miércoles, 30 de junio de 2021

Zweig o el difícil oficio de vivir




                         Hacer todo el bien que sea posible, amar la libertad

                         por encima de todo, y aun cuando fuera por  trono,

                         no traicionar nunca a la verdad.

                                                      Beethoven (Hoja de album,1792)

                                                       Citado por Romain Rolland.


Para una época despojada de valores y principios como la nuestra, resulta difícil comprender la dimensión precisa  de un escritor como Stefan Zweig.

Su honestidad artística y vital, su confianza en las fuerzas del espíritu,  la coherencia entre vida y obra  se  antojan extraños en un mundo de artistas hinchados por el mercadeo y la publicidad y, por lo tanto, prendados de sí mismos. Es tanto su nivel de postración que, de vez en cuando y para tranquilizar la conciencia, firman manifiestos colectivos en señal de protesta por alguna causa y con eso ya se sienten redimidos de toda responsabilidad.

Luego vuelven a lo suyo: la lucha incesante por obtener la bendición de los grandes centros de poder cultural: revistas especializadas, críticos, academias, premios, cenáculos. Esa tarea absorbe todas sus fuerzas y les impide atender las grandes convulsiones de su tiempo, las que forjan el destino de todo gran artista.

Igual que Robert Musil, Joseph Roth, Heimito von Doderer, Thomas Mann y Franz Kafka, Zweig presintió desde muy temprano el tañido de las campanas que anunciaban los infiernos por venir:  los de la glorificación y el reinado del fanatismo y los totalitarismos, expresados en dos guerras mundiales, la de 1914 y la de 1939 . Había nacido en Austria en 1881  y crecido en la etapa final del Imperio Austro-húngaro, el de las últimas dinastías de los Habsburgo y eso por si sólo bastaba para marcar el espíritu de una generación.

La estructura social y política de las monarquías sedujo siempre por su ilusión de eternidad y, por lo tanto, de estabilidad y seguridad. Salvo alguna intempestiva guillotina, los reyes suelen durar muchos años. Los criterios de sucesión están definidos con el carácter inexorable de un designio divino. Además, del trono hacia abajo, todos tienen asignado su lugar:  consejeros, ministros, áulicos, ayudantes de cámara, clérigos, artistas y amantes.



                                       Grabado del centro de Viena

Quienes ocupan la parte más baja, sienten que están  guiados por una figura paternal  y sabia,  bajo cuya sombra nada deben temer.

Así que nunca hay mucho de que preocuparse.  Salvo una hambruna, una guerra o un cruento cisma, el futuro siempre se antoja  previsible.

Pero es sólo una ilusión. Allá afuera, lejos del reino, la sociedad sigue su curso. Las aguas subterráneas se agitan y enturbian.  Sólo los hombres más lúcidos intuyen que algo anda mal. Un día, alguien advierte que el rey anda desnudo y entonces afloran las primeras grietas.

Quien puede mirar  a través de esas fisuras no tarda en presentir el advenimiento de una revolución, algo que representa una  amenaza mortal para el reino, pues  tarde o temprano acaba por hacer trizas el sistema de valores  vigente.

“ Todo lo sólido  se desvanece en el aire” escribió Karl Marx al respecto, con su agudo sentido de la historia.

Con frecuencia es bastante tarde cuando la gente advierte que el mundo empieza a  moverse bajo sus pies.  Para dar cuenta de ese momento, Stefan Zweig escribió su obra  El mundo de ayer, Memorias de un europeo. Pero decir Memorias, así a secas puede ser una fuente de equívocos: con algunas excepciones, ese tipo de libros suelen ser  meros rodeos alrededor del ego del artista.

Para  Zweig en cambio,  un libro de memorias debe ser una bitácora de viaje. Por eso advierte de entrada : “ Si en algún momento hablo de mi éxito como escritor, lo hago para que el  lector tenga una idea  precisa de las alturas desde donde fui arrojado, en un intento por despojarme de mi condición de hombre y de escritor. Es decir, de testigo, protagonista y narrador de mi tiempo”.

Acto seguido, le  consagra  546 páginas (Acantilado, edición 1976) a la recreación minuciosa de los momentos esenciales de su vida, desde sus días de infancia, juventud y madurez, en un intento siempre afortunado de mostrarnos las claves de un mundo que, como  el suyo, acabó por desintegrarse en mil pedazos, llevándolo a una errancia perpetua que sólo alcanzó el sosiego con su suicidio en Petrópolis, Brasil,  en 1942.

El libro  abarca ciclos que corresponden a los de la vida del narrador. Una infancia y juventud en los que la música  y la literatura fueron una presencia constante. La familiaridad con los  grandes maestros, entre los que destacan Rilke, Hofmansthal y Richard Strauss. Los primeros intentos de escritura  y los instantes de arrobamiento.

Pero también están las zozobras de todo joven: los asaltos de la sexualidad en una sociedad encorsetada y sometida a grandes controles sobre el cuerpo. La consiguiente  doble moral de los adultos. La puerta de escape hacia la prostitución o la aventura nocturna hacia el cuarto de la criada.

Luego vendrían los momentos decisivos: la afirmación del propio ser, expresada en la firme decisión de no someterse a ninguna  forma de poder que lo acompañó hasta el final, se hizo carne en su propia existencia, traducida en la lucha integral por ser un hombre: toda una declaración de principios expresada en el compromiso con su tiempo.

Y su tiempo fue el de una Europa  destrozada por dos guerras mundiales, cuya principal víctima fue el espíritu, el fundamento de todo sistema de valores que pretenda hacer vivible y dichosa la existencia. Es decir, una ética, un soporte moral. Por eso se  sintió hermanado con un espíritu como el del escritor francés  Romain Rolland, Premio Nobel en 1916, con quien  compartió  una  cosmovisión  resumida en una idea: “ La única guerra que vale la pena librar es la guerra contra el odio”.

El mundo de hoy a duras penas concibe la ética y la moral como una suerte de reglamento a cumplir para atender las convenciones de la sociedad. Para hombres como Zweig eran  el soporte vital, su razón de ser en el mundo. De ahí la dolorosa desgarradura en que se convirtió su vida cuando comprobó que las guerras eran la confirmación de una vieja sospecha: la voluntad latente de destruir todas las formas del espíritu, dejando sólo su cascarón. Es decir, la materia inanimada. La máquina.


Por eso mismo escribió con su acostumbrada lucidez : “ Todo avance de la técnica, por prodigioso y benéfico que sea al principio, envenena y destruye una parte irrecuperable de lo humano”. La utilización de ametralladoras  y gases en  la Primera Guerra Mundial, los campos de concentración y el epílogo del exterminio nuclear en la segunda acabaron por darle la razón.

Fiel a sus principios, Zweig nunca dio su espíritu a torcer. Este  hombre que, con insaciable curiosidad, recorrió el mundo  entero admirando las diferencias entre los pueblos pero también las cosas que los hermanan, supo desde siempre que los imperios pueden destruir todo menos la cultura. Las lenguas, la música, los relatos, las creencias religiosas, los mitos y las formas de convivencia echan raíces tan profundas , que  a pesar de   las mutilaciones  padecidas,  con el paso del tiempo acaban por retoñar.

Eso explica que ni los nazis, ni los soviets ni los otros imperios del siglo XX pudieran extirpar la cultura de los pueblos invadidos y, a la larga, esa fue y será su perdición.

                                             Stefan Zweig

¿ Qué pensaría el escritor hoy, cuando la gran  cultura ha sido suplantada por minúsculas culturas de masas que alienan en lugar de liberar las conciencias; cuando toda forma de lucidez entra en suspensión y cuando los artistas sólo piensan en atender las demandas del mercado?

Por eso mismo resulta  tan refrescante volver a las páginas de  El mundo de ayer, allí donde el espíritu de Zweig y  de los grandes como él sigue alentando para decirnos  que incluso hoy, cuando el valor de las cosas ha  sido reducido a su precio en el mercado, la esencia del acto creador se agita en alguna parte para recordarnos que no todo está perdido.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

https://www.youtube.com/watch?v=IFPwm0e_K98

lunes, 21 de junio de 2021

La pandilla salvaje


                                                             



Al principio el fútbol soccer fue para los norteamericanos un juego exótico practicado por negros en las repúblicas bananeras y por los imperios  competidores que  reproducían al calco el  viejo modelo colonial: los grandes clubes de Europa importaban futbolistas en condición de materia prima del espectáculo, mientras   el tercer mundo exportaba jóvenes talentos en busca de fama y redención económica.

Fue después del Mundial de México 70- el de Pelé y su banda de genios- cuando las grandes corporaciones vieron el filón y se dieron a la tarea de hacerse con una parte del botín.

El escenario se antojaba  perfecto : miles de millones  de espectadores en el mundo, cautivos por la magia de los deportistas , sentados frente a la pantalla del televisor constituían un  canal expedito para vender productos, servicios, ideas, prejuicios, valores y antivalores.

Como quien dice, el mundo en la palma de la mano.

Muy pronto se pusieron en camino. En diciembre de 1970 crearon un equipo artificial con un nombre ambicioso y premonitorio: El Cosmos de Nueva York. Disponían de dólares a manos  llenas para contratar grandes figuras. Así lo hicieron. Tentaron y  vincularon jugadores que habían brillado en México: el mencionado Pelé, el elegante defensor alemán Franz Beckenbauer y el goleador italiano Giorgio Chinaglia, entre otros.

                                                            

                                        Chinaglia, Pelé y Beckenbauer

Al mismo tiempo, la multinacional Pepsi - contrato multimillonario de por medio- se hizo con la imagen de “ O Rey” Pelé para promocionar su campañas corporativas.  Fue así como el muchacho nacido  en una barriada marginal del pueblo de  Tres Corazones en su natal Minas Gerais se convirtió en la marca alterna del producto que competía con Coca- Cola por el control de los mercados.

Los cálculos funcionaron tan bien que, veinticuatro  años después y sin tradición futbolera, los Estados Unidos organizaron su primer mundial de fútbol : el de 1994. El mismo del que expulsaron a Diego Maradona cuando el rebelde jugador se atrevió a denunciar los atropellos cometidos por la Federación Internacional de Fútbol Asociado  (FIFA)  contra los futbolistas, al obligarlos a  disputar partidos a mediodía en  estados tan calurosos como Texas en pleno verano del hemisferio norte. Necesitaban hacer coincidir los horarios con el inicio de la noche  en Europa y la madrugada en oriente con el fin de garantizar audiencias para sus transmisiones.

Poco importaba si los jugadores caían extenuados, si sufrían dolores de cabeza o delicadas  lesiones provocadas por la deshidratación o la tensión muscular a altas temperaturas.

Desde luego, nunca reconocieron que la expulsión de  Maradona obedeció a su posición beligerante. Para eso contaban con su inagotable reserva de doble moral. Cuando se hizo necesario apelaron - ¡ Oh descubrimiento!- a una  muestra de laboratorio en la que se comprobó la vieja  adicción del jugador a la cocaína , algo conocido y admitido desde su paso por el Nápoles italiano cuando la Camorra-  el cártel mafioso de la zona- era dueña del equipo: los mismos dirigentes le suministraban su dosis “ gratuita” , con tal de que les animara la carpa y desviara de paso la atención sobre los graves problemas de violencia, pobreza y corrupción que aquejaban a la sociedad.


Así pues, lo que fue represión pura y dura se disfrazó de indignación moral y defensa del juego limpio: ellos, que nunca han jugado limpio desde que se consolidaron como un estado supranacional, capaz de imponer sus intereses sobre los de los pueblos y sus gobiernos.

Basta un ejemplo, casi olvidado hoy por los colombianos:  en la parte final de su gobierno, Andrés Pastrana desgobernaba un país sumido en el caos y  el desconcierto, tras el fracaso de una nueva tentativa de paz con la guerrilla de las FARC. Corría el año 2001. Poco antes del inicio de la Copa América en el país, un grupo armado secuestró en límites con el Chocó al dirigente pereirano Hernán Mejía  Campuzano, vinculado  al Deportivo Pereira, a la Federación Colombiana y a la Confederación Suramericana de Fútbol, ahora llamada Conmebol.

                                     Andrés Pastrana y la silla vacía

Para entonces ya estaba al frente  de esa entidad el paraguayo Nicolás Leoz, caro a la entraña de Hernán Mejía. Cuentan las fuentes de la época  que el llamado perentorio de liberación por parte de Leoz a Andrés Pastrana no se hizo esperar :  o el gobierno colombiano consigue la liberación inmediata de Mejía Campuzano o  no hay Copa América en Colombia.  Y  Pastrana necesitaba ese torneo para aliviar un tanto las tensiones  sociales y económicas y de paso limpiar en algo su imagen de líder burlado por las guerrillas 

¿El resultado? El dirigente fue liberado con una rapidez  inusitada para los antecedentes de indolencia e ineptitud de las autoridades  nacionales. Hoy, dos décadas después, se desconocen los mecanismos y términos que condujeron a la liberación de Mejía.

Al final, Colombia ganó esa copa con un gol del defensor Iván Ramiro Córdoba, en un torneo deslucido por la deserción de algunas selecciones temerosas, como hoy, de viajar a un país desbordado por la inseguridad y el malestar social.

                                                            

                                           Ivan Ramiro Córdoba

El omnipotente cartel de la FIFA y sus filiales habían ganado otro partido, esta vez en el terreno de la geopolítica.

Y la aplanadora continuó su marcha. Por esos días, la televisión había unificado al planeta y se había hecho parte de un entramado de clubes de élite, empresarios- “ Traficantes de piernas”, los llamó el escritor uruguayo Eduardo Galeano- entrenadores, dirigentes, canales especializados, periodistas deportivos, futbolistas, multinacionales y otros agentes  coordinados por la FIFA a todos los niveles.

En  ese  mundo los negocios alcanzaron cifras tan demenciales, que ya en 1997 el club Atlético de Madrid  había pagado   3000 millones de pesetas ( alrededor de unos cincuenta millones de dólares de la época) por el delantero italiano Christian Vieri. Fue  tanto el impacto , que hasta el Papa Juan Pablo II , tan alejado de todo lo que no fuera política, se atrevió a decir que pagar esa suma por un simple futbolista era un pecado  mortal, mientras profesionales tan importantes para la sociedad como médicos y maestros ganaban una miseria en rincones apartados del planeta.

Pero “ negocio es negocio”, dijo el gringo, y siguió alentando su codicia. El siguiente objetivo era apoderarse por completo del cartel con todas sus ramificaciones.  Para lograrlo apelaron- cómo no- al viejo truco de la falsa moral. Dijeron que la FIFA era un nido de corrupción y sólo los Estados Unidos podían salvarla. Unos cuantos movimientos y pusieron  fuera de circulación al suizo Joseph Blatter y su camarilla… para  reemplazarla por otra peor en cabeza de su favorito  Gianni Infantino.

Con bastante rapidez, éste último  movió todas las piezas: modificando los reglamentos, se sacó de la manga una  Copa América extra celebrada en 2016 que, desde luego, se jugó en territorio norteamericano. De paso, Infantino se presentó en sociedad como el nuevo zar del fútbol mundial.

                                                              

                                      Gianni Infantino

Las denuncias sobre corrupción se olvidaron pronto : las jugadas sucias afloraron de nuevo cuando se adjudicó el Mundial 2022 a Catar, un país del Golfo Pérsico sin ninguna tradición en el fútbol pero rebosante de dólares para dar y convidar. Hasta cambiaron el mes tradicional de  celebración del torneo para ajustarse a las demandas de los jeques y sus socios. En ese carrusel importa tan poco el juego, que desde un comienzo  se anunció la construcción de estadios  que serán demolidos después del  Mundial: los especuladores  precisan de esos terrenos para levantar más rascacielos y centros comerciales.

Faltaba un epílogo a la altura: tenía que llegar la pandemia de Covid-19 para poner en las cosas en su sitio, tal como sucedió con los otros asuntos de la vida.

En América Latina, un continente sitiado por la miseria, la violencia y un creciente malestar colectivo, las federaciones- después de un receso impuesto por la emergencia sanitaria- reiniciaron los torneos locales y continentales. A partir de ese momento, han obligado a equipos y deportistas a desplazarse de un lugar a otro del continente, a pesar de  que las cifras de contagios y muertes siguen creciendo. El caso más patético fue el del tradicional club argentino River Plate, forzado a jugar partidos con muchachos de las divisiones menores y con un jugador de campo lesionado en condición de arquero.

¿ La razón?  Había que cumplir contratos de  televisión, publicidad y mercadeo para no incurrir en pérdidas, demandas y sanciones económicas.

Así pues, la Copa  América 2021, que en principio debía jugarse en Argentina y Colombia, acabó por realizarse  en Brasil, un país sacudido como ninguno en el continente por las denuncias sobre corrupción, violencia y por un  irresponsable manejo de la pandemia por  parte de sus autoridades.



La Conmebol no se hizo  rogar y cedió con prontitud la localía a Bolsonaro y sus  agencias de poder. Igual que Pastrana en Colombia veinte años atrás, el gobierno de Brasil necesitaba del fútbol para distraer durante unas  semanas las tensiones sociales que no dejan de acumularse, agravadas por la creciente multiplicación de contagios. El presidente no se iba a dejar amedrentar por “ una simple gripizinha” , como ha definido la pandemia, a caballo de un discurso eugenésico y racista, que insiste en que   el virus mata “ sólo” a los  viejos y los enfermos- según él una carga para la sociedad- mientras los futbolistas “ jóvenes, saludables y con preparación  atlética” no corren mayores riesgos, aunque de regreso a casa puedan contagiar a  familiares, amigos y vecinos.

Para desventura de los  brasileños, no había corrido una semana de partidos, cuando el número de  jugadores contagiados ya había superado el medio centenar. Tal fue el impacto, que el boliviano Marcelo Moreno Martins, perteneciente a una liga  sin mayor peso en el juego de poderes continental, se atrevió a levantar la voz, igual que Maradona  en el mundial de 1994. “ A la Conmebol sólo le interesa el dinero.  No le importa para nada la vida de los futbolistas”, sentenció, luego de un brote de contagios en su seleccionado.

Hasta ahora no se sabe de sanciones, pero ya encontrarán la manera de castigar la osadía. Después de todo, la única tabla de valores de  todas las pandillas salvajes que en el mundo han sido, “Business is business”,  sigue hoy más vigente que nunca.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=IC_DXciO3DU

miércoles, 16 de junio de 2021

Nuevas fiestas de locos




Finalizada la devastación de la Primera Guerra Mundial, cuyo epílogo fue la llamada Gripe española, el mundo no tardó en abandonarse  a una década de regocijo y despilfarro conocida  como Los locos años veinte,  dotados de  un fondo musical que los llevó a ser  bautizados también con el nombre de La era del Jazz.

Derroche y desenfreno fueron las características de esos días, recreados en novelas tan memorables como El gran Gatsby, del escritor  norteamericano Frances Scott Fitzgerald, llevada al cine  cuatro décadas después, con Robert Redford como protagonista.

Luego vendría el ascenso de los  nazis al poder y su inevitable consecuencia: la Segunda Guerra Mundial, una carnicería perpetrada dentro del más puro espíritu racionalista,  que se prolongó durante seis años, entre 1939 y 1945.

 Semejante ritual de muerte tuvo su contracara en los  años sesenta del siglo XX, cuando  una generación entera se dedicó a consagrar la vida en una puesta en escena que incluyó al rock and roll, las drogas más diversas y  la libertad sexual,  hasta alcanzar su máxima expresión en el Festival de Woodstock, una orgía de tres días celebrada entre el 15 y el 17 de agosto de 1969, un mes después de la llegada del hombre a la luna, como si faltara  un elemento mitológico para completar la fiesta.

                                                                            


Ese tipo de festejos son tan antiguos como la humanidad. Son parte del equilibrio de fuerzas necesario para mantener en marcha el ritmo de la  vida. Son una reedición de la dualidad sobre la que forjamos nuestro estar en el mundo: blanco- negro, frío – cálido,  bien- mal, creación- destrucción y así en una saga infinita.

Para muestra van dos ejemplos : si nos remontamos a la Historia clásica encontramos  las Saturnales de la antigua Roma,  fiesta dedicada   a Saturno, una divinidad agrícola y, por lo tanto , de la fertilidad y renovación de todo lo viviente. Celebradas  cada año entre  el 17 y el 23 de diciembre en coincidencia con el solsticio de invierno en el hemisferio norte, las  Saturnales restituyen el viejo simbolismo de la vegetación que muere durante los días más fríos para renacer después con un nuevo giro del carro del sol.

Para variar, música, vino y sexo caracterizaban el ritual. De modo que la consigna sesentera de droga, sexo y rock and roll no constituye una novedad, como tampoco lo es el de muchachas, música y trago de nuestras  fiestas  campesinas de hoy.

Siglos más tarde, ya instalados en la cristiandad, surgirían las Fiestas de los locos, parodias de la liturgia en las que clérigos, diáconos y sacerdotes se tomaban algunas iglesias  desde el comienzo de las fiestas de navidad hasta el Día de Reyes. El epicentro de todo era el primer día del año, razón por la que se conocen también como fiestas de las calendas.


Danzas al ritmo de  canciones disolutas, máscaras, disfraces, consumo de carne y vino, juegos de azar y  todo tipo de violaciones al canon hicieron que en el año de 1444 los doctores  en teología de la facultad de París enviaran  una carta a todos los prelados de Francia   en un intento de anular la costumbre.

Como nada ni nadie puede detener las fuerzas de la vida, el previsible resultado   de la prohibición fue la clandestinidad. Una de las  salidas al dilema fue la institución del carnaval, una fiesta de los sentidos realizada siempre antes de la cuaresma. “ El que peca y reza , empata”: así resumió el habla popular esa forma de restaurar el equilibrio entre los poderes de la vida y la muerte.




Esos antecedentes deberían ayudarnos a entender la inutilidad de las cruzadas desatadas por los moralistas  contra quienes en tiempos de la pandemia de Covid-19, desafiando no sólo al virus sino a las leyes, se lanzan a las calles en busca  de lugares donde encontrarse para celebrar el milagro de estar vivos. No son las amenazas  de contagio ni la machacosa repetición de las cifras de muertos las que han de detenerlos.  Si las cosas fueran así , habríamos renunciado al sexo  desde la irrupción del Sida, y ahora estaríamos a puertas de la extinción como especie. Pero  sucedió todo lo contrario: el  innegable asedio de la muerte sólo consigue avivar los  impulsos de placer. La vieja sentencia  latina de Carpe Diem, Toma la flor del día,  cobra así nuevo vigor.

El anatema con el que se  conoce  a esos réprobos es el de “Indisciplinados sociales”, un concepto  por lo demás  bastante atractivo para todo tipo de fundamentalismos  culturales, políticos y religiosos. Mientras eso sucede, lejos de lo que podamos  esperar,  al menos a corto y mediano plazo la pandemia no dejará gente más lúcida y cauta.  Por lo visto , las cosas parecen apuntar en otra dirección : una nueva oleada de derroche y desenfreno, en una edición siglo XXI de las viejas Saturnales y Fiestas de los locos.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=JaaT_HRb4GU


miércoles, 9 de junio de 2021

Noticias del fin del mundo




                      

                                          “El abismo no tiene biógrafo”
                                                                 María Negroni


¿Cuál es mi mayor deseo en esta  vida? Se pregunta el joven soldado, tez pálida, bigote incipiente, veinte años apenas.

Y él mismo se responde: una muerte corriente, un infarto, un cáncer, un golpe, un balazo quizás.

Ese era su mayor anhelo, después de haber mirado  de frente los muchos rostros del horror nuclear.

Un mes atrás fue obligado a alistarse en las filas de los  que iban a “imponer el orden” en Chernóbil, luego de la explosión del reactor nuclear el 26 de abril de 1986, a la una, veintitrés minutos y cincuenta y ocho segundos de la madrugada.

El momento preciso en que volvimos a tener noticias del fin del mundo.

“Poner orden” en una reacción atómica en cadena: he ahí la primera muestra del absurdo que rodea las acciones del poder en todas las épocas y en todos los lugares del mundo. Parece una broma pero era en serio. Ese fue el primer anuncio de los jerarcas del  fin del imperio soviético, con Gorbachóv a la cabeza.

Aquí no  pasa nada, era el mensaje. Peor aún: durante mucho tiempo le hicieron creer a su pueblo y al mundo que hasta las peores manifestaciones  de la catástrofe, entre las que se contaban los abortos, los bebés con malformaciones,  la leucemia, los cuerpos despellejados, los animales muertos y los alimentos contaminados eran un asunto pasajero.

                                                          


Todos a una, los gobernantes, los políticos, la prensa, la academia se proponían lo imposible: ocultar que en Chernóbil se había abierto una escotilla del infierno. Pero era y es imposible ocultar una mancha nuclear que se esparce por los confines de la tierra , dejando a su paso una estela de muerte y desolación.

La escritora bielorrusa  Svetlana Alexiévich, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2015, se consagró a seguir el rumbo de esa estela. Visitó campos devastados, se coló en clínicas donde agonizaban los sobrevivientes, habló con sus familiares, entrevistó a científicos y hasta consumió alimentos contaminados en la búsqueda de algo que se pareciera a la verdad.

O al  menos a una verdad en medio de tanta propaganda, de tanta mentira, tanto del lado soviético como de sus contradictores en el mundo.

El  resultado de ese viaje es el libro Voces de Chernóbil, Crónica del futuro, una obra coral que conjuga lo mejor de la literatura y del periodismo narrativo para entregarle al mundo el testimonio de quienes un día se acostaron confiados en el futuro y se despertaron en medio de una pesadilla de la que era imposible despertar, porque ya estaban despiertos.




El libro es una polifonía en la que se conjugan el miedo y el amor, el dolor y la esperanza, la indolencia de los burócratas y la solidaridad de la comunidad, las ambiciones personales y la compasión por el prójimo.

Como en toda situación extrema,  en Chernóbil afloró lo mejor y lo peor de la condición humana.

(…) “Modernismo… Postmodernismo. Por la  noche  me sacaron de la cama por una  urgencia. Llego al lugar. La madre está de rodillas junto a la camita: la criatura se está muriendo. Y oigo la súplica de la madre: “ Quería, hijito, que si esto ocurría, que fuera en verano. En verano hace calor, hay flores, la tierra está blanda. Ahora es invierno. Espera  aunque sea hasta la primavera.”(…)

La gente narra y se desahoga, o eso cree.  La escritora escucha  y cuenta  para  que los humanos no olvidemos que somos parte de un solo organismo gozoso y doliente a la vez.

O eso espera ella, al menos.

A lo largo de 406 páginas Svetlana Alexiévich nos conduce de la mano por los entresijos de una tragedia que, nos advierte, tiene una diferencia esencial con la de Hiroshima y Nagasaki. En éste último caso el objetivo era aniquilar a un pueblo y sentar  un precedente de dominio: anunciar el advenimiento de  un nuevo imperio. La ciencia y la técnica como instrumentos del mal.

                                                          
                                          Svetlana Alexiévich

 En Chernóbil, como en tantos otros centros nucleares, se hablaba todo el tiempo de los buenos usos del átomo, de sus bondades para la producción de energía sana y útil.

Sin embargo, algo falló. La ineptitud, la arrogancia, la burocracia se conjugaron  para  desatar el desastre. La muestra gratuita de lo que nos depara  el futuro. Eso es lo que nos dice una de las voces de Chernóbil, la del maestro de formación profesional Nikolái Prójorovich Zharkov:

(…) “ Desde mi punto de vista, somos material para una investigación científica. Un laboratorio internacional. En el centro de Europa. De nosotros, los bielorrusos, de los diez millones de personas, más de dos millones viven en tierras contaminadas. Un laboratorio natural. Todo está listo para anotar los datos, para hacer experimentos. Nos vienen a ver de todas partes del mundo. Escriben  tesis doctorales. De Moscú, de Petersburgo. Del Japón, de Alemania, de Austria…Se están preparando para el futuro”(…)

Un país entero convertido en una  concentración de cobayas, de sujetos de prueba para tratar de conjurar lo que se avecina: un apocalipsis nuclear que  se advierte en los ojos de los sobrevivientes : cristales  ardientes  en los que se refleja el bullir de la reacción atómica en cadena.

En el fondo del drama avistamos la irrevocable fragilidad de la condición humana. Seres hasta ayer plenos de  ilusiones, de proyectos, de ambición, convertidos de repente en objetos radiactivos a los que todos quieren eludir.  “ Olvídese de  él.  Lo que  está ahí en la cama no es su marido: es un objeto altamente radiactivo”, le dice el médico a una esposa devastada. No hay que culparlo. De tanto tratar con el desastre desarrolló una especie de coraza protectora  que resulta  fácil confundir con el cinismo.

Historias como parábolas.

Cada voz es un monólogo que aspira a ser diálogo para dar cuenta de la entera dimensión de  la  tragedia, así en lo individual como en lo colectivo. Por eso, el testimonio del operador de cine Serguéi Gurin, ostenta el siguiente título: Monólogo acerca de cómo San Francisco de Asís predicaba a los pájaros.

(…) “ Caminos rurales. Polvo. Yo ya había comprendido que no era simple polvo, sino polvo radiactivo. Guardaba la cámara para que no se ensuciara; había que cuidar la óptica del aparato. Era un mayo seco, muy seco. Cuánta porquería tragaba, no sé. Al cabo de una semana se me  inflamaron los ganglios. En cambio, economizábamos película como si fueran municiones; porque el primer secretario del Comité Central, Sliunkov, debía presentarse en el lugar. Nadie te anunciaba de antemano en qué lugar iba a aparecer, pero nosotros mismos lo adivinamos. El día anterior, por ejemplo, cuando recorrimos una carretera, la columna de polvo se levantaba hasta el cielo, y al día siguiente ya la estaban asfaltando : ¡dos o tres capas!” (…)

Como en todas partes, en Chernóbil el  poder quería  ocultar el tamaño del desastre. Velar la prueba de sus  responsabilidades. Sepultarla bajo capas de asfalto… aunque con ellas quedaran también enterrados cientos de miles de pájaros muertos : los pájaros de san Francisco de Asís envenenados por la radiación.

Han pasado  35 años desde ese  26 de abril de  1986. La naturaleza herida sigue engendrando terneros de dos cabezas, niños sin ano ni riñones, zanahorias monstruosas, insectos descomunales. Pero el mundo aprendió a olvidar.  A lo mejor es puro instinto de conservación. Pero también puede ser una forma refinada de la indolencia, expresada en  la frivolidad de los paquetes turísticos  que ofrecen visitas guiadas a Chernóbil como a un parque temático del Apocalipsis.

Quién sabe. De cualquier  manera, vale la pena volver cada cierto tiempo a las páginas del libro de  Svetlana  Alexiévich. En ellas podemos redescubrir qué tan cerca estamos de esos viejos, de esos niños, de las viudas, de los huérfanos, de los vecinos que una mañana de abril se despertaron en las entrañas del infierno atómico.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=CM9xN333iKo