Para
el pequeño Mateo González y para todos los
frecuentadores de potreros.
Le decíamos
“Julio Muelas” y en mi memoria nunca tuvo otro nombre. Pasó por mi adolescencia
y por mi temprana juventud como un
superdotado pleno de gambetas, túneles, sombreritos, taquitos, bicicletas,
rabonas y otras tantas maravillas encargadas de alimentar un diccionario que
sólo los fieles devotos del fútbol como juego desinteresado podemos comprender. En resumen, “ Julio
Muelas” era lo que en la jerga del
deporte suelen llamar un súper crack; sólo que él lo ignoraba y ni falta que
le hacía saberlo.
La primera vez
que vi a Ronaldinho en la televisión el recuerdo de “Julio Muelas” se reavivó en mi interior: idéntica
figura esmirriada con ese rostro en el que asomaban unos dientes
superlativos hechos para mordisquearse
el mundo de a poquitos. Igual que el célebre brasileño, nuestro héroe de los
potreros daba la sensación de burlarse de los rivales cada vez que los sometía
a uno de sus lujos y eso desencadenaba en algunos una sensación de
resentimiento próxima al odio. Cualquiera que haya jugado al fútbol alguna vez
sabe lo que es ser víctima de un túnel o de un sombrerito, para no hablar de la
jugada del bobo.
Pero qué le
hacemos si los genios son así.
Con todo y para
fortuna del juego, todavía eran los tiempos en que este era un puro goce, un
dejarse llevar por la tentación de una pelota y once rivales empeñados en
demostrar que eran mejores… aunque no
tuvieran un “ Julio Muelas “ en sus
filas.
En su compañía,
junto a una panda de la que formaban parte César Patiño, Pedro Vicente Ramírez,
Santiago Valencia, Nelson Marín y José Ferney Escobar- muerto hace un par de
años-, recorrimos los potreros de Pereira y Dosquebradas en busca de rivales. A
veces nos dábamos el lujo de jugar en canchas consagradas como “Las Canarias,
“El Acero”, “La Rosa” o “Bavaria”. Pero esa era la excepción, porque la mayoría
de las veces teníamos que competir con vacas, caballos y otros semovientes para
ocupar una franja de potrero donde instalar las porterías armadas con guaduas o
a menudo con la propia ropa amontonada.
Toda posible
dicha terrenal se resumía en esa liturgia de jóvenes sudorosos envueltos en
polvaredas o chapoteando entre el barrizal, dependiendo de la temporada. De vez
en cuando el milagro se interrumpía cuando un balón estallaba de puro viejo,
para reanudarse unos segundos después ante la aparición de un repuesto surgido
de no sabía dónde. Los dioses del fútbol siempre fueron pródigos con sus
criaturas.
Alguna vez, allá
por los días del Mundial 78, durante unas vacaciones de mitad de año a “Julio
Muelas” lo llevaron a entrenar con el Deportivo Pereira. Creíamos haberlo perdido
para siempre pero, para fortuna de todos, a los cuatro días el tipo se aburrió.
Eso de cuadricular la cancha, de moverse en diagonales y de no transitar por
zonas vedadas no iba con su sentido anarquista del juego. Después de todo, en su manera de vivir las
cosas la magia del fútbol consistía en hacer lo
que a uno le daba la gana o lo que la necesidad del momento le dictaba.
En su mente, el concepto de profesión aplicado al fútbol carecía de sentido.
Mucho menos tenían cabida en su entraña asuntos como la fama o la idea de
hacerse millonario, o billonario, que ya los hay. Lo suyo era gozar y ya.
Por esas razones
estoy convencido, como algunos de quienes compartimos los potreros con él, que
en su momento “Julio Muelas” fue el mejor jugador de mi mundo, de nuestro
mundo. Porque eso de “El mejor jugador del mundo” es una creación mediática y
de mercadeo surgida cuando el fútbol empezó a revelarse como un negocio colosal
codiciado por toda suerte de carteles de
los que forman parte dirigentes, empresarios, periodistas deportivos,
apostadores, padres de familia, entrenadores, agencias de publicidad,
empresas de comunicación y, claro, la
materia prima, es decir, los niños y jóvenes que aspiran al reconocimiento y a
la redención económica de los suyos a través de esa disciplina.
Una vez, en la
cancha del colegio “Deogracias Cardona”, este Julio de dientes colosales se
fajó un gol- lo juro-, mil veces más bello que los célebres de Maradona y
Messi. Sólo que no había cámaras de televisión ni mucho menos teléfonos
digitales para registrar el prodigio. El
hombre partió de nuestro propio terreno eludiendo rivales y al final dejó al
arquero sentado en medio de la nada antes de empujar la pelota al otro lado de
la invisible línea de gol que, como tantas otras cosas, constituía un asunto de
fe.
La estampa impagable
de ese gol me volvió a la memoria cuando Julio González me contó que su hijo
Mateo había abandonado la escuela de fútbol donde lo preparaban para la fama y
la riqueza. En su lugar decidió dedicarse a recorrer potreros con una pelota
bajo el brazo en busca de compinches para la diversión. Razón suficiente para
no perder del todo la esperanza.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=yXa2ycPqR_U