jueves, 22 de junio de 2023

El domingo eterno del barrio Cuba

 



Pa´ bravo yo

Gildardo Antía lo recuerda con toda nitidez después de medio siglo: fue en septiembre de 1973. Había llegado a New Jersey en enero de ese año, atraído por la promesa de una vida mejor para su familia, una de las primeras que habitaron el barrio Cuba en Pereira, ciudad perteneciente todavía al Departamento de Caldas. Entonces tenía veinte años y un montón de ganas de ver mundo.

Así que no se lo pensó dos veces cuando Balmore Garcés, un antiguo compañero de colegio, lo invitó a viajar a Nueva York, con la seguridad de que ya le tenía trabajo en una empresa de camiones que distribuía productos agrícolas por todo el Estado.

Benjamín Antía y su mujer, Carlina Toro, sus padres, habían llegado a Pereira, como tantos, huyendo de la violencia entre liberales y conservadores que ensangrentó los pueblos del Antiguo Caldas y gran parte de los departamentos del Tolima y Valle del Cauca.

Fue justo en el año de 1960. En el mundo corría el entusiasmo por la reciente Revolución Cubana. Eso explica en parte que entre los fundadores del barrio se encontraran militantes del Partido Comunista y que para sus asentamientos se escogieran nombres como Isla de Cuba, Leningrado o La Habana, para no hablar de los movimientos sociales y sindicales que se han gestado en sus calles.

“Mis viejos levantaron un cambuche con esterillas, techos de zinc y cuanta cosa podían recoger por ahí.  Mejor dicho, a todos nos tocó salir a las calles de Pereira, que entonces nos parecía lejísimos,  y buscar lo que sobraba en las muchas construcciones  que se levantaban en la ciudad, pues se aproximaba la celebración del primer siglo de su fundación”.


                                             Guadalupe Zapata

Gildardo tiene hoy setenta y dos años y recrea esos recuerdos tempranos sentado frente a un pocillo de café amargo, en un bullicioso lugar situado a un costado de la plazoleta “Guadalupe Zapata” en pleno centro de lo que ya no es un barrio sino una ciudadela con al menos 250.000 habitantes, a la que no paran de llegar familias provenientes de distintos lugares del país, empujadas por otras violencias o en busca de opciones de estudio y trabajo para los suyos. El hombre no sabe quién fue Guadalupe Zapata y me pide información sobre esa mujer negra, cuyo rol en la segunda fundación de Pereira en 1863 sigue siendo objeto de discusión para historiadores y cronistas.

“Usted se podrá imaginar lo que significó para mí saltar primero del municipio de Balboa a Pereira y luego aterrizar en Nueva York sin conocer a nadie, salvo a mi amigo Balmore, un aficionado a los tangos y milongas que cambió de gusto musical cuando descubrió la salsa en las calles de Nueva Jersey. Esa música nos pegó en el corazón a todos, porque hablaba de vidas como la nuestra, de luchas en las calles, de amores, de abandonos y de unas ganas tremendas de algo sin saber exactamente de qué.

“Gracias a Dios, el idioma nunca fue problema, porque todos los vecinos y los trabajadores de la empresa hablábamos español, incluidos los judíos dueños de la mayoría de negocios. Les tocaba aprender, porque éramos venezolanos, panameños, mejicanos, dominicanos, centroamericanos, cubanos, puertorriqueños y, por supuesto, colombianos. Eso fue bueno para la supervivencia, pero muy malo para otras cosas porque, fíjese usted, uno vivir cuarenta años en Estados Unidos, sus hijos nacidos allí, tener la nacionalidad de ese país y no saber hablar inglés y conocer más bien  poquito de otras regiones. Si usted me habla, por ejemplo, de California, me suena igual que si dijera China”.




De modo que esta gente necesitaba de una música para sentirse menos extraña. Dicen que fue así como nació la Salsa, una etiqueta para referirse a ese género resultado de una convergencia de  ritmos caribes de origen africano y español que acabó por convertirse en la seña de identidad de los latinoamericanos en  Nueva York.

Gildardo caminaba en compañía de Leticia, su novia quindiana recién conquistada, con un par de botas bajo el brazo que pedían reparación. Buscaba la zapatería de Gabriel Giraldo, un pereirano devoto del   equipo de su ciudad desde los tiempos de la “Furia Guaraní” y su leyenda forjada en el campo del estadio “Alberto Mora Mora”, en el sector de Libaré. Entre la cantidad de avisos de toda clase de negocios vio el letrero, escrito- cómo no- con letras rojas y amarillas: “G.G. Shoerepair” y el lema: “De Pereira para el mundo”.

El pequeño local estaba lleno de bolsas con zapatos que esperaban reparación o aguardaban a que sus propietarios los reclamaran. Las paredes estaban forradas con carteles del Deportivo Pereira, sacadas del periódico Nuevo Estadio o de la revista Vea Deportes. En los pocos espacios libres se veían fotografías de mujeres desnudas publicadas en el periódico El Espacio. Y al final, junto a la puerta de entrada a las habitaciones del dueño, se encontraba una colección de discos de vinilo en 33, 45 y 78 revoluciones por minuto apilada sobre una mesa. Se vende música para coleccionistas, decía el letrero escrito a mano. Nunca olvidaré el título de ese disco: Pa´ bravo yo. El cantante se llamaba Justo Betancourt. Así se llamaba un compadre de mis viejos en Balboa, aunque el hombre se firmaba Betancur. Confieso que esa coincidencia me empujó a comprar el disco, que logré negociar por cinco dólares. Tiene la marca de Fania Records, me dijo el dueño, como si eso justificara el precio. Me demoré un tiempo para entender el porqué: ese sello era una garantía de calidad, como los plátanos de Pueblo Tapao que repartíamos en los camiones de la empresa”.




Vestidos de domingo.

Como si ese ritmo fuera la materialización de su propio espíritu, en la Ciudadela Cuba suena salsa por todas partes. Y aunque también se escuchan nuevos géneros con sus cantantes y orquestas, reina la vieja salsa canera, la de patio quinto, la de Roberto Roena, los hermanos Palmieri, Johnny Pacheco, Pete “El Conde Rodríguez”, Héctor Lavoe, Rubén Blades, Willie Colón, Papo Luca y El Gran Combo de Puerto Rico, junto a cientos de músicos y orquestas que no es posible enumerar aquí.  Esos ritmos hacen que los habitantes de la Ciudadela Cuba (“Los “cubiches”, como se llaman a sí mismos) habiten una especie de domingo eterno que se manifiesta en sus vestimentas: sudaderas, bermudas, camisetas coloridas y chanclas de andar por casa. Es por eso que Gildardo Antía pasa la mayor parte de su tiempo de jubilado en cafés y billares donde suenan pachangas, sones y boleros. De hecho, con su bigote bien recortado y su pelo brillante a punta de gel, se parece a uno de sus músicos tan admirados.

“¿Me cree si le digo que hace tres meses no voy a Pereira?”, pregunta, y no espera la respuesta. “ Aquí en Cuba lo tengo todo: el banco para cobrar la pensión y pagar los servicios; supermercados, restaurantes, iglesias, droguerías y clínicas, aunque espero no ir nunca por allá. Pero, sobre todo, tengo los cafés y billares donde me encuentro con los viejos amigos que también viajaron a Nueva York y con los que se quedaron aquí. Con un pocillo de café o medio de aguardiente, desbaratamos y arreglamos el mundo; hablamos de viejos amores, de música y del Pereirita, que al fin quedó campeón después de tantos años de sufrimiento.  Juntos, evocamos los años sesenta, en los días del kínder de César López Fretes, cuando armábamos verdaderos paseos desde Cuba hasta Libaré, en el otro extremo de la ciudad. Eran salidas familiares y de amigos. Madrugábamos a preparar los fiambres envueltos en hojas y salíamos a eso de las diez de la mañana, porque todos los partidos eran a las tres y media de la tarde. Cruzábamos trochas por donde hoy están los sectores de 2500 Lotes, Villa Verde, Samaria, Villa del Prado y El Poblado, que eran puros bosques y potreros. Al llegar a la estación del tren, en el Parque Olaya Herrera, subíamos junto a la carrilera y tomábamos la carrera diez, donde caminábamos un buen trecho hasta llegar al estadio Mora Mora. Como nunca teníamos plata, nos amontonábamos en el barranco, una elevación del terreno desde donde podíamos ver los partidos. Fueron tardes de dicha o sufrimiento viendo jugar a Achito Vivas, Isaías Bobadilla, Miguel Escobar, Gustavo Santa, Antonio Rada, Eusebio Escobar y otros tantos de ese equipo de 1967. Hoy, después de tantos años, recuerdo que esos paseos fueron lo que más extrañé durante todo el tiempo pasado en Nueva York”.




Con el paso del tiempo, y a resultas de los cambios experimentados en el país y el mundo, miles de cubiches han encontrado otros destinos en el exterior: Venezuela antes de la crisis, España, Inglaterra, Japón y Chile. Muchos de ellos son descendientes de hombres como Gildardo Antía, Balmore Garcés y Gabriel Giraldo. Igual que los abuelos, algunos de ellos emigrarán un día hacia lugares insospechados. Al fin y al cabo, llevan el espíritu de la errancia por dentro. Como corresponde, tendrán otros recuerdos; pero allá muy en el fondo de sí mismos, vibrará ese ritmo  que hizo de su lugar de nacimiento un domingo eterno.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=Dk5jdAhHBD0


martes, 13 de junio de 2023

La Celia, donde las águilas se atreven




Un  domingo en matiné

El escritor Rigoberto Gil se ve a sí  mismo, de niño, hurgando ansioso entre la caja de basura dejada por un empleado a la puerta del teatro de La   Celia

Como si buscara una moneda de oro, sus dedos escarban entre colillas de cigarrillos- en esos tiempos se fumaba en los teatros-, pedazos de cartón y papeles estrujados.

Pero su tesoro es otro: los retazos de celuloide en los que, vistos a contraluz, podía contemplar  en plena acción a sus héroes tempranos: Ringo, el pistolero infalible; el durísimo Yul Brynner en Los Siete Magníficos y Santo, El enmascarado de plata.

Todavía se estremece cuando evoca el día  en que se asomó al abismo de las tetas de  Gina Lollobrigida agitándose en lo más profundo del escote.

La película en cuestión tenía un título imposible de olvidar: Tuya en septiembre.

Rigoberto nació en  La Celia en 1966.  Las películas serían su primer contacto con el mundo en ese pueblo apretujado entre montañas.

Tres décadas después, su profesión de maestro lo llevaría por el mundo: México, Argentina, Estados Unidos, España, Alemania, China.



Pero nada parecido al mundo de ilusión que el cine le brindó en su infancia. De esa materia estamos hechos los humanos.

En el nido de las águilas.

Arrinconada contra las montañas a la orilla del río Monos, La Celia   fue el último  territorio en ser poblado por colonos en lo que hoy es el Departamento de Risaralda. No por casualidad durante mucho tiempo se dijo que las águilas eran  las únicas  aves capaces de llegar hasta esas alturas.

Un grupo de familias que pretendían llegar hasta San José del Palmar en busca de tierras para cultivar se arriesgó a subir la montaña. Se movían atraídas por tres nombres que les sonaban a promesa: “La selva”, “Sabaletas” y “La Celia”. Esas tierras eran propiedad de los herederos de un colonizador llamado Martín Ortiz Romero. Allí se cultivaba  fríjol y maíz, que no solo constituían la dieta diaria de los campesinos, sino que les servían de  unidad de cambio en los trueques por  manteca, carne y sal.

La sal que se producía en las fuentes de La Martinica, La Rica y San Agustín.

Corría el año de 1910. Muchos fugitivos de la Guerra de los Mil Días  se habían refugiado en esas cumbres. Con el paso de los años fundaron veredas que bautizaron con nombres como El Tigre, La Secreta, La Zelandia, La Playa, El Silencio, El Tambo, Momblan, La Capilla  San Carlos y una veintena más.

En El tigre nació Alirio Montoya, un campesino andariego que un día llegó a Pereira, estudió contabilidad  en una escuela comercial, trabajó en un banco, tuvo cuatro hijos con tres mujeres distintas y  un día de 1979 se marchó con un grupo  de aventureros en busca del  todavía creíble Sueño Americano. Arriesgando  el pellejo ingresaron a territorio norteamericano en las proximidades de El Paso. Allí se dispersaron. Cada uno siguió su camino y no se volvieron a encontrar hasta noviembre de 2016 en unas fiestas aniversarias de La Celia.

Alirio tiene la cabeza calva y usa un sombrero aguadeño para protegerse del sol.  De su cuello pende una cadena de oro con la estampa de la Virgen de Guadalupe. En el brazo derecho luce el tatuaje de un  pájaro en llamas.

“Me lo hice cuando estuve prisionero durante dos años por una pelea que tuve  con unos  mexicanos que me querían tumbar en un negocio”, dice, sentado en el banco de un parque en La Virginia, al  lado de la estatua de El caballero Gaucho, el célebre cantor  cuya música es casi la banda sonora de los pueblos de  esta zona, hechos de pura tenacidad, desarraigo y nostalgia.

“Durante el tiempo que viví en San Antonio, Texas, me hice amigo- o bueno, un poquito más que amigo- de Gloria, una profesora  nacida en Apía, que se ganaba la vida cuidando los hijos del ejecutivo de una petrolera. El ex marido de ella había sido profesor de secundaria en  casi todos los municipios de Risaralda y se conocía su historia desde  la fundación.

“Conversando con Gloria  conocí mucho más acerca de La Celia de lo que aprendí durante los seis   años de estudio que tuve, pues solo cursé hasta primero de bachillerato. Hasta me aprendí el himno de La Celia, del que no había sido capaz de memorizar ni una estrofa.




“Supe, por ejemplo, que en 1903 empezaron a llegar los primeros pobladores, entre los que se contaban Leonorcita  Ruíz, Martín Orozco, Juan de la Rosa Jaramillo y Félix Gómez, aparte de Teodoro Luaiza y Laureano Loaiza, que no eran parientes  como mucha gente cree: uno era de apellido Loaiza y el otro Luaiza.

“Esas  personas se establecieron a la orilla del río Monos y empezaron a tumbar monte para sembrar los cultivos y poner a criar sus animales. Al mismo tiempo parían hijos que daba miedo. Fueron  sus descendientes los que fundaron veredas y cuando quedaba poca tierra se fueron para  El Águila, un pueblo que sufrió mucho durante La  Violencia de  liberales y conservadores. Otras familias se instalaron en San José del Palmar, donde se emplearon como peones o se convirtieron en pequeños propietarios de tierras que dedicaron a la agricultura y la ganadería.”

El rastro del conquistador

Transcurría el siglo XVI. La  embestida conquistadora se desplegaba de norte a sur y de este a oeste, siguiendo el curso de los ríos o utilizando los caminos de indios.  A troche y moche Jorge Robledo  se  había abierto paso desde Antioquia atravesando las tierras de los armas y ansermas, atraído siempre por el señuelo de las minas y por las grandes  fuentes de sal, tan codiciadas como el oro.

La leyenda de su paso por estas tierras todavía alienta en los viejos relatos. Algunos insinúan que  en busca del río La Vieja   cruzó  por un territorio  conocido tres siglos después con el nombre de Barcelona, en alusión a una fonda caminera donde   los viajeros jugaban a las cartas mientras  se aprovisionaban de víveres y licor. Según relatos bastante difusos, los ejércitos de Robledo habrían  pasado por allí, bajando después a   fundar  Cartago Viejo y Cartago Nuevo, es decir, la actual Pereira y la actual Cartago

Pero es solo la estela de una leyenda.

Lo  cierto es que la fonda Barcelona operó como un punto de encuentro de gran vitalidad. Allí se congregaban campesinos oriundos de Santuario y Balboa, conocida todavía como Alto del Rey. Cuentan que en ese punto se hicieron grandes negocios y se jugaron fortunas a los dados.  Según el relato, más de un aventurero que buscaba la ruta hacia el Valle y el Chocó dejó sus ahorros de toda la vida en las mesas de ese lugar que  en el pasado había tenido  nombres de por sí premonitorios: “El embudo” y “La Guaca”.




Tras el vuelo de los pájaros.

Antes de que el periodismo deportivo  acuñara el apelativo de escarabajos para referirse a esos  ciclistas que arañaban a puro pedal las cuestas de este país hecho de montañas, los habitantes de La Celia  organizaban carreras de ciclismo entre su pueblo y El Águila, la localidad del Valle del Cauca colgada sobre la cresta de la montaña, a mil ochocientos metros sobre el nivel del mar.

Los  entusiastas participantes recorrían ese tramo de carreteras sin  asfaltar, pedaleando entre yarumos y cafetales sin más incentivos que el goce de estar vivos.

De vez en cuando   desviaban  la mirada hacia las cunetas y sus ojos se topaban con el horror: los cuerpos acribillados a tiros o descuartizados a machetazo limpio que les formulaban preguntas desde su  mutismo inapelable.

Y las preguntas   siempre han tenido respuestas, dependiendo de la época.

En estos riscos los quimbayas libraron batallas feroces contra bandos enemigos, que  muchas veces estaban integrados por facciones de su propio pueblo.

En algunas crónicas de Jorge Robledo, Pascual de Andagoya y Cieza de León es  posible rastrear vestigios de esas batallas.

Más tarde, en una nueva oleada migratoria, llegaron a la zona colonos provenientes de  Valparaíso,  Jardín y Jericó, que sumados  a campesinos de Santuario y Apía  poblaron lo que hoy es El Águila.

Muchos pleitos de tierras  se dirimieron    a machete y escopeta. Los cuerpos de las víctimas fueron abandonados a la vera del camino por donde cruzaron los ciclistas varias décadas después.

Como un árbol enfermo que engendra ramas letales, las violencias se  reprodujeron en la zona. La de liberales y conservadores. La  de los narcos. La de todos los  demás.

Tanto, que el escritor  Germán Castro Caicedo cuenta en su libro  Colombia  amarga como,  bien entrados los años setenta, se  consumaban en  La Celia venganzas heredadas.

Familias enteras tuvieron que abandonar el  pueblo sin más equipaje que el miedo y la ropa que llevaban puesta. Entre esas familias estaba la de José Gil,  el sastre más reconocido de  La Celia.




El sastre de  San Judas

“Se le tiene, mijo”,  responde José Gil cuando un niño le  pide  un par de baterías para alimentar su juguete recién estrenado.

Es un tipo  tranquilo, que cojea a grandes zancadas en busca del producto solicitado por los clientes de la sastrería, ubicada  en el barrio San Judas de Dosquebradas- en realidad se llama Barrio Otún-, ubicado a orillas del río  que le dio su nombre original.

Como tantas familias expulsadas de sus pueblos, levantó su casa en el vecindario y se consagró a ganarse la vida con lo que mejor sabe hacer: “Confeccionar  vestidos  sobre medida para damas y caballeros, mijo” declara en el tono pontificial de quien supo hacer de su trabajo una liturgia.

Y sella  la declaración apurando  un trago largo de cerveza.

“Bien fría mijo. Bien fría,  para espantar este calor”

A lo mejor rememora viejas noches de bohemia en La  Celia, a la lumbre de las canciones de  Olimpo Cárdenas, Julio Jaramillo y Nano Molina, tres sumos sacerdotes de esa manera tan nuestra de  convertir el desarraigo en canciones.

Un desplazado dichoso, piensa uno cuando  lo ve  sujetar el metro para tomarle las medidas de  cadera a una señora muy gorda con unas nalgas enormes.

Igual que lo hacía en La Celia.

¡Plop!

Don José es el papá del escritor  Rigoberto Gil, el niño encantado  por la ilusión del cine que aparece al comienzo de esta historia. Dicen en la familia que el viejo José  se contaba entre los participantes en las carreras de ciclismo que llevaban de La  Celia a El Águila.

Si uno no transita el camino que va del  padre al hijo  y  del hijo al padre le resultará imposible entender la impronta de la violencia que recorre las novelas de Rigoberto Gil. Desde  El Laberinto de las secretas angustias, una historia en clave poética  sobre la toma del  Palacio de Justicia en 1985, hasta  Perros de paja, un abordaje en códigos cinematográficos de la marginalidad en San Judas, pasando por ¡Plop!, la mirada que el escritor emprende sobre el drama de los desaparecidos. En todas la violencia aletea como un presentimiento sobre la vida de los protagonistas.

Bueno. No siempre como un presentimiento. A veces es certeza pura.



Alirio y la memoria.

Alirio se quita el sombrero aguadeño y le hace una reverencia a la estatua   de El Caballero Gaucho.

Su calva- la de Alirio- resplandece bajo al sol de la tarde.

Estimulada por el calor, su memoria lo devuelve a los días de infancia  y adolescencia, cuando escapaba con su panda de amigos a disfrutar de largas caminatas por campos y veredas. Con sus manos de dedos regordetes, empieza a dibujar imágenes en el aire tibio.

La laguna, Los Chorros, los remansos de los ríos Monos y Cañaveral y el parque Verdum casi se materializan  bajo el conjuro de sus manos.

Los recuerdos de  esos sitios  me ayudaron a sobrevivir durante los momentos más duros de mi vida en el exterior. En los tiempos de mi permanencia en prisión cerraba  los ojos y me dedicaba a  evocar esos sitios. No sé cómo, pero podía escuchar el rumor del agua. El canto de los pájaros. El silbar del viento en los bosques de La Celia. Por eso me hice tatuar este  pájaro en llamas. El ave, por supuesto, soy yo. Eso me dijo Gloria una tarde de domingo, sentados en un parque de  San Antonio”.

Después de esa declaración de principios no cabe una palabra más.

Sólo el silencio.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=VzAuK5EmeUI

viernes, 2 de junio de 2023

Tomás de Aquino y la Inteligencia Artificial



 

                         

                      ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

                                        Philip K. Dick

                                        

En las primeras páginas de La Suma Teológica Tomás de Aquino advierte que Dios creó el universo de una vez y para siempre. De ahí en adelante, éste se encargaría de auto engendrarse y perfeccionarse como una prueba de los atributos divinos. La metáfora bíblica de la creación del mundo en siete días apunta en esa dirección.

De esa sencilla idea después se derivaron discusiones y concilios sobre el libre albedrío, la predestinación, la índole de la naturaleza angélica y demás asuntillos a los que son tan proclives obispos y cardenales.

A menudo olvidamos que la teología es una rama de la filosofía, y por eso mismo un camino hacia el conocimiento, en este caso al conocimiento de Dios.

¿Y a cuento de qué la alusión a santo Tomás planteada en el título de esta entrada?, se preguntarán ustedes. ¿Cuál es su relación con las máquinas pensantes, los androides de los que tanto se habla por estos días?

Bueno, para empezar, creo que, por ahora, no deberíamos hablar de máquinas pensantes sino de máquinas pensadoras, en la medida en que son diseñadas por una mente humana para desempeñar funciones similares a las del cerebro. Un programa para jugar ajedrez, los dispositivos para cirugías no invasivas o el sistema de control electrónico de un automóvil pertenecen a esa categoría.

Por ahora, dije, porque las máquinas serán pensantes cuando adquieran la autonomía y el discernimiento necesarios para la toma de decisiones frente a situaciones complejas planteadas por el entorno o por su propio mecanismo de funcionamiento.  Esa es, nos dicen, la tercera fase de la Inteligencia Artificial.

Y es ahí cuando afloran desafíos tan caros al devenir de la filosofía, como la ética, la moral y los valores vistos a la luz del derecho y la religión. Una de las grandes preocupaciones surge cuando se plantea la pregunta acerca de la capacidad que tendrán las máquinas para rediseñarse,  (perfeccionarse , según el teólogo ) y multiplicarse( auto engendrarse) de manera exponencial.



                                                         Tomás de Aquino

Si a lo largo de los siglos millones de seres humanos dejaron de creer en el Dios de los teólogos y lo dejaron atrás para dedicarse a adorar otras cosas, entre ellas la ciencia y la razón, con las secuelas por todos conocidas, del mismo modo-  aseguran-  en su avance la Inteligencia Artificial nos dejará atrás a los humanos en mucho menos tiempo.

Para probarlo, basta con echarle un vistazo a la velocidad con que se han transformado las cosas después de la Segunda Guerra Mundial, dándole de paso la razón a las intuiciones de Einstein sobre la relatividad de la relación espacio- tiempo.

¿En qué nos convertiremos cuando las máquinas tomen el mando? Se preguntan los pensadores más pesimistas, abrumados por la idea de que nos aproximamos sin remedio a la reedición electrónica de la fábula del Aprendiz de Brujo – ¿Lo recuerdan en la película de Disney?-, incapaz de controlar las fuerzas que él mismo desató, seducido por su insensatez?




Si el mundo de hoy está interconectado-insisten- cualquier acto derivado de la decisión de la Inteligencia Artificial podría generar una reacción en cadena que afecte los servicios públicos y financieros, los sistemas de salud, el suministro de alimentos y materias primas, la actividad educativa, la seguridad misma de los países y los impulsos privados de los individuos.

Escuchándolos y leyendo sus artículos, se hace inevitable evocar la sentencia de un personaje de la película Network (1976) de Sidney Lumet, que citaba a su vez a George Orwell: “El infierno acaecerá sobre la tierra cuando todos estén conectados”.

En el otro bando-siempre habrá otro bando- se ubican quienes señalan las bondades de la Inteligencia Artificial en el campo de la ciencia y la investigación científica. En la medicina, por ejemplo, se podrán instalar Nanorobots que recorran el cuerpo humano en todas las direcciones, reparando cuanto órgano dañado encuentren en el camino.

Siguiendo esa ruta, nos acercamos cada vez más a la inmortalidad, sentencian algunos, en los límites de la euforia.

Eso de acercarse a la inmortalidad no deja de producir desazón. Porque los límites de la inmortalidad suelen estar siempre cerca del abismo.




Es entonces cuando resurgen preguntas incómodas del tipo. ¿Para qué deseamos la inmortalidad? ¿Para hacer examen de conciencia y cambiar de rumbo o para seguir arrasándolo todo y a todos a nuestro paso?

¿Y qué haremos con todo ese tiempo? ¿Volvernos creativos y solidarios o abandonarnos del todo en los brazos de la industria del entretenimiento, hija natural del tedio y la consiguiente desesperación del que no sabe qué hacer con sus excedentes de ratos libres?

De paso, no olvidemos el perturbador sentido de la palabra pasatiempo o, peor aún, de la expresión matar el tiempo.

Por lo pronto, ya que estamos en el plano de las preguntas, no sobra formular otra: ¿Si la condición de mortales no ha podido aplacar en nosotros la codicia, la soberbia y el afán de dominación, qué podremos esperar cuando nos sintamos libres de esas ataduras?

Es de suponer que, más allá de los prodigios de los Nanorobots, en el plano ético no haríamos más que empeorar la situación… aunque, bueno, en mi remota adolescencia, en una película entonces futurista de cuyo título no puedo acordarme, un cruce de poeta y  científico loco diseña un androide capaz de rigor moral.

No sé qué fue de él. A lo mejor ande todavía por ahí.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=D_8Pma1vHmw