lunes, 29 de octubre de 2018

Los macarras de la moral





 A esta altura del camino sé que  existen dos misterios que ya no alcanzaré a resolver.

El primero es el de la  Santísima Trinidad, a pesar de las sapientes – y  pacientes- explicaciones de mis amigos teólogos.

El segundo, más terrenal, y por lo mismo más urgente, se resume en una pregunta: ¿Cómo hacen para sobrevivir en este mundo las personas carentes de sentido del humor?

Me gustaría saber cómo se las arreglan para no enfermarse y para no enloquecer del todo esos seres que todo el tiempo se  toman en serio al mundo  y a sí mismos, hasta  el punto de ser capaces de preguntar sin sonrojarse: ¿ Usted no sabe quién soy yo?

No. No lo sé, les respondo siempre. Peor aún, después de más de medio siglo en este mundo ni siquiera soy capaz de responder quién soy yo

Ustedes ya lo adivinarán: como no tienen sentido del humor, se enfurecen.  Y el asunto pasa, como quien dice, de castaño a oscuro.

Pienso en todo esto a raíz de los padecimientos vividos en los últimos meses por Julio  César González, vecino de esta parroquia y conocido en los bajos fondos con el alias de Matador.



Como ustedes saben, hace tres meses  el ciudadano González fue objeto de una tutela interpuesta por un abogado , como réplica a una caricatura de  Matador en la que  sobredimensionaba los rasgos físicos del entonces candidato Iván Duque.

Es decir, por lo que han hecho los grandes humoristas  desde el comienzo de los tiempos hasta nuestros días.

Petronio, Hierocles,  Swift, Bierce, Twain y un millar más forman parte de esa extensa lista.

En eso consiste el buen humor, sea escrito, dibujado o relatado: en aprovechar todas las posibilidades de  la hipérbole para desnudar las facetas más frágiles y patéticas de los hombres.

                                                         Ambrose Bierce


Sobre todo las de aquellos detentadores de   alguna forma de poder: económico, social, cultural, militar, político, familiar, sexual o religioso.

Porque  los poderes  siempre les han temido a quienes se atreven a burlarse de ellos. A quienes señalan que el báculo del obispo, el  fusil del general o la chequera del potentado al final resultan ser solo parte de la utilería, del  disfraz para salir a escena.

Y eso no se puede tolerar. Lo saben tanto los pontífices como los políticos. Los banqueros y los militares.

Si  el público no se los toma en serio estarán irremediablemente perdidos.

Los problemas afloran cuando la ignorancia irrumpe en el escenario y todo se confunde.

Y aquí  comienza el segundo capítulo de esta historia.

A raíz de la puesta en marcha del decreto que le otorga facultades a la policía para decomisar la dosis personal de droga a quienes la porten o consuman en la calle, Matador dibujó  unas figuras con apariencia de policías, entregadas al disfrute de sus puchos de  marihuana.



Justo en ese momento se reavivó el rescoldo de los inquisidores, o  “Los macarras de la moral”, como los llama el poeta catalán Joan Manuel Serrat: esta  vez fue un policía en ejercicio quien interpuso una tutela.

¿La razón? Según sus argumentos, el dibujo y el texto lesionarían la honra y el buen nombre de la institución.

En ambos casos aflora un desconocimiento absoluto de lo que es una tutela, de sus alcances  y, lo peor, de lo que es una caricatura.

Como ya lo expresé, la esencia de  ésta última reside en su talante hiperbólico. En la exageración de rasgos  y expresiones que solo conservan una relación tangencial con la situación original que la inspira.

En otras palabras, una caricatura es una ficción. Y como todas las ficciones tiene algún asidero en la realidad. En los llamados hechos, pero no es una reproducción literal de ellos.

Es, si se quiere, una recreación.

Así las cosas, interponer una acción de tutela contra un caricaturista es    menos una forma de coartar la libertad de expresión que una manifestación de ignorancia.

Una expresión de nuestra inagotable capacidad para el absurdo.


  
En las dos situaciones, se  pretende utilizar elementos jurídicos y técnicos propios del llamado  mundo real para neutralizar un hecho acaecido en el reino de la ficción.

Ni los mismísimos creadores de La Pantera Rosa alcanzaron jamás esos límites.

De modo que  el ciudadano Julio, buen vecino, hijo calavera y   a veces mejor papá, debe responder ahora por las andanzas de Matador, un  personaje tan de ficción como los de sus  caricaturas.

Solo a un país paralizado por su incapacidad de reír   sin tapujos pueden sucederle  ese tipo de cosas.

Es como  para morirse  de la risa.


PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 25 de octubre de 2018

La Historia como caricatura





 La imagen es de sobra conocida: Simón Bolívar, libertador de cinco naciones,  escurriéndose desnudo desde el balcón de su amante Manuelita Sáenz, en un episodio conocido en la Historia  oficial de Colombia con el nombre de “Conspiración Septembrina”.

Nada más  tragicómico que  una pareja sorprendida  en las urgencias del sexo.

Lo que en principio es privado se convierte en asunto público y, por lo tanto, susceptible de escarnio.

A desnudar  las facetas trágicas y cómicas de nuestra Historia nacional se consagra el escritor 
Antonio Caballero en las cuatrocientas veinticuatro páginas de su libro Historia de Colombia y sus oligarquías (1498- 2017), publicado en edición de lujo por el Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional de Colombia.

Son quinientos años y dos décadas de malentendidos, a través de los cuales constatamos una y otra vez que   nuestra historia nacional  da vueltas y se  repite con otros ropajes en un perpetuo carrusel del absurdo.

Fue  Karl Marx quien anotó que la  Historia se vive primero como tragedia y luego se repite  en tono de  farsa.

Es decir, que incluso los asuntos más serios devienen caricatura a poco que uno descorra el telón.

Aparte de un gran escritor, Antonio Caballero es un excelente dibujante y caricaturista.



Por eso los trece capítulos de su Historia de Colombia están ilustrados con imágenes que nos brindan algunas claves del devenir nacional desde el momento mismo de la llegada de los europeos, hasta estos tiempos en los que la corrupción, la coima, el consumo y el derroche alcanzaron el estatus de religión.

Lo de la religión no es solo una metáfora. De hecho, el libro de Caballero está narrado sobre esas claves.

No por casualidad, el primer capítulo se llama  Los dioses y los hombres, al tiempo que el último lleva el título de Los jinetes del Apocalipsis, principio y fin de un relato marcado por la estela de sangre que dejan  en la tierra la ambición y el despropósito de los hombres.

Uno a uno, en una suerte de viacrucis redivivo, el autor desgrana los episodios que nos  han marcado como  habitantes de un territorio que nunca acaba de definirse.

Para empezar, los europeos no descubrieron  un continente: tropezaron con él en su búsqueda de una ruta para llegar al país de  las especias. Por eso lo llamaron Las indias, plantando el primer eslabón de una interminable cadena de equívocos.

A partir de ese momento, ni América ni Colombia  han podido encontrarse.

Se han mirado en el espejo de España, de  Francia, de  Inglaterra primero y de los Estados Unidos después sin  descubrirse jamás.



Paso a paso la ácida pluma de Caballero  desvela las claves de esa suma de desaciertos. De la búsqueda de El Dorado a los horrores del narcotráfico y el paramilitarismo. De los esclavos secuestrados en África  a esa nueva forma de servidumbre llamada globalización. Del sitio de Cartagena a las aberraciones de los políticos contemporáneos.

Y siempre, en medio, una ilusión fallida. Un rosario de engaños  urdidos por el poder político y económico: conquistadores, curas, encomenderos, traficantes de esclavos, caudillos, libertadores, políticos, dueños de periódicos.

Y siempre la Patria Boba reeditada  una y otra vez en esa obsesión por exterminarnos  unos a otros.

La razón puede ser cualquier cosa: una idea, un prejuicio, una bandera, un pedazo de tierra, un color de piel, una mina de oro, un contrato, una ruta para el narcotráfico.

Por ese camino hicimos del crimen una institución.

Las guerras de independencia engendraron otras: las de los estados federales, la de los mil días, la de liberales  y conservadores, las de las guerrillas, las de los  narcotraficantes, las de los paramilitares, las del ejército y la policía.

La Patria boba siempre encuentra la máscara adecuada para cada época.

Y Antonio Caballero siempre encuentra  las  palabras precisas para mostrarnos la dimensión de nuestra insensatez.

Todos los protagonistas de esas guerras han inventado la manera de justificarse. Por eso el bando al que uno pertenece siembre  es el bueno, mientras los demás quedan confinados en el batallón de los malos.



Buenos y malos: otra figura religiosa para simplificar la honda complejidad de nuestros desencuentros.

Los de militaristas y legalistas, representados en la historia oficial por las figuras  de Bolívar y Santander.

Los de creyentes religiosos y librepensadores.  Los de librecambistas y proteccionistas. Los de campesinos y citadinos.

Siempre hemos tenido una razón a la mano para marcar al vecino con el sello del estigma.

Escéptico como es, Antonio Caballero nos regala en este libro una buena dosis de documentación histórica y de humor  bien administrado  para  ayudarnos a no sucumbir del todo en medio de nuestra interminable saga de penas y olvidos.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


jueves, 18 de octubre de 2018

Cuídate de la ira de Dios...Y de las pulgas






 En sus conocidos Anales Lawman, el religioso islandés Einar Haflidason (1307-1393) lo cuenta así:

“En aquel momento, un barco zarpó de Inglaterra con mucha gente a bordo. Llegó al puerto de Bergen y se descargó una pequeña parte de la mercancía. Entonces, toda la gente del barco murió  y tan pronto como aquellos productos llegaron a la ciudad, sus habitantes empezaron a morir. Por otro lado, la pestilencia se extendió por toda Noruega y causó tal estrago que no sobrevivió más que una tercera parte de la población. El barco inglés fue hundido junto a su capitán, los hombres muertos  y la mercancía restante…”

Así empezaba todo en los años de la peste: unos combatientes que vuelven de la guerra; una caravana de mercaderes que cruza el desierto; una cofradía de peregrinos que regresa a casa después de  visitar los lugares santos; un barco repleto de mercancías… y de ratas infestadas de pulgas y piojos.

Luego un hombre aquí y otro allá empezaban a quejarse de dolores de cabeza, fiebres, vómitos y temblores.

Al mismo tiempo aparecían manchas en la piel y pequeños tumores en  algunas partes del cuerpo.

Entonces se desataba la mortandad. No había lugar del mundo conocido que pudiera escapar a ella: Mongolia,  India, Turquía, Rusia, España, Egipto, Italia, Francia.



Y luego el Nuevo Mundo.

Cada cierto tiempo la tierra entera se convertía en una aldea de apestados.

El pavor se apoderaba de todos: hombres y mujeres; niños y viejos; ricos y pobres; poderosos y desvalidos;  frailes y  laicos; bellas y feas: todos intentaban escapar hacia algún lugar inexpugnable.

Pero más temprano que tarde la peste los alcanzaba.

Entonces, cada quien buscaba su propia explicación: la ira divina,  la anómala conjunción de  los astros, “los humores malignos” del cuerpo, las emanaciones cósmicas.

Y, claro,  “Los maleficios de los judíos”.

La ciencia apenas daba sus primeros pasos  en el método de ensayo y error. Por eso, a nadie podía  ocurrírsele que las pulgas, piojos y niguas tuvieran que ver en el asunto.

O las temibles ladillas del vello púbico

Y menos podían sospechar que  las ratas, ardillas y otros roedores tuvieran su parte en la pesadilla.


  
Con sagacidad y paciencia de detective, el gran biólogo y entomólogo español  Xavier Sistach( Barcelona,1962) se dio a la tarea de seguir la estela negra de la peste, desde las páginas del Antiguo Testamento hasta nuestros días.

El resultado es un colosal libro titulado Insectos y hecatombes: Historia natural de la  peste y el tifus.

A lo largo de sus 844 páginas, Sistach apela a todo el legado de médicos, poetas, clérigos, cronistas, músicos, mercaderes, anatomistas, biólogos, reyes, políticos y científicos en su intento por mostrarnos un panorama de las pestes, sus orígenes, causas y consecuencias.

Así, llevados de la mano de Xavier SIstach, leemos en la pluma del cronista Marchionne di Coppo Stefani, también conocido como Baldasarre de´Bnaiuti:
  
“En el año del señor de 1348 se presentó una peste muy grave en la ciudad de Florencia y en su  distrito. Fue de tal furia y tan tempestuosa que incluso en las casas que tenían criados sanos, a los que se había aislado del exterior, murieron de la misma enfermedad. Casi ningún enfermo sobrevivió más allá del cuarto día y ni los médicos  ni las medicinas resultaron eficaces”.

Lejos de limitarse a las descripciones propias de su profesión, el autor nos ofrece un fresco histórico en el que  muestra  el trasfondo económico, social, político, cultural y  religioso en el que  se dieron  las grandes acometidas de la peste.

Para lograrlo, no duda en acudir a las páginas de El Decamerón, la obra de Giovanni Boccaccio cuya acción transcurre en el año de 1348, justo cuando la peste desolaba la ciudad.

“Ya habían transcurrido los años  de la fructífera  Encarnación del Hijo de Dios al número de mil trescientos cuarenta y ocho cuando a la egregia ciudad de Florencia, nobilísima entre todas las otras ciudades de Italia, llegó la mortífera peste que, por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas, fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección”.



De a poco, Sistach  descorre el velo  sobre las criaturas encargadas de ejecutar la ira de Dios.

Se llaman Pulex irritans, descubierta por Linné, Xenopsylla  cheopis,  desenmascarada por Rotthschild y Nosopsylus  fasciatus, cuyo descubrimiento es atribuido  a Bosc.

Detrás de esos nombres  tan elegantes se esconde una legión de insectos portadores de la peste, es decir, los vectores de la enfermedad, conducidos hasta los hombres por las ratas y otras alimañas.

Por eso las trincheras, los barcos y los graneros han sido  algunos de los grandes focos, según  descubrimos a medida que avanzamos en la lectura.

Como descubrimos que   en la familia de célebres banqueros Rotschild había varios entomólogos avezados.

O que los años de la peste vieron florecer esas formas de  filosofía solo posibles en los casos más desesperados: las que aconsejan entregarse a los placeres y tomar la flor del día antes de que la guadaña de la muerte cercene toda posibilidad de dicha terrenal.



Para que nos hagamos a una idea de los alcances de esa guadaña, el libro está ilustrado con cuadros comparativos que  muestran los lugares y las épocas de mayor virulencia de la peste: el mapa de la hecatombe.

Por ese camino asistimos a los avances de la ciencia, al tesón  de los investigadores capaces de inocularse el mal en el propio cuerpo con tal de encontrar el remedio adecuado.

En ese intento murieron miles de científicos y médicos, pero también nacieron muchas  instituciones consagradas a salvar vidas.

Pero está también la otra cara: como ha sucedido siempre a lo largo de la Historia, el desastre devino tierra abonada para especuladores, oportunistas  y charlatanes, como bien lo documenta Daniel Defoe en su tan celebrada obra  Diario del año de la peste, citada por Sistach en la página 648 de su libro:

“Los gritos de mujeres y niños en las ventanas y puertas de las casas en donde tal vez sus parientes más próximos estaban agonizando, o acababan de morir, se oían con tanta frecuencia al pasar  por las calles, que oírlos bastaba para destrozar el más duro de los corazones. Estos  terrores y este pánico de la gente llevó a caer en innumerables necedades, locuras y maldades, y no faltaron consejeros realmente perniciosos para alentarla a seguir este camino, que no era otro que el de correr a consultar adivinos, magos y astrólogos, para conocer su destino, o, como se dice vulgarmente, para que les dijeran la buena ventura, les hicieran su horóscopo, y demás cosas por el estilo”.



Para que su relato y sus análisis no se vuelvan farragosos,  Xavier Sistach está dispuesto incluso a hurgar en lo mejor de la picaresca si  eso le sirve para aproximarse  por un atajo al mundo de los insectos causantes de la peste, según se desprende de estos versos dedicados por Étienne Pasquier a  Mademoiselle Desroches:

“Plazca ahora a Dios  que yo pudiera convertirme en pulga/ Pues alzaría el vuelo hasta alcanzar tu cuello/ O con una suave rapiña succionaría tu pecho/ O lentamente, paso a paso, me deslizaría más abajo/ Allí, como un juguetón amordazado, Yo sería pulga idolatrada/Pellizcando yo no sé qué/ Que me gusta mucho más que yo mismo”.

Hasta para esos deleites da este libro formidable.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada