jueves, 28 de febrero de 2019

Ciudadanos y redentores





 Es bien sabido que nuestra vida  está definida por relatos, tanto en lo personal  como en lo social.

Dicho de otro modo: sin relatos no hay sentido.

Tenemos el relato  familiar.  Ah… los heroísmos de los “abuelos que siempre ganaban batallas”, para decirlo con palabras del poeta Joaquín Sabina.

A menudo invocamos el relato de la Edad de Oro,  “Cuando todo el mundo era feliz” y salimos a hacer estragos en busca del paraíso perdido.

Pero también los relatos se vuelven hacia el futuro y  devienen promesas de índole social o política.

Entonces empiezan a desplegarse capítulos y subcapítulos: la democracia, el socialismo, el comunismo, el liberalismo, el capitalismo, el fascismo, el nazismo, la social democracia.

A pesar de las diferencias, todos ellos están hermanados por un elemento común: la  formulación de una promesa encaminada a mejorar las condiciones de vida de La humanidad, otro concepto bien difícil de asir.

En resumen, todos están soportados en distintas formas de una abstracción  condensada en la frase:  
“Conquista de la felicidad”.

Publicistas, curas y políticos saben bastante de eso.

Para tener un asidero, todas esas abstracciones deben encarnar en un  rostro: el obrero, el campesino,  el consumidor de clase media, las élites.

En  los últimos dos siglos esos rostros han vuelto a convertirse en una abstracción que todos invocan: El Ciudadano, así con mayúscula.



Voy  a las páginas del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en busca de ayuda y encuentro las siguientes definiciones  de ciudadano:
 
-      Natural o vecino de una ciudad. 

-      Perteneciente o relativo a la ciudad  o a los ciudadanos. 

-       Persona considerada como activo de un Estado, titular de derechos políticos y sometido  a sus leyes

-       Hombre bueno ( el hombre que pertenecía al estado llano)

-      Habitante libre de las ciudades antiguas

Para efectos de ésta reflexión sólo me sirve el punto cuatro: la persona  considerada como activo de un Estado, titular de derechos políticos y sometida a sus leyes.



¿Pero quién construye a esa persona para que asuma su rol?

En principio lo hacen la familia y la escuela. Luego llegan los partidos políticos, las iglesias y los medios de comunicación, cada uno con su propio formato, pero todos imbuidos de una idea: el ciudadano es el actor de la democracia.

Pero omiten decirnos que ésta última es una creación de la burguesía  para legitimarse a sí misma, a través de un bien conocido juego de formas: el poder económico  define sus objetivos, el poder legislativo crea leyes en consonancia con esos objetivos, el poder ejecutivo las hace cumplir y la justicia funciona como arma de control y neutralización de las posibles – y probables- amenazas.

¿Y el ciudadano?

Bueno, es el que legitima todo eso y así se siente protagonista de algo…aunque no tenga muy claro de qué.

Por eso todo el tiempo el poder invoca conceptos tan sugestivos como “El pueblo soberano”, “El constituyente primario” o “La voluntad popular”.

Esas cosas suelen  investirlo de una mezcla de magnanimidad impregnada de mesianismo: El ciudadano les dio potestad para conducirlo en busca de la promesa de felicidad: Moisés guiando a su pueblo en la travesía de El Mar Rojo.

Hasta ahí todo parece  formar parte de una estructura perfecta… hasta que uno le echa un vistazo al Mapamundi y las inquietudes empiezan a abrumarlo:

¿Qué clase de ciudadanos son los que votaron en masa por el Brexit en Gran Bretaña? ¿Nadie les informó que desde los tiempos de la Revolución Industrial el mundo camina en dirección contraria?

Si hubieran leído a Marx, el viejo sabio les habría advertido del peligro en sólo una de las páginas de El Capital.

Pero claro, como canta con ironía otro poeta- los grandes poetas lo intuyen todo- “Carlos Marx  está muerto y enterrado”.



¿Qué clase de ciudadanos eligieron presidente a un personaje como Bolsonaro, aquí nada más en el vecindario?

Sin duda, no un colectivo formado por individuos  autónomos, sino una masa acrítica aterrorizada por la violencia magnificada desde los medios de comunicación, interesados en  condicionar a los potenciales electores.

¿Quiénes escogieron al conductor de un reality show  como presidente del país más poderoso del planeta?

La respuesta salta a la vista: lo escogieron las audiencias cautivas, incapaces ya de diferenciar el espectáculo de la realidad.



Y  aquí, en el pedazo de tierra en el que intentamos sobrevivir ¿Quienes eligieron volver al pasado disfrazado de renovación, avalando la voluntad de hacer trizas unos acuerdos de paz frágiles y por eso mismo necesitados de respaldo moral y material?

Bueno, ustedes ya saben: un rebaño dócil    empujado por toda suerte de sectas religiosas y laicas-  también son legión- y, sobre todo, por unos medios de comunicación que no   escatimaron energías para darle rostro nuevo a la vieja amenaza del comunismo.

Hasta  crearon una marca registrada: “El Castrochavismo”.

Así nos encontramos al finalizar  la segunda década del siglo XXI: chapoteando entre la  difusa noción de ciudadano y la cada vez más estridente voz de los redentores.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
 

jueves, 21 de febrero de 2019

Pongamos que hablo de Joaquín






Como buen hijo de policía, no tuvo más remedio que volverse  anarquista: fue su manera de restablecer el equilibrio en las fuerzas del universo.

Asfixiado por el olor a sacristía de la dictadura de Franco huyó a Londres. Se ganó el pan de cada día cantando en el metro y durmió a pierna suelta en las bancas de los parques.

En las  noches  del Madrid de sus entrañas ya había aprendido   en  bares y esquinas de faroles rotos todo lo que uno debe saber de la vida.

Una vez se definió como  “Un anarquista  incapaz de saltarse un semáforo en rojo”. Cabalgando sobre esa  declaración de principios acaba de llegar a  sus primeros setenta años de vida.

Nació un 12 de febrero de 1949 en el pueblo de  Úbeda, provincia española  de Jaén. Es  un hijo  díscolo de esa generación que los sociólogos bautizaron como los “ Baby boomers” : los niños de la bomba atómica.

Solo que en lugar del paraíso del consumo o las pesadillas de las guerras encontró la poesía.

Y se puso a cantar.

Y no de cualquier manera: sus versos tienen el ritmo perfecto aprendido en la lectura de los poetas del Siglo de Oro español.



De modo que su mala voz, como de papel de lija, pasó a un segundo  plano. No la necesitaba para cantar- y contar- maravillas como  ésta: “Lo que sé del olvido/lo aprendí de la luna/lo que sé del pecado/ lo tuve que buscar/ como un ladrón debajo/ de la falda de alguna/ de cuyo nombre ahora/ no me quiero acordar”.

Pongamos que hablo de  Joaquín Sabina, ese poeta enorme que, junto a Serrat, Lou Reed, Leonard Cohen y Tom Waits, también se merece el Nobel por su capacidad para nombrar las facetas más luminosas y oscuras de nuestra existencia.

Y cierro aquí lo del Nobel, para no alentar una discusión con los puristas empecinados en que literatura es solo aquello que  viene empacado en libros.

Sumo y  sigo. Como tantas cosas bellas de mi vida, fue mi hermano Juan Carlos Pérez quien me puso   en las manos  un vinilo titulado Hotel dulce hotel: toda una refutación de  las improbables seguridades de la institución matrimonial.



Corría el año de 1988. Desde entonces no he dejado  de  frecuentar ese cancionero en el que las delicias del amor furtivo conviven con su devoción por el Atlético de Madrid y por los bares de copas; con su amistad a  prueba de fama con Joan Manuel Serrat- “Mi primo el Nano”-  y sobre todo con un espíritu indomable  que se enfrenta con versos a todas las formas del poder, es decir, de la podredumbre que nos rodea por todas partes.

Esa resistencia lo llevó a  celebrar la marginalidad, porque, más allá de los discursos políticos, son los orilleros, los que viven a salto de  mata, quienes realmente  desafían al poder un día sí y otro  también.

Por eso compuso  esta suerte de oda titulada Que demasiao:


Macarra de ceñido pantalón
Pandillero tatuado y suburbial
Hijo de la derrota y el alcohol
Sobrino del dolor
Primo hermano de la necesidad
Tuviste por escuela una prisión
Por maestra una mesa de billar

Te lo montas de guapo y de matón
De golfo y de ladrón
Y de darle al canuto cantidad
Aún no tienes años pa votar
Y ya pasas del rollo de vivir
Chorizo y delincuente habitual
Contra la propiedad
De los que no te dejan elegir
  

   
  
Es  esa forma de oscura belleza  la que le ha asegurado un lugar en la historia personal de quienes, a pesar de que parecen haber “triunfado en la vida”, intuyen el engaño. De los que recorren el camino  abrumados por la sospecha de haber sido timados en algún recodo y por eso   se duermen cada noche recitando los versos de una canción bella y afilada como un cuchillo de pedernal:

“Pero si me dan a elegir/ entre todas las vidas/ yo escojo/ La del pirata cojo/con pata de palo/con parche en el ojo/con cara de malo/ el viejo truhan capitán/ de un barco que tuviera por bandera/un par de tibias y una calavera”.

Pongamos que hablo de Joaquín.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada