viernes, 20 de septiembre de 2019

Dan Archer y los rostros del mal





En el Apocalipsis de san Juan  se utiliza la expresión “Mar eterno” para referirse a las múltiples formas del poder: políticas, económicas, sociales, culturales.

En resumen, todo  aquello capaz de corromper incluso la sal de la tierra.

“Y surgirá del mar eterno y lanzará al hombre contra su hermano”, advierte el evangelista.

Con motivo de la XIX edición del evento internacional Comic sin Fronteras, que se realiza cada año  en Pereira entre los meses de septiembre y noviembre, llegó a la ciudad el periodista británico Dan Archer, con el propósito de mostrar su trabajo, aparte de orientar algunas charlas y talleres.

Lo singular de su propuesta reside  en que utiliza los elementos estéticos y narrativos del cómic  para construir reportajes en los que señala las miserias del poder en distintos lugares del planeta.

La explotación laboral de niños en Bangladesh, la estela de miseria y violencia dejada por la United Fruit Company en Centroamérica,  las guerras en Colombia y los golpes  militares que marcaron la historia de América Latina  después de la Segunda Guerra Mundial se despliegan en la sucesión de viñetas  creadas por Archer para dar cuenta de mundos signados por las muchas formas del mal.

Es decir, los  eternos y siempre cambiantes rostros del poder.


Es  un tipo joven  y cálido  este  Archer. Está lejos del estereotipo del inglés frío y distante.

Debe ser  por eso que una de sus palabras favoritas es empatía. De hecho,   la dirección  de su página web es www.emphaticmedia.com.

Hace muchos años le aprendí a un amigo muy querido llamado Carlos Vallejo que, a despecho de corsés etimológicos,   la palabra  compartir quiere decir “partir con el compa”.

En un mundo signado por un egoísmo autista y un desprecio creciente  hacia el valor de la  existencia ajena, la frase de Vallejo es en sí misma una declaración de principios.

Con  otros nombres, esa declaración de principios es lo que uno siente  alentar en las historias de  Dan Archer.
Dan Archer


Para muestra, en una  de sus viñetas se ve a una pareja de campesinos colombianos contemplando uno de  esos enormes murales con  fotografías de personas desaparecidas que se volvieron rutina en nuestro país.

De inmediato recordé un mural que vi hace cinco años en la Casa de la Cultura de Sonsón, un municipio del oriente de Antioquia arrasado por los bárbaros atraídos por sus enormes riquezas, expresadas en agua y tierras.

Paramilitares de Rionegro, de Cordoba y  Urabá, del Magdalena Medio, guerrilleros de las Farc, disidencias del Epl, frentes del Eln y fuerzas del Estado  se dieron cita allí para convertir en  pesadilla la vida de miles de campesinos acostumbrados a levantarse a  las tres de la mañana para dar inicio a faenas que sólo terminan cuando el sol ya cae a las espaldas.

Trabajar  de sol  a sol, llaman  en esas tierras a esa forma de estar en el mundo.

Pues bien, en el encabezamiento de la mencionada viñeta podemos leer: “Crucially, they do not distinguish between victim and victimizer. Focusing instead instead on the purely human cost of the conflicto”.

 Enfocarnos en el costo puramente humano del conflicto nos ayuda a comprender y, por lo tanto, a solidarizarnos, a hacer nuestro el drama ajeno. A recuperar  el profundo e inalienable sentido de la palabra prójimo: el que camina a nuestro lado y comparte la impagable aventura del paso por la tierra.


Así los lo ve Dan Archer.

A los niños esclavizados en distintos países de Asia, donde elaboran productos  manufacturados para  Nike y Adidas, dos corporaciones que escamotean esas dosis de sangre, sudor y lágrimas cuando exhiben su glamorosa publicidad en todas las pantallas del planeta.

A Salvador Allende y  a todos los demócratas derrocados y asesinados por no plegarse a los mandatos del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, citados con nombre propio por el artista periodista con una  honestidad que ya desearía para sí tanto activista políticamente correcto por ahí suelto.


A los campesinos  de Centroamérica, despojados de sus parcelas por la voracidad de las corporaciones fundadoras  de ese engendro llamado Banana Republics.

Y, en fin, a las víctimas de las recientes guerras colombianas, amenazadas de nuevo por quienes han hecho de la violencia el más lucrativo de los negocios, tanto en lo político como en lo económico.

Sin maniqueísmos  y asignando a cada historia su peso específico en la balanza del mundo, este periodista devenido escritor de cómics desvela en cada viñeta una estampa de la infinita capacidad humana para el mal.


Pero,  a diferencia de la tradición gótica del género, donde todo es oscuro y crepuscular, Dan Archer le abre un espacio a la esperanza. A la siempre latente opción de buscar caminos distintos a los de la fatalidad que nos cobija como las alas de un cuervo enorme.

En su trabajo alienta siempre el saludable guiño de la risa  reparadora: de esa clase de empatía imprescindible para asomarnos a la parte buena de lo humano.

Esa que empieza a revelarse cuando se descorren los rostros del mal.

PDT:  les comparto enlace a  la banda sonora de esta entrada


jueves, 19 de septiembre de 2019

Sinfonía en rock mayor


                                          Deep Purple


Ya les he contado que fue Miriam, una profesora de música del colegio Deogracias Cardona, quien puso  en mis manos dos casetes que no sólo  marcaron  mis oídos: también, en buena medida, el curso de mi vida.

Uno de ellos contenía la musicalización que el poeta Joan Manuel Serrat hizo de algunos versos de  don Antonio Machado y de Miguel Hernández, dos grandes de la poesía  en lengua castellana.

El otro era una copia de uno de los grandes clásicos de la música contemporánea: el Sargeant Pepper´s Lonely Heart Club Band,  de The Beatles.

Desde luego, a mis once años yo no podía saber  que eran clásicos, pero de igual manera anidaron en mis entrañas para siempre.

Aunque hoy muchos no lo crean, en esa época el estudio de los conceptos básicos de la música era de obligada presencia en escuelas y colegios.

Los niños y jóvenes aprendían a identificar las notas en el pentagrama:   no  sólo  la secuencia básica del do-re-mi-fa-sol- la si. También el sentido y el  uso de corcheas y semicorcheas, de blancas y negras, de fusas y semifusas.

Por ese camino comprendían que la música está hecha de silencios y de tiempo.



Pero hay más: con inolvidable destreza, Miriam nos interpretaba en su guitarra grandes composiciones del repertorio universal: El concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo; Here´s comes the sun, de George Harrison y una  joya de la música colombiana titulada Esperanza, compuesta por Ibarra y Medina.

Corría el año de 1972.

Un par de años después, mi primo  Pacho me regaló un vinilo de una banda que abrió para mí algo así como las puertas de la percepción: el célebre In- a gadda- da- vida, de los muy sicodélicos Iron Buterffly.

A partir de ese momento, las músicas del mundo entraron a mi vida como un torrente  que no cesa de acompañar mis momentos más dichosos y también los más amargos.

Ni más faltaba.

Pensé en todo esto durante las más de dos horas que duró una tertulia   titulada Los Mundos del Rock, realizada el 6 de agosto pasado en la Biblioteca Pública León de Greiff, en el municipio risaraldense de Marsella.

La edad de los asistentes oscilaba entre los quince y los setenta años. Y todos igual de jóvenes.

Porque el rock, como todas las grandes  creaciones del espíritu, explora y expresa muchos mundos a la vez.

Durante la    charla afloraron por igual certezas y sospechas.





Una de ellas ubicaba las raíces del género en esos compositores  rusos  de finales del siglo XIX y comienzos del XX.  Sus  repentinos quiebres, su manera perfecta de reinventar el arte de la fuga y el velado tributo  a los ritmos populares prefigura la que después sería una constante en la  obra de bandas  como Jethro Tull, Emerson Lake and Palmer, Yes y Deep Purple.

En este último caso, y gracias a  los milagros de YouTube,  nos detuvimos a disfrutar de una pieza  conocida con el título de Beethoven meets rock, en la que el grupo del teclista John  Lord interpreta un mosaico de composiciones del  genio alemán,  con el acompañamiento de una banda sinfónica.

Después  recorrimos el desolado camino de los vagabundos de Nueva York, narrado desde  el juego de voces y la guitarra de Paul Simon y Arthur Garfunkel.

Fue entonces  el momento de adentrarse en el universo gótico de Black Sabbath, con su saga de brujas y demonios que tanta influencia tendría en las diversas corrientes del Hevy Metal florecidas  al terminar la década de los setenta, marcada por el desencanto generacional y por el principio del fin de tantas utopías.

A   lo largo de ese tiempo, y tal como sucede con el género literario de la novela, distintos profetas han anunciado la muerte del rock.

A modo de respuesta, esta música que ya es la banda sonora de varias generaciones  que encuentran en ella el relato sincopado de sus revelaciones y sus desencuentros con el mundo, cobra nuevos bríos y encuentra otros caminos.




Lo  leí en el rostro de media docena de adolescentes  presentes en la charla de Marsella.

Lo constaté también en el entusiasmo de un puñado de abuelos.

Al fin y al cabo, de muchas maneras la vida es también una sinfonía en rock mayor.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada




miércoles, 18 de septiembre de 2019

Milagro




                                               
                                                           Al poeta Miguel Hernández



El sol de las diez



de la mañana



lame las hojas de la ceiba





y algo eterno



se instala en la vida



del pastor de cabras



que se cobija bajo su sombra.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Viaje al corazón del fuego





“Todo arde si le aplicas la chispa adecuada”, reza una canción de la banda de rock española Héroes del Silencio, que  podría servir de epígrafe a la novela  Mapa con abejas y tambor, del joven escritor risaraldense  Jáiber Ladino.

Porque el viejo simbolismo del fuego cruza las  ciento sesenta y dos páginas de este libro armado como las piezas de un rompecabezas que, además, supone una  puesta en duda de los límites de la realidad: todo el tiempo el lector está cruzando un umbral que  hace inciertos los géneros literarios como herramientas para aprehender el mundo.

La vida siempre se nos escapa. Y cuando creemos haberla atrapado ya estamos muertos y olvidados.

Si corremos con suerte quedará por ahí un manuscrito  abandonado que  le hable al mundo de nuestros estremecimientos.

Es el caso de Juanté, a quien la muerte asedia  a edad temprana y lo obliga a enhebrar una sarta de palabras para dar cuenta de su paso por el mundo.

El cuaderno Guacamayo, es el título de ese relato cifrado.

Su legado  puede ser un diario privado, una bitácora, una crónica, una novela o la suma de todos los anteriores.

Y siempre el fuego como gran motivo del relato.


No por casualidad se dice que la danza enciende los cuerpos, la palabra aviva el ánima del mundo y la mística ilumina los recintos más recónditos del corazón.

Mapa  con abejas y tambor está tejida a partir de esos elementos.

En lo anecdótico, asistimos a las peripecias de una imagen del  Niño Jesús de los pies Esclavos que llega a las costas de América en las manos de la esposa de  un buscador de oro atraído por el resplandor de las minas de Marmato.

En el trasfondo está la mística, la voluntad de hacerse uno con  la divinidad que alienta en el fondo de todo sentimiento religioso.

De ahí la presencia constante de la poesía de  la santa Teresa de  Ávila.

Y, gravitando sobre  todas ellas, la omnipresencia de la danza.  Cada uno a su manera, los protagonistas de la novela tratan de trascender los elementos meramente folclóricos de los bailes colombianos, para adentrarse en su condición ritual: aquella que los vincula con el origen de los mitos y las religiones.


La danza como invocación a la divinidad. Eso es lo que encontramos en la página  ciento diecisiete del libro, al asomarnos al  Cuaderno Lorito Guerrero, escrito por Mauricio en su intento por seguir los pasos de su maestro Juanté:

“Se acerca el concurso de Omach. Durante las vacaciones me propuse investigar en torno a dos ritmos que a Juanté le hablaban de su espiritualidad. En las Farotas encontró la farsa para defender a su santa Teresa a ritmo de  carnaval. Y, como un santo necesitado de enfrentarse al demonio, la danza de los diablos espejo le  brindó esa oportunidad. En el viaje, los diablos se me escabulleron. Sólo  me  quedan las fotos de una máscara descuidada, de una cabeza de cucamba maltrecha, y de un diablo en una pared que, cuando veo en el álbum, se ríe de mi inexperiencia”.

Como todas las regiones mineras, los lugares donde  discurren los protagonistas de Mapa con abejas y tambor están surcados de  principio a fin por las distintas formas de la magia. Y de esos elementos se vale el narrador para proponernos una urdimbre en la que  la naturaleza es lenguaje cifrado: las abejas como símbolo del alma y los tambores como agentes de invocación a las fuerzas primordiales que  nos mueven.


El tambor como réplica de los latidos del propio corazón. Un  instrumento para seguir los ritmos del mundo. Los de  la sexualidad y los de las búsquedas espirituales resumidas en la  danza de las abejas, como podemos leer en la página ciento diecinueve:

“Un lenguaje muy sexual y hermafrodita  el de este tema. Místico y cierto. Los diablos no son tan malos. Los necesitamos para saber que amamos. Sin diablos, tendríamos la seguridad de hacer lo correcto,  no habría necesidad de discernir. Eso lo odiaría cualquier alma consagrada a Dios. Sin diablos somos abejas que pierden la memoria y perecen en los caminos.”

Para no perder la memoria y perecer en los caminos escribimos o intentamos  escribir historias.

Y allí reside la clave de esta novela de  Jaíber Ladino, propuesta como un viaje al corazón del fuego.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada



miércoles, 4 de septiembre de 2019

Cabalgando el relámpago





 De tanto repetirse, la escena ya hace parte del paisaje cotidiano: decenas, cientos, miles, millones de personas de todas las edades  se fotografían a sí mismas con sus teléfonos y despachan las imágenes hacia los lugares más remotos, con  la esperanza de obtener un me gusta que dé cuenta de la propia existencia.

La vieja y necesaria mirada del otro como última prueba de nuestro paso por el mundo.

Desde luego, la sola palabra selfie contiene su propia carga de narcisismo, ese viejo sentimiento que  llevó a la madrastra de  Blancanieves a preguntarle una y otra vez al espejo: “ Espejito, espejito ¿Quién es la más bonita?”.

Pero hay mucho más que eso.

La obsesión por fotografiar y compartir con el mundo el más nimio de los detalles se relaciona también con la necesidad de crear conjuros contra el vértigo.

Al fin  y al cabo, en estos tiempos nuestra  relación con la vida  se parece bastante al acto de cabalgar un relámpago. Consumimos trajes, comidas, bebidas, músicas, sexo y paisajes a una velocidad tal que hace imposible  hacer de la experiencia parte del acervo de conocimientos necesarios para  recorrer el camino sin sucumbir del todo a la desintegración.

Así que hay mucho de desasosiego existencial en esas prácticas tan vanas en apariencia. En el gesto de fotografiar un helado, un plato, un auto, unos labios que besan, alienta una antiquísima  necesidad humana: la de sentir que algo perdura en medio de una sucesión de segundos y minutos que nos precipitan al abismo.



Para eso está el arte, me dirán ustedes, y les asiste toda la razón. En la misma página del mismo libro de Shakespeare las  manos ensangrentadas de Lady Macbeth renuevan una y otra vez su pacto con el desastre.

En la misma página de Cien años de Soledad, Remedios la bella es arrebatada hacia el cielo por una fuerza superior a los designios humanos.

Y en  el mismo movimiento de su segunda sinfonía, Johannes Brahms  nos revela de golpe la dimensión entera de  su pesadumbre.

Pero la mayoría de las personas no tienen acceso a esos consuelos, entre otras cosas porque disfrutar y conocer el arte demanda una gran dosis de tiempo y, por lo tanto, de paciencia para descifrar  mundos que todo el tiempo proponen el desafío de signos, símbolos y metáforas.

Es decir, claves para  asomarse a los  múltiples e insondables rostros del mundo.

Ya nos lo advirtió Ray  Bradbury en una  de sus parábolas: “Los hombres no tienen tiempo de conocer nada. Lo estropean todo. Lo ensucian todo”.

Y no hay tiempo, porque quien dispone de ese tesoro suele ponerse a pensar, y como el que piensa acaba formulando preguntas incómodas, suele volverse muy peligroso.



Justo en ese punto, decide luchar contra la alienación que lo envuelve: ese despojarse de sí mismo que es la clave de todo control político, económico, religioso y cultural.

Un pensador ya olvidado, Herbert Marcuse, se refirió a esa criatura cosificada como “ El hombre unidimensional”.

Lo que equivaldría a hablar de un pájaro sin alas.

Si faltaba algo para completar ese cuadro, los prodigios digitales se encargaron de esa parte del trabajo.

Hay que ver el aire autista y enajenado de quienes reciben y emiten mensajes a través de la pantallita para darse cuenta de que están a merced de cualquier  prestidigitador con capacidad de sugestión, sea  éste un demagogo, un gurú o un vendedor de baratijas.

Como  todo pasa tan rápido, casi nadie se da cuenta del alcance de las cosas que  cruzan ante la mirada sin tocar el cerebro: todos están ocupados en cabalgar ese relámpago que puede  desmontarlos al  menor descuido.

Casi nadie nota, por ejemplo, que Twitter sería una excelente herramienta- algo así como un lápiz digital- para renovar y enriquecer el género del aforismo.

Cosas como estas que me compartió mi compadre Gustavo Arango hace unas semanas: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale de tus proyectos”.

                                                            Gustavo Arango


Gustavo Arango, el mismo tipo que puso  una canción de Jorge  Villamil a sonar en los labios de un monje budista que cruzaba los desiertos de  Asia central.

Pero claro, tiempo es lo que les sobra a los monjes budistas. Por eso habitan las formas supremas de la lucidez: la que permite ver el otro lado de  las cosas.

Ese otro lado que  no podemos  ni tan sólo sospechar, porque estamos atados a una vertiginosa rueda de producción, consumo y derroche que acabará desintegrándonos con solo dar un clic.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada