miércoles, 14 de mayo de 2025

Cartas de Lloronas o el tiempo que nos queda

 




El llanto de la madre, la hermana, la hija o la amante es consustancial a  las literaturas de todos los tiempos. Desde las grandes mitologías hasta el cancionero popular, pasando por el romancero y los cantares de gesta, las lágrimas de las mujeres dejan una estela a través de la cual es posible rehacer los pasos de las desheredadas, las desairadas, las abandonadas y las olvidadas de todas las épocas y lugares en su recorrido por ese entramado llamado Historia, cosido con las  historias de todos los días.

María, Verónica, Magdalena, Medea, Antígona, Fedra, Genoveva de Brabante o Juana de Arco son las ilustres predecesoras de las mujeres que van y vienen por el mundo vertiendo lágrimas por sus seres queridos y perdidos en algún cruce de caminos.

En   las tradiciones latinoamericanas, la figura de La Llorona cobra un simbolismo  especial. Según San Google, “La Llorona es un fantasma del folclore hispanoamericano originario del mundo prehispánico mexicano que, según la tradición oral, es el alma en pena de    una mujer que ahogó a sus hijos y que luego, arrepentida y maldecida, los busca en las noches por ríos, pueblos y ciudades, asustando con su sobrecogedor llanto a quienes la ven u oyen en la noche”.

 Moralejas aparte, lo que nos interesa aquí es el llanto como confesión, como intento privado o público de  redención. Ya se trate del confesionario en la iglesia, el consultorio del especialista, el hombro del amigo o la declaración pública a través de un texto escrito o un video divulgado en las redes sociales, lo que cobra un valor especial es el testimonio que obra  a modo de espejo ante quienes lo leen, observan o escuchan. No otro carácter tiene un libro como Las Confesiones, de San Agustín, considerado por tantos estudiosos como el precursor de los libros de   memorias y autobiografías.

Es aquí donde reside la importancia de una obra como Cartas de Lloronas, una compilación de textos publicados en su blog Lloronas de abril por Adriana Patricia Giraldo y editado bajo el auspicio de la Colección de Autores de Armenia. Las  ilustraciones estuvieron a cargo de Rebeka Elizegi (Donostia, España, 1968) diseñadora gráfica y artista visual especializada en Collage.




La carta de presentación nos dice que Cartas de Lloronas es una antología de textos enviados por esos sensibles protagonistas, que agrupados en varios segmentos como La esencia, La soledad,  La despedida, Los vínculos, Las guerras y La vida, se refieren al amor como fuerza universal, a los secretos, la muerte, la cruda realidad de sus batallas en un país como el nuestro, y , a la vez, a  la felicidad, a sus reflexiones sobre la maternidad y la crianza, el paso de los años, el desamor, el perdón y el reencuentro.

Dicho de otra manera, evocando el título de la obra de Juan Carlos Onetti, esta selección podría llamarse, así sin más, Los adioses. Cada una a su manera, las autoras- y unos cuantos autores- ensayan una despedida de su mundo, de los mundos en los que ha transcurrido su vida y, como en todo acto de renovación, envían a su vez un saludo a las cosas por venir.

Porque el adjetivo lloronas no puede dar lugar a equívocos. Lejos de ser una letanía o un muro de lamentaciones, aquí el llanto es testimonio, relato de la aventura  vital de unos seres- no solo mujeres- que han sentido en sus entrañas la desgarradura y la dicha del parto. En este punto, el concepto de alumbramiento recupera su sentido original: se escribe en un intento de iluminar el propio camino y el de los otros.

En la página 28 del libro, en el texto titulado El tiempo que nos queda, Carolina Olaya escribe:  Cuánto tiempo me queda aún para recordar tu olor, para lidiar con tu  partida, con  aquella dimensión en la que prefiero creer, o mejor, en la que elegí creer.




El asunto no puede ser más claro: a falta de pruebas convincentes, el pasado es algo en lo que se elige creer, no hay más remedio. La autora continúa en esa tónica: Cómo entender no volver a tocar las manos que creí mías, los ojos que creí míos, las palabras que no volveré a escuchar. Como tantos lo han dicho  y escrito ya, las palabras nos devuelven a la única certeza: la muerte y el olvido están hechos de la misma materia deleznable.

En el texto introductorio Fernando Araujo Vélez- uno de los llorones- ensaya una declaración de principios: Quien escribe, dice. Punto. Da su versión de los hechos, de todos los hechos de su vida y de los hechos que vio, que sufrió, que bailó. Lloronas ha logrado que decenas de mujeres y algunos hombres dijeran. Que no callaran. Que no callaran, y más que nada, explicándose, que se explicaran ellas. Que se desnudaran, y se desnudaran, y se desnudaron en la palabra y a fuerza de palabras, que es la mayor de las fuerzas.

Desnudez de cuerpo y alma: ese es el sentido último de la palabra confesión. Las ciento treinta y un páginas de Cartas de Lloronas son eso: una suma de confesiones que apuntan a la desnudez propia y a la del lector. Ese espíritu de confesión salvífica se hace palabra en el cuarto párrafo de la carta titulada La promesa del bombón rojo (página 12): Nadie- ni las más cercanas, ni las más amigas- nos dijo que era suficiente concentrarse en la voz interior y seguir el pálpito al que nos acerca la confianza en las bondades del afecto y la creatividad. La fe en un yo incomprensible, cambiante y poco medible, pero nuestro.


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https://www.youtube.com/watch?v=mwNBa40y2oA

 

 

 

 

 

 

viernes, 9 de mayo de 2025

Lo clásico y lo popular: un viejo tópico

 



Toda frontera real o simbólica enuncia una intención de poder y dominación. Por lo tanto define zonas de exclusión. Eso explica que los mapas expresen, en últimas, realidades de tipo geopolítico. Basta con seguirle el rastro a lo que pasa hoy en Ucrania, en Gaza, en Pakistán o en la zona fronteriza entre Estados Unidos y México para hacerse una idea clara del asunto.

En el campo cultural los conceptos de clásico y popular trazan un mapa imaginario que define criterios, valores, herramientas de análisis y zonas de exclusión. En esa medida lo clásico se asimila a lo perdurable mientras lo popular es confinado al territorio de las cosas efímeras. Poco importa en realidad si la democracia   y los medios de comunicación de masas- una de sus expresiones visibles- han desfigurado esas fronteras. Contra todo pronóstico, el viejo tópico persiste. Las producciones denominadas clásicas se asimilan a lo canónico mientras las populares  se presentan  revestidas de una condición gaseosa imposible de asir.


                                                 Seurat, Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte

Por fortuna, en los territorios reales del arte y la cultura las cosas están llenas de matices y nos ofrecen un panorama colorido y muy diferente al monocromo paisaje de blancos  y negros que se nos quiere ofrecer desde algunos centros de poder. Para empezar, clásico es lo que tiene clase, no en el estrecho sentido socio económico sino en el de calidad, valor. En esa medida, una pieza sinfónica, un coro griego o el canto ritual de un pueblo africano pueden ser clásicos y hacer parte de un canon; es decir, de un listado o catálogo de los valores representativos de una comunidad que puede ser local universal, concepto este último problematizado por la llamada globalización.

Justo al lado de lo clásico- no al frente ni en el polo opuesto- florece la cultura popular. Ambos echan raíces en el mismo suelo y proyectan hacia las alturas ramas y frutos que pueden diferenciarse en texturas, olores y colores, pero que igual  enriquecen la vida de quienes se alimentan de ellos. Así las cosas, resulta ineludible que esas raíces se junten y se hagan una sola en un tejido que es el de la vida misma. Si en un momento determinado las aristocracias y la naciente burguesía  pretendieron apropiarse de lo clásico como elemento de diferenciación, eso no pasó de ser una veleidad sobrepasada por el ímpetu de formas de vida dotadas  de la suficiente potencia para desdibujar las fronteras. Basta mencionar los nexos entre la gran ópera y  el melodrama para  formarse una idea de su común fuente nutricia.




La historia está llena de ejemplos. ¿Qué es El Quijote sino un clásico de la cultura popular? Es bien sabido que Cervantes, al igual que Shakespeare, frecuentó las tabernas, las posadas y las plazas de mercado donde recogió las historias que nutrieron sus relatos. En el campo de la música abundan los ejemplos de compositores- Brahms entre ellos- que encontraron en cantos y danzas populares fuentes de inspiración para sus obras. Pasados al terreno de la pintura, Picasso hizo suyas las imágenes de los pueblos africanos para incorporarlas con un toque muy personal a esas formas estéticas que transformaron en muchos sentidos el arte contemporáneo. Fue el genio de esos autores el que puso las cosas en otra dimensión, no la pertenencia a una clase social determinada; por eso lo suyo no era legitimar valores si no trascenderlos.

En otro plano del tiempo y el espacio, cuando Gabriel García Márquez declaró que  Cien años de Soledad no era más que un vallenato de trescientas cincuenta páginas estaba expresando una realidad palmaria: la de un patrimonio cultural que se transformaba  ante sus propios ojos en una suerte de milagro bíblico de perpetua muerte y renovación.  El asunto es simple:  el genio del escritor de Aracataca percibió y expresó con toda claridad el encuentro entre los instrumentos tradicionales de los juglares vallenatos (la caja, la guitarra y la guacharaca) y las músicas europeas sintetizadas en el acordeón, de la misma manera en que supo hacer suyo  el legado de Las Mil y una Noches recibido a través de España y los relatos orales heredados de los indígenas guajiros. Fue así como su obra se convirtió en clásica y no por la bendición de alguna capilla auto investida de poderes celestiales.


                                              Carnaval de Barranquilla

Tomemos un último ejemplo: el del nacimiento del rock como una de las más potentes expresiones de lo popular en el siglo XX.  En un principio, los ritmos de los negros (gospel, spirituals, soul, blues, jazz) eran escuchados   con recelo por los oídos puritanos y con delirios aristocráticos de los blancos estadounidenses. Sin embargo, es tanta la potencia de ese fermento llegado de África que no tardó en  traspasar los límites impuestos, igual que el tango saltó de los prostíbulos a los salones de los burgueses  latinoamericanos y europeos. Al encontrarse cara cara con ritmos  considerados propios de los blancos,  sobre todo de los terratenientes del sur norteamericano, como el folk o el country, saltó la chispa de nuevas músicas que no tardaron en adquirir un tinte clásico. Lo que  parecía una moda, pasajera como todas, está a punto de cumplir cien años, si nos atenemos al juicio de estudiosos como Charlie Gillet, autor de El sonido de la Ciudad, que le adjudican a Sister Rosseta Tharpe ( Arkansas, 20 de marzo de 1915, Filadelfia, 9 de octubre de 1973) la partida de nacimiento de ese género proteico que desde entonces no ha cesado de convertirse  siempre en otra cosa.

Por su condición próxima al prejuicio, los tópicos son difíciles de erradicar. Tanto, que a veces parecen hacer parte de nuestro material genético. De ahí que se haga necesario un estado de alerta permanente para no sucumbir a los cantos de sirena de quienes, contra toda evidencia, quieren vender su idea del talante irreconciliable entre lo clásico y lo popular.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=-88l-M0KgkI

jueves, 1 de mayo de 2025

Un tal Arango

 


                                                          



El último lustro del siglo XX asistí varias veces al Festival Internacional de Cine de Cartagena y me hospedé siempre en casa de mi compadre Gustavo Arango, ubicada cerca de la plaza de toros y del estadio de fútbol Jaime Morón. Creo que durante esos días éramos todo lo dichosos que puede ser un mortal:   dormíamos poco, conversábamos y comíamos mucho, bebíamos ron como sedientos, reíamos bastante y consumíamos películas con el frenesí de auténticos adictos. En una de esas visitas me convertí en padrino de bautismo de su hijo Mateo, en una ceremonia oficiada por un cura borracho.

Las jornadas empezaban bien temprano, a eso de las nueve de la mañana, en horario inusualmente puntual para tratarse de la Costa Atlántica colombiana.  Hasta el medio día se desarrollaban las charlas y talleres. En esa época abundaban los críticos de cine, en especial los cubanos formados en la escuela de San Antonio de los Baños, que durante mucho tiempo tuvo a García Márquez como uno de sus benefactores.

A eso de las once de la mañana, con el sol del Caribe cocinándonos a fuego lento, empezaban las proyecciones de cine en distintas salas. Algunas duraban hasta la una de la madrugada del día siguiente. A ese ritmo, si uno no tomaba atenta nota, corría el riesgo de confundir los títulos de las películas, los protagonistas y los argumentos. De modo que, para mantenerse despiertos, había que suministrarle al cuerpo dosis de cafeína altamente peligrosas.  Desde el primer año me comprometí con Gustavo Arango a escribir reseñas para las páginas culturales del diario El Universal donde el hombre trabajaba. Así que era cuestión de dormir unas cuatro horas y levantarse a teclear en uno de esos computadores grandes y pesados como mastodontes insomnes que empezaban a aparecer en las salas de redacción de los periódicos.




Entre ese montón de películas hubo unas inolvidables. En busca de Ricardo III, dirigida y protagonizada por un Al Pacino más desquiciado que nunca fue una de ellas. A la lista se suma Doble o nada, una fábula que vino a darle nuevas puntadas al mito de Carlos Gardel. Pero en especial hay una anécdota alrededor de la producción canadiense El sexo de las estrellas, dirigida por Paule Baillargeon. La proyectaron a las once de la noche en el teatro La Matuna. Al ingresar a la sala, percibí una singularidad: salvo una señora entrada en años y en carnes, el resto de los asistentes- unos cincuenta- éramos hombres. Todos entraban solos, con un periódico o una revista enrollados en la mano y miraban con aire furtivo en todas direcciones antes de ubicarse en un lugar apartado, tal como hacen los asistentes a una proyección de porno.  Los únicos que estábamos sentados juntos éramos Arango y yo; supongo que esa circunstancia nos convertía en una pareja gay a los ojos de algunos asistentes.

Y entonces vino la reacción: quince minutos después de iniciada la proyección algunos asistentes empezaron a retirarse, murmurando uno que otro insulto mientras buscaban la salida. El equívoco estaba claro: habían comprado su boleto confundidos por el título de la obra de Baillargeon. Quizás esperaban una antología de sexo intensivo entre   celebridades de la farándula o al menos el recuento de situaciones escabrosas, algo así.

En realidad, El sexo de las estrellas- Le sexe des étoiles, en francés-  cuenta la historia de Camille, una niña de trece años que se reencuentra con su padre, convertido ahora en mujer, es decir, en un enigma tan insondable como el de su madre, cuyas compañías masculinas no soporta. Mientras se formula preguntas sobre la naturaleza del mundo en que le ha sido dado vivir, Camille contempla el firmamento a través de un telescopio con la sospecha de que, como los humanos, las estrellas no solo pertenecen a un determinado género sino que pueden cambiarlo a medida que cumplen sus circunvoluciones. Cuando le conté la historia al escritor Jorge García Usta, entonces Jefe de Prensa del Festival dio rienda suelta a su humor costeño: ¡Pero compa, usted sí que conoce bien la sicología de los pornópatas! exclamó en medio de una estruendosa carcajada.




Con esas imágenes en la cabeza fuimos una noche a visitar al poeta Gustavo Ibarra Merlano, quien nos recibió con impagable hospitalidad en su apartamento frente al Mar Caribe.  En una animada sesión de Whisky nos compartió su limpia y sosegada poesía y nos habló de su amistad ya casi extinguida con Gabriel García Márquez, asunto del que se ocupa Gustavo Arango en su libro Un ramo de Nomeolvides, García Márquez en El Universal, obra que le abriría las puertas del mundo académico en Estados Unidos.  Al salir de su casa el poeta Ibarra Merlano, fervoroso católico, me regaló un ejemplar de su traducción de Akáthistos, el himno litúrgico de la iglesia bizantina del siglo V, considerado el primero compuesto en honor de la Virgen María. De ese tamaño era su generosidad.

Fue mi hermano Juan Carlos Pérez quien me presentó a Gustavo Arango en una de mis visitas a Medellín. Eran los días duros de la guerra y el padre de mi tocayo había sido acribillado a tiros años atrás. No precisamos de mucho tiempo para tejer una complicidad a tres bandas, alimentada por lecturas comunes, películas y fútbol, incluida una peregrinación  a Armenia para ver un partido Quindío- Nacional donde, envueltos en trapos verdes, nos comportamos como debe hacerlo un hincha digno de ese nombre: como fanáticos de una secta ortodoxa que no admite herejías.

Un diciembre nos dio por hacer la novela del Niño Dios, precedida de un ritual acaso sacrílego. Nos fumábamos un bareto- porro-cacho- pucho de marihuana y emprendíamos el ritual. Nunca pasamos de la primera página.  Por si no lo recuerdan, aquí va el primer párrafo del día primero:

En el principio de los tiempos el Verbo reposaba en el seno de su Padre en lo más alto de los cielos: allí era la causa, a la par que el modelo de toda creación. En esas profundidades de una incalculable eternidad permanecía el Niño de Belén. Allí es donde debemos datar la genealogía del Eterno que no tiene antepasados, y contemplar la vida de complacencia infinita que allí llevaba.

Ustedes ya se imaginarán la reacción de los tres lectores: ¿A quién se le ocurre  pensar que, salvo los  gozos y los villancicos, la novena del Niño Dios es un texto para niños? Eso de la genealogía del eterno que no tiene antepasados o las profundidades de incalculable eternidad exige la ayuda de teólogos. Por ese camino terminamos leyendo a san Anselmo, san Ambrosio y otros padres de la iglesia. Aunque lo de leer es puro cuento: tampoco logramos pasar de la segunda página, porque nos perdíamos en ese bosque de profundas especulaciones que hablan del uno, del todo y del infinito con un tono que se acerca bastante a las abstracciones matemáticas.

Busco en el cuarto de San Alejo de mis recuerdos y me veo sosteniéndome la cabeza con ambas manos, pidiendo clemencia a las potestades de lo alto, mientras mis dos contertulios se tenían el estómago, impotentes ante el acceso de la risa nerviosa que produce lo incomprensible. En definitiva, la novena de aguinaldos no es un juego de niños y, bien visto, tampoco de adultos.




Las memorias de esos días están consignadas en unos cuadernos que para muchos resultarán tan abstrusos como los tratados de teología. El club de los mataturras, bautizamos a esas sesiones memorables para los tres conversadores involucrados en la aventura. Tan memorables como la noche que, ante la inminencia del toque de queda, Juan Carlos y yo corrimos por las calles de una Medellín desierta y poseída por el miedo desde la casa de Gustavo Arango hasta el barrio Laureles donde vivía la abuela de Juan, perseguidos por un enemigo tan invisible como palpable. Al llegar a buen puerto y sentirme a salvo, descubrí que llevaba en la mano un ejemplar de Un tal Cortázar, el libro publicado a partir de la tesis laureada de Gustavo sobre uno de sus autores queridos. Quién sabe, la literatura y la amistad tienen sus misterios y a lo mejor fue ese libro el que nos salvó el pellejo esa noche.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=vF_pgXZ2nw0

 

viernes, 11 de abril de 2025

Santos Lugares







Hay lectores que viajan a lugares remotos con el propósito de visitar las casas donde nacieron, vivieron o murieron sus autores amados. La suya es la misma devoción de las personas que peregrinan en oración hasta lugares definidos como santos por sus creencias religiosas.

A juzgar por los textos recopilados en su libro titulado Cápsulas Literarias, el escritor colombiano Javier Amaya pertenece a esa condición. Radicado en Seattle (USA) desde hace muchos años, ha convertido esa ciudad en punto de partida para viajar a ciudades tan distantes entre si como Weimar, Baltimore, Coyoacán, Terezín, Viena, Buenos Aires, Frankfurt o Pereira, Colombia, la ciudad donde nació el autor.

Detrás de esa cartografía alienta una obsesión: la búsqueda de los rastros dejados a su paso por el mundo por escritores que marcaron a su vez el alma de lectores que un día se hicieron partícipes de sus revelaciones a través de un poema, de un cuento, una novela, un ensayo o cualquier otro género de los muchos establecidos por los estudiosos.

Hoy es martes y París en otoño es frío y lluvioso, pero tengo una oportunidad única. Tuve suerte en conseguir dos sillas en la hilera ocho en la nave central. Las cortinas se corren a izquierda y derecha y ahí está el hombre que de inmediato es recibido por un sonoro aplauso.

El hombre en cuestión es el cantautor francés de origen armenio Charles Aznavour y Javier Amaya estuvo allí para contarlo, así como ha estado en muchos otros sitios de los que da cuenta en las ciento cincuenta y seis páginas del libro. A través de treinta y siete textos breves el autor nos lleva en un viaje de ida y vuelta por los lugares donde seres atormentados o dichosos levantaron para los lectores edificios literarios que les han ayudado   a transitar con un poco más de esperanza entre las turbulencias del mundo.


                                                 Casa de Goethe

Constituye un tópico eso de que a veces la realidad supera la ficción. Pero también lo es el concepto contrario: las ficciones suelen superar la realidad, en tanto pueden ofrecer una mirada en perspectiva de los seres y las cosas que nos aproxima a sus estados de alma en toda la dimensión de su complejidad. Sospecho que el lector peregrino conserva la ilusión de que algo de ese espíritu haya impregnado las paredes, los muebles o el aire donde se escribieron las historias que marcaron tantas vidas. En esa búsqueda, el narrador de Cápsulas Literarias nos comparte estampas como esta, en un  texto titulado La Última residencia de Nicolai Gogol:

Arbat es un vecindario de Moscú bien conectado por transporte masivo, muy transitado y repleto de árboles y de amplias avenidas. Durante el periodo soviético, albergaba la tienda de  Editorial Progreso, la empresa estatal que imprimía cientos de libros en muchos idiomas, a bajo costo, muy bien presentados y duraderos. Yo frecuentaba esa tienda hace casi cuatro décadas todos los fines de semana y siempre encontraba novedades literarias que trataba de comprar de inmediato (…)

(…) Lo que nadie me contó es que en ese vecindario de Arbat, en la avenida Nikitsky el escritor Nicolai Gogol (1809-1859) tuvo su última residencia y que funciona como museo abierto al público, casi desde su muerte (…)


                                                 Casa de Leon Trotsky en Coyoacán

Poco importa si algunas de esas casas son a su vez ficciones construidas para satisfacer la curiosidad de turistas cultos. Como en todo viaje de esta índole, lo importante es la ilusión de sentirse tocado por la gracia, por el aura de lo sagrado, al modo de esos creyentes convencidos de que tienen en su poder una astilla- por minúscula que sea- del madero de la crucifixión. Ese aire se hace manifiesto en el relato escrito después de la visita del autor a la   casa mínima de Edgar Allan Poe en Baltimore :

La casa museo de Amity Street es un edificio levantado en ladrillo extraordinariamente  bien conservado,  de la primera mitad del siglo XIX  que ocupara Edgar con su hermano, su tía, la abuela y su prima convertida luego en su esposa, a quien doblaba en edad.

Los lugares de peregrinación son tan variados como el gusto de los lectores y el estilo de los autores objeto de su devoción.  Seguir esa estela se convierte en el motivo único del viaje para esas personas. Desde la casa de Cervantes en Alcalá de Henares hasta la Praga de Kafka, pasando por la mansión de Gabriel García Márquez en Cartagena de Indias o la casa de Santos Lugares donde vivió Ernesto Sabato en Buenos  Aires se traza un itinerario que, contra toda apariencia, es más mental que físico. Un rito que a los no lectores siempre les ha parecido   una superstición incomprensible. ¿Qué podría decirles un párrafo como este?:

Los estantes con libros de Sábato son el alma de la casa, aunque desafortunadamente creo que nadie sabe cuántos y cuáles son| porque no han sido catalogados y reposan donde el escritor los dejó. Miro algunos y noto que muchos libros carecen de lomo y no dejan ver ni título ni autor. Veo claramente lo que debe ser una enciclopedia por el diseño uniforme del lomo exterior. Hay fotos familiares y objetos donde resaltan los anteojos de Sábato, lámparas, adornos y unas máquinas de escribir que ya nadie fabrica, como una Remington y una Olivetti.


                                                  Ernesto Sábato en Santos Lugares

El alma de la casa: ahí está la clave de todo. Con el teclado de esas máquinas de escribir el espíritu de Sábato les dio vida a Martín del Castillo, a Bruno Bassán, a Alejandra Vidal Olmos o a Juan Pablo Castel. Esa es la suprema aspiración del lector errante: una visión del alma de los autores a través de los objetos que los rodearon y en los que se apoyaron para sostenerse en el mundo. Para ellos es razón más que suficiente para alistar las valijas y emprender viaje hacia el rincón de la tierra donde- sospechan-  yace oculto su Santo Grial.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=yxWjnVEP_n4


martes, 1 de abril de 2025

El guardián entre el centeno

 




                                            El guardián entre filósofos


En el calendario de la liturgia católica existen fechas entrañables: el 8 y el 25 de diciembre, el 6 de enero y el Domingo de Resurección. Todas aluden a una forma de renacimiento, a un nuevo giro de la rueda del tiempo en el que los humanos cambian de piel y se aprestan para otro ciclo de su vida.

Todo empieza- es un decir, porque el acontecimiento se da en la eternidad-  la víspera del 8 de diciembre con la fiesta del alumbramiento. Por eso, en muchos lugares se encienden velas y faroles para conmemorar el momento de la Inmaculada Concepción. En la casa de mi abuela Ana María, ubicada en una vereda llamada El Tigre, se preparaba sancocho, natillas y buñuelos para repartir entre los vecinos. Siempre asumí como un honor la tarea de llevar la ofrenda a los habitantes de las casas cercanas y de convocar a los más lejanos para que se acercaran al banquete. Muy pronto comprobé que se trataba de los mismos participantes en los convites organizados a lo largo del año para arreglar caminos, reparar puentes, tender conductos de agua o trasladar enfermos a la cabecera municipal.

 De modo que lo sucedido el lunes 8 de diciembre de 1980 tuvo un significado especial para mí. Las noticias no viajaban tan rápido como hoy cuando, gracias a Internet, resulta imposible no enterarse de las cosas. Hasta la medianoche del día siete había estado encendiendo velas con algunos amigos del vecindario en la carrera octava con calle doce de Pereira: José Ferney Escobar, Nelson Marín, César Patiño y Mario López se contaban entre ellos. Eran los mismos con los que jugaba fútbol en cuanto potrero podíamos encontrar en Pereira y Dosquebradas, en perjuicio de las vacas y caballos que se veían desplazados por unas horas.

Y entonces llegaron los portadores de la noticia. Se trataba de Alberto Berón y Jorge Enrique Osorio, dos muchachos   apenas adolescentes que había conocido en la Taberna Akí, una suerte de pequeño templo del rock ubicado en la antigua Cámara de Comercio de Pereira, regentado por los hermanos Álvaro y Jorge Guarín.  “¡Mataron a John Lennon!”, exclamaron al unísono con voz trémula y una peligrosa palidez en el semblante. Después se supo que un tipo llamado Mark Chapman, en cuyo poder, aparte de una pistola todavía humeante, se encontró un ejemplar de The Catcher in the rye, la novela de J.D. Salinger traducida en algunos países como El cazador oculto y en otros con el título de El guardián entre el centeno. La obra fue objeto de culto entre  los lectores adolescentes después de su publicación en 1951. Resultó ineludible entonces que algunos encontraran relaciones entre Houlden Caulfield, su protagonista, y el asesino del músico.


                                                     Colorado, Osorio y Berón

Por supuesto, esa noche fui a la mencionada taberna a emborracharme hasta el delirio y a  escuchar, con la complicidad de Álvaro Guarín, el cancionero completo de Lennon en solitario y el de su carrera con The Beatles a lo largo de una década. Unos cuantos feligreses hacían lo mismo y de vez en cuando nos abrazábamos en busca de consuelo. Éramos, sin lugar a dudas, el club de los corazones solitarios. En esa taberna había conocido en el mes de marzo a una muchacha de mi edad llamada Gloria Cecilia Gómez que trabajaba en una tienda de ropa- es decir, mi “ Chica de la boutique”- que una noche lluviosa me ofreció sus labios a modo de recompensa por haberle descubierto una canción de Fleetwood Mac titulada  Never going back  again.  Fue toda una premonición: justo a los tres meses se fue de mi vida y nunca más volví a tener noticias suyas.

En muchos sentidos, la muerte violenta de Lennon marcó un antes y un después en la vida de mi generación. En lo externo fue la década de la caída del Muro de Berlín y con ella el derrumbe de la utopía socialista y el comienzo del reinado del ultraliberalismo encarnado en la dupla Reagan- Thatcher, que lo puso todo en manos de las implacables leyes del mercado. Cuatro décadas y media después, tipos como Trump, Milei, Bukele y compañía son la fiel expresión de esa manera de ver el mundo donde nociones como respeto, legalidad y solidaridad han sido borradas de la faz de la tierra… por ahora, espero. En Colombia gobernaba un siniestro y patético individuo empeñado en ser una caricatura de sí mismo, a lo que ayudaba bastante su infaltable corbatín, del que no se despojaba ni a la hora del sexo, según el decir de algunos caricaturistas. Se llamaba Julio César Turbay Ayala y fue el artífice de una figura llamada Estatuto de Seguridad, que le dio patente de corso a los militares para detener, torturar, desaparecer y asesinar a todo el que consideraran un enemigo real o imaginario del régimen. En medio de esa oleada de locura perdí a Cristina, una novia de mis tiempos de universidad, cuyo único delito conocido fue ser militante de la Juventud Comunista, una especie de escuela preparatoria para quienes después serían cuadros del partido. Ese horror prefiguró lo que después sería el exterminio de la Unión Patriótica, el partido político de izquierdas que vio caer acribillados a tiros a miles de sus militantes en todas las regiones de Colombia. Entre ellos se cuenta el dirigente Gildardo Castaño Orozco, quien fuera mi profesor de Economía Política, asesinado a balazos en las calles de Pereira el 6 de enero de 1989. De modo que el Día de Reyes también tuvo en mi vida su momento de oscuridad.




Buenas nuevas

Como toda vida es un paisaje de luz y de sombras, cinco años después de lo de Lennon Alberto Berón y Jorge Enrique Osorio, con admirable vocación salesiana, me trajeron un regalo que no me cansaré de agradecerles ni a ellos ni al hecho de estar vivo: me presentaron a Juan Carlos Pérez Salazar en la Semana Santa de 1985- otra vez las fechas litúrgicas-. Acordamos una visita a la finca La Coronaria, algo así como un señuelo del paraíso, donde a veces se refugiaban sus padres, el cardiólogo Joel Pérez Soto y Celina, la madre, una conversadora infinita que parece más bien una banda sonora desenrollándose en el tiempo bajo el impulso de una memoria inagotable: basta con mencionar un nombre, una anécdota, un lugar, para que de inmediato se active en ella un  mecanismo capaz de reconstruirlo todo con inaudita precisión.

A los pocos días, Juan me prestó varios libros de cuentos de J.D. Salinger y de H.P. Lovecraft y  ese fue el comienzo  de un diálogo que no cesa de renovarse, en el que pasamos del fútbol  a la gran literatura, de ahí al rock- en ese tiempo el hombre era fiel devoto de la banda  británica Queen- y de  éste  a los chismes parroquiales que, aún hoy, repasamos con  deleite cuando me llama  algunos sábados en la tarde desde su Londres de niebla.




Cuarenta años después, esa amistad se convirtió en una hermandad de la que participa la familia entera. El viejo, Joel, de cuya compañía disfruté en medio de veladas animadas por libros, por ideas políticas y por muchas botellas de ron, murió en octubre de 2012. Pero quedan Celina y sus hijos, Juan Carlos, Mauricio y Felipe, de quien tengo una imagen impagable: la de un niño de trece años que jugaba al tenis con una raqueta más grande que él. A Mauricio lo envolvía- lo envuelve-  el mutismo de quien contempla un mundo incomprensible cuyos misterios trata de descifrar con la ayuda de muchos libros. Como dice el Antiguo Testamento, Felipe engendró a Ema y Maripaz y no sabemos a quién vayan a engendrar ellas. Por ahora, nos reunimos   cada 24 de diciembre a rezar la novena de Niño Dios, un rito que tengo el privilegio de oficiar desde hace por lo menos treinta y cinco años y al que se ha sumado mi hija Angie.

Juan vive desde hace veintisiete años en Londres, donde ejerce su oficio de contador de historias. Pero ni diez mil kilómetros de distancia ni las aguas del Atlántico han hecho mengua en la hermandad. Es más, durante su reciente visita a Colombia me sorprendió con una prueba que no admite refutación: una parte de su colección de cartas, telegramas y postales que le envié durante un par de décadas desde ese abril de 1985, hasta que Internet las convirtió en un anacronismo

 

De modo que ahí vamos: 8 y 24 de diciembre, 6 de enero, Semana Santa. Motivos de sobra para darle la razón al narrador de la obra de Antoine de Saint- Exupéry: Los ritos son necesarios.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=2CeO8I0cwQo

 

lunes, 31 de marzo de 2025

Todo se hace Poema

 








La poesía es un fruto escaso y por lo tanto difícil de alcanzar. Por eso, lograr un buen poema puede tomar toda una vida. La palabra precisa, el ritmo, los silencios no surgen por generación espontánea: hay que rastrearlos con la paciencia de esos buscadores de tesoros capaces de atravesar desiertos y escalar montañas detrás de su obsesión. Al final, el poema será entonces la recompensa.

Olga Lucía Betancur ( Viterbo, Caldas, 1947) sabe de esas búsquedas. Sabe también que para cincelar unos buenos versos hay que equivocarse muchas veces antes de acercarse a la revelación. Al momento en que la luz se filtra a través de las palabras y, entonces, todo se hace poema, como lo manifiesta en esta suerte de declaración de principios que le da título a su más reciente libro:

Todo se hace poema:

Los fértiles sonidos,

los silenciosos vientos…

Las profundas raíces

que labran los caminos

donde bulle otra vida.

 

El tiempo es ondulante,

el espacio se curva,

El aire es como un prisma

y me convierte en onda

Que levita.

No es casualidad que la palabra  errancia se repita tantas veces en la poesía de Olga Lucía  Betancur. Para ella el poema es un deslizarse a través de sí misma por los caminos donde bulle la vida hasta convertirse en onda que levita.

Pero más allá del viaje físico-una constante en su obra- lo suyo es un abismarse en los espacios interiores, en esa geografía del alma plena de ideogramas y jeroglíficos  en los que acaso se encuentre codificado el propio destino. Así, en un poema titulado  con no poca dosis de ironía “ Happy Birthday”, nos advierte:

El Tiempo,

cae  a cuenta-gotas

sobre el claror de las auroras…

 

¿Hasta cuándo

podremos resistir

dignamente

el innoble asalto

de la decadencia.

 

Y medir con certeza

el lujo del instante

que nos abandona

entre el ansia

de seguir respirando?

 

El instante es un lujo, la flor del día que una vez disfrutada se aleja sin remedio dejando a su paso una estela de ceniza. De esas cenizas está hecho lo que llamamos la vida. La labor del poeta consiste en amasar esa materia con el fin de  convertirla en canción. Eso explica la proximidad   entre la poesía y la música, acaso la gran obsesión de Olga Lucía Betancur. En sus poemas la música es una presencia constante. En las páginas de Todo se hace Poema el lector escucha resonancias de Bach, de Mozart y de Arvo Part, al lado de tangos cantados por Susana Rinaldi o de blues dolientes del Profundo Sur norteamericano. Al fin y al cabo, la poesía fue en principio canción en la voz del rapsoda. A lo mejor en una de esas melodías  encontremos respuesta  a la pregunta formulada en los últimos versos de  “ Happy Birthday”, firmado en Luxemburgo en mayo de 2012:

¿Cómo sabremos

que ha llegado la hora

de alejarnos,

con la discreta elegancia

de la Melancolía?

 

Discreción y elegancia: dos características de la obra poética de Olga Lucía Betancur.  A años luz de tantas corrientes al uso, la suya es una poética alejada de las estridencias, porque es pariente del viento que se agita entre los árboles, del arroyo que viaja a su cita con mares ignotos. De esas lejanías, la autora regresa a veces con versos como estos:

 

Hay, en algunas tardes

de este país de vientos,

un color de nostalgia

-un gris en pinceladas-

que me remonta lejos,

a mis picos nevados.

 

La vida como viaje es acaso el más antiguo de los tópicos. Con todo, en estos poemas la imagen cobra otros sentidos. Las criaturas vivientes y las inanimadas somos relojes de arena en los que el tiempo se mide y nos mide, recordándonos que algo somos…/ Algo que siente y que palpita/ a pesar de la infalible NADA/ que borda nuestros sueños.

En ese viaje de ida y vuelta el tiempo, lejos de ser un enemigo, es nuestro mejor cómplice.  De ahí que los versos de Olga Lucía Betancur sean un constante tributo a las manos, a los pies, al corazón, que nos ayudan a renovar cada día el milagro de estar vivos, no a pesar sino gracias a nuestra condición de briznas en el viento:  Soy un punto que respira,/ y una brizna insegura/ que bascula en el éter. / Un día soy ligera/ ascendiendo confiada/ en certezas de vida.

Los versos de Todo se hace poema trazan un arco que va de Viterbo, en  las montañas de Colombia, a Luxemburgo y otros lugares de Europa antes de retornar a su rincón en la vereda La Estrella, en la ruta hacia  de  La Bella, donde ahora reside la autora mientras desvela certezas como esta: Ahora, cuando los años/ han tendido su velo, / empiezo a parecerme/ a la madre transparente. Justo aquí  brota la pregunta entre la fronda  de sus versos :

 

¿Dónde ha ido la infancia

que soñaba golondrinas

brillando en los aleros?

y el caballo de madera

en el que Sherazada

me invitaba a los viajes…

 

O “Las Mil y una noches”,

ese libro que hizo de mis días

un vuelo interminable?

 

El círculo se cierra en una geometría que es en sí misma metáfora del universo. Metáfora que se revela una vez más en un poema titulado Rio Otún: Hoy, voy fluyendo lenta/ por las oscuras aguas de mi Tiempo, / Y, grávida de ti, me reconozco/ en la impasible repetición / de tu Misterio.  Es su manera de recordarnos que a través de las doscientas veintisiete páginas de este libro Todo se hace poema.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=twzmflIdYmw

 

 

 

jueves, 6 de marzo de 2025

Las manos de Ana María

 

                                            Ana María y detrás Amelia, mi madre



La vida de Ana María transcurrió, como la de todo el mundo, entre dichas y pesares. Nació en 1906 en Venecia, para entonces corregimiento de Fredonia, en el occidente cafetero de Antioquia, donde todavía se sentían los coletazos de La Guerra de los Mil días. Quince años después, su camino se cruzó con el de Martiniano Grisales, un andariego que por esos días se ganaba la vida vendiendo sombreros aguadeños en ferias de pueblo. Al poco tiempo se casaron y trataron de ser felices aunque nunca comieron perdices. Como la mayoría de los matrimonios de esa época, mientras erraban de un lugar a otro, se reprodujeron con conejil entusiasmo: de esa unión nacieron por lo menos dos decenas de criaturas de las que sobrevivieron, en su orden, Juan, Roberto, Hernando, Germán, Obed y Ever entre los hombres.  Las mujeres fueron Carlina, Virginia, Amelia (mi madre), Gabriela, Marina, Mariela, Margarita, Edelmira y Teresita, de quien hablé hace unos días, pues constituye un capítulo especial en mi vida: fue la persona que me enseñó a leer y escribir. Gracias a ella puedo estar aquí conversando con ustedes.

A Juan, el primogénito, lo mataron en tiempos de la violencia liberal-conservadora en un caserío del norte del Valle del Cauca, adonde había viajado a visitar una novia con la que pensaba casarse. Acababa de cumplir veinte años y su cuerpo, al decir de las autoridades, fue sepultado en una fosa común de la que nunca pudo ser recuperado.


                                                      Juan  Grisales

Desde entonces, mi abuela Ana María fue un alma en pena. Algo así como La llorona de las leyendas rurales. Dormía en los cafetales, no comía, solo hablaba para reclamar la presencia de su hijo ausente mientras el resto de su prole sobrevivía a la deriva. Los mayores cuidaban de los menores y Martiniano trataba de ocuparse de todos mientras hacía milagros para procurarse el sustento en una pequeña parcela ubicada en una vereda llamada El Tigre.  Cuando a su mujer le dio por andar de un lugar a otro en busca de un sosiego nunca alcanzado recorrieron varios municipios del Valle del Cauca hasta llegar a Buga, donde el Señor de los Milagros poco pudo hacer al respecto.

Aunque esto último no es del todo cierto. Mientras vagabundeaba en busca de su fantasma, tratando de curarse a sí misma, las manos de Ana María aprendieron a curar a otros. Aprendió a desombligar niños, a preparar  remedios para la viruela y el sarampión, a   rastrear hierbas para las lombrices. Incluso rozó los límites del milagro:  a los tres años de nacido me salvó de una meningitis sosteniéndome vivo a punta de pócimas mientras buscaba atención médica. La cabeza le chirriaba, mijo, como cuando se echa agua fría sobre una plancha caliente, me conto una vez, con el aire victorioso de quien sobrevivió a una batalla feroz.

Pero hay todavía mucho más.  Cuando, al finalizar la semana, escaseaba el mercado en la cocina, la abuela se las arreglaba para preparar unos almuerzos con base en lo que encontraba a su paso en un rápido recorrido por la finca: arracachas, mafafas, guineos, aguacates, plátanos y unos cuantos fríjoles verdes se daban cita en una olla que al final alcanzaba incluso para algún forastero que pasara por la casa.


                                                         Martiniano Grisales

Esas manos sabían destilar aguardiente casero que vendía de manera clandestina a los clientes de la fonda de Martiniano, donde se emborrachaban al son del cancionero de Lucho Bowen, de Nano Molina, de El dueto de antaño y de Los Trovadores de Cuyo. Cuenta mi madre que un día la policía allanó su alambique. Presa de la indignación, la abuela destrozó contra el piso, una a una, todas las botellas, incluidas las envasadas y las vacías, frente a las narices del comandante de la patrulla quien, ante semejante demostración de dignidad, solo atinó a emprender la retirada. De ese talante era.

Muchas veces he repetido que solo necesito tres cosas para ser dichoso en este mundo: un camino, una gorra y un palito… ah, y una fuente de agua donde calmar la sed. Eso lo aprendí de la mano de Ana María. Cuando había que hacer alguna diligencia en el pueblo, nos levantábamos a las tres de la madrugada, nos bañábamos con totuma en un estanque poco menos que helado y, con el mundo todavía a oscuras, emprendíamos la marcha desde El Tigre hasta la cabecera municipal, donde escuchábamos la misa de seis y luego íbamos a la tienda, el almacén y la droguería donde le fiaban las cosas que se necesitaban en casa. A modo de tentempié, apurábamos sendas botellas de pony malta guarnecidas con pan y salchichón y tomábamos el camino de regreso para estar en casa a la hora en el que el enorme radio Philips, empotrado en un mostrador de la fonda de Martiniano, transmitía las aventuras de Kalimán, El hombre increíble.

Fue así como me volví un trasegador de trochas, riachuelos y rastrojos. Cada vez que me descalzo para refrescar los pies en un arroyo, me vuelve de golpe el aroma a hierbas medicinales de esa mujer que fue a la vez madre, abuela, maestra, cómplice y un montón de cosas más. Su figura siempre se me antojó un árbol añoso, bajo cuyas ramas el prójimo, aunque fuera un desconocido, podía encontrar refugio en medio de la tempestad. Ella, que un día estuvo a punto de ser abatida por sus propias tormentas.

Al final de su camino, cuando contaba con noventa y siete años, la vida me permitió devolverle algo de las muchas cosas que me dio. En las tardes de sábado en casa de mi tía Teresita cantábamos una y otra vez, envueltos en el arrasador aliento nostálgico de La Piragua, la canción del maestro José Barros.

En una de esas veladas, conscientes de que el desenlace no estaba muy lejos, le pregunté cuál era  su deseo para la hora de la muerte. “¡Un trago doble!” me respondió sin dudarlo.  Unas semanas después, en marzo de 2003, la abuela Ana María agonizaba en la clínica Comfamiliar, con la compañía de sus hijas Amelia y Virginia, de su nieta Nelly y la mía. “¡Traigan un sacerdote!”, pidió una enfermera. “¡Voy por un trago!” repliqué y corrí hasta la oficina de mi amigo Maurier Valencia, Director Administrativo de Comfamiliar en esa época. Allí me regalaron uno de esos vasos grandes rebosante hasta el borde de Whisky Old Parr. Juro que no derramé una sola gota en mi carrera de regreso. Apuré un buen trago y le di el resto a la abuela mientras le deseaba, como a los viejos marineros, buen viento y buena mar en su travesía. La gratitud que vi en sus ojos me asegura que llegó a buen puerto.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=pTqmOLEnR3I