jueves, 31 de octubre de 2019

Aquí anduvo la muerte






El sobrevuelo de los buitres entre las nubes que coronan la sierra.

 Los aullidos de agonía de un mono, desmembrado a machetazos por los humanos con los que se encontró en el camino.

El olor dulzón de la  oscura nube de humo que se eleva desde la hoguera donde se calcinan los cuerpos de hombres, mujeres y niños reducidos a  trozos diminutos por orden de los traficantes de personas apostados en la zona.

La sangre que mana a borbotones del cuello cercenado de una mujer embarazada y asesinada por un todavía niño y ya casi hombre de tanto apurar hasta las heces el cáliz de la infamia que lo  rodea.

No por casualidad se hizo pollero, es decir, traficante de inmigrantes, como quien aprende un juego más.

Todo nos dice que por aquí anduvo la muerte, cuando uno se aventura a cruzar las  341 páginas del libro  Las tierras arrasadas, del escritor mexicano Emiliano Monge, publicada en julio de 2019 con el auspicio del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

Una  tras otra,  familias enteras de emigrantes emprenden la travesía por valles y montañas, animados no tanto por la esperanza como por la certeza de que atrás apenas queda nada para rescatar, porque las vidas y las tierras han sido arrasadas por la codicia y la impiedad que animan las acciones humanas.


El primer párrafo de la novela nos anuncia la sucesión de pesadillas que se avecina:

“También sucede por el día, pero esta vez es por la noche. En mitad del descampado que la gente de los pueblos más cercanos llama Ojo de Hierba, un claro rodeado de árboles macizos, lianas primigenias y raíces que emergen de la tierra como arterias, se oye un silbido inesperado, cruje el encenderse de un motor de gasolina y desmenuzan la penumbra cuatro enormes reflectores”.

Es el anuncio de lo ominoso, que hasta el final rodea la existencia de los protagonistas, impregnándola de una sustancia  viscosa que muy pronto se nos revelará como la esencia de lo humano cuando es llevado al límite.

Los reflectores en cuestión iluminan decenas de rostros donde sólo alienta el miedo: las facciones del animal que ha sido conducido a una trampa en la que inicia todas las fases de la degradación, de la que  apenas puede salvarlo una muerte que tarda en llegar.

Engañados, secuestrados y vendidos en los mercados de seres humanos, los fantasmas que habitan la novela bajan por todos los círculos del infierno en una suerte de viaje sin regreso donde lo pierden todo, hasta quedarse sin   voz, sin oídos, sin nombre, sin memoria.


Son ellos los que recitan para sí mismos una salmodia que le permite al lector asomarse a los abismos de una desesperación para la que no hay ya consuelo:

“Le pedí a Dios que ayudara… que no dejara que eso nos hicieran… yo rezaba y ellos se reían…luego me sacaron afuera y me tiraron en el lodo…me dijeron síguele rezando a ver qué pasa… y me quedé ahí tirada… en medio de la oscuridad y el olor a podrido…ahora sueño con el olor ese a podrido…  y ya no rezo”

Recita para sus adentros la mujer que acaba de ser violada una vez más.

Cada vez que asistimos a un nuevo episodio de nuestras violencias creemos haber tocado fondo y nos decimos: ahora sí es el momento de nuestra redención.

Pero no hay forma alguna de redención: el agujero negro no tiene fondo.

Eso es lo que nos repite el narrador de esta novela en los nombres  de los lugares donde se desenvuelve  la vida  mutilada de sus personajes.

Lugares que se llaman  El infierno, El Purgatorio, La caída.

Y personajes que ostentan nombres como Epitafio, Sepelio, Mausoleo, Cementerio.

Pero lejos está el narrador de jugar con alegorías o metáforas  sugestivas: la vida de víctimas y victimarios es eso: una colección de sepelios y mausoleos.


En la cabina de los camiones van los verdugos: los tratantes de carne humana. En los contenedores viajan, colgados de las manos, los que un día partieron tras el señuelo de una ilusión que pronto se reveló estafa:

“Soy de allá pero allá sí que no hay nada…por eso voy…como se fueron ya mis otros…voy a tener allí un trabajo… voy a tener ahí una vida… me encontraré allí con mis amigos… ellos me tienen ahí contado.

“Yo voy allá para olvidarme…para olvidar lo que tenía…para olvidar pues lo que no tengo…que ya no tengo…voy allá para no tener más miedo…porque allá no voy a tener más miedo”.

A esta altura del relato el lector   ya tiene claro que allá es apenas  otro de los nombres de la muerte.

Mientras las víctimas  van dejando las mejores partes de sí mismas en un calvario que no acaba, los verdugos asisten a su propia degradación:   codicia, traiciones, mentiras que se alzan como muros  infranqueables entre lo que fueron, lo que son y lo que no llegarán a ser.

Y  al fondo,  el ojo eterno de la naturaleza contempla, una vez más, el espectáculo de  los hombres destruyéndose:

“Cada vez que los relámpagos se apagan, sobrevienen los rugidos de los truenos y al callar sus ecos enrabiados, los chicos de la selva, cuyos párpados suplican descansar aunque sea un rato, se extravían en los sonidos de la selva: croan las ranas en el río que vomitan  los enormes socavones, chillan  cientos de murciélagos adentro de las cuevas, ruge en la distancia la pantera de estas  latitudes y picotea  un ave terca el blando tronco de un altísimo aguacate”.

Y, sin embargo, en este paisaje de tierras  arrasadas brotan a veces los frutos del amor, aunque sea a través de las vidas  truncas de  Epitafio y Estela. Un amor adivinado por Mausoleo, el hombre que  encandilado por una minúscula parcela de poder, acaba convertido en verdugo de sus propios compañeros de infortunio:

“¿Quién diría que eras tan frágil… que serías así de raro? medita Mausoleo  observando nuevamente a Epitafio, cuya barbilla, cuello y pecho son alumbrados por el sol que en la distancia está emergiendo poderoso.  ¿Quién diría que una  vieja iba a ponerse así de inquieto?”

Y sí: por los siglos de los siglos el amor nos ha hecho frágiles y, por lo tanto, bellos.

A lo mejor eso es lo que quiso decirnos Emiliano Monge en el breve amanecer de esta pesadilla titulada  Las tierras arrasadas.

PDT.  les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada








martes, 22 de octubre de 2019

Carteles políticos




“El voto en blanco es la forma suprema de la desesperación política”, sentenció el profesor Danilo Herrera, sentado a una de las mesas de El cafetín, un popular tertuliadero ubicado en el centro de Pereira.

Al fondo, colgada de la pared, una fotografía de Agustín Magaldi  parecía asentir desde la eternidad.

“Mmmm… mal puede desesperar quien nunca ha estado esperanzado. Lo mío es apenas una variante del descreimiento absoluto”, le respondí.

En ese momento, los  otros contertulios tomaron partido: dos del lado del descreído y dos partidarios del esperanzado.

Empate técnico apenas  a una semana de las elecciones para gobernadores, alcaldes, concejales, diputados y ediles.

La  variopinta y no pocas veces perversa fauna que controla la vida de Colombia desde hace por lo menos trecientos años.

Es decir, mucho antes de que este territorio se llamara Colombia.


Bien provistos de café amargo, los seis conversadores: dos profesores, un abogado, un vendedor de confecciones, un cura retirado y este servidor, contador de historias, se abandonaron  a una de esas deliciosas charlas de café  en las que el tiempo  entra en suspensión y la realidad es una materia proteica que se acomoda a los antojos de cada quien.

Sólo por joder, les dije que Darío Echandía, un viejo zorro del Partido Liberal de hace más de medio siglo, escribió alguna vez que un partido político es un proyecto de sociedad en movimiento.

Desde luego, hoy no queda ni  rastro de esa idea. Convertidos en lucrativas empresas que no pocas veces rayan con el crimen organizado, los partidos políticos en Colombia operan a modo de fondos de inversión, donde  aportantes disfrazados de cualquier cosa depositan sus dineros  a la espera de que un triunfo de su favorecido les devuelva con creces el dinero apostado en la ruleta electoral.

Es decir, auténticos carteles políticos.

El modelo es de sobra conocido: contratos, cargos  públicos, coimas. Es decir, lo público como un botín en el que modernos piratas y corsarios entran a saco.




Ante la sola mención de la palabra pirata, sentí que Gardel me hacía un guiño desde  su cielo sin nubes: es lo más parecido a la esperanza que he experimentado  en el último medio siglo.

Justo entonces Hugo Medina, un profesor de filosofía borrachín y nihilista- y perdón por la redundancia- se sacó de la manga una lista  de imágenes que  pueden resumir  por si solas la sustancia de la que están hechos nuestros  aspirantes a tomar el gobierno:

-Bolsas negras de plástico repletas de dinero en efectivo, sacadas por mensajeros furtivos a la madrugada con destino a la compra de votos.

-Empleados públicos  amenazados con la pérdida del empleo si no votan por los políticos que los pusieron en el cargo.

- Empleados públicos sometidos al pago de  un porcentaje de los salarios recibidos,  destinados luego a la financiación de las campañas de sus benefactores.

- Gastos de campaña sufragados con  dineros girados por reconocidos capos del narcotráfico.

- Saqueo del erario con el fin de financiar campañas y acrecentar las fortunas personales.

- Propaganda negra urdida por geniecillos del mal conocidos bajo le etiqueta de Consultores o Asesores de campaña, diestros en manejar las redes sociales para replicar prácticas tan antiguas que se remontan a los tiempos del Imperio Romano.

“Todo el mundo denuncia, pero nadie aporta las pruebas, por temor a ser silenciado a balazos”, terció Julio César, uno de los esperanzados.

“Eso, eso, en este país un balazo no se le niega a nadie- espetó, resucitado, el profesor Danilo Herrera-, y añadió: Por eso es el momento de empezar a cambiar”.


Ésta última palabra me produjo vértigo: los demagogos la han manoseado tanto que sólo nos queda  la cáscara vacía. Es de  esos vocablos que ya no dicen nada y necesitan, por lo tanto, de un cambio.

Como se acercaba  la hora del almuerzo, de repente los contertulios nos volvimos prácticos y el profesor Herrera dio inicio  a la sesión de probabilidades electorales. Entre números y ecuaciones decidió que solo había dos candidatos con opciones reales para tomar las riendas de la ciudad.

Así dijo: “tomar las riendas de la ciudad”.

“Ellos son Carlos Maya y Mauricio Salazar”, exclamó, alzando su dedo índice con aire admonitorio.

Ahí está el problema, señores, les dije, cansado ya y con el estómago pensando en un buen churrasco: que no son opciones, que son  apenas dos máscaras de lo mismo.

El primero es   una artimaña de la actual administración para prolongar su dominio y el segundo… bueno, el segundo por algo renunció a su carrera en el congreso de la República para jugársela por la alcaldía de Pereira.

Como dijo el gringo: “Business are  business”

Así que, señores, gracias por el café y que entre el diablo y escoja.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada




miércoles, 16 de octubre de 2019

La andariega vuelve a casa


                                                                       






             ¿Cómo tornar al éxtasis de sol, a la luz ebria de mis siete años,

              al sabor maduro  de la mora,

              a todo aquel territorio desconocido por la muerte,

              a esa palpitante luz de la pureza,

             a todo esto que soy yo y que ya no es mío?

              

Darío Jaramillo Agudelo



Quizá el único viaje auténtico sea  el que nos lleva de las entrañas de la madre al temprano descubrimiento del mundo con su alijo de milagros y pavores: el pleno instante de la infancia.

El  único momento en que nos es dada la eternidad.

Esa aventura se  inicia con el fuego del deseo, continúa con nuestra estancia en el elemento líquido primordial, hasta devenir encuentro, confrontación y comunión con la tierra y el aire del afuera.

Luego volvemos al punto de partida, a la disolución implícita en el simbolismo del Ouróboros, la serpiente que se muerde la cola.

La gran literatura siempre ha intentado, de múltiples maneras, repetir los pasos de ese viaje iniciático, en procura de alguna  forma de conocimiento del mundo y de uno mismo.

En su destino errante, la escritora colombiana Albalucía Ángel ha trasegado en cada uno de sus libros de narrativa por ese sendero, en busca de las claves del reino perdido de la infancia: “esa palpitante luz de la pureza” de la que nos habla el poeta Darío Jaramillo Agudelo.

En buena hora, la Secretaría de Cultura de Pereira ha decidido reeditar, con autorización expresa de la autora, la narrativa  completa de la  escritora nacida en  Pereira en 1939 y convertida en hija del mundo  a fuer de andar y andar los caminos.


Gracias a un acuerdo con  la editorial  Random House, quienes una vez nos asomamos a sus cuentos y novelas tenemos hoy  la oportunidad de releerlos.

Otros emprenderán por primera vez el recorrido  por el universo literario de esta andariega que supo  sustraerse  a  la influencia de sus amigos del boom latinoamericano, para forjarse un estilo propio, calificado desde un comienzo como vanguardista por parte de los críticos  del momento.

Los resultados de ese periplo empiezan a darse a conocer con la publicación de las novelas Girasoles en invierno (1970) y Dos veces Alicia (1972), historias situadas en París y Londres, en las que  la viajera consignó las vivencias de buena parte de  su estancia en Europa. Girasoles en invierno  había obtenido una mención  en el Concurso Esso de Literatura en 1966.


En 1975 publica  su obra cumbre: la novela Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, un desafío narrativo y estilístico en el que  Albalucía Ángel explora  a fondo el mundo de su infancia   en Pereira, al tiempo que se sumerge en una indagación sobre raíces de una  de las muchas violencias que han surcado con sus ríos de sangre la historia de Colombia: la confrontación entre liberales y conservadores, cuyo detonante mayor fue para muchos el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948.

De hecho, el título de la novela funciona a modo de conjuro infantil contra el torbellino que envuelve a  sus protagonistas.

El virtuosismo de la obra le valió  el  premio   en la Bienal Nacional de Novela, Vivencias de Cali,  otorgado en  1975.

Más tarde vendría el libro de cuentos cortos  ¡Oh gloria imarcesible! (1979), además de Misiá Señora (1982) y Las andariegas, toda una indagación acerca de las muchas formas de   ultraje  padecidas por las mujeres a  lo largo de los siglos.


Motivaciones políticas aparte, la narrativa toda  de  Albalucía  Ángel está surcada de principio a fin por una búsqueda de los potenciales del lenguaje para expresar la esencia del espíritu humano en su confrontación con lo real o, al menos, lo que entendemos  por realidad.

En las fuentes de ese lenguaje está, desde luego, el habla coloquial: las palabras forjadas por el pueblo en sus intentos siempre renovados por expresar la riqueza de la cotidianidad. La narradora sabe, como el poeta Serrat, “que lo sencillo no es lo necio”, y por eso se abisma  en los muchos sentidos de los vocablos usados por el tendero de  la esquina, por la costurera, por el borracho y por el guachimán  de  la plaza en su intento de acercarse a  los misterios del mundo.

De su mundo.


En esa búsqueda  la autora nos recuerda que la palabra poética, pariente de la música al fin y al cabo, tiende a velar más que a revelar la hondura de las cosas.

De ahí el  enorme desafío implícito en los actos de leer y escribir: siempre estamos al lado de acá de lo inefable.

Con todo, escritor y lector lo intentan una  otra vez: a veces, algunas veces, las metáforas nos permiten un atisbo a  la sagrada esencia del misterio: el de la infancia, el de la vida, el del  deseo, el de la muerte.

Ese desafío es el que nos propone la Secretaría de Cultura de Pereira con la reedición de la narrativa completa de Albalucía Ángel.

Estamos todos invitados a asumirlo.

PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 10 de octubre de 2019

Los adjetivos inútiles






Por obra y gracia de los manuales escolares de literatura colombiana, la amplia y honda poesía de Luis Carlos López quedó reducida a los versos de A mi ciudad nativa, más conocido en la memoria popular como el poema de los zapatos viejos.

Eso pasa  a menudo con los poemas  que se vuelven símbolo de una comunidad o de una forma particular de asumir el mundo.

Debemos bucear más a fondo para superar el deslumbramiento de esas joyas y descubrir  bien abajo la vastedad de un universo que como el de “El Tuerto” López,  abarca todos los matices de lo humano: sus poemas van desde lo tragicómico de nuestras veleidades hasta la extrema desazón metafísica, pasando, cómo no, por su profundo desdén  hacia toda forma posible de amaneramiento.

Poeta de la sencillez, mas no de la simplicidad, Luis Carlos López se entronca en una tradición que busca la claridad como esencia de toda poética y por eso elude la tentación de los adjetivos inútiles a la hora de asomarse a las cimas y a las simas de la existencia propia y ajena.

Para muestra, las dos  primeras estrofas del poema titulado El Zagalón de Pepe:

Buen muchacho, membrudo

que se pasa la vida sin afán,

con su cara de engrudo

y sus cabellos como de azafrán



Para este chico rudo,

¿Qué mayor ambición? Tiene su can, su rebaño lanudo

y  unas rodajas  de cebolla  y pan.



Poco más se puede puede pedir para atravesar sin afanes el breve camino que nos lleva del nacimiento a la muerte. Somos los humanos quienes, empujados  a partes iguales por dosis de miedo y codicia, convertimos la promesa de una mañana diáfana en la pesadilla de una noche  borrascosa.


Primero desde su Cartagena natal y luego  a partir su permanencia en Europa, Luis Carlos López se  nutrió de lo mejor de la poesía universal. Su viaje incluyó desde una paciente aproximación a la lúcida y torturada poesía de   Holderlin,  hasta una travesía de ida y vuelta al Siglo de  Oro español.

De ese recorrido iniciático nos trae de  regreso bellezas como esta, titulada Cartulina postal:

Flota en desbordamiento de cascada,

con visos de pavón, su cabellera

funeral como el ébano y la endrina.



Y acaricia su lánguida mirada,

cual suele acariciar una quimera

bajo el sopor azul de la morfina



Hombre nacido y crecido frente al mar, el poeta no echa  anclas en un lugar. Por eso, acto seguido, hace uso de ese  refinado humor negro que siempre lo caracterizó, para  dar paso a su espíritu  anticlerical:

Ciñendo rica sotana

de paño, le importa un higo

la miseria del redil.



Y yo, desde mi ventana,

limpiando un fusil, me digo:

-          ¿Qué hago con  este fusil?



Hijo de su tiempo, El Tuerto López sintió clavarse en su espíritu el aguijón del tedio, esa forma de la aflicción  que supo convertir desde muy temprano en materia de su poesía. Pero el tedio del poeta nada tiene que ver con el aburrimiento de  la gente falta de imaginación. El suyo es el estado de alma de quienes, por exceso de imaginación, acaban dándose de bruces con las múltiples formas del sinsentido:

No hay que hacerse ilusiones

sobre tibios colchones



de algodón y de seda.

la vida que nos queda



puede servirnos para vencer. Y cara a cara



y contra la corriente

tenderemos el puente



de ribera a ribera…

después, sin un suspiro,



disuelta la quimera,

nos pegamos un tiro



Escribe en un poema titulado Así habló Zaratustra, cuyo título no precisa de explicaciones.




A lo mejor fue  en  el pensamiento de Nietzche  donde adquirió ese desprecio hacia la solemnidad y  a los tópicos del falso romanticismo que  surca toda su obra. Para muestra, este poema  que lleva por título Sin ninguna intención:

Me pide usted mi autógrafo. Y  la idea

no es única y genial. Parole d´honneur.

lo mismo me pidió, siendo más fea

que un susto en la manigua, una mujer…



Una mujer de nombre Dorotea,

que al verla daban ganas de correr,

de correr y gritar: - ¡maldita sea!

-¡Ah, sus ojos de queso de  Gruyere!



El humor como conjuro aflora todo el tiempo en la poesía de Luis Carlos López. Conjuro contra el absurdo y contra al amaneramiento de una sociedad basada en la pura apariencia. Al fin y al cabo, ya lo había advertido en el poema  número I de  una selección  titulada Despilfarros:

Nada pierdo

y gano poco

con ser cuerdo.

mejor es volverse loco.

 La de  “El tuerto” López fue una obra breve e intensa condensada en cuatro títulos: De mi villorrio, Posturas difíciles, Por el atajo y Cuadernillo N° 1.  En esos libros se destila una poesía que cobra cada vez más vigor con el paso de los años, como podemos advertir en este poema titulado De tierra caliente, donde el poeta recobra la vieja  idea de que el paisaje es apenas un estado del alma:

Flota en el horizonte opaco dejo

crepuscular. La noche se avecina

bostezando. Y el mar, bilioso y viejo,

duerme como con sueño de morfina.



Todo está en laxitud bajo el reflejo

de la tarde invernal, la campesina

tarde de la cigarra, del cangrejo

y de la fuga de la golondrina…



Cabecean las aspas del molino

como con neurastenia. En el camino,

tirando el carretón de la alquería,



marchan dos bueyes con un ritmo amargo

llevando en su mirar, mimoso y largo,

la dejadez de la melancolía.





La  neurastenia de las aspas del molino. El ritmo amargo  de los bueyes. Una vez más, las metáforas nos hermanan con el universo de las bestias y las cosas, en un intento por recuperar a través de las palabras la unidad perdida desde el comienzo de los tiempos.

Esa búsqueda tan antigua como el hombre, a la que los poemas de Luis Carlos López hacen  honor con su batalla siempre ganada contra los adjetivos inútiles.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada








martes, 1 de octubre de 2019

En las simas de la locura









I

Los nuevos dioses

En la hora crepuscular de América, las cámaras de CNN  vienen a ser el ojo de Dios y sus reporteros los encargados de anunciar el  preludio del fin del mundo.

Algo así como una sucesión de imágenes inconexas, con música de Wagner al fondo.

Estuvieron en las guerras del  Golfo y registraron cada detalle del atentado  a las Torres Gemelas.

Y todo con esa  atroz forma de la asepsia de quien es capaz de convertir  lo más terrible en espectáculo informativo empacado al vacío.

Al menos así lo muestra el novelista Thomas Pynchon, acaso el más feroz y lúcido contradictor de los  antivalores sobre los que se asientan las miserias de su país.

Las políticas, las económicas, las religiosas y las culturales.

El escritor no se cansa de repetirlo: no se puede  esperar mucho de una sociedad  que grabó a sangre y fuego la frase  In God we trust sobre los billetes de dólar.

En cada uno de sus libros, desde V, fechada en 1963, hasta Al límite, publicada en 2103, su obra de ficción, que incluye además el libro de cuentos titulado Un lento aprendizaje, renueva  su voluntad  de señalar las lacras de una sociedad cuyo único valor supremo es el consumo sin límites, no importa si  para  eso  debe arrasar el planeta entero en nombre de valores tan sugestivos como la democracia y la libertad.

La novela Al límite – con un título más certero en inglés: Bleeding Edge- se ubica  en la Nueva York del año 2001 y nos permite asomarnos, calle a calle, rostro a rostro, a las mismísimas simas de la locura americana.

 Es la Nueva York donde deambulan almas  en pena , arrojadas en las cuatro direcciones luego del estallido  de  la burbuja  tecnológica : la de la quiebra de las empresas punto.com, nacidas, catapultadas y destruidas en unidades de tiempo que  ni siquiera les permitieron a los nuevos ricos saber que  lo eran: estaban demasiado ocupados bailando en las discotecas, esnifando todo lo susceptible de estimular las terminales nerviosas del cerebro, fornicando en los baños de los restaurantes y conduciendo a toda velocidad sus  automóviles  Porsche.

En esos territorios se mueve Maxine Tarnow, madre de dos chicos, divorciada sólo a medias de su ex marido Horst y directora  de una más bien  pequeña agencia de investigación especializada en delitos económicos.





II

La náusea

En su trabajo se encuentra con los torcidos manejos de una empresa denominada  hashlingrz.com, cuya madeja de trampas la vincula a negocios con paraísos fiscales y países de Oriente medio.

A medida que recorre el camino, acompañada casi siempre de delincuentes de alta peligrosidad que juegan a parecer honestos, Maxine  desciende, uno a uno, por los distintos círculos del infierno, ubicados esta vez en lo que los expertos llaman La web profunda: una bolsa de valores donde se trafica con todas las formas del mal: armas, drogas duras, tierras propias y ajenas, prostitución, hardware nunca visto en la superficie de la tierra, pornografía más allá de todo límite.

En los entremeses, tiene que habérselas con operaciones, encubiertas o no, de la CIA, el FBI, la DEA y otras agencias encargadas de mantener ajustadas las tuercas para que el imperio no se desplome del todo.

Todas esas cosas juntas representan para Pynchon   los otros rostros de  una sociedad hipócrita y puritana  hasta el tuétano.

Emanaciones mortíferas del alma del capitalismo tardío, que en los listados del registro civil ostentan nombres como March,  Cornelia, Reg, Bev, Igor, Ice y un interminable catálogo de existencias empujadas a partes iguales  por el miedo y la codicia.

Ahí tenemos a March, por ejemplo: una furiosa sobreviviente de tiempos mejores, convencida de que  términos como Bush y culo son sinónimos.

George Bush hijo: el gran careculo de la más reciente epopeya norteamericana.

Toda una declaración de principios de una anarquista del siglo XXI: es decir, portadora de una utopía sin esperanza.

Parpadeando al modo de un ojo insomne, la errática  aventura de Maxine revela paisajes como este:

“No es un vecindario prometedor. Si existiera un Robert Moses de la  Red  profunda, estaría gritando: ¡Echadlo  abajo ya! Ruinas de antiguas instalaciones militares, órdenes desactivadas hace mucho, como si las torres de transmisión del tráfico fantasma siguieran irguiéndose en promontorios remotos, en la oscuridad secular, con sus armazones corroídos  y descuidados en los que se enhebran enredaderas y hojas de un desvaído verde ponzoñoso, utilizando frecuencias tácticas abandonadas para operaciones que hace mucho se fundieron en el silencio… Misiles destinados a derribar bombarderos rusos a propulsión, que no llegaron a desplegarse, están esparcidos en piezas, como si los hubiera recogido una población angustiosamente empobrecida que sólo emerge en las horas más profundas de la noche…”

En las  simas  de la locura. Eso es lo que quiere transmitirnos el narrador de la novela. Por eso no es azarosa su mención de Robert  Moses, el gran devorador de tierras, lotes, plazas y edificios viejos. La voraz metáfora de un mundo como el del sector inmobiliario,  cuya única consigna válida es la de tierra arrasada.

La misma que  utilizaron los primeros  colonos para destruir o confinar en reservas a los pueblos indígenas que encontraban a su paso.

¡Derribad  y edificad! No importa si vosotros mismos termináis sepultados bajo los escombros: he ahí otro de los lemas de  esos Estados Unidos desnudados por Thomas Pynchon en cada  uno de sus libros.

Y todos narrados con ese lenguaje hijo del delirio tomado de las subculturas sobre las que se soporta el andamiaje  existencial del  norteamericano promedio: el cine, la televisión, los cómics, los periódicos, los deportes  de multitudes y  el rock and roll, música  que constituye de hecho la banda sonora de los personajes  que alientan en sus novelas.





III

El olor del desastre

Cuenta la leyenda que uno de los pioneros que llegaron a las costas de América tuvo un sueño perturbador durante su travesía por el Atlántico:  vio entre la bruma del tiempo cómo el lugar donde se fundaría New Amsterdam terminaba convertido en una gigantesca letrina alimentada con la mierda y la basura de todos sus  habitantes.

Maxine sueña una noche con una variante de esa profecía:

“ Esa noche sueña con un Manhattan-que-no-es-exactamente Manhattan,, una ciudad que ha visitado con frecuencia en sueños, donde, si te alejas lo bastante por cualquier avenida, la cuadrícula familiar empieza a deshacerse, se torna blanda y  la cruzan arterias de las afueras, hasta que llega a un centro comercial temático que ella comprende que ha sido deliberadamente diseñado para que parezca el escenario de las secuelas de una cruenta batalla de la tercera guerra mundial, carbonizado y destartalado, con tugurios abandonados y cimientos de hormigón quemados dispuestos en un anfiteatro natural, de modo que dos o tres plantas comerciales ascienden por una pendiente muy marcada, todo de un triste tono herrumbroso y sepia, y pese a su estado, ahí, en esos cafés, se sientan compradores yuppies que se toman despreocupadamente tazas de té, piden sándwiches  para yuppies rellenos de rúcula y queso de cabra, y se comportan casi igual que si estuvieran en Woodbury Common o en Paramus”.







A medida que se adentran en el espacio y en  el tiempo, es decir en la Manhattan del 11 de septiembre de 2001, los protagonistas de la  novela sienten la proximidad del límite: un cada vez más penetrante olor a ruinas quemadas. Es el olor de los cuerpos calcinados en Las Torres Gemelas, esa suerte de metáfora global en la que los norteamericanos empiezan a recoger la cosecha de los odios sembrados  por los gobiernos de su país en todos los rincones del planeta.

El  narrador de Al límite expresa ese estado de ánimo en los versos de una de esas canciones, apócrifas o genuinas, que tanto le gusta citar a Pynchon:

Oh, mi cabeza ha

empezado a latir, y

a veces también,

uh, se retuerce…

y por la noche

me roba el precioso sueño

porque

late y se retuerce por ti.

(Voces femeninas)  ¿Por qué

se retuerce ¿por qué late?, me pregunto.

(Floyd) Uh, dímelo por favor, me está volviendo loco…

¿Es  que me han echado una maldición? Oh,

cálmate, retorcida

y, uh, punzante cabeza mía…



“Retorcida y punzante cabeza mía”. De veras, suena a modo de plegaria entonada al unísono por todos los habitantes de  los Estados Unidos de América.







Epílogo

Toda forma de lucidez es atroz, en  tanto en cuanto invalida cualquier ilusoria esperanza. Pero  qué le hacemos, si  Thomas Pynchon está investido del don para  dejarnos a la intemperie, desnudos y sin más  compañía que el resplandor menguante de los propios huesos, agitándose  en un borde sangrante.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada