jueves, 25 de abril de 2013

Humores prohibidos




Como buenos hijos de un país de gramáticos, al final rectificaron: “quisimos decir otra cosa, el propósito del proyecto no es ese, el texto resultó mal redactado”. En resumen, el  ponente de  la iniciativa  liderada por los congresistas  Juan Manuel Campo Eljach, Diego Alberto Naranjo Escobar y Augusto Posada negó que la idea contemplada en el proyecto de ley 001 de 2012 tuviera entre sus objetivos imponer alguna forma de censura o prohibición al ejercicio de la parodia o imitación de personajes públicos como forma de expresión política y artística.
Pero los temores quedaron en el aire. Después de todo habitamos un país donde cada cierto tiempo algún vocero de la caverna más oscura  sugiere la posibilidad de revivir el delito de opinión como mecanismo de control de las conciencias críticas y con él las distintas expresiones  de ese  liberador ejercicio de salud mental y social que es el humor,desde las caricaturas hasta los más lúcidos aforismos.
Ustedes conocen la escena. “¿Acaso no sabe quién soy yo?” le grita el político, el empresario, la actriz, el músico o el deportista célebre al representante de la autoridad cuando lo sorprende  en alguna irregularidad o a sus  colaboradores cuando no lo atienden con la reverencia que cree merecer. Todos ellos padecen de un mal peligroso: carecen del sentido del humor y la ironía.  Por eso se toman demasiado en serio a si mismos. En otras palabras, olvidan su frágil condición mortal, su carácter de briznas susceptibles de ser borradas por el más leve temblor del aire.
Cuando esa condición es puesta a prueba por la sátira, la parodia, el sarcasmo, la ironía o alguna otra forma de humor  algunos poderosos montan en cólera, ordenan una leva... o radican un proyecto de ley  para prohibirlas. Poseídos por esos raptos olvidan algo muy sencillo: si tuvieran la lucidez y la capacidad para burlarse de sí mismos no  se verían involucrados en situaciones tan patéticas  y no tendrían que salir a rectificar cuando les llueven los cuestionamientos. Al fin y al cabo, el buen humor, el fino humor es hijo inevitable de la inteligencia.
Proscribir la risa siempre ha sido una tentación para los regímenes totalitarios. Si a algo le teme el poder absoluto en este mundo es a la  capacidad de la irreverencia para corroer sus pedestales, para poner en duda la misma lógica de sus designios. Alguien empecinado en mostrar nuestras debilidades y contradicciones resulta siempre  peligroso. Por eso individuos como Mao, Stalin, Hitler o Franco, que reemplazaron la risa  clara por una sonrisa velada diseñada en los talleres del infierno persiguieron con especial saña a los humoristas,  a esos tipos capaces de desbaratar toda pompa y solemnidad con el más leve guiño, recordándole de paso a la  grey que el emperador está desnudo.
Hace más de una década, el entonces presidente  Andrés Pastrana sufría  una pataleta cada vez que los humoristas del programa radial  La Luciérnaga la tomaban con sus yerros. Fue tanta la  presión ejercida, que en un acto de servilismo- de pragmatismo empresarial, dijeron algunos- la cadena radial Caracol acabó plegándose   a los deseos del mandatario. El hecho le costó el  cargo  al periodista Edgar Artunduaga, encargado de  disparar los más agudos dardos.  Pero el tiempo acabó dándoles la razón a los libretistas: la política contemporánea   tiene muchas cosas en común con el  circo como para que alguien en su sano juicio se la tome en serio . “Si no fueran tan temibles  nos darían risa/ si no fueran tan dañinos   nos darían lástima” canta  el poeta catalán Joan Manuel Serrat en uno  esos versos suyos  sembrados de ironía. Esa ironía imprescindible  para  sobrevivir en medio del cinismo y la desfachatez que rondan hoy el ejercicio de lo público en todas partes.
Allá por el año 423 antes de Cristo, el comediógrafo  Aristófanes  se vio envuelto en líos con los emisarios del poder. Consideraban riesgosa esa socarrona mirada suya sobre los asuntos revestidos de  solemnidad, empezando por los razonamientos de Sócrates. Siglos después le sucedería a   escritores del talante de Jonathan Swifft o  Ambroce Bierce. En esa  feria de las vanidades llamada Hollywood  Groucho Marx padeció lo suyo por su negativa a tomarse en serio a los integrantes del Panteón. De modo que nada tiene de original la iniciativa de los  legisladores colombianos, aunque hayan podido rectificar a tiempo, alertados tal vez por la oleada de risas que se  les echó encima.

martes, 23 de abril de 2013

Sinfonía inconclusa


El comunicado de prensa empieza así: “La junta directiva de la Fundación Arte y Cultura por Risaralda y el Comité Organizador del festival Sinfónico de Pereira informa a la opinión pública que por novedades de última hora que afectan el cronograma, la programación y las finanzas del Festival Sinfónico de Pereira, tomamos la decisión de suspender la realización  de la versión 2013 del Festival”.
Así  de simple. Mientras  desde hace cuatro años los discursos  oficiales enfatizan el carácter cultural de  la celebración del sesquicentenario   de  la capital de Risaralda, uno de los más grandes logros de los últimos años desaparece de la agenda por arte de birlibirloque.
Desde distintos frentes de la cultura y las artes en el orden regional, nacional e incluso internacional, se ha reconocido la rápida   evolución  de  este evento recibido en principio en medio del escepticismo: al fin y al cabo durante décadas funcionó entre  nosotros el estereotipo de lo chabacano y vulgar como única vertiente musical capaz de estimular nuestra sensibilidad  melódica. En contravía de esa percepción,  la calidad de los músicos, la diversidad de la oferta y los distintos  lugares de procedencia de los intérpretes y compositores muy pronto   hicieron del Festival Sinfónico un espacio  respetado  por creadores, melómanos y empresarios. Ser incluido en su programación se volvió una meta difícil de alcanzar.
Como sucede en tantos frentes, el festival  fue el resultado del talento, la iniciativa y  la tenacidad privadas. Artistas, intérpretes y gestores  hicieron posible  la materialización de una idea concebida como punto de encuentro y difusión  de  distintas corrientes enriquecidas a través de un diálogo incesante. Igual pasa con el cine, la pintura  o el teatro. Programas como La  Cuadra, el festival de poesía Luna de Locos, Corto Circuito, el Concurso Nacional del Bambuco  o La Fiesta de la Música tienen su origen en  el esfuerzo y la voluntad de  líderes de la cultura con el auspicio  de empresas particulares. Como son escasas, vale la pena mencionarlas con nombre propio: Cámara de  Comercio de Pereira, Centro Colombo Americano, Frisby, Alianza Francesa o Comfamiliar Risaralda. Al lado de ellas,  las universidades públicas y privadas han estado siempre atentas al pulso cultural de la región, convirtiéndose en valioso punto de apoyo y difusión.
Volvamos a la letra del comunicado. Según mis fuentes las “novedades de última hora” mencionadas por los firmantes del documento corresponden en realidad al incumplimiento de los compromisos adquiridos por la  administración municipal de Pereira. La versión fue desmentida en una comunicación del Instituto de Cultura de Pereira fechada el 12 de abril. Pero quedan las dudas. Por lo visto un festival de estas características no tiene cabida en la retórica oficial del “Desarrollo  cultural basado en experiencias representativas”. Si existe hoy un evento que reúna estas  últimas características ese es el Festival Sinfónico. Los criterios para seleccionar invitados, el cuidado  en la logística, la oportunidad de  la información y la organización administrativa constituyen de hecho un ejemplo para quienes trabajan  en la pura informalidad. Suspender el festival, así sea por este año, significa dar un paso atrás. Entre los artistas  que ya habían confirmado su presencia cundirán las dudas sobre la seriedad de la organización. Y bien lo sabemos: la credibilidad es algo muy difícil de recuperar.  Cuando esta se pierde o se pone en duda provoca una reacción en cadena que en este caso implica a  artistas, gestores, medios de comunicación y entidades de apoyo, para mencionar solo algunos. Las energías reservadas para impulsar el  festival tendrán que ser utilizadas ahora para rehacer el tramo perdido.
Meses atrás vivimos una experiencia parecida. En una emisión del programa de opinión Moliendokafé,  del Canal 81 de Claro, el presidente ejecutivo de la  Cámara de Comercio de Pereira, Mauricio Vega Lemos, anunció su compromiso con la gestación de  una feria internacional del libro  en la ciudad. A la vuelta de unos meses rectificó y anunció en su lugar un concierto de Carlos Vives. Si bien son dos cosas distintas, la feria  un proyecto  y el festival una realidad, las dos situaciones ilustran una concepción de la cultura  como un asunto   accesorio y no como esa  “base de  la nacionalidad” consignada en la constitución política de 1991.

jueves, 18 de abril de 2013

La vida de los muertos



“Muchas tumbas estaban guarnecidas con escudos y banderas de equipos del fútbol profesional colombiano. Casi todas decoradas con flores de plástico, pasta e icopor: margaritas, anturios, simprevivas, heliconias, nomeolvides, azucenas, girasoles, grandes rosas rojas fijadas con cemento dentro de pequeñas materas”.
                                                  Balas por encargo
                                                  Juan Miguel Álvarez
                                                  Rey+Naranjo Editores
                                                  2013

Toda tumba cuenta una historia. La historia de una vida. De todas las vidas: a través de su silencio ensordecedor asistimos, si aguzamos bien los sentidos, al relato  siempre doloroso, algunas veces gozoso y casi siempre vano de la aventura humana. Si la muerte, al cerrar el  círculo de manera perentoria y definitiva, le da sentido  nuestros pasos en la tierra, la tumba y el sepulturero devienen actores claves  para comprender la vida de los muertos. Y Colombia es, bien lo sabemos, un país amasado con la piel y la  sangre de muchas víctimas. No por casualidad la palabra paz cobra un sentido especial  para nosotros. Amparados en su promesa, los políticos  de distintas facciones  se han repartido el poder desde los tiempos de las guerras de independencia.
A reconstruir algunas de  esas vidas desde los recursos del periodismo narrativo ha dedicado sus últimos años el  periodista  y escritor colombiano Juan Miguel  Álvarez. Formado en la escuela de los grandes maestros del reportaje ha publicado en medios como El Espectador, La Tarde o El Malpensante minuciosos   y detallados relatos sobre algunos aspectos de ese tortuoso camino llamado Historia de Colombia. Entre ellos destacan los cientos de cuerpos  atrapados  en los remolinos de Beltrán, un recodo del río Cauca  ubicado a la altura del municipio risaraldense de Marsella. Hasta  allí iban a parar los dolientes de las víctimas de la violencia  en el departamento del Valle, en busca del rastro de sus hijos, esposos, mujeres o padres caídos en esa oleada de demencia protagonizada por paramilitares, guerrilleros,  traficantes de drogas  y agentes del Estado.
También  se ocupó en su momento de las ejecuciones sumarias ordenadas por las que nuestro miedo o hipocresía optaron por llamar “fuerzas oscuras”, aunque todos sepamos quienes son y dónde están. Uno  de esos relatos, publicado en la edición digital de la revista Semana, provocó la airada reacción de la dirigencia local, preocupada porque las denuncias afectaban, según palabras textuales,  “la imagen de la ciudad y la región ante el país  y el mundo”. Claro: están acostumbrados  a  concebir al periodista  no como un contador de historias dichosas o terribles, sino como un promotor turístico, un amanuense del poder o  cosas peores. En menos  de veinticuatro horas el texto fue retirado, sentando de  paso un riesgoso precedente para la libertad de expresión.
Siguiendo ese tono de preocupación ética y estética, Juan Miguel Álvarez publica ahora su libro “Balas por encargo”, un trabajo de la editorial Rey + Naranjo Editores y presentado en  la versión 2013 de la  Feria Internacional del Libro de Bogotá. Con un riguroso nivel de documentación, a través de sus páginas asistimos a algunos de los acontecimientos  que han marcado para mal el último medio siglo de la historia nacional y regional. Los gérmenes de los carteles del narcotráfico que  muy pronto hicieron metástasis en todos los sectores de la vida del país. La legitimación social del sicariato como forma de supervivencia y ascenso social. La ineludible  disolución de los referentes éticos y  sus consecuencias para el cuerpo entero de la  sociedad. Pero además de eso el autor contribuye a desmontar un mito forjado   a varias voces entre dirigentes gremiales, políticos y medios de comunicación: que la relación de Pereira y Risaralda con los  grandes grupos criminales ha sido únicamente la de lugar de refugio, territorio neutral o escenario casual  para dirimir sus conflictos. La realidad es otra: en la década de los sesentas del siglo pasado ya se gestaban poderosas agrupaciones a las que no fueron ajenos algunos hijos conspicuos de las élites locales. Si uno lee con atención comprende porqué ha sido posible mantener altos niveles de consumo y crecimiento a pesar del colapso de algunos sectores de la economía  legal y su consiguiente impacto en las cifras de desempleo. Pero, como todo buen libro de periodismo narrativo, “Balas por encargo” es mucho más: es por ejemplo, una mirada a esa visión del mundo anclada en el dinero como valor supremo, responsable entre otras cosas de los abrumadores niveles de corrupción y del tendal de muertos que nos hablan en cada capítulo de nuestra historia.

jueves, 11 de abril de 2013

Criaturas en fuga



Uno de los tópicos del negocio del turismo es la imagen de un japonés ataviado con camisa hawaiana, pantalón corto y sandalias, disparando su cámara Sony frente a todo cuerpo vivo o  inerte calificado como digno de  ser retratado. Al final la tribu vuelve a casa con un catálogo de instantáneas sin ninguna diferencia con aquellas utilizadas por las agencias de viajes para promocionar sus planes: bailarines de milonga en la Argentina, indios Mapuches de Chile,  pirámides en el  Valle de los Reyes, crepúsculos en los Himalayas, jubilados ante  la torre Eiffel  o  amantes furtivos navegando en los canales de Venecia.
A  la vuelta de pocos años  la práctica dejó de ser exclusiva de los turistas, japoneses o no. Con el advenimiento de la era digital ahora son legión  los individuos  niños, jóvenes, adultos o viejos, consagrados con minuciosa obstinación a registrar en sus cámaras de fotografía y video cuanto encuentran a su paso, empezando por el propio rostro reflejado en vitrinas y estanques, al modo de modernos Narcisos fascinados con su propio fantasma. Nada escapa a su demencial cacería de imágenes: edificios, paisajes, transeúntes, ceremonias, animales, celebridades, avisos publicitarios y automóviles son objeto de un asedio  explicable solo por una epidemia de pavor ante las arremetidas del olvido.
Por ahí va la cosa: los terrícolas del siglo XXI  hemos sucumbido a los terrores de la disolución. El tiempo pasa cada vez más rápido, decimos cuando se acerca una época revestida de algún significado ritual, como la navidad o la  Semana Santa en la cultura occidental. Pero en realidad somos  nosotros los que pasamos por la vida a velocidad de vértigo, sin tiempo para  esa clase  de conocimiento del mundo y de nosotros mismos alcanzable solo a través de la pausa y de la paciente observación.  Atrapados en el engranaje de la producción y el consumo, apenas si disponemos de una tregua  para reponer energías mediante comidas rápidas, breves periodos de sueño con sobresaltos... y excursiones cuyo único propósito parece ser el de coleccionar imágenes fotográficas y de video. Poco importa en realidad el estrato social de los individuos  o las familias. En el fondo las angustias son las mismas. En los niveles bajos son  los afanes de la supervivencia, en los medios los del estatus y en los altos se trata de la conservación del prestigio y el reconocimiento.
Asaltados por la sospecha de la imposibilidad de  la experiencia y la memoria, condiciones para construir los mínimos referentes de  identidad individual y colectiva,  nos aferramos a las imágenes como prueba de vida.  Yo  estuve allí, yo viví esa situación, crucé esos mares, besé a esa muchacha, parecen decirnos. Por eso no tienen sentido  si no se divulgan a través  del clan familiar o de las redes sociales. “Lo publico, luego existo” parece ser la consigna general.  Eso explica  en buena medida la  multiplicación de imágenes sexuales privadas en  Internet. En principio tienen una intención documental: registrar  un momento placentero. Acto seguido  irrumpe  la pulsión: la experiencia pierde sentido sin su difusión. Lo íntimo pasa entonces a ser público, con todas las consecuencias que puedan derivarse de ese sutil cambio de enfoque. En medio del apuro olvidamos lo más importante: las vivencias  intensas y profundas se fijan por sí solas en  la epidermis del ser. Por  lo tanto no precisan de  ayuda externa.  Solo cuando devienen puesta en escena, espectáculo, necesitan el artificio.
Si una imagen es la  representación mental o gráfica  de una idea o un acontecimiento, el frenesí actual sugiere  que la aventura de la vida ha sido suplantada por su representación. Sin darnos cuenta hemos vuelto  a la caverna  de Platón. Vamos por el mundo arrastrados por una fantasmagoría armada con fragmentos de aquí y  allá. Desasidos de lo más esencial de nuestra condición escapamos hacia adelante armados de una colección de  fotografías y videos, con  un agravante: cada minuto podemos borrarlos y reemplazarlos por  una nueva memoria, es decir por una historia  personal recién inventada ¿Cómo  volver entonces a lo más entrañable, a la caligrafía secreta de nuestra aventura en la tierra? Por lo pronto, las señales de esta última  se parecen cada vez más a los resplandores biliosos de las pantallas de  televisión parpadeando en la madrugada desde las habitaciones de los insomnes: ni más ni menos que la estela dejada  en  su estampida por millones de criaturas en perpetua fuga.

jueves, 4 de abril de 2013

Memoriosos



“ A mi nadie me quita ese lenguaje; está incrustado, es un tatuaje imborrable. Y es mi gran herencia. Ha sido  parte de mi alimento. Yo me he alimentado de la fuerza de las palabras”. La anterior declaración de principios aparece en una entrevista concedida por la escritora colombiana Alba Lucía Ángel a un compatriota suyo, el periodista Juan Carlos Pérez Salazar, vinculado desde  hace una década a la BBC de Londres.
Por estas fechas, cuando en distintos lugares se celebra , con retórica no exenta de  un toque pintoresco, el denominado Día del Idioma, resulta  saludable  volver a la obra de la autora de textos tan importantes para la narrativa colombiana como Misiá señora, Los girasoles en invierno, Las Andariegas y  Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Esta última  recupera para la memoria colectiva, desde una propuesta estética atrevida, uno de los momentos  claves en la  reciente Historia de Colombia: los episodios violentos que precedieron y sucedieron al asesinato del caudillo liberal  Jorge Eliécer Gaitán  el  9 de abril de 1948 en  una calle de Bogotá. Pero la novela de Alba Lucía Ángel no es solo la recreación documental de un hecho doloroso. Es , ante todo, una vuelta de tuerca al mecanismo secreto de los recuerdos a través del nunca agotado sortilegio del lenguaje. No por casualidad el título de su novela más representativa alude a los versos de  un juego infantil. “Estaba la pájara pinta...”  es un mantra,  una invitación a desvelar una  zona  oscura de nuestro pasado a la que solo es posible acceder desde los recursos de la palabra poética. A su modo particular, la  autora supo desde siempre que todo gran escritor es, en esencia , un memorioso.
Ese calificativo puede usarse también para definir el desafio afrontado  por  algunas de las más valiosas voces narrativas de la región.  En las páginas de El río corre hacia atrás, Benjamín Baena Hoyos desanda el camino  emprendido  por los protagonistas de una de las avanzadas colonizadoras, para devolvernos en un lenguaje áspero y dulce a la vez, la esencia de esa dura materia de que estaban hechos los colonos, amasada con la herencia machista  árabe y española, el  talante ultramontano  de un sector de la Iglesia Católica y la  tenacidad de quienes tienen por todo patrimonio un puñado de ilusiones.
En otro ámbito, durante las primeras décadas del siglo XX, Alfonso Mejía Robledo resumiría el carácter de la aldea combinando dos oficios para muchos antagónicos: el comercio y la escritura. Gravitando entre esos dos mundos escribió una novela cuyo solo título caracteriza los  primeros intentos  de diálogo entre nuestras  pequeñas ciudades  y el resto del planeta: Las rosas de Francia.
Más cercano a nosotros en el tiempo y el espacio, el poeta, novelista, ensayista, cuentista y traductor Eduardo López Jaramillo haría de su obsesión por la antigüedad clásica o la Francia de la Ilustración un pretexto para recordarnos el carácter universal de  nuestros  asuntos más  esenciales. Los ciudadanos de la  Grecia de Pericles, la Francia de  El marqués de  Sade o los colombianos de estos tiempos de sangre y fuego estamos hermanados por la misma búsqueda ansiosa del sexo y el poder o por un idéntico temor ante  el olvido y la muerte. Ante ellos solo resta el  exorcismo del recuerdo. No por casualidad el título de su única novela  publicada en vida no sugiere un documento , ni una suma de  imágenes  ni una ficción:  Memorias de la casa de Sade invita en realidad  a un tránsito por   esa sutil y a veces  equívoca frontera entre lo vivido y lo recordado.
Como si se propusiera cerrar el círculo, el  más joven de todos estos narradores, Rigoberto Gil Montoya, sugiere desde sus textos otra clase de aventura: la de convertir  en  palabras los recuerdos en el momento mismo de su gestación. A mitad de camino  entre la crónica y la ficción sus novelas dan cuenta de  algunos de los más dolorosos trances de  la historia nacional y regional.  La  retoma sangrienta del  Palacio de Justicia  en 1985; los miles de desaparecidos en las guerras civiles no declaradas de las últimas décadas; el desbarajuste ético y social provocado por el narcotráfico son  algunos de los terrenos transitados por este autor que, sin llegar todavía al medio siglo de edad , ya tiene un lugar asegurado en esta breve y, por supuesto, arbitraria selección de memoriosos que nos ayudan con su palabra a comprendernos un poco más.