro de sus usuarios.
Bastante achispado por el vino que se bebió sin consideración por su prójimo, mi contertulio se levantó de pronto, preocupado por los efectos que esa conversación sobre pescadores y carteles pudiera tener en su futuro eclesiástico.  Para calmarlo, le  juré por la memoria de mi abuela Ana María, conocedora como pocos de los códigos del cartel  de la familia, que ni aún  bajo tortura  revelaría su identidad. Al menos  he conseguido llegar al final de este relato sin violar el juramento.

jueves, 10 de enero de 2013

La infinita locura




Le debo a don Raúl Faín Binda, de BBC Mundo,  el recuerdo del siguiente diálogo entre Alicia y el gato de Cheshire , en una de las páginas de Alicia en el país de las Maravillas:
- “ Todos somos locos aquí. Yo estoy loco. Tu estás loca”
-“¿Cómo sabes que estoy loca?” dijo Alicia.
-“ Debes serlo, o no habrías venido aquí”.
Ese aquí puede ser Enfield , la ciudad de Massachusetts donde  transcurren  las desventuras  sin cuento de los personajes de La broma Infinita, la novela del escritor  estadounidense  David Foster Wallace, muerto por suicidio a los  cuarenta y seis años,  en 2008. No hay una sola página en la que no habite al menos  un  personaje desquiciado por el peso del entorno, de la historia personal o de los espectros desatados una milésima de segundo después del Apocalipsis.
Jim , el padre de los Incandenza, pone fin a sus días introduciendo la cabeza en un horno de microondas. La elección del método no es resultado del azar: el artefacto opera a modo de alegoría de una comunidad que, por indolencia o falta de tiempo, no puede permitirse el lujo de  alimentarse con productos frescos. Por eso todos andan con la cabeza más o menos recalentada.
Estamos en la Norteamérica de la interdependencia. México y  Canadá  han sido absorbidos  por su vecino. Los días son los del Tiempo Subsidiado y los años no se cuentan en cifras sino que llevan nombres como Año de La Muestra del Snack de Chocolate Dove, Año de la Ropa Interior Para Adultos Depend o Año de Los Productos Lácteos de la América Profunda. Es decir, hablamos de un territorio gobernado por las corporaciones y por la pulsión del consumo como única motivación real: el mundo profetizado por los filósofos y los artistas de mediados del siglo XX. En ese universo las viejas experiencias religiosas fueron suplantadas por una entelequia denominada entretenimiento, que lo gobierna todo. A  la búsqueda de una  forma  perfecta de ese entretenimiento dedica parte de su dislocada vida el padre de Hal, Mario y Orin Incandenza.  En su intento fallido deja para la posteridad una colección de películas inclasificables para los críticos
Pero Jim Incandenza es también el fundador de una academia de tenis basada en los principios espartanos del sacrificio  y la  renuncia a los placeres: una especie de parábola sobre la religión del éxito  a toda costa como principio y fin de todas las cosas. Como en los viejos ritos, esa cosmovisión exige a las criaturas la renuncia de sí mismas  a modo de cuota por el reino prometido. Sin embargo, más temprano o  más tarde los oficiantes  deben enfrentarse a la antigua e ineludible pregunta: ¿ Cuál es el sentido de todo esto? A menudo, la respuesta consiste en meter la cabeza en un horno de microondas o apelar al infinito catálogo de narcóticos disponibles en el mercado, porque a esta altura del juego late la  sospecha de que el combustible más solicitado por  los norteamericanos del posmilenio  no es el petróleo si no la droga, desde el casero Valium hasta los compuestos más mortíferos. Al fin y al cabo  la alucinación química es la única manera de ajustarse a los nuevos ritmos y de soportar los desafíos que se impusieron a sí mismos
A ratos, Enfield parece la escenografía trucada de un capítulo de Los Simpson. O el  sórdido arrabal donde transcurren las desoladas canciones de Tom Waits. Allí palpitan el desasosiego  del sexo, las violencias veladas al interior de la familias, las mezquindades profesionales y la paranoia política latente en todas las variantes del fascismo . Como paliativo se ofrece  el discurso huero de las sectas nueva era  o la  alienación refinada de las organizaciones  promocionadas  como salvación frente a las drogas o el alcohol.
Al final de las casi mil doscientas páginas de la novela asistimos al delirio agónico de  Gately, el delincuente drogadicto que en el sopor de la fiebre rescata fragmentos de  su propio pasado como restos de un naufragio    que es el de todos : el suyo y  el de los ciudadanos del siglo XXI navegando  a la deriva a bordo de  esta nave  de los locos que la pluma impagable de David Foster Wallace nos legó a modo de espejo.

PDT: para muestra, les comparto enlace a una canción de Tom Waits : Romeo is bleeding 
http://www.youtube.com/watch?v=iKI_ex5-OCA

jueves, 3 de enero de 2013

¿Todo vale?



La esencia del pensamiento liberal, concebido en términos de hombres como John Locke, reside en una idea: el esfuerzo de los individuos en la búsqueda   y defensa de sus intereses particulares acaba por beneficiar a todo el cuerpo de la  sociedad. De esa manera un científico motivado por su espíritu inquieto y sus expectativas de prestigio personal tarde o temprano descubre  un producto, un medicamento o una vacuna destinados a mejorar las condiciones de vida del conjunto de los seres humanos. El mismo concepto valdría para las fuerzas que mueven a comerciantes, industriales, académicos, políticos, clérigos, artistas y toda suerte de trabajadores. Es  en ese contexto donde el liberalismo defiende los derechos del individuo como algo inalienable. Allí caben por igual la libertad de opinión, de empresa, de culto religioso,  de libre desarrollo de la personalidad y todas las demás.
En principio  el argumento luce bien.  Es más, parece  adecuarse con  facilidad al sentido de lo que suele llamarse la condición humana. Sin embargo, como sucede a menudo con los grandes ideales, el sueño de los   filósofos liberales no tardó en  distorsionarse, al punto de  derivar en aberraciones como aquella del darwinismo social: en la jauría humana solo sobreviven los más aptos y la única consigna es el sálvese quien  pueda. Este último precepto subyace en los postulados de lo que se dio en denominar  neoliberalismo, aunque se trate  en realidad de la vieja doctrina llevada  a  extremos que trascienden todo posible código ético.
No es difícil concluir que algo muy sutil y definitivo se rompió en el camino, como sucedió por lo demás con  todo el proyecto de la ilustración, dirigido  en principio a liberar a los hombres de las ataduras de la necesidad y la superstición. El resultado de todo eso- pensaban los  artífices de La enciclopedia- sería una sociedad conformada por  sujetos autónomos, capaces  de regularse  a  sí mismos y  en esa medida respetuosos del contrato social.  En ese objetivo coincidieron durante mucho tiempo liberales, socialistas, anarquistas y  un amplio sector del pensamiento cristiano.
Pensé en todo eso después de escuchar las declaraciones de  una funcionaria del gobierno colombiano, responsable del programa de vivienda   gratuita, considerado por muchos un simple gancho para garantizar votos en  el propósito  reeleccionista del presidente Santos. La  operación aritmética   es elemental: cada familia agradecida puede desatar una cadena de electores capaz de pesar en los resultados finales. O eso al menos pensamos las malas conciencias. Pues bien, al escuchar este   cuestionamiento la funcionaria se limitó a  responder: “ No veo dónde esté el problema. Al fin y al cabo, cada quien  trabaja por  sus intereses”. Como ustedes ya lo advirtieron, es ahí donde  reside el problema: en esa amañada visión del mundo, los intereses   individuales priman sobre  los demás, incluso si se trata de echar mano de los recursos públicos en beneficio personal. Nadie  pone en duda  la necesidad de vivienda digna para varios millones de colombianos. Lo discutible es la inversión del viejo principio  liberal: en este caso  los intereses colectivos son  apenas el pretexto  para  alimentar los apetitos personales. Es decir, asistimos al punto y al momento en que el individualismo se convierte en egoísmo puro. Y bien sabemos que son dos conceptos muy distintos.
La misma lógica perversa opera en sectores tan fundamentales como la salud. Como todos queremos vivir y hacerlo en las mejores condiciones posibles, esa  necesidad devino terreno abonado para el florecimiento de mercachifles de toda laya. Laboratorios consagrados a inventar enfermedades para vender el remedio. Sistemas  de servicios donde el organismo de la persona es apenas parte de una cadena productiva que no cesa de facturar desde el nacimiento hasta la muerte.  Buena parte del gremio médico alejada de sus viejos principios y entregada en cuerpo y alma a la operación costo beneficio configuran un panorama  donde la buena salud de la gente resulta un mal negocio. En realidad es al revés: se necesitan enfermos para alimentar el sistema.
Por ese camino torcido, los siempre admirables esfuerzos de los individuos por superarse a sí mismos desembocaron  en la justificación del todo  vale. Y ya lo sabemos: La  consigna  en cuestión es la responsable de   esa forma tan nuestra de postular  una ética al revés en la que el cinismo es el valor supremo.