jueves, 26 de julio de 2018

En los linderos del vacío






En la imagen, un hombre  recorre el mundo de punta a punta, sosteniendo entre las manos un cuenco sellado.

Se supone que el  recipiente alberga un tesoro, frágil y sólido a la vez.

Es el tesoro de la propia vida, que debe entregar a una versión de sí mismo que lo aguarda en el punto más  extremo del camino.

Allí donde vida y muerte se abrazan. Donde  el animal que somos intenta descifrarse en la urdimbre de símbolos que lo circunda: la cultura.

Sobra advertir que el camino es el tiempo, esa cuerda tensa y ondulante  que a cada paso amenaza con arrojarnos  al abismo.

El aventurero era un nonato cuando inició el recorrido.

Ahora es viejo y, se supone, sabio.

Esa sabiduría está guardada en el  recipiente.

El tesoro.

Al llegar a su destino el caminante descubre horrorizado que el cuenco transportado con tanto cuidado está vacío.

Sus manos sostienen los linderos del vacío, del abismo.

¿Quién escamoteó su contenido?

¿Qué poderes hurtaron la riqueza acumulada con tanto ahínco?



Esas son, entre otras, las preguntas formuladas  por el escritor Fernando Cruz Kronfly en su libro titulado La condición humana Tierra de nadie, publicado por la editorial Sílaba en junio de 2018.

Desde luego, las preguntas carecen de respuestas, pues apuntan al centro del misterio de la vida: a lo inefable.

A lo solo abordable desde la poesía, otro misterio.

La palabra poética: lo que nos resta de las grandes religiones de misterios.

El libro ofrece algo mejor que respuestas. Al fin y al cabo para esto último están los gurués y los autores de manuales de autoayuda, que casi siempre son los mismos.

Lúcido como es, el escritor Cruz Kronfly elige un campo más fértil: nos llena de inquietudes y pavores al presentarnos al hombre contemporáneo  como un despojo.

No sólo como un despojado: como un despojo.

¿Qué circunstancias lo condujeron a ese estado?

Aunque podríamos remontarnos a  los milenarios pantanos primordiales donde surgió la vida, sospecho que el empobrecimiento cobra consistencia material con la invención de los relojes.



“El tiempo es oro”, empezaron a recitar los mercaderes, ya instalados en el Renacimiento.

Justo el tiempo: la proteica sustancia de que estamos hechos. No de polvo, como propone la liturgia del Miércoles de  Ceniza.

El polvo es apenas una manera de nombrar lo deleznable.

Recortados  y programados por los relojes continuamos el recorrido hasta que Karl Marx, poseído por la lucidez  de los grandes desesperados, nos advirtió de que estábamos a punto de convertirnos en mercancías con un  rol preciso en el circuito de la producción y el desecho.

Empezábamos así a dejar de ser, para convertirnos en  fantasmagoría, en  abstracción suprema  de una  entelequia llamada mercado.

Dicho de otra manera: nos convertimos en alienados. Casi en alienígenas.



Fue así como nos adentramos en la tierra de nadie transitada por Fernando Cruz en su libro.

La tierra donde acontece el extravío de la condición humana.

En esa travesía los frágiles y preciosos valores que apuntalaban nuestro paso por el mundo- la dignidad, la justicia, el respeto-  se desvanecen en el aire, según la afortunada sentencia de Marx retomada por Marshall Berman en el título de uno de sus libros.

Su lugar es ocupado por el resplandor enfermo de las luces de neón donde reinan las mercancías y sus marcas como nuevos y únicos protagonistas de la historia: los automóviles, los  aparatos digitales, la ropa los paisajes y las pastillas de colores que garantizan a la vez el sueño y  la actividad sexual, entendidos como otras drogas puestas en el mercado.

Las marcas: el último escondite del Homo sapiens. La criatura que un día se imaginó igual a los dioses y ahora yace ovillada sobre sí misma, como un remedo de crisálida suspendida sobre el vacío: el capullo de la propia vida.

Pero no todo es desesperanzador en los ocho ensayos que conforman este libro de ciento setenta páginas.

Nos queda el lenguaje ese instrumento prodigioso que, en contravía del  célebre postulado de Wittgenstein, no sólo sirve para nombrar sino para celebrar el mundo.

No por casualidad el libro se cierra con un texto titulado La aldea encantada, el reino del fracaso del tiempo circular donde siempre se retorna a lo imposible

Pero ese imposible lleva implícito el imperativo de hacerse una y otra vez al camino, aunque al final nos descubramos con un cuenco vacío entre las manos.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada



jueves, 19 de julio de 2018

La inocencia de las bestias






La serpiente y el tigre se presienten, se olfatean, se asechan, se saben  perdidos y vueltos a encontrar  mucho antes   de cruzar la calle rumbo  a ese árbol  donde sus sangres se citaron sin necesidad de palabras.

El tigre y la serpiente se miran, se tocan, se arañan, se muestran la lengua y las garras una vez sentados  bajo ese árbol del Parque Olaya Herrera de Pereira.

La serpiente y el tigre, el tigre y la serpiente se besan y hurgan bajo las ropas en busca de una dureza, de una oquedad, de un fruto  a punto de caer.

Las últimas incandescencias del atardecer les encienden la piel y  entonces el tigre y la serpiente se convierten en salamandras: fuego puro a punto de ceniza.

Sitiados por el deseo se levantan, alcanzan la calle y abordan un taxi.

Solitario y vencido, tendré que imaginar el resto.

No hay problema. Todo  aquél que escribe es un mirón. Mirón de sí mismo y del prójimo.

Pero debo aclarar primero que esto  no es un relato de ficción, ni la descripción del preludio de un video porno  con alta carga estética.



Es solo la viñeta, la breve crónica de lo que vi en el Parque Olaya Herrera el miércoles 11 de julio.

Ella, la serpiente, era una muchacha de veinte años con una serpiente cobra tatuada  sobre su piel  blanquísima.

Desde las pantorrillas, el  cuerpo del animal empezaba a ascender  piel arriba hasta confundirse con el cuello de la muchacha. En lo alto un par de ojos centelleaban: nunca supe si eran los de la chica o los de la bestia.

Y el tigre, todo pelos, todo barbas, todo pircings, aceptaba el desafío.  Igual que su chica, el  tatuaje de  un tigre de Bengala se hacía  uno con sus piernas, con sus brazos, con su cuello.

Era un hombre de unos treinta años hecho de puro músculo: la estirpe del cazador.

Y entre la pelambre del rostro  llameaban unos ojos dispuestos a calcinarlo todo.

Quizás a esta hora el tigre y la serpiente solo sean un montoncito de cenizas en un cuarto de hotel.



Durante unos minutos creí entender el hondo sentido de la obsesión por los tatuajes a lo  largo de la historia.

Por momentos son asunto de  marginales: putas, marineros, chulos, presidiarios.

Después se vuelven masivos y cada quien quiere llevar su  tatuaje en alguna porción de piel.

Creo que son  resultado  de nuestra  irremediable nostalgia del animal acorralado por la cultura.

Del animal que podía copular a cualquier horaen cualquier lugar y con  el que se cruzara  en el camino.

La bestia inocente  y por lo tanto indómita, que solo atendía a los milenarios llamados de la vida.

A las ganas primordiales.



Me quedo contemplando estas legiones de tatuados sin edad ni género. Niños, adolescentes, adultos, viejos, mujeres, muchachos, travestis.

Sin saberlo, cada uno busca su animal atávico para dibujárselo en la piel: el animal vedado y adorado de las antiguas  tribus.

Veo  mariposas, tortugas, cebras, jirafas, leones, peces, gatos.

Descubro bestiarios imposibles: cruces de alga con pájaro,  de fruto con abeja y piedra.

Una nueva colección de dioses.

Los llevan en la pantorrilla, en las piernas, en el pubis, en  el pecho, en  la nuca, en el rostro, en los brazos, en el culo.

Hastiados de todo y de todos, los cultores  del tatuaje se  ovillan  sobre sí mismos para  adorar su animalidad dibujada en un rinconcito de piel o en el cuerpo  entero.

Supongo que cuando  se abandonan a las glorias y desastres del sexo  sus cuerpos devienen bosques surcados por los ruidos de las bestias que los habitan: unos rugen, otros maúllan, unos cuantos trinan y los de más allá lanzan al viento sus graznidos.

Pero son solo suposiciones mías, aquí sentado en este parque, una hora después de  que el tigre  y la serpiente  abordaron un taxi  y se marcharon a no se sabe dónde.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.



jueves, 12 de julio de 2018

La utopía renovada








                                                 "Ay utopía/ como te quiero/
                                                 Porque les alborotas / el gallinero."
                                                                    Joan Manuel Serrat

 Hace unas tres semanas hablé de causas perdidas.

O lo que es lo mismo: de utopías renovadas.

Causas perdidas, utopías: formas de nombrar el viejo mito del Paraíso Perdido.

Los evangelistas del mercado y la globalización, dos fenómenos que en últimas son la misma cosa, reencauchan cada vez que pueden la sentencia aquella  del teórico Francis Fukuyama, basada en la idea de que admitir el fracaso del experimento comunista o del llamado “Socialismo real” equivale a aceptar que vivimos en el mejor de los mundos posibles.

No importa si los pobres se multiplican, si las lógicas del capital y el consumo arrasan con los  recursos del planeta a una velocidad de vértigo, si la guerra, sigue siendo el camino más expedito  para apoderarse de los bienes ajenos y, en fin, si las miserias sin cuento se disfrazan con  cifras y cuadros estadísticos que día  tras día nos hablan del aumento exponencial de los bienes y servicios, aunque no digan nada acerca de cuántas personas y en qué condiciones pueden acceder a ellos.

A modo de colofón, nos dicen entonces que la Historia terminó y con ella las grandes tensiones   y utopías que le sirvieron de soporte a lo largo de los siglos, entre ellas aquella de  igualdad, libertad y fraternidad que fue la esencia de la  Revolución Francesa y su expresión vital más perdurable: la declaración universal de los derechos del hombre  que nos ha servido de brújula hasta el día de hoy. 



Desde esa perspectiva proponen como única salida un modelo de sociedad basado en los principios darwinistas de la selección natural, que en términos prosaicos equivale al  “sálvese quien pueda” que se escucha en medio de los naufragios  y otros desastres no siempre naturales.

Semejante determinismo niega de plano el papel que juega la cultura como territorio donde se forjan los criterios  de valoración y se fundan los momentos supremos de la especie humana, que van desde el derecho, pasando por los arrobamientos de la poesía y la religión hasta  alcanzar las intuiciones y certezas de la ciencia.

Esos momentos han sido desde siempre expresiones de la   utopía, ese reino sin tiempo ni lugar amasado con las ilusiones, los temores y las expectativas de la  gente, que solo encuentran asidero en ese territorio de lo posible más allá de lo imposible.

 Frente al pragmatismo sin remedio de  los ministros de economía, los nostálgicos se remiten invariablemente a la década de los sesentas del siglo XX, ese instante de fiesta y orgía en el que  parecieron coincidir tres de  las más  importantes corrientes de pensamiento de  las últimas centurias:  el marxismo con su propuesta de liberación del reino de las necesidades, el sicoanálisis y su rebelión desde el vórtice mismo de la líbido y el pensamiento de  Nietzche  con su poética de la voluntar de poder. 



Las revoluciones políticas en medio planeta, la explosión sexual que para algunos alcanzó su momento cumbre en el verano de 1967 y la llegada a la luna fueron para muchos la expresión material del momento de conjunción de esas corrientes.

 Ante el tamaño de la amenaza, los poderes que controlan el mundo no tardaron en poner en marcha   ese implacable  mecanismo en el que los medios de comunicación reemplazan a los maestros, los políticos a las fuerzas sociales y los tiburones de  las grandes corporaciones a los estadistas.

Fue ese el punto de inflexión que marcó el comienzo del reinado de la dupla  Reagan- Thatcher y sus epígonos en el mundo entero, encargados de conjurar  los peligros y de confeccionar para los corredores de bolsa la  imagen de un planeta uniforme, aséptico y despojado de cualquier sentido crítico.



Sin  embargo, contra todo pronóstico, no todo el mundo está dispuesto a dejarse  conducir   tan fácilmente al matadero disfrazado de paraíso por las agencias de publicidad.

De vez en cuando, como en el viejo mito del Ave  Fénix  tantas veces reinventado,  irrumpe  la utopía, fresca y renovada, para recordarnos que  todavía hay lugar para la herejía y que a pesar de los evangelistas del mercado  y la globalización,  mil caminos  son posibles para escapar a ese  “ Fin de la  Historia” que pende  como una soga sobre  la cabeza de los hijos de  la era digital.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada