martes, 31 de octubre de 2023

Tres mapas del infierno

                           

                  


                         



                                      Yo no quiero comodidad.

                                      Yo quiero a Dios, quiero poesía,

                                      quiero peligro real, quiero libertad,

                                      quiero pecado.

 


El corazón del Estado Único

 

La declaración de principios inicial pertenece a John, apodado El Salvaje, personaje clave de la novela Un mundo Feliz del escritor británico Aldous  Huxley, ocho años posterior a Nosotros, del ruso Yevgueni Zamiatin, publicada  primero en inglés en 1924 y  seis décadas más tarde en ruso, en 1988, durante el llamado deshielo previo  a la desintegración de la Unión Soviética.

La misma Unión Soviética que empezó con la promesa de instaurar en la tierra el paraíso de los trabajadores, el regreso a una improbable Edad de Oro y no tardó en convertirse en pesadilla para millones de seres humanos, como sucede con todas las promesas que hablan de la humanidad en abstracto, como si se tratara de un gigantesco bloque monolítico y no del siempre impredecible resultado de las relaciones y choques entre seres disímiles y movidos por distintos intereses.

El Salvaje, si bien fue concebido por Huxley, puede ser el punto de fuga que nos permita trazar una línea común entre las tres grandes novelas distópicas del siglo XX: Nosotros, 1984 de George Orwell y la mencionada Un mundo Feliz.

 Es más, los protagonistas de las tres obras podrían desplazarse entre ellas por una suerte de pasadizo secreto. Por ejemplo, trasladado a la novela de Zamiatin, El Salvaje podría devolverle el equilibrio a un mundo enfermo por exceso de racionalización, donde se rinde culto a Frederick Winston Taylor, ingeniero mecánico norteamericano, célebre por sus fórmulas enfocadas a la organización científica del trabajo que, un siglo después, siguen inspirando a muchos capitanes de empresa en el mundo entero.

Son tantas las similitudes, que en todos los casos el concepto de Estado Único vale para el tipo de sociedad que se ha implantado.

Si Taylor es un profeta, Henry Ford es la divinidad y su célebre automóvil T Ford, el camino a seguir   si se quiere alcanzar la felicidad sobre la tierra. Tanto, que en lugar de la cruz de los cristianos, el gran símbolo del mundo fordiano es una T, ante la que todos deben postrarse. A diferencia del cristianismo, en este mundo no hay un antes y un después de Ford, porque la historia del Estado Único empieza con él.

Un detalle: en la Tabla de valores del Estado Único, nociones como el alma, la soledad, la libertad o la individualidad son enfermedades incurables, estorbos para el propósito último de limitar lo infinito, que es el suelo donde florecen la belleza y la poesía, conceptos altamente subversivos, porque “Los poetas siempre llegan a Marte primero que los científicos”, según sugiere un disidente y eso constituye en sí mismo una herejía intolerable.

El narrador de Nosotros es D-503, ingeniero encargado de diseñar, poner en marcha y capitanear El Integral, la nave creada para llevar el mensaje de El protector y de replicar su modelo de sociedad en todos los rincones del universo. En el Estado Único no hay nombres personales: eso supondría la existencia de individuos, lo que representaría una amenaza para los propósitos del poder.  Los individuos piensan, dudan, sueñan, cuestionan y, para colmo, se enamoran, razón suficiente para extirpar de cuajo esos síntomas de decadencia. De hecho, al final de la novela asistimos a una escena donde los números hacen fila para someterse a una cirugía de cráneo cuyo objetivo es suprimir el lugar donde nacen todos esos peligros: el génesis mismo de la fantasía. Una vez sometidos a la cirugía todos serán al fin felices, según el modelo fijado por el poder. Y el que no acepte ser feliz será castigado. En el fondo de todo esto subyace una idea: “Si la libertad del hombre es cero, entonces no comete delitos”, lo que equivale a decir que no tiene deseos de transgredir la Tabla de las Leyes.

D-503 lleva un Diario en el que lo anota todo, incluidas sus dudas, y esto lo convierte en ser vulnerable y, por lo tanto, todavía humano. Sus congéneres, los números, habitan una ciudad de cristal y acero donde no hay privacidad; si no hay privacidad no hay Yo y la supresión del Yo da lugar al Nosotros, el Estado Único, la sociedad Fordiana sometida al “Bienaventurado yugo de la razón”.




Desde luego, hablamos de la “razón” según El protector. Los sometidos a ese yugo son incapaces de juicios críticos y morales. De ahí la insistencia en que la velocidad de la lengua ha de ser algo menor que la más infinitesimal parte del pensamiento. Esta idea nos conduce en línea recta a la Neolengua propuesta por El Gran Hermano en 1984, la novela de George Orwell publicada en 1949. En la Neolengua las palabras son despojadas de su sentido inicial, al tiempo que la sintaxis  es quebrantada al punto de  anular el sentido. El resultado, por supuesto, es reducir el pensamiento a su mínima expresión. En últimas el lenguaje deviene aparato ortopédico que sólo sirve para mandar y obedecer.

Pero ya volveremos a 1984 y a Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley, publicada en 1932, ambas obras emparentadas con Nosotros, la obra de Zamiatin que por ahora nos ocupa.

En   el lenguaje empobrecido de los habitantes de la ciudad de cristal y acero existe un eufemismo, “Bajar las cortinas”, para referirse al acto de retirarse a cumplir con las funciones sexuales, porque el sexo ha sido reducido a eso, una función que no necesariamente tiene fines reproductivos y es sólo otra manifestación de unos automatismos entre los que ni siquiera la reproducción está contemplada.

Tanto, que al sucumbir a la tentación de engendrar un niño en el vientre de una mujer llamada O, D-503 se convierte en un apestado ante sus propios ojos.

En el mundo del bienhechor todos los esfuerzos se dirigen a un fin último:  que un día no lejano la totalidad de los 86.400 segundos del día estén controlados. Mejor dicho: el sueño de Frederick Wislow Taylor llevado   a s su máximo nivel de perfección. Por esa razón, en este universo hay cuadrículas para todo: el Departamento de Cuestiones Sexuales es apenas una de ellas. También existen El Día de la Justicia y el Día de la Unanimidad, en el que se reelige al supremo bienhechor para la siguiente franja de eternidad- recordemos el propósito de limitar lo infinito-.

Como no podía ser de otra manera, en esas tablas la poesía es tan sólo una función del poder. Eso explica que se fabriquen versos como estos:

“¡Oh”/ ¿Por qué no seré poeta para ensalzarte dignamente/ Oh tabla de las leyes?/ Tú, que eres el corazón y el pulso del Estado Único”.





Un Mundo Feliz: el viaje de Hesíodo

Volvamos con John El salvaje a su patria inicial.

El sueño de vivir en un estado mejor, pleno de felicidad y justicia ha acompañado a los seres humanos en su largo recorrido. Alienta en el mito del Paraíso Terrenal del Antiguo Testamento. Aparece en las páginas de Los trabajos y los días, de Hesíodo. Siglos más tarde lo encontramos en Tomás Moro, en Francis Bacon, en Tomaso Campanella, en Rousseau y, por supuesto, en   Proudhon, Owen, Fourier, Saint Simon y otros que prefiguraron la esencia de la idea comunista de una sociedad sin clases en la que todos los hombres serían iguales y dichosos.

En ese trasfondo debemos leer las novelas de   Zamiatin, Huxley y George Orwell. Los tres escribieron sus más conocidas obras cuando el proyecto de los soviets estaba en marcha a la vez que se percibía el nacimiento de la pesadilla nazi. Vistas así las cosas, no es casualidad que las tres obras (Nosotros, Un Mundo Feliz y 1984), estén llenas de tablas, departamentos y regulaciones dirigidas a eliminar el individuo con su tendencia hacia la duda y el desencanto.

Si en NosotrosHermoso y placentero es solamente lo racional y utilitario”; si los vigilantes o protectores, equivalen a los ángeles de la guarda de la imaginería cristiana, en el mundo feliz de Huxley lo mejor es empezar a levantar muros-  o a limitar lo infinito- desde antes del nacimiento. Igual que en Nosotros “La poesía no es un sollozo dulzón de ruiseñores, sino que, al servicio del Estado se ha convertido en un elemento funcional y útil”. Cualquier parecido con el Realismo Socialista de los tiempos de Stalin o la Revolución Cultural del catecismo maoísta no son mera coincidencia.

El universo de la novela de Huxley se sostiene sobre un dogma: “En una época de tecnología avanzada, la ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo”. La ineficacia, el demonio combatido por el método de Taylor y sus prosélitos. Acto seguido se declara que “El amor a la servidumbre sólo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los cuerpos humanos”.

Para   conseguirlo está la ciencia, asumida en su peor sentido. De ahí que existan entes cono el Centro de Incubación y Condicionamiento, sostenido en la existencia de Sucedáneos del Embarazo para suplir viejos atavismos y conjurar cualquier interrupción en la marcha de la máquina. A resultas de esos las madres no deben ya preocuparse por el cuidado de los hijos, porque son propiedad del Estado.

Como en toda máquina, la garantía de ese mundo feliz se soporta en el perfecto engranaje de las piezas. Al fin y al cabo, la fecha de introducción del primer modelo de automóvil T Ford se considera el momento de inicio de la Nueva Era.  Igual que se hace con los automóviles, aquí cada pieza debe ser manipulada con perfecta precisión. La clave de todo está en la repetición. Eso  explica la obsesión de repetir los individuos a partir de su manipulación genética. Desde su fabricación en el laboratorio- palabras como concepción y gestación están proscritas en tanto rezagos de los viejos tiempos- se les clasifica con el ordenamiento anacrónico del alfabeto griego: Alfas, Betas, Deltas, Gammas, Epsilons, dependiendo de la predestinación genética. ¿Predestinación? Si, ese concepto tan caro a la tradición protestante ha sido adaptado para darle un sentido trascendente al proyecto de su Fordería Mustafá Mond, el  equivalente de El Protector y de El Gran Hermano :  no es cualquier cosa  alcanzar la  felicidad para unas criaturas  proclives al escepticismo y la desdicha. Si cada una de esas piezas fabricadas en el laboratorio lleva inscrito en sus células el rol que han de jugar en el mundo las cosas serán más fáciles.




 Si, además del control genético, se diseña una estrategia de vigilancia, castigo y supresión de disidentes- en todas partes surgen los aguafiestas- el poder dispone de múltiples estrategias para su extirpación. Para los devotos de la cultura existe el sistema de gaseado con Licrorefil. Para conjurar veleidades rebeldes están la hipnopedia y el condicionamiento neopavloviano, por ejemplo. Pero hay más: supresión de libros, voladura de monumentos históricos. Por esa vía se consigue anular el pasado, ese incómodo y peligroso fantasma, creando otro a la medida de la Nueva Era.  A esta altura, encontramos otro elemento en común con las novelas de Orwell y Zamiatin.

Como si esos recursos no bastaran, el régimen tiene las oficinas de propaganda, tan eficaces para los poderosos de todos los tiempos, las escuelas de ingeniería emocional o periódicos como El Espejo Delta, escrito con palabras de una sola sílaba, en prefiguración de la Neolengua de Orwell. Helmholtz Watson, uno de los personajes claves de Un Mundo Feliz, lo percibe con exactitud: “Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente, pasan a través de todo”. De ese razonamiento se desprende algo que los publicistas conocen desde siempre: “Sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones   crean una verdad”, según pensaba Bernard Marx, especialista en Hipnopedia, utilizando una frase de un personaje del mundo real: Goebbels, el jefe de propaganda de Hitler, pionero de lo que  después sería bautizado con otro eufemismo: Comunicación Política, para referirse a la mentira pura y dura.

Pero en toda estructura, por sólida que parezca, a la larga aparecen fisuras.  Y en este caso, como bien lo saben los dictadores de todos los tiempos, esas grietas provienen del humor y de los sentimientos, dos características irrenunciables de lo humano. Esos dos componentes se reúnen en la figura de una muchacha llamada, no por casualidad, Lenina, que se enamora del a menudo  apocado y en  otras audaz personaje de Un Mundo Feliz llamado Bernard Marx, en cuyo corazón anida a ratos el bicho de la insatisfacción y de la duda, aunque acabe  sometiéndose  a los designios de la máquina confundida al fin con su creador.

Ese guiño de ironía aparece expresado en etiquetas como “Blues Maltusianos” o en el apellido Engels de otro personaje, síntomas de que la máquina no alcanzará jamás la perfección, porque en su engranaje no se puede ser feliz sino de una sola manera.




 

Los libros que sabemos

“Los mejores libros son los que nos dicen lo que ya sabemos”, sentencia Winston, el protagonista de la novela 1984, la última de la saga de grandes obras distópicas publicadas a partir de la edición de Nosotros en inglés en 1924.

¿En qué consiste eso que ya sabemos? La parábola de Orwell no deja de repetirlo en cada una de las páginas de su obra más evocada. El poder no puede dormir tranquilo en tanto no haya logrado controlarlo todo. Y ese todo incluye tanto las reglas de funcionamiento de la sociedad como el más escondido pliegue de la conciencia de los individuos.

Como sucede en las novelas de Zamiatin y Huxley, alcanzar esos objetivos exige delimitar el infinito, reducirlo todo a cuadrículas, según el modelo propuesto por el ingeniero Taylor. En 1984 abundan los compartimientos.  En atención al propósito definido en cada cuadrícula, los métodos se enfocan hacia la modificación del pasado según la conveniencia del presente (recordemos la destrucción de libros y monumentos de Un Mundo Feliz donde, además, se aconducta a los niños para que odien los libros y las flores). En 1984 hay caza y destrucción de libros que nos remiten a otra novela de la que no nos ocuparemos en esta ocasión: Farenheit 451, de Ray Bradbury.

En la fabricación del pasado y, por lo tanto, del presente, interviene la Policía del Pensamiento a través de organismos como el Departamento de Novela donde las obras no se crean   sino que se fabrican al ritmo de las necesidades del Gran Hermano, entendido como suprema encarnación del  Partido, o del Estado, esa  figura tan cara a Hegel y Hobbes. También encontramos El Ministerio del Amor y el de la Abundancia. En esas piezas no pueden existir fisuras, porque “Incluso el progreso técnico sólo puede darse cuando sus productos son útiles para disminuir la libertad”. En ese mundo, la familia ha sido reducida a mera extensión de la Policía del Pensamiento

En 1984 también hay un catálogo de conceptos sospechosos: la libertad es uno de ellos. Pero también están, cómo no, el amor, la fantasía, el deseo, todos ellos amenazas para el estado de cosas. Esa sospecha se deduce de las frases que se repiten a modo de consignas por todas partes: “La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza”


Sólo así se entiende la explicación  que O Brien le da a Winston mientras lo tortura:
“ No destruimos a los herejes porque  se nos  resisten. Mientras los resisten no los destruimos. Los convertimos, captamos su mente; los reformamos. Al hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro. Lo traemos a nuestro lado, no en apariencia sino  verdaderamente en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros, antes de matarlo”.

A través de esas palabras, capta uno la honda ironía que se desprende de esta frase de un personaje: “ En el Estado Único todos   tienen el derecho de someterse al castigo”.




Estamos ante el mismo programa de control que recorre las páginas de Nosotros y de Un Mundo Feliz. En algunos casos los métodos difieren. En otros coinciden. Pero hay un detalle que los hermana: el talante letal de todas las formas de poder, independiente del ropaje utilizado para presentarse. En su búsqueda del control absoluto, poco importa si es el modelo diseñado para producir el automóvil T Ford, la manipulación genética o un sofisticado aparato de propaganda. Al final, el poder y sus encarnaciones sólo estarán tranquilos cuando hayan logrado extirpar todo lo que suene a libertad, a crítica, a disfrute  de la vida que no esté prescrito en el catálogo, en la lista de mandamientos.

No es azaroso entonces que en las tres obras el principal síntoma de rebeldía sea el enamoramiento, esa suerte de conmoción interior que puede echar por tierra la sólo en apariencia monolítica estructura del poder.  Cuando Watson y Julia sienten dentro de sí el aleteo del amor, Cuando John El Salvaje   experimenta en sus entrañas el mismo fuego que animó a Romeo y Julieta en la obra de Shakespeare y cuando D-503 es sacudido por la presencia de I-330, la mujer que lo eleva más allá de la satisfacción programada, se están asomando a una de las más antiguas formas de subversión, prefigurada en la historia de Adán y Eva del Antiguo Testamento.

Poco importa si la esclavitud viene envasada en forma de sensación agradable, porque John El Salvaje lo captó con plena lucidez: la felicidad que le ofrecen en una combinación de pastillas y obediencia no contiene grandeza. Sólo la tragedia se acerca a esta última, como bien lo señalaron los   antiguos griegos.

En Un mundo Feliz crean esclavos en el laboratorio. En 1984 lo consiguen con base en propaganda. En Nosotros combinan todas las formas. En las tres novelas la manipulación del lenguaje, es decir,  del pensamiento, es consustancial a los objetivos del poder. Por eso se he hacen enormes esfuerzos para recortar las palabras y dislocar la sintaxis. Si lo consiguen el universo se empobrecerá y será mucho más fácil que las piezas se ajusten al engranaje de la gran máquina.

Sin embargo, con todo y lo pesimista que pueda resultar el panorama trazado por los narradores, el mundo del ciudadano feliz, trabajador y consumidor de bienes todavía ofrece grietas. Y por esas grietas se cuelan los bárbaros, los dadores de vida.

 Ese es el clamor de resistencia que llega desde los márgenes como se deduce de las palabras  pronunciadas por John El Salvaje , cuando escucha decir que “ Uno puede llevar al menos  la mitad de su moralidad dentro de un frasco”:

Quieren librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo”, replica.

No sé si Huxley y Orwell leyeron la novela de Zamiatin antes de escribir las suyas. Pero, después de hacer una lectura simultánea y a veces entreverada de las tres, queda la certeza de que miraban en la misma dirección cuando crearon esos personajes asomados con los ojos bien abiertos  al mapa del infierno  que llamamos Historia.

PDT . Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=Kju1O3laFBw

martes, 17 de octubre de 2023

Paranoicos y autocensurados

 




Dicen que el sentido común es el más escaso de todos. Sin embargo, a menudo es necesario apelar a esa noción casi inexistente.

Pues bien, el sentido común enseña que el respeto mutuo es condición indispensable para la convivencia entre los seres humanos. Sin ese  requisito estaremos siempre a punto de regresar a la horda, al extermino por un “mírame y no me toques”.

Hasta ahí todos estamos más o menos de acuerdo; pero de un tiempo para acá, como tantas otras cosas de la vida, la idea de respeto empezó a desvalorizarse al punto de perder por completo su sentido. En un mundo donde la corrección política o, lo que es lo mismo, la hipocresía en estado puro, son norma de conducta, exigir respeto se convirtió en un camino expedito para eludir cualquier tipo de responsabilidad cuando alguien nos emplaza o cuestiona, aunque lo haga con argumentos sólidos y con razones fundadas.

Para no correr riesgos, todos nos volvimos paranoicos y optamos por la autocensura: es la manera más segura de escapar a un linchamiento en las redes sociales o en los medios de comunicación, esas formas modernas de la guillotina. Es aquí donde surge una paradoja: todo el mundo exige respeto, al tiempo que no se respeta a nadie: ¿Se han fijado en la forma como se tratan los políticos a través de sus cuentas personales? El que calumnia asegura sentirse calumniado, de modo que el consumidor de información acaba por extraviarse en un laberinto de  imprecisiones encontradas.




De esas cosas se ocupan las Agencias de Comunicación Política, otro eufemismo- cómo no- para referirse a las fábricas de mentiras y confusión tan apetecidas en tiempos de elecciones. Los caudillismos de toda laya, independiente de su filiación política, manejan esos recursos mejor que nadie. Si nos ocupamos sólo de América, incluido el mundo anglosajón y francófono, encontramos que los ejemplos abundan. Al contrario de lo que recomiendan los procedimientos del derecho, en este caso cualquier cosa que se diga, cuanto más sucia mejor, puede ser usada en provecho propio. Por eso los mandatarios gobiernan a través de sus redes sociales: es más efectiva una  hábil campaña de desinformación que una buena gestión de gobierno. De Trudeau y Trump hacia abajo, todos se aseguran una suerte de inmunidad, sin que sus actos demanden el mínimo rigor ético.

Pero no sólo es en el campo de la política: los discursos de género, de etnia, de religión o de militancia en  alguna causa, noble o no, siguen la  misma línea de conducta

Por esa ruta, la prostitución del concepto de derecho alcanzó niveles de degradación que harían revolverse  a  pensadores como Kant o  Erasmo, para mencionar sólo a dos.




En esa nube de confusión, los llamados ciudadanos de a pie sucumbimos a cada vez más refinadas formas de alienación, un virus más letal que los revelados por los epidemiólogos, porque nos priva de la capacidad de razonamiento y nos impide formarnos un criterio acerca del mundo y de nosotros mismos.

¿Cómo voy a respetarme y respetar a otros, si me perdí en medio de la paranoia y la autocensura?

Con todo, la vacuna existe. Se llama pensamiento crítico. Si apelamos a ese reducto,  dispondremos de  elementos de juicio para tomar distancia de la avalancha que nos arrasa  desde el mundo de la política, de la publicidad y de sectas de todo tipo.

Ustedes se preguntarán dónde está esa reserva de pensamiento crítico. Para empezar, aunque muchos no lo crean, está en el legado de quienes nos precedieron en el mundo. Y no me refiero a los grandes pensadores y poetas, sino a los descubrimientos cotidianos de quienes aprendieron en el camino conceptos como ética y moral, fundamentos de toda forma de respeto. Son el  soporte de las viejas religiones o de axiomas heredados de los griegos y tomados por ellos de viejas sabidurías orientales: el budismo es un buen ejemplo de respeto por toda criatura viviente.

Así las cosas, no es absteniéndonos de pensar y de formular nuestras opiniones en público como podremos recuperar algo de lo perdido. Todo lo contrario: si volvemos a las fuentes, estaremos mejor dotados para responder con altura al insulto   y a la difamación. Al ojo por ojo verbal o audiovisual podremos replicar con ideas vigorosas y, sobre todo, claras, precisas y concisas. Si seguimos ese sendero nos descubriremos de nuevo frente a lo más sencillo: que un argumento bien fundamentado lo puede todo frente a todas las variantes posibles de la maledicencia.

  A esa altura del camino,  a lo mejor el concepto de respeto empiece  a recobrar su antiguo valor.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=ZiMurnldYqU

martes, 3 de octubre de 2023

Todos los zares

 




“No es lo que los hombres hagan con el poder; es lo que el poder hace con los hombres”. Esta convicción subyace en las 334 páginas de El mago del Kremlim, la novela del escritor italo- suizo Giuliano da Empoli editada en español por Seix Barral.

El poder es a la vez abstracción y fuerza devastadora capaz de anular de golpe a individuos y pueblos. Parte de una idea, de una manía, para adquirir en su desarrollo un aplastante peso específico. Sus marcas aparecen registradas a lo largo de los siglos en lo que llamamos historia. O, para ser más precisos: La Historia.

Para ilustrarlo bastan ejemplos como los de la Roma de Julio César, la Francia de la Revolución, el delirio Nazi o la sociedad sin clases del temprano Imperio Soviético fundado por Lenin y llevado al punto del delirio por Stalin.

El mago del Kremlin se desenvuelve sobre esas claves. Si el escritor Erich Auerbach sentó en su obra La representación de la realidad en la literatura occidental las bases para la comprensión de la urdimbre en la que ficción y realidad se hacen una sola sustancia, la novela de Giuliano da Empoli bien puede ser leída como minuciosa crónica, un fresco sobre lo que la Rusia  de los últimos diez siglos ha significado como expresión  suprema del poder sobre la tierra.

La historia gira alrededor de Vadim Baranov, conocido como "el hechicero", lo que de inmediato nos lleva a evocar la figura de Rasputín, el personaje de quien se dice manejaba al zar como un titiritero con sus muñecos.  En el caso de El mago del Kremlin, es el consejero más cercano a Putin, el todo poderoso gobernante que volvió al primer plano tras la invasión de Rusia a su vecina Ucrania- como una respuesta a las embestidas de Estados Unidos y sus aliados para sacarlo del juego-  y las consecuencias que ese hecho tiene hoy en la economía y en la geopolítica mundial.




Esa invasión ya había sido prefigurada en el sangriento ataque a Chechenia, justificada por Putin por los actos terroristas de los fundamentalistas chechenos, aunque siempre quedó la sospecha de que fueron los organismos de seguridad rusos los que perpetraron los ataques para sembrar el miedo y llenarse de razones para actuar sin cortapisas,

Es el viejo truco de todos los que pretenden hacerse con el poder o eternizarse en él:  desencadenar el pánico y acto seguido, ofrecerse como redentores.

A modo de materialización de ese poder milenario, el narrador de la  novela se remite a la arquitectura del Kremlin, descrita así en la página 121 del libro:

“El que habita en el Kremlin posee el tiempo. Todo cambia alrededor de la fortaleza, mientras que en el interior la vida parece haberse detenido, pautada tan sólo por las solemnes campanadas del reloj de la torre Spassky y las rondas de centinelas de la guardia presidencial. Desde hace siglos, quien cruce el umbral del gigantesco fósil que Iván el Terrible quiso como centro de Moscú siente sobre él la mano de un poder sin límites, habituado a estrujar los destinos de las personas con la misma facilidad con que se acaricia la imagen de un recién nacido”.

Un poder que mata con delicadeza, incluso con ternura. Con esa imagen magistral, el narrador desvela la sutil máquina de aniquilar que los poderosos van creando a medida que sus ambiciones y miedos se incrementan: la figura del padre severo y protector cobra aquí su pleno sentido.  En ese punto uno entiende por qué los zares y sus sucesores fueron concebidos como “padres de todas las Rusias”. Sobre esas bases se cimentó el Imperio Soviético desde el triunfo de la Revolución de 1917. José Stalin encarnaría a partir de ese momento la figura del zar sanguinario y protector.  Esa figura fue clave en la formación personal y política de Vladimir Putin, un oscuro y astuto funcionario del KGB, que mientras el imperio se derrumbaba, alentaba la secreta ambición de “restaurar la vieja grandeza de Rusia”, según declararía después.




¿Les suena conocida esa frase? Claro, es la misma utilizada por Trump y por todos los caudillos empeñados en recuperar algo que nunca existió, pero que les sirve de señuelo para movilizar simpatizantes.

Donde hay cenizas

“No hay nada más sensato que invertir en la locura humana”, concluye Baranov en diálogo con  Prigozhin, uno de los áulicos de Putin, beneficiado en sus negocios por su proximidad al soberano. El tipo ha sabido pescar lo suyo en esas aguas agitadas por tiburones a la caza de su presa, al tiempo que se destrozan entre ellos

La Historia nos enseña que cuando un imperio se desploma se desencadena el caos. La autoridad central se desvanece y los apetitos particulares se desatan abriendo el espacio para una guerra civil. Desconcertada y temerosa, la población invoca la figura de una mano fuerte, de un redentor o un caudillo que restablezca el orden perdido. Con tal de recuperar ese orden, es capaz de  patrocinar cualquier atrocidad.

Vladimir Putin tuvo la sagacidad de captar esas fuerzas y no desaprovechó la oportunidad de convertirse en redentor. En la página 131 el narrador lo dice de esta manera:

“ Y no es eso. La política tiene un solo objetivo: dar respuesta a los terrores humanos. Si el Estado no es capaz de salvaguardar del miedo a los ciudadanos, el fundamento mismo de su existencia se pone en cuestión. Cuando en el otoño de 1999 la batalla del Cáucaso se desplaza a Moscú y los edificios de nueve plantas empiezan a desmoronarse como castillos de arena, el honrado ciudadano moscovita, desconcertado ante los hechos, ve por primera vez alzarse ante él el espectro de la guerra civil. La anarquía, la disolución, la muerte”.

Es el momento esperado por Putin, el nuevo zar.  Ahora dispone de elementos para revalidar la vieja y conocida sentencia atribuida a un muy joven Luis XIV: “ El Estado soy yo”.

Y empieza otra vez la purga. La panda de oligarcas enriquecidos con las privatizaciones es puesta en la mira. Las mafias que florecieron en medio del caos y se consagraron a extender sus redes por toda Europa intuyen que no tendrán lugar en el nuevo círculo de poder.  Así se lo hacen saber al mundo el zar y sus hombres durante su intervención en la cumbre de las Naciones Unidas. Los tiempos de la Guerra Fría son agua pasada y la geopolítica tendrá que contar  otra vez con la madrecita Rusia. Así funciona el movimiento pendular del poder.


                                                       Rasputin

Puestas la fichas del juego en el escenario de la política global- lo que el pensador Karl Popper  bautizó como “ la alta delincuencia internacional”, Putin y sus aliados recurren a una nueva baza: jugar con las mismas cartas de quienes controlan el mundo desde la caída   del Muro de Berlín. Tomemos una muestra de ese estado de cosas.

“La política es un curioso oficio. Para hacer carrera en ella tienes que estar muy pegado al suelo. Interpretar las aspiraciones del ama de casa, del ferroviario, del pequeño comerciante. Además, cuando llegas a la cima, te lanza al escenario global. De repente, los líderes del mundo se convierten en tus pares” (página 157). Asistimos aquí al desafío de hacerse a un lugar en la cambiante puesta en escena del poder mundial.  Justo el momento en que el poderoso debe inventarse una personalidad ante su pueblo y otra para exhibir en el teatro del mundo. Y esa ya es tarea de la publicidad y los medios de comunicación.

Ese es, entre otros, uno de los deberes de Vadim Baranov.

Por momentos, la novela de Giuliano da Empoli adquiere el ritmo trepidante de un Thriller sociológico sobre la Rusia post soviética. Al fin y al cabo asistimos a un mundo donde la codicia, las traiciones y las intrigas están a la orden del día.  En un párrafo dedicado a Berezovski, magnate y cortesano caído en desgracia, leemos:

Pocas cosas hay más tristes que los lugares de poder abandonados, donde los fantasmas del pasado son más fuertes que los hombres de carne y hueso obstinados en habitarlos. En la mansión Logovaz me hallé frente a un Berezovski ya prácticamente solo”.




Aparte de mafiosos, oligarcas, consumidores voraces y nuevos cortesanos, esa sociedad en erupción produce personajes tan singulares como Eduard Limónov, cuya vida parece a ratos sacada de una obra de Dostoievski. En la página 165 de la novela nos es presentado de esta manera:
“ A mi regreso de Estados Unidos, decidí tomarme una noche libre. No es que tuviera mucho tiempo para mí en aquella época, pero a veces me daba por frecuentar de tarde en tarde el ambiente de los artistas moscovitas que había dejado cuando empecé a trabajar con el zar. Tan irritantes como pueden ser los tics nerviosos, ellos seguían dándose importancia, pero su júbilo sobreactuado constituía un paréntesis con respecto a la rapaz vigilancia de mis colegas del Kremlin. Había especialmente entre ellos un personaje que exhibía toda la afectación de un gran escritor sin haberse molestado jamás en escribir una obra a la altura. Limónov, así se llamaba: Eduard Limónov”.

Es ese tipo de entrecruzamiento entre la ficción y personajes de la vida cotidiana lo que le da a El mago del Kremlin esa atmósfera de fascinación onírica que mantiene al lector atado hasta el final. En la página 173 encontramos una muestra de esa atmósfera:

“Era esa hora de la noche en que la muerte entra en el mundo y. mientras recorría los largos pasillos blancos del Kremlin, tenía la sensación de encontrarme en el único lugar de toda  Rusia que no estaba sumido en las tinieblas”.

No podía ser de otra manera: el Kremlin no está sumido en las tinieblas porque el halo de luz mesiánica del poder lo mantiene a salvo de manera provisional- en realidad de manera muy provisional- de la oscuridad en la que se debaten sus súbditos. De esa dimensión es la parábola que surca de principio a fin las páginas del libro.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=ni_CRPAw_5Q