lunes, 2 de diciembre de 2024

Antes del miedo

 




En el principio fue el miedo a las fuerzas de la naturaleza y a los dioses encarnados en ellas.

El miedo nos precede. Estaba antes de nosotros y estará después de que nos vayamos de este mundo. Entendido así, lejos de la simplista explicación convencional, el miedo   es una entidad, un algo con vida y reglas propias que nos rodea como una niebla.

Por uno u otro camino, los grandes escritores siempre han tenido la vaga intuición de esa entidad. Otros, una minoría, han experimentado su certeza. Esos autores saben que algo no encaja en el rompecabezas de lo que llamamos “La realidad”. Si casi todas las piezas le dan la cara a la luz, por lo menos una se abisma en las tinieblas y nos revela los muchos rostros de la nada que somos.  Justo en ese borde, la razón se nos muestra como la más insana de las formas de locura. Por eso existen los conjuros, las plegarias, las invocaciones, el pedido de auxilio a los dioses.

Cassiani, la novela de Octavio Escobar Giraldo ( Manizales, 1962) publicada en 2023 por Editorial Planeta, se ocupa de esas cosas. De hecho, la historia (o la crónica, como el autor prefiere definirla) es un homenaje nada velado al gran maestro de la llamada Literatura preternatural, el norteamericano H.P. Lovecraft. El nombre mismo de Obed Marsh II sugiere de entrada una saga. Este Marsh es el desarrollador de la vacuna   destinada a contrarrestar un virus letal ( una de las formas biológicas del miedo humano) posible mutación del Covid-19 o de alguno de los organismos invisibles que estaban en la tierra antes de nosotros y que hemos despertado al invadir su espacio En Cassiani la vacuna abre de par en par una de las muchas formas del infierno, por la que se cuelan  Las niñas sepia, criaturas que bien podrían  hacer parte del Necronomicón o de  Los  Mitos de Ctulhu, los relatos creados en principio por Lovecraft y luego enriquecidos con  acierto por un grupo  de escritores que  pueden ser leídos como avatares suyos.




El escenario de la novela es una Santafe de Bogotá arrasada por las secuelas de la pandemia, el encierro y  por las múltiples manifestaciones de la violencia como un fin en sí misma. En últimas, los pretextos ideológicos esgrimidos para justificar las acciones irracionales de conciliares y bibliotequeros (con esos adjetivos de definen los bandos en guerra) apenas son eso: pretextos para dar rienda suelta a la codicia, la corrupción y la sed de sangre que son algunas de las improntas de lo humano. Los incendios y humaredas que definen el horizonte, los gritos de dolor, las explosiones y el vuelo rasante de los aviones son de principio a fin la atmósfera de los personajes siempre en fuga que desfilan por las páginas de la obra como una procesión de desterrados. Sus nombres son Cassiani, Urdaneta, Mario, Selene, Yahaira, Enrique y otros tantos planetas errantes que de vez en cuanto se estrellan y dejan la estela del pavor sembrada en los corazones.

Más allá de las alusiones al escritor de Providence, Cassiani es una novela habitada por libros. De hecho, las peripecias se desencadenan en una librería. A eso debemos sumarle un dato clave: Enrique y su padre se comunican a través de citas de Proust.

En la página 57 de la novela el narrador nos entrega un dato clave:

La vacuna de Obed Marsh II generaba modificaciones en la dermis de niñas menores de diez años que las convertían en sepias humanas, capaces de transformar su aspecto de manera refleja o, lo que era más inquietante, a voluntad, y sus facultades mentales, muy por encima de las del molusco, acercaban el proceso a la perfección. Superado el desconcierto, sus jóvenes cerebros se engolosinaban con el juguete nuevo.

Con esas niñas sepia, más peligrosas que conciliares y bibliotequeros juntos, tendrán que habérselas los aterrorizados personajes de la obra en un recorrido que es, cómo no, una reedición del viaje iniciático   a los infiernos del que solo se regresa iluminado o atado para siempre al mástil de la locura.





El descenso al sótano, a la cueva, al laberinto, a las catacumbas, al subterráneo o al propio inconsciente es un tópico en la historia del mito y la literatura. La procesión puede ser interminable: Orfeo, Heracles, Dante, los cristianos en Roma, el Fernando Vidal de Sobre Héroes y Tumbas. En el caso de Cassiani- que al final terminará convertida en estatua de ébano a resultas del maleficio de las niñas sepia- el viaje supone una sucesión de ritos sacrificiales que esta vez se resumen en un tatuaje que la devora y ante cuya potencia nada puede hacer la ciencia porque su reino no es de este mundo. En el vórtice mismo del delirio el narrador nos ubica en el vetusto convento de clausura que las niñas sepias han escogido como sede:

Desesperado, yo veía cómo ese engendro que parecía alimentarse de la sal y el deseo de las niñas sepia se formaba y disolvía en un vértigo que crecía, que se iba convirtiendo en una aberración en medio del viejo patio del convento de clausura. Verlo me producía terror, pero también una especie de náusea y una sensación de extrañeza, casi de fascinación, que paralizaba mis esperanzas. Poseído por la paradoja, como si fuera un testigo, en algunos momentos admiraba esa concentración de poder, esa capacidad de caos tan distante de lo humano, tan lejana de todo lo que había conocido.

¿Recuerdan El caos reptante? El tono aquí no podía ser más Lovecraftiano. A veces, uno siente el aliento del árabe loco Abdul- Alhazred asechando a sus espaldas.

Como ya habrán advertido, en Cassiani no hay redención para nadie. Ni para los personajes, ni para el narrador ni para el lector. Hay un acento de agonía asmática en cada una de sus 191 páginas.  Y no puede haberla en una novela crónica que termina en medio de un diluvio que no cesa de intensificarse porque está hecho de la materia del horror, como se desprende de  este fragmento:

Con dificultad consigno estas últimas palabras. El frío es casi insoportable y las tuberías están congeladas. Siguen la lluvia y el granizo, y el cielo, que solo puedo describir como perturbado, como perverso, origina, cada vez con mayor frecuencia, tornados o huracanes, no sé cómo llamarlos. No lo son, por supuesto, son muestras de una voluntad que le ha declarado la guerra al género humano. Hoy y aquí, como pudo ocurrir en cualquier lugar del mundo.

Un viejo atavismo, o un llamado, empuja a Las niñas sepia a salir de Santafe de Bogotá en busca del mar, de las profundidades abisales donde habitan sus dioses o sus antepasados. Su fuerza propulsora es la venganza contra algo innominado. Algo que se revolvía en un rincón del universo mucho antes del miedo.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=b_ObqZtxuj0

 

 

 

martes, 19 de noviembre de 2024

Juan Guillermo Álvarez o el oficio de poeta

 



 

Desde dentro o desde atrás, una luz brilla a través de nosotros sobre las cosas y nos hace saber que nosotros no somos nada, que la luz lo es todo.

                                                   Ralph Waldo Emerson

                                                     Ensayos

 

Es médico internista de profesión. Vale decir, que sabe tanto del alma como del cuerpo. Igual que Antón Chéjov, Mijaíl Bulgákov, W. Somerset Maugham, John Keats y Arthur Conan Doyle, Juan Gullermo Álvarez  es ducho en viajes cuerpo adentro, a lo mejor en busca del lugar preciso donde se esconde lo que los antiguos , acaso más sabios, llamaban alma, es decir, el reino de la luz.

De   regreso de esos viajes trae un puñado de poemas que reparte con generosidad entre los que denomina sus “Cuatro o cinco lectores”. En realidad sobra la ironía:  salvo algunos casos excepcionales los lectores devotos- los únicos que valen la pena- de poesía nunca han sido legión. La poesía es un asunto difícil. Alienta en ella un misterio que demanda mucha paciencia, incluso tozudez. Su proximidad con la música, su leve sugerencia de realidades extrañas, sus hondos silencios exigen una concentración cada vez más escasa en un mundo donde reina el estruendo de los espectáculos.

Por eso el poeta y el lector devoto de poesía deben estar dispuestos a abismarse hasta las últimas consecuencias.

Descubrí su poesía al despuntar los años noventa en un libro titulado Las espirales de septiembre ( 1992) publicado por el entonces Instituto de Cultura de Pereira como premio por haber resultado ganador en la convocatoria anual. En sus páginas ya alentaban obsesiones que se harían más intensas con el paso de los años, como se lee en la obra titulada Todos los días tu piel (2011). El título mismo de la primera publicación  implicaba un desafío: ¿Por qué septiembre y no otro mes?  En todo caso allí habitaba la materia de lo que sería la esencia de su poesía de ahí en adelante: el anhelo, el latido, el desasosiego, la búsqueda de algo impreciso que a falta de un nombre mejor llamaremos amor, no tanto en el sentido moderno si no en el de los viejos trovadores que andaban y desandaban caminos en busca de lo inefable.

Cesare Pavese habló de “El oficio de poeta”, no de El arte del poeta y eso ya es bastante significativo. Para el escritor piamontés su trabajo participa de la condición del zapatero, del sastre, del panadero. Lo suyo es confeccionar cosas útiles para darlas en ofrenda a los hombres en humilde comunión. Por su lado, con su instrumental de médico y con ayuda del lenguaje el poeta Álvarez se adentra en los misterios del corazón para traernos de vuelta la impagable moneda de sus versos.

 Amante del rock y la balada- desde que lo conocí aviva las llamas de una pasión por la cantante española  Ana Belén- Juan Guillermo sabe de la importancia del tempo en la poesía, del no decirlo todo porque lo más importante resulta ser lo que no se dice. De ahí el talante sincopado de sus versos que se desnudan y nos desnudan, como se desprende de este fragmento:

                                           Todos esos rostros
Todos esos rostros a la deriva
-los rostros de los que alguna vez nos inflamaron de deseo-/
contaminan los sueños,
estorban nuestra mirada cotidiana
y así lo que vemos resulta un palimpsesto insoportable:
¿qué fue de todos ellos, por qué vuelven,/ flotando de su naufragio
a una hora neutra o adversa?
Signos inasibles de un destino que escapa a nuestra comprensión, saben tocarnos otra vez, como solían, el corazón;
pero pasó su tiempo, y es baladí quedarnos en su alucinación
mientras urge la vida:
fuera, un brote de hierba le hace espejo/ al inefable placer de un nuevo encuentro:
un rostro que nos hará volver a puerto/ o al palomar, amor, al nido cierto/ donde mi deseo halla su colmo/
y tu ternura vuelve para abrevarse.

 

 Mientras navega sangre adentro el poeta ausculta (¡Y qué cara resulta esta palabra al mundo del médico y el escritor!) las más recónditas señales del cuerpo y, claro del alma. Ellas son la materia de su escritura. Con ellas cincela, moldea, insinúa una posible cifra del mundo, porque La vida urge y porque Signos inasibles de un destino que escapa a nuestra comprensión, saben tocarnos otra vez, como solían, el corazón.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=6BA9-cWsZjs

viernes, 1 de noviembre de 2024

La caverna digital

 



En la alegoría de La Caverna, Platón nos ubica en una cueva donde un grupo de prisioneros contempla el desplazamiento de unas sombras proyectadas sobre la pared del fondo por la escasa luz proveniente del exterior. Para esos hombres las sombras equivalen a toda la realidad, de modo que el primero en salir de allí deberá aprender a moverse en un medio incomprensible: el mundo real.

En la vida contemporánea vivimos un trance parecido: millones de seres humanos contemplan abismados las pantallas de sus aparatos digitales, convencidos de que esa es toda la realidad. Peor aún, la única realidad. Ese vínculo ha terminado por crear una dependencia que les hace cada vez más difícil moverse en el afuera. Para no pocos de ellos, asuntos tan elementales para la convivencia como el saludo y la despedida o un par de palabras para agradecer un favor o la prestación de un servicio se convirtieron en una enorme dificultad. La Caverna de Platón devino, pues sortilegio digital, encantamiento de cuento de hadas.

Encantamiento es la palabra precisa. Las pantallas ofrecen un mundo sin fisuras, donde hasta las cosas más terribles están rodeadas de un aura mágica. De ahí que el consumidor utilice los signos de Megusta y Reenviar sin detenerse a pensar en la validez de la información y de sus posibles efectos en los nuevos receptores.  Su manera de aproximación a los textos e imágenes está despojada de entrada de cualquier distancia crítica.

Y bien sabemos que el espíritu crítico precede siempre al desencantamiento, pues este último se insinúa cuando se empieza a dudar. ¿Será que sí? Es siempre el preludio de esa nueva actitud. Pero ahí surge el primer escollo. Para el encantado es fácil descalificar al escéptico tachándolo de Ludita, de enemigo de la tecnología. Cualquier debate provechoso resulta así anulado de entrada.




Soy tan poco enemigo de los avances digitales que sostengo este blog desde hace casi catorce años; además fui editor del portal web La cebra que habla; durante la pandemia participé a través de la virtualidad como analista de Noticias Ecos 1360 Radio. Además fui orientador de un noticiero y de un programa de opinión en el Canal 81 de la televisión local. En realidad, la chapa de Ludita me la gané por mi incurable fobia a los teléfonos, fueran estos fijos, de manivela o digitales, da igual.

He visto personas a punto de caer en huecos de alcantarillas o de ser atropelladas por un auto por caminar con la vista fija en la pantalla del teléfono móvil. Me he quedado sin respuesta a un saludo o a una pregunta porque al otro lado, literalmente, no hay sujeto. Así que decidí pedir ayuda a una experta en una nueva rama de la sicología clínica: las adicciones digitales. Se llama Eliana Méndez y atiende su cada vez más nutrida lista de pacientes en un edificio céntrico de Pereira.

El factor común de quienes solicitan mi acompañamiento es- según expresan de entrada- su incapacidad para desconectarse de sus aparatos digitales. Desde la madrugada hasta la hora de acostarse están ligados a sus aparatos y no necesariamente por razones de trabajo o estudio. Cuando me adentro más en cada caso, porque en sicología resulta fatal generalizar me encuentro con todos los síntomas de la adicción: sensación de miedo y desamparo ante la mera idea de ser despojado de la sustancia o el producto generador del problema.  De ahí se deriva un cuadro bien complejo relacionado con la sospecha de que puede suceder algo terrible relacionado con su propia vida y ellos no se van a enterar. ¿Cómo acercarse entonces a esas personas? Como sucede con todos los adictos, lo peor que uno puede hacer es juzgarlos o cuestionarlos. Esa actitud romperá de entrada cualquier intento sanador. Guardadas diferencias, es un poco como cuando un niño tiene una pataleta. En lugar de amenazarlo o castigarlo hay que buscar nuevos focos de interés que convoquen su atención. Cualquier buen observador, sabe que de ese modo, el niño se calma de a poco hasta perder el interés por lo que desató su reacción inicial. Por supuesto, el tiempo necesario para que un adicto a la tecnología empiece a experimentar un alivio es mucho mayor.




Menuda tarea la de profesionales como Eliana. Con razón cobran tan buenos honorarios. Al comienzo de esta entrada utilicé la palabra abismados para referirme a los consumidores de pantallas. De modo que la tarea del profesional consiste en sacarlos del abismo. Tendrá que  volver a enamorarlos de otras cosas, de otros seres, recordarles- pensemos en el hondo sentido de esta palabra -  que  el mundo de fuera está lleno de colores, sabores, olores y sonidos que pueden ayudarles a recuperar la parte perdida de sí mismos y que habrá de devolverles el sentido crítico necesario para rehabitar esas parcelas de la realidad en las que acontece la irrepetible historia  de nuestro paso por el mundo.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=NyK1TsGSJEo

 

martes, 1 de octubre de 2024

Buenos, malos y feos

 



Los frecuentadores de las viejas salas de cine recordarán aquella película del gran Sergio Leone protagonizada por Clint Eastwood (el bueno), Lee Van Cleeff (el malo) y Elli Wallach (El feo). También tendrán presente la banda sonora compuesta por el maestro Ennio Morricone con el ya legendario aullido del coyote clamando al cielo en medio de la noche.

La etiqueta de Western simplifica más de la cuenta esta historia que en realidad es un brillante tratado de geopolítica. Cada uno de los tres fulanos- que se detestan a muerte- tiene en su poder un fragmento del mapa que permite ubicar el tesoro de doscientos mil dólares escondido en un cementerio durante la guerra civil. Así que tendrán que llegar a un acuerdo si quieren hacerse con el botín. Después ya verán qué se hace. Puede irse cada uno por su lado o pueden acabarse a  tiros: depende del humor con que amanezcan ese día.

El aullido del coyote es el llamado del poder. En otras culturas podrá ser el rugido del león, del tigre o el silbido de la serpiente. Pero en las culturas de las praderas norteamericanas habitadas por indígenas ahora en fuga tenía que ser el coyote.

La parábola de fondo de El bueno, el malo y el feo es entonces la de la negociación, el contrato social. Éste es, en últimas, el verdadero tesoro. Décadas más tarde Leone emprendería una variante del asunto en otra obra maestra suya: Érase una vez en América. Por eso, la película sigue siendo grande en medio de las miles de producciones mediocres que se hicieron sobre la conquista del oeste norteamericano.




Pero vamos por partes. En el principio fue la horda, la consigna de tierra arrasada y la eliminación del otro, del distinto, el forastero. Sus grandes símbolos fueron la lanza, el escudo y la espada. Milenios más tarde sería la noción del Derecho Divino de reyes y príncipes la encargada de conjurar las ineludibles turbulencias de toda comunidad… hasta que la ilustración echó por tierra esos valores, plantando la simiente de lo que sería la sociedad laica y su consiguiente expresión política: la democracia y la ilusión del gobierno de todos por la vía representativa. Pero faltaba un  buen trecho para eso. La humanidad tendría que asistir primero al derrumbe de los imperios y a la extinción de las monarquías, seguido de la instauración del capital y la tecnocracia como gobiernos planetarios, no sin antes sufrir la devastación de dos guerras mundiales. No podía ser de otra manera: si los flujos del dinero y la técnica se hacían globales, también tendrían que serlo las nuevas formas de exterminio.

Una vez consolidada la contabilidad de muertos y pérdidas materiales, los líderes de las potencias que se disputaban palmo a palmo la geografía del planeta tuvieron que admitirlo: era cuestión de supervivencia poner en marcha un nuevo Contrato Social, sobre todo después de que la bomba atómica nos dejó entrever el rostro del apocalipsis en persona. No fue difícil aceptar que, con todas sus limitaciones, la democracia representativa constituía un eficaz freno para la demencia desbocada.  Tenemos pues que el bueno, el malo y el feo tuvieron que sentarse a negociar.  Al final se repartieron el tesoro, es decir el mundo. Y la fórmula funcionó.




Hasta que se produjo el desplome del Imperio Soviético, socavado por la ineptitud y la corrupción de sus líderes, así como por las maniobras de las grandes corporaciones occidentales, incluido El Vaticano. En ese momento resultó claro que se precisaba de soportes legales y políticos distintos para los nuevos mapas de poder: la guerra de los Balcanes y la reanudación de viejos conflictos regionales dejaban sin piso la veleidad aquella de que habíamos llegado a El fin de la Historia. En realidad, la tantas veces enterrada y revivida idea de Marx sobre la inevitabilidad global del capital regresaba con todo su vigor.

La internet en particular y las tecnologías digitales en general vinieron a reforzar el concepto: habitábamos un mundo donde la velocidad y la inmediatez de todo alentaban la nueva deriva de los seres y las cosas. Una palabra se entronizó desde entonces en las conciencias: Flow. En medio de ese flujo se multiplican los asesinatos en serie, los casos de corrupción, los fundamentalismos de todo tipo, las “guerras relámpago” que pueden durar años, la especulación financiera y los mercados burbuja que estallan arrastrando consigo a millones de inversionistas. Y, detrás del telón, la mentira como combustible de la política.




Al entrecruzarse, todos esos factores acabaron por reducir la democracia a un mero formalismo. Exhausta y poco digna de confianza, todos la desafían, empezando por los políticos que se beneficiaron de ella: populistas de izquierda o derecha, libertarios, neofascistas, neocomunistas, fanáticos del mercado, publicistas y toda una fauna de apóstatas se han unido al coro.

Bastan unos cuantos ejemplos para ilustrar esa debilidad: el asalto al capitolio en Estados Unidos perpetrado por simpatizantes de Donald Trump, la invasión de la embajada mexicana en Quito ordenada por el presidente Novoa, la nueva masacre desatada en el cercano oriente, el fraude en las elecciones de Venezuela o la utilización de los aparatos de la justicia para neutralizar o eliminar rivales. Hemos llegado así a lo impensable unos años atrás: dictaduras democráticas o golpes de Estado blandos, según la manida definición al uso.

De modo que si aspiramos a rescatar algo en medio del desastre urge forjar un nuevo Contrato Social que le fije reglas del juego a este flujo incesante, a ese flow cantado por las nuevas músicas urbanas. El bueno, el malo y el feo tendrán que pactar un nuevo alto el fuego, antes de que uno de ellos o todos al tiempo aprieten el botón  del fin del mundo y esta vez de manera irreversible.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=K7PNC4pUffs

 

 

 

 

lunes, 26 de agosto de 2024

Si una noche el olvido

 



 

                        Va de suyo que debemos poner por escrito

                        nuestras meditaciones valiosas: si a veces

                        olvidamos lo que hemos vivido, cuánto más

                        lo que hemos pensado.

                                                        Arthur Shopenhauer

                                                        Parerga y Paralipómena

 

“Esa noche, el sujeto regresó al valle de la muerte”

Me falta un libro, pensó al descender por las montañas hacia el cráter donde brillaban las ascuas que un viento tibio parecía avivar”.

Con esas dos frases termina La ciudad de los crepúsculos, la trilogía del escritor colombiano Gustavo Arango, publicada por Ediciones El Pozo en julio de 2024 y firmada en Oneonta (Nueva York) en junio del mismo año.

Eso de “descender hacia el cráter” es mucho más que una metáfora: es la síntesis de una aventura vital y literaria que a lo largo de mil quinientas páginas nos conduce a un viaje en el que la memoria del narrador intenta, con mayor o menor fortuna, resistir los embates de su más feroz enemigo: el olvido.

Imaginen un agujero negro que en lugar de energía cósmica engulle palabras.

Imaginen un hombre- que se refiere a sí mismo como “El sujeto”- empeñado en hacer de sus recuerdos transformados en palabras el alimento de ese monstruo.

Imaginen a “El sujeto” llenando desde edad muy temprana decenas, cientos, miles de cuadernos con los detalles de su vida, de sus vidas, desde los más triviales hasta los trascendentales, suponiendo que ésta última palabra tenga algún sentido en cualquier vida.

Por supuesto, aparte de insensata, la tarea es imposible. Siempre habrá una fisura, un olvido, una negligencia, una omisión que impidan completar el rompecabezas.

Pero la literatura está hecha justamente de eso: de insensateces y de imposibles: abran las páginas de El Quijote- para aludir a un tópico – y verán.




En el mundo de todos los días, en esta orilla que llamamos realidad, “El sujeto” podría llamarse Gustavo Arango, cronista, poeta y narrador. Los momentos decisivos de su vida han transcurrido hasta ahora entre El valle de la muerte, La ciudad de los crepúsculos y el anhelo de instalarse un día en El país del sueño. Tres vórtices de esa ilusión llamada espacio- tiempo en la que creemos existir.

Ah, un detalle: siempre quiso morir en Sri Lanka y se sabe que ya lo hizo una vez. De joven escribió, todavía en El valle de la muerte, una biografía de Julio Cortázar. Más tarde, en La ciudad de los crepúsculos, fue redactor en el mismo periódico donde al promediar el siglo XX, dio sus primeros pasos Gabriel García Márquez. Trasladado a El país del sueño se convirtió en profesor en la universidad de una ciudad situada un poco más allá de la nada. Pero eso fue mucho después.

A juzgar por lo que nos permite fisgonear mientras el relato avanza a veces al galope y otras en cámara lenta, como los astronautas en la luna, “El sujeto” es, en la realidad o en la ficción- nunca lo sabremos- un pichador compulsivo… o un desesperado sin remedio, que es lo mismo. Y ese no es un dato menor en La ciudad de los crepúsculos.

De entrada, los expertos en etiquetar los libros por géneros tendrán problemas: ¿Novela? ¿ Autobiografía? ¿Memorias? ¿Crónicas? ¿Aforismos? ¿Opiniones? ¿Todas las anteriores? ¿Ninguna de las anteriores? Bueno, si ustedes gustan de las etiquetas tendrán que leer el libro: es la única manera de hacerse a una idea.

Lo peor es que el narrador no da pistas. Lo que en principio parecen mojones resultan ser espejismos y el lector tendrá que seguir a tientas, armando su propia historia con las palabras ajenas si aspira a descender a ese cráter final… que bien puede ser un nuevo espejismo. Palabras que significan muchas cosas, recuerdos sin portador, letras de viejas canciones, alineaciones de un equipo de fútbol, títulos de viejas películas, nombres de actrices, fragmentos de libros amados, encuentros con seres que regresan del otro lado del misterio. En fin, mejor tratemos de proponer algún orden.

Me parieron y aquí estoy.

“Me parieron y aquí estoy “, dice una mujer flaca y preñada parada en una esquina en cualquier página de un libro de Juan Carlos Onetti, uno de los escritores amados del autor.  Esa declaración de principios bien puede servir para definir a “El sujeto” y su decisión irrevocable de hacer de la palabra escrita en todas sus manifestaciones su manera de estar en el mundo, su intento siempre renovado de descifrarse. A modo de mantra la viene repitiendo como un conjuro contra el infortunio desde que “El vendedor de fantasías”, como se refiere a su padre, fue asesinado a tiros en algún rincón de El Valle de la muerte. La pronuncia cada vez que se siente morir asfixiado en medio de un matrimonio que más parece una postal del infierno. Y la vuelve a repetir cuando la sala de redacción de El liberal, el periódico donde trabaja, se le revela como una trampa armada con intrigas y envidias.




“El pasado es un gigantesco rompecabezas que tiene casi todas sus fichas extraviadas”, leemos en la página 464 del segundo tomo de La ciudad de los crepúsculos. No es que estén desordenadas: están perdidas, acaso irremediablemente. De ahí el carácter demencial de la empresa propuesta. Si el pasado está extraviado, entonces habrá que inventarlo, palabra a palabra. Punto a punto. Coma tras coma. Silencio tras silencio.

Y es aquí donde el lector, que hasta ahora se ha limitado a espiar por encima del hombro la tarea del narrador, tendrá que emprender su propia labor: la de armar con los fragmentos que le entregan la urdimbre de una vida que es todas las vidas. Lo suyo, de aquí en adelante, será adelantarse, sospechar, adivinar los múltiples rumbos propuestos por los muchos autores que alimentan esas mil quinientas páginas que pugnan, estrujan, claman, imprecan, urgen, secretan y  a menudo desfallecen en su empeño por abrirse paso hacia no se sabe dónde.

Así que están todos invitados a este desfile de piezas desplegadas sobre una mesa de comedor, el escritorio de una oficina, una playa del mar Caribe o el viejo parque de una ciudad pequeña en El país del sueño.



                                               Clemente Manuel Zabala

La sala de redacción de El Liberal, donde ofició de artesano de las palabras un editor legendario llamado Clemente Manuel Zabala. Un lúcido columnista que se esconde detrás de un nombre que no es el suyo: Wenceslao Triana. El proyecto de un libro sobre el paso temprano de Gabriel García Márquez por ese periódico. La poesía intensa y silenciosa de Gustavo Ibarra Merlano. La voz de Manuel Zapata Olivella envuelta en el latido de un tambor africano. Los puños del boxeador Bernardo Caraballo que no se cansan de lanzar ganchos de izquierda al mentón de sus propios recuerdos. Las jornadas interminables del Festival Internacional de Cine de Cartagena, los gambitos de caballo de una ajedrecista y pianista llamada Adriana Salazar. Los acordes de Pink Floyd y cierta canción de Rafael Orozco.

Las piezas son muchas más: una edición del I Ching, crónicas, reportajes, cuentos, reseñas, poemas, viajes, novelas, sueños, recuerdos ajenos.  Ya les advertí que iba a ser difícil armar el rompecabezas. Uno está leyendo el palpitante relato del descubrimiento de unas piezas arqueológicas del llamado periodo formativo y de repente surgen en la alta noche fragmentos y alusiones a libros de cuentos, reportajes, novelas o proyectos narrativos de “El sujeto”. Bajas pasiones, El origen del mundo, Su última palabra fue silencio, Criatura Perdida o la ya citada Un ramo de Nomeolvides son apenas algunos de esos títulos.




Y de súbito, la ironía como una de las improntas del libro: “Pobrecito el guardián de la gramática, no es capaz de ser feliz.”

La fatiga de ser

Estoy cansado de ser yo. Ser yo me tiene mamado.

Fiel heredero del desaliento que cruza los libros de Onetti- no por casualidad su sello editorial se llama El Pozo- “El sujeto” sabe que, para sobrevivir hasta descender como Empédocles al cráter del volcán, todos necesitamos conjuros, sortilegios, mantras: el eterno retorno a la imagen de una mujer llamada Latour, que igual puede ser una forma de devoción o contumacia. La alineación del equipo de fútbol amado en otra época: navarromoncadamaturanacalicsortizretatgómezfernándezsantalónderocampaz.

Y, sobre todo, nombres, cuerpos, labios, besos, sudores, temblores, muslos, pechos, nalgas, pubis: formas de celebrar el milagro de estar vivos.

“Todo lo doy a cambio del deseo” escribió Julio Cortázar en uno de sus poco conocidos poemas. Poco importa si al regreso nos aguardan renovadas formas del cansancio.  Al fin y al cabo, el deseo y la fatiga son manifestaciones del hecho de estar vivos. Por eso en las páginas de La ciudad de los crepúsculos alientan todo el tiempo cuerpos soñados, deseados, poseídos, presentidos o inventados. Ese latido incesante es lo que hace soportable tanta desolación como la que nos sale al paso mientras leemos.

(…) Para qué querer ver el resto, para qué reventarse la cabeza imaginándolo, si está ahí, descubierto, en la cara, en cada pliegue y tonalidad de la piel de la cara, en cada saborcito y olorcito despedido por rinconcito, auuuhhuuummm aaaffff, respiración profunda para aspirar el aroma de la rosa humedecida, el aroma de tu rosa, olerlo, sentir tu mohito tibio, su musgosidad enervante, sususususurro de pliegues olvidados, uhhuummm…aaaffff, respirando, qué puede haber más íntimo que el olor, no hay  nada más íntimo que el olor, los ojos miran en la superficie de un cristal, el sabor viene de la superficie del agua, distante, remoto, el sonido tiene algo de inexistente, la piel sacude nuestra envoltura pero el olor nos invade, nos inunda, nos retrae, se mezcla de inmediato con nuestra sangre, por eso tu olor es el recuerdo de ti que más me trastorna(…)  Tomo II página 250.




Vistas las cosas así, La ciudad de los crepúsculos parece a ratos el trabajo de un escultor. Alguien empecinado en interrogar la piedra del tiempo para obligarla a confesar sus secretos acumulados a lo largo de los siglos o de la efímera vida de hombres y mujeres como los que cobran aliento en las páginas del libro. Almas en pena vueltas a la vida por el llamado de las palabras, como puede constatarse tras la lectura de una delicada crónica titulada Las cenizas de Orlando Contreras, sobre el funeral marino del célebre bolerista cubano. Y, en el silencio, los pensamientos se escuchaban como voces.

Contra todo pronóstico, el narrador se las arregla para que el rompecabezas de su vida y, en últimas, el de la vida de todos, empiece a cobrar forma. Puestos a utilizar tópicos, lo suyo es el libro de un viaje iniciático, con todos los elementos que el modelo exige: encantamiento, descubrimiento, horror, sanación y conocimiento de uno mismo, en este caso de “ El sujeto”. El encadenamiento se nos revela entonces con toda claridad. El valle de la muerte, La ciudad de los crepúsculos y El País del sueño trazan en el mapa el itinerario del viaje de un hombre  al fondo de sí mismo.

No es casual entonces que el relato nos remita a voces como las de Julio Verne, Edgar Allan Poe,  Melville, Malcom Lowry, Juan Carlos Onetti, Cortázar, Gustavo Ibarra y, claro, los obligados clásicos griegos y latinos. Cada uno a su manera propuso su propio viaje a los infiernos, de donde regresó con una pieza del rompecabezas infinito que es la literatura universal, desde el más anónimo hasta el más célebre de los escritores.

                                             Gustavo Ibarra Merlano

“¿Qué haces, Pasifae?” “Estoy tallando una vaca de madera”, escribe el sabio y cínico- ¿No será redundante eso de sabio y cínico?- Wenceslao Triana en una de sus frecuentes lucideces .  Así de simple es la clave: todo creador debe tallar su propia criatura anhelada. En el papel, en la piedra, en el lienzo, en el pentagrama: da igual. Poco importa si al final se desvanece en el aire, como todo, como todos. Al final de la lectura de La ciudad de los crepúsculos queda la certeza de que Gustavo Arango o “ El sujeto” y va uno a saber quién más han conseguido darle aliento a su propia vaca de madera, a su Neverland, a esa Sri Lanka a la que, con distintos nombres, todos anhelamos llegar .


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=I-cOD2x-qBs

 

 

 

 

 

 

 

 

                         

                                     

                                          

martes, 30 de julio de 2024

Fútbol en tinieblas

 




¡Auxiliooo!¡Ladrooones! ¡Nos robarooon! vociferan al micrófono los relatores deportivos y los acompaña un coro de dirigentes, empresarios, entrenadores, futbolistas y- los últimos pero no menos importantes-, cientos de miles de aficionados que apostrofan e insultan en todos los idiomas.

La razón de semejante pataleta es obvia: el equipo de sus intereses, y a veces de sus afectos, perdió, como por lo demás se suele perder en todos los juegos, incluido el de la vida.

Como todos sabemos, el blanco de los ataques es siempre un árbitro y, en tiempos más recientes, el VAR, ese aditamento tecnológico que, sólo en teoría, permitiría impartir justicia sin dejar lugar a dudas.

O al menos esa fue la idea que nos vendieron: el VAR como soporte de las decisiones arbitrales, cuyo resultado final redundaría en beneficio de un concepto manoseado hasta el hartazgo: la transparencia como fundamento de la ética ¿o era al revés?

En todo caso, el asunto siempre me sonó como el caso del ladrón que va a la policía a implorar justicia contra el fulano que acaba de birlarle lo que él mismo había robado minutos antes.

Porque ahí reside la clave de todo: los actores de la comparsa saben, pero fingen ignorarlo, que hacen parte del entramado mafioso de un cartel llamado FIFA cuyos dirigentes no se cansan de repetir, y en eso no se equivocan, que esa entidad es “La multinacional más grande del planeta”.




Y lo es, al menos desde que la televisión se perfeccionó y las transmisiones en directo les permitieron a los potentados dimensionar la magnitud de un negocio que no ha parado de crecer. Eso explica, por ejemplo, la multiplicación de torneos y torneítos en todos los lugares de la tierra: donde quiera que haya un ser humano sentado frente a la pantalla alienta un consumidor en potencia de cuantos productos circulan en el mercado; desde automóviles de lujo hasta discursos políticos o religiosos, pasando por gaseosas sin azúcar, licores sin alcohol, lociones para que ellas caigan rendidas o laxantes para alcanzar una cagada más placentera.

Eso para no hablar de los mundiales, unos campeonatos donde, en efecto, participaban los mejores, como esa selección Brasil de 1970, donde el único superdotado no era Pelé… aunque lo pareciera.

Fue después de ese mundial cuando se empezó a hablar de la “necesidad” de aumentar el cupo de dieciséis participantes a veinticuatro; luego a treinta y dos y, desde la llegada de Infantino, el capo que descabezó al no menos turbio Joseph Blatter, se insiste en que los participantes deberán  llegar a la descabellada suma de cincuenta y dos .  Al paso que van, pronto los competidores serán más de la mitad de los países existentes en el planeta. No se apuren: ¿Qué tal un partido Vietnam del Norte contra Islas Vírgenes?

Por supuesto, como sucede con todas las formas de pillaje, siempre habrá nobles pretextos para justificarlo. En este caso se habla de la “democratización del fútbol”, borrando de un plumazo el criterio de calidad para reducirlo todo a una ecuación financiera: más partidos igual a más derechos de televisión vendidos y por lo tanto más facturación en publicidad. El siguiente eslabón es fácil de predecir: si los aficionados dejan de acompañar a sus equipos porque pueden ver los partidos sin moverse de casa es problema de ellos. El resultado son esos partidos jugados con los estadios vacíos, un paisaje frecuente en América Latina, donde las empresas de televisión, conchabadas con empresarios, dirigentes y periodistas deportivos se inventan torneos de pacotilla con el fin de promocionar y vender futbolistas en Europa y en mercados emergentes controlados por magnates cataríes, chinos, rusos y japoneses. “La otra mitad de la gloria” le dicen con supersticiosa pompa a un embeleco de esos.




¿Y el juego? Preguntará un hincha atribulado al no encontrarlo, perdido en tinieblas como anda.

En realidad, la degradación ha sido vertiginosa. En sus orígenes el Football fue un entretenimiento de las élites coloniales inglesas, dueñas del tiempo libre para permitirse esos lujos. De allí nos vienen palabras tan entrañables como corner, orsai o penalti. Al trasladarse a América, se convirtió en fútbol y ese no es un detalle menor. Con la argentinización del vocablo empezó a bajar de escalón en escalón hasta que el pueblo lo hizo suyo y provocó la desbandada de los aristócratas. El simbolismo político y social salta la vista, al punto de que no es difícil imaginar a Karl Marx haciendo proezas intelectuales con el fenómeno.

Cuando el juego pasó a ser de los políticos el pueblo siguió siendo importante. Era el tiempo de los cracks indómitos y bohemios que hicieron del potrero su seña de identidad y la de quienes los seguían. Fue ese el momento cuando la televisión empezó a mostrarles a los europeos el valor de ese talento que se daba silvestre a este lado del mundo.  Reviviendo el viejo espíritu colonial, ingleses, españoles, italianos y a veces franceses, alemanes y portugueses se lanzaron a cazar los mejores ejemplares en el mercado. Así se fortaleció el poder de empresas como el Real Madrid, el Barcelona, el Manchester United y el Inter de Milán.

A partir de ahí los tiburones no han quitado el pie del acelerador. A ese ritmo crearon el mito del futbolista famoso y multimillonario vendido como modelo a millones de niños y jóvenes en el mundo entero. Es un negocio de doble vía. El monopolio de las estrellas garantiza la obtención de más títulos. De estos se deriva más atención mediática y por lo tanto más ingresos que permiten adquirir nuevas estrellas. El círculo de los poderosos se cierra así cada vez más.




A resultas de todo eso surgió el negocio de las apuestas. Poderosas empresas, entre ellas algunos equipos célebres, se hicieron con esa nueva veta del negocio, abriendo las puertas a otras formas  de corrupción de las que se lucran todos los componentes de lo que el eufemismo llama “la cadena productiva”: deportistas, representantes, dirigentes, empresarios, periodistas  y el resto de la fauna.

Con las cosas de ese tamaño, no sorprende que el viejo y conocido grito de ¡Al ladrón!¡ ¡Al ladrón!  se escuche cada vez con mayor insistencia en todos los estadios o desde los micrófonos. Poco importa si quienes imploran auxilio acaban de asaltar a su propia madre.

 

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=7Ie4oL17Nwc

 

 



 

lunes, 15 de julio de 2024

Homo virtualis

 




Toda época se cree fundadora del mundo. Antes de ella estaban el vacío, el caos y las tinieblas bíblicas. Aquello de “caminamos sobre hombros de gigantes” funciona apenas para unos cuantos espíritus lúcidos y agradecidos. De ahí el prestigio infundado de las palabras inventor o  genio como si los seres y las cosas surgieran por generación espontánea, sin deuda alguna  con quienes los precedieron.

La llegada de internet dotó de un nuevo sentido al vocablo latino Virtualis, heredado del griego dinaton  a  través de Aristóteles. En su acepción original, dinaton quiere decir lo que tiene un principio de movimiento, de dinamis que permite hacer algo o experimentar algo. La virtualidad es entonces una potencia.

Cada nueva tecnología entroniza un lenguaje, una cosmovisión a medida que transforma nuestra percepción de las cosas. Un caso clásico es el robo del fuego por parte de Prometeo para entregarlo a los hombres. De inmediato ese acto modificó la valoración que los mortales tenían de sí mismos y los hizo capaces de enfrentarse a los dioses que, a modo de castigo crearon a Pandora y la hicieron portadora de todos los males.

Internet no podía ser la excepción. Entre tantas palabras y conceptos que nos ha deparado- entre ellos el viejo y conocido vocablo Avatar para no hablar del lapidario hater- una de las más utilizadas y abusadas es virtualidad o, para ser más precisos, realidad virtual. Hasta hace poco, esa realidad estaba ubicada en el futuro, en un mundo de ciencia ficción, pero con el talante vertiginoso de los cambios ahora está en el presente y muy pronto se situará en el pasado antes de sorprendernos con alguna otra novedad.




Al retornar al pasado la realidad virtual no habrá hecho otra cosa que volver al origen, porque, en últimas, los seres humanos no hemos hecho nada distinto a forjar mundos paralelos que después se traducen en  descubrimientos  científicos, religiosos, políticos, literarios, musicales o artísticos.

¿O qué son si no, las intuiciones de los pitagóricos acerca del número como lenguaje cifrado del universo? La célebre expresión “todo es número” es apenas otra manera de nombrar la virtualidad de la realidad… o la realidad de lo virtual, depende de cómo se mire.

Algo parecido puede decirse de la llamada “Literatura de ficción”, en la que me atrevo a incluir La Divina Comedia, del Dante, con sus universos paralelos de cielos e infiernos

Pensemos nada más en esa formidable expresión de la virtualidad sintetizada en el mito bíblico del  Paraíso Terrenal del Antiguo Testamento. Allí están cifrados-  siempre habrá una cifra, una clave- algunos elementos que siguen obrando en la mente y la conducta de millones de creyentes formados en las grandes religiones del Libro:  el pecado, la mancha, la culpa, el castigo y – lo más importante- la redención. Es tan poderosa esa presencia que hasta los más recalcitrantes ateos a menudo tienen que enfrentarla en silencio: los he escuchado hablar de esas cosas, aunque en principio no  reconozcan ese legado del cristianismo y lo oculten detrás del sibilino lenguaje freudiano

Como podemos ver, la realidad virtual es acaso nuestra más antigua y fiel compañera de viaje. Sólo que vestida con otros ropajes.

Y apenas vamos en el Antiguo Testamento. De ahí en adelante o más atrás según la perspectiva de cada observador, nos la encontramos en todas partes: en las cuevas de Altamira, en los mitos y leyendas de todos los confines de la tierra, en los libros de caballería, en las plegarias, en las canciones de los trovadores, en las imágenes de los místicos, en las ecuaciones de los físicos, en los poemas de todas las lenguas, en los discursos políticos. Llegados a este punto, vale la pena detenerse a pensar en un detalle: en últimas, los políticos en campaña les proponen a sus potenciales electores una virtualidad a la que deben votar si quieren hacerla realidad. Por eso al llegar al poder se ven ante la imposibilidad de convertir en hechos lo prometido y se desencadena entonces una oleada de decepción.




Así las cosas, en lugar de ser una criatura engendrada por la internet, lo que hizo la virtualidad fue migrar hacia ese universo, tal como lo han hecho tantas cosas de la vida: las viejas cartas convertidas en correos electrónicos, las obras de arte o las músicas de todos los tiempos circulando a través de canales como Youtube o de páginas web con millones de seguidores, el chismorreo cotidiano multiplicado en las redes sociales, las vanidades de siempre  asomadas a través de Facebook  o Instagram.

Les propongo entonces su propio viaje a través de la milenaria realidad virtual. Pueden hacerlo de adelante hacia atrás o viceversa; si así lo consideran pueden permitirse digresiones o fabricarse atajos. De esa manera, en algún recodo del camino a lo mejor los asalte la presencia certera de su familiar homo virtualis.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=pFS4zYWxzNA