jueves, 20 de febrero de 2014

El tiempo, el río y la multitud




En las últimas páginas de Petersburgo, la novela del escritor ruso Andréi Biely, encontramos a Nikolái Apolonóvich, el único hijo de Apolon, alto funcionario del gobierno  imperial, contemplando el pasado desde su exilio a través de una bruma blanca. Sabemos que esa bruma blanca es el tiempo que todo lo pone en entredicho y nos convierte en fantasmas de carne y hueso. Ya  lo había dicho un personaje en uno de los primeros capítulos: “El  diente del tiempo lo roe todo : los cuerpos, las almas, las piedras... hasta a los zares”.
Como  buena parte de las grandes novelas europeas de  finales del siglo XIX y comienzos del XX , Petersburgo se ocupa de la decadencia: la de los individuos y la de la estructura social en su conjunto. Por  eso Biely  crea en principio un entramado de personajes desgarrados  por los credos políticos, por los apetitos personales y por su incapacidad para construir y mantener relaciones afectivas. Anna Petróvna, esposa de  Apolon y madre de Nikolái,  huye hacia España seducida por un pintor, para retornar dos años después convertida en  un despojo. Lo que encuentra a su regreso no es ni sombra de lo imaginado: el marido  ha caído  en desgracia y su hijo vaga como  alma en pena, presa de  sus incertidumbres y de las convulsiones de los tiempos. Un poco sin querer, ha quedado atrapado en las redes de uno de esos grupos anarquistas afectos a destrozarlo todo. Para  completar el cuadro,  está enamorado de la esposa del subteniente Lijutin, un errático  militar que sacrifica  sus  pasiones a un curioso concepto de la decencia.


En la otra orilla, a modo de espejo, transita Aleksánder Ivanovich, uno de esos místicos rebeldes que combina sin problemas las doctrinas anarquistas con los preceptos  de la teosofía  y el espiritismo. Vive en un cuchitril a un extremo de la ciudad, donde cada noche debe enfrentarse a sus alucinaciones. Su destino se cruza de manera irremediable con el de la familia  Apolonóvich cuando descubrimos que una conjura se cierne sobre el padre : los insurgentes quieren acabar con su vida y  Nikolái parece ser el instrumento.


Sobre todos ellos el imperio de los zares amenaza con derrumbarse. “ Suelen transitar al borde del abismo con más frecuencia de la que creen”, advierte el narrador, mientras encontramos la estatua de bronce del zar Pedro I deambulando por las calles, abrumada por la inminencia de la disolución. Y no es para menos. Como lo  anunciara Karl Marx en su momento: “Todo  lo sólido  se desvanece en  el aire” . No  por casualidad, la novela fue uno de los objetos de  estudio del pensador Marshall Berman en el  ensayo que retoma la cita de Marx como punto de partida.
Pero en últimas  los  individuos, con todos  sus dramas a cuestas, son meras anécdotas comparados con las fuerzas que se mueven al fondo: el tiempo, el río y la multitud. El primero pasa por los siglos de los siglos y deja  a modo de legado una bruma como la contemplada por Nikolái  desde su exilio: poco menos que nada. El segundo, el río Neva, vigila la ciudad desde antes de su fundación y aguarda impasible su debacle final. Entretanto, la multitud   corre vociferante  por la  Avenida Nevski y  se siente dueña de la Historia, cuando en realidad es un mero instrumento.


“Nuestro cuerpo es como una especie de barquito, que surcando  el océano espiritual, ha zarpado de un continente espiritual para tratar de  arribar a otro”, murmura la voz melancólica del narrador, agazapada en los muros, en los puentes, en las esquinas, en los coches tirados  por caballos que recorren la ciudad en todas direcciones. Y entonces lo comprendemos : las ciudades son ese océano, alimentado por las pequeñas  historias de hombres y mujeres que van y vienen sin comprender muy bien lo que buscan. Sus cuerpos son los órganos de un gran miriápodo, un animal de muchas patas que avanza, mientras siembra el caos y, por fortuna, también el olvido en la piel de los hombres.

PDT : nos reencontramos pronto. Mil gracias por visitar el blog.

jueves, 13 de febrero de 2014

"Hombres de palabra"





De casualidad  tropecé   en el dial con uno de esos debates  previos  a  las elecciones parlamentarias. Ustedes conocen el formato: varios medios de comunicación se unen para dar a conocer  a los potenciales electores las propuestas de quienes aspiran a ocupar un puesto en  la  cámara o el senado.
Al principio pensé en un trabalenguas o en uno de esos juegos en los que uno debe adivinar el sentido último de las palabras del otro. Pero  no: uno de los participantes en el programa intentaba exponer lo que una periodista llamaba sus “ideas”.
Aún a riesgo de fatigarlos transcribiré  (¿O debo decir traduciré?) un solo párrafo: “Me propongo desde esta tribuna hacer un llamado a  simpatizantes y oponentes para que retroalimentemos nuestro concepto de la gobernanza. Así  lograremos  sensibilizar y concientizar al pueblo.  Es la única forma de accesar a sus necesidades y expectativas. Solo de ese  modo, con la transversalización  programática, podremos devolverle  la gobernabilidad al país. Pero antes, necesitamos un juicioso proceso de socialización para que entre todos visualicemos el futuro”.
Lo confieso: no me alcanzaron las entendederas para acceder a semejante dosis de iluminación. Mis dos  o tres neuronas no dan para tanto. Abrumado, consulté a varios politólogos reconocidos en la parroquia, pero solo consiguieron complicar las cosas: uno de ellos me dijo que la gobernabilidad se  reconquista afinando la gobernanza. En ese momento contemplé la posibilidad de afiliarme al partido político Mira: tal vez en algún versículo del Antiguo Testamento pueda encontrar consuelo a mi desazón.
Por supuesto, uno puede  consultar el significado de las palabras citadas en un diccionario básico. Incluso de un barbarismo como “accesar”. El problema empieza  cuando descubre que al  conjugarlas nada dicen: son pura pirotecnia verbal dirigida a encandilar pero no a persuadir al auditorio. Y se  supone que esto último  es el objetivo de un político.
A  esa altura del programa( bueno, lo de altura es un decir) empecé a formularme preguntas como estas:
¿Quién asesora a estos aspirantes? ¿Una panda de yuppies y gomelos con problemas cognitivos? ¿Creen acaso que sus eventuales votantes rondan el cretinismo? ¿El candidato desvaría? ¿Todas las anteriores?
En realidad la respuesta es más simple: como carece de propuesta o motivación alguna , distinta a la de sus apetitos de poder, el aspirante en cuestión intenta reeditar el viejo truco de ser oscuro para parecer profundo. Sucede lo mismo con el tufillo  a vacío, a  rincón mohoso que ronda las consignas de campaña. “La fuerza de un equipo capaz”, leo en la valla del señor   Merheg , ubicada en una zona céntrica. No me queda muy claro  capaz de qué. Como aparece rodeado de esposa e hijas  imagino que piensa legislar con los métodos de su clan familiar. Dos cuadras adelante tropiezo con un anuncio de  Diego  Patiño, otro político decidido a perpetuarse en el congreso. “ Un hombre de palabra”,  dice  que es y esto ya es demasiado: mi abuelo Martiniano me enseñó que hombres de palabra eran los que cumplían a rajatabla sus compromisos. Entonces  pienso con nostalgia en el  galimatías escuchado en la radio.  No sé si prefiero ese.

lunes, 3 de febrero de 2014

París es una fiesta





A esta  altura del camino persisten para mí dos cosas insondables: el misterio de la Santísima Trinidad y el talante de las personas carentes de sentido del humor. Cómo se las arreglan estas para sobrevivir es algo que no alcanzo a entender del todo. Suficiente con el carácter absurdo de la existencia como para además tomársela en serio. Pero lo hacen. Es más: no contentas con eso, se toman en serio a  sí mismas, al punto de padecer lo que llamo el síndrome de Atlas, es decir, la convicción de que si no acarrean el mundo sobre sus hombros puede llegar a suceder  algo terrible, como que los océanos se desborden, la tierra pierda su eje o alguna estrella se salga de su órbita, por ejemplo. El resultado de esa visión del mundo se traduce en cefalgias, úlceras, arritmias cardíacas y toda suerte de dolencias. Eso en el aspecto físico, porque en el mental se expresa en  una intolerancia  mortal frente a lo distinto o desconocido, lo que genera un choque constante con los vecinos, asunto de  por sí bastante espinoso, sobre todo si el prójimo también está incapacitado para la risa.

En las antípodas de esos individuos se encuentra Esteban París, el   ilustrador y caricaturista invitado a exponer  parte de su obra y a orientar una charla en Comfamiliar Risaralda, con motivo de la celebración del día clásico de los periodistas  colombianos, el que rinde tributo a la memoria de  don Manuel  del Socorro Rodriguez, fundador del Papel  Periódico de Santafé de Bogotá.


Lo conocí hace más de veinte años, cuando afinaba y afilaba su lápiz en el diario El Colombiano, de Medellín. Bien  dotado de alas en los pies, como la mayoría de los seres lúcidos era un tipo  tímido y ensimismado, que no desaprovechaba ocasión para asomarse a la esencia de lo humano y a lo que llaman el tuétano de los acontecimientos. Siguiendo la línea de los grandes humoristas, sus obsesiones  tempranas eran  las arbitrariedades, la desmesura y la no poca dosis de locura que  rodean el ejercicio del poder,  así en el ámbito doméstico como en el público. Gobernantes, curas, estrellas del espectáculo, maestros, burócratas,  padres de familia, deportistas y maridos o mujeres dominantes han sido   desde entonces  blanco constante de su diaria dosis de ácido.
Supongo que, como sucede con la escritura,  dibujar también obsesiona. Por eso los buenos caricaturistas vuelven siempre a sus dos o tres ideas fijas. Aparte de los estropicios causados por quienes detentan alguna forma de poder, en París  alienta una especie de eterno retorno a la pregunta por la pérdida de la inocencia. De allí la constante   presencia de niños y adultos desengañados en sus caricaturas. Y como  bien lo  lo intuían los sabios de la antigüedad, frente al desencanto del mundo solo queda la verdad desnuda de la risa. Por eso mismo, ni los dictadores,  ni los profetas ni Dios pueden reír: el menor asomo de duda o humor echaría por tierra los cimientos de su construcción.


Recuerdo con persistente admiración una saga de viñetas protagonizadas por espermatozoides. Los diálogos , apuntes  y conclusiones de esas microscópicas entidades prehumanas  me obligan a pensar en el  feroz humor de escritores como  Jonathan Swift o Ambroce Bierce. Al fin  y al cabo un caricaturista debe ser primero un pensador. Por eso, dos décadas después de su primera exposición en Pereira, puedo repetir como entonces que París es una fiesta.