martes, 27 de julio de 2021

Nuevas bandas sonoras



Toda vida tiene su banda sonora. Una canción o un puñado de canciones que resuenan, allá al fondo de la  memoria, mientras vamos por el camino. Son ellas las que nos narran lo más esencial de nosotros mismos, desde lo más sublime  hasta lo más terrible.

En gran medida, esos relatos hechos canción le dan sentido a la travesía. Y cuanto más anónima y simple es la vida, más hondas y bellas suelen ser las canciones que la acompasan. Siempre han estado  y estarán allí para darle ritmo y palabras al milagro de estar vivos.

Cuentan que , en su tránsito hacia el infierno que los aguardaba en América, los esclavos africanos hacinados en barcos negreros se cantaban canciones que los devolvían por un momento al corazón de su tierra. Más tarde harían del tambor una manera de recuperar los latidos de ese corazón.

Para los argentinos, desembarcados de todos los rincones del planeta, el tango fue su poética temprana: siempre hay alguien “ con la frente marchita” que anhela volver a todas partes y a ninguna, por que la aldea añorada no existe ya. Apenas  si alienta en esa trampa mortal llamada nostalgia.



No es casualidad que esa música del Río de la Plata haya echado  raíces tan profundas en lo que hoy se conoce  como Paisaje  Cultural Cafetero. En la zona  de la colonización antioqueña y caucana se asentaron las familias que  un día partieron, empujadas a partes iguales por la ilusión y la necesidad. Buscaban tierras para garantizar la subsistencia de su prole bíblica y en su éxodo hicieron suyas esas canciones que luego recrearon, a su modo, en la voz de cantores tempranos acompañados de tiple y guitarra.

Entre nosotros fue don Luis Ramírez, conocido como "El caballero Gaucho", quien expresó de manera más certera ese sentimiento de desarraigo : “ Quiero traerte de mi tierrita/ la cosechita que ya está  en flor” canta, cantaba desde La Virginia, puerto fluvial del que nunca quiso marcharse, aunque era conocido en medio mundo, gracias a los colombianos que emigraban a Estados Unidos o Europa.




El narrador de Cien años de soledad dice que a Úrsula Iguarán nunca se la oyó cantar. Pero es apenas un decir: estoy seguro de que esa mujer sabia y tenaz se cantaba a sí misma, en el más completo silencio, melodías aprendidas de sus antepasados de la sierra, que le ayudaban a entender y soportar los delirios de su prole.

En medio del estupor alcohólico, el cónsul de Bajo el Volcán repetía a modo de mantra que “ No se puede vivir sin amor”. Y la única prueba palpable de la existencia del amor son las canciones que lo exaltan o maldicen desde los tiempos del rey Salomón hasta nuestros días. Para probarlo basta detenerse  en el hiperbólico mundo del bolero, cuyos autores trazan toda una cartografía del cuerpo humano devenido metáfora.

Igual que los individuos, las  sociedades forjan un cancionero que les sirve para fijar en la historia la marca de sus desvaríos . ¿ Han pensado ustedes en el sentido que tenía la presencia de bandas de músicos que acompañaban  las campañas militares? No se trataba sólo de animar la marcha: en el fondo, la omnipresencia de la muerte se hacía más soportable con esos ritmos que, por añadidura, ayudaban a marcar el paso.

Siglos después, los soldados norteamericanos enviados al matadero de Vietnam llevaron en su equipaje casetes  con canciones de Jimi Hendrix, Creedence Clearwater Revival, Jefferson Airplane o The Rolling Stones. Esas músicas dolientes animaban un rescoldo de esperanza en medio de la devastación.

Las revueltas políticas de los años sesenta, herederas a partes iguales  de los existencialistas, de Karl Marx y del Jesucristo más humano, tuvieron su Brassens, su Becaud ,  su Johnny Hallyday, su Joan Báez y su Bob Dylan. En  América Latina esas revueltas hicieron de la utopía su seña de identidad, anclada en el anhelo de una sociedad más justa. A ese propósito se sumaron  grupos y solistas que le añadieron charangos, quenas y  flautas andinas a los instrumentos llegados de Europa siglos atrás: era su manera de tender puentes entre pueblos tan disímiles.


En las protestas de nuestros días no hay utopías. Mirándose  en el espejo de sus padres y hastiados de tantas promesas incumplidas, los muchachos del siglo XXI piden cosas concretas: oportunidades de empleo y educación, así como mayor participación en el reparto de los recursos en sociedades marcadas por la concentración de la riqueza en medio de la absoluta miseria.

De ahí que en medio de las marchas hayan cobrado nuevo vigor los cancioneros urbanos surgidos en las barriadas marginales de las grandes ciudades, entre ellos el rap , el hip hop, el reguetón más politizado y el punk. Nacidos en las barriadas obreras de sociedades hiperindustrializadas,  los punkeros nunca se concedieron esperanza alguna. El No futuro fue su consigna y la resistencia su único credo. Por eso eludieron todo tipo de sofisticación. Todo su arsenal estaba compuesto de guitarras eléctricas, bajos, batería y voces que eran y son en si mismas formas de la desesperación. Es la música que hubieran cantado los poetas malditos franceses de haber nacido un siglo más tarde.



Detenerse en esas  músicas puede ayudarnos a entender mejor el sentido de las más recientes protestas. Esa insistencia de los muchachos en su “ No tenemos nada que perder” se parece bastante a lo que cantaba  The Exploited allá por la década del setenta del siglo anterior. Y eso constituye de entrada una buena pista.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=r-ijPNGIImA

lunes, 19 de julio de 2021

El señor de las historias



“ Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, advierte de entrada, en una suerte de declaración de principios, el narrador de La Vorágine, la novela de José Eustasio Rivera que resume en el mismo título la historia de un país que, en el siglo de las nanotecnologías, sigue debatiéndose en su propia insensatez.

Seguir la estela de esa vorágine con sus causas, protagonistas y consecuencias fue el propósito vital y profesional de Germán Castro Caycedo, el escritor que el pasado 15 de julio dejó este mundo a los 81 años, legándonos una veintena de libros en los que recrea los múltiples  y  contradictorios rostros de esta tierra donde habitamos.

“ Lo importante en la crónica periodística son los acontecimientos y sus protagonistas. Nosotros somos apenas los narradores de esas historias”, le oí decir alguna vez en una charla con estudiantes universitarios hijos del siglo XXI, con su riesgosa carga de inmediatez y fugacidad.

El  periodista como contador de historias , es la definición que mejor le sienta a este escritor. Nada más y nada menos que eso: allí estaba afincada la propuesta de un hombre que conocía de primera mano los peligros de convertir al periodista en una estrella del espectáculo informativo. Lejos estaba Castro Caycedo de esa dictadura de la técnica y los datos que no tardó en  reducir al periodista a un rol de notario donde la vida es suplantada por las cifras.

Para alcanzar su objetivo de abarcar de la mejor manera esa realidad, Caycedo eligió la crónica- o la crónica lo  escogió a él- como el género más adecuado, el que  permite aproximarse mejor a un mundo inasible y cambiante. Quería acercar el oído a los latidos del corazón de esa Colombia amarga que no para de matarse desde los tiempos de la Patria boba.

El resultado- veintiún  títulos, centenares de artículos  de prensa y un programa de televisión llamado Enviado especial- queda  disponible para quienes quieran  aproximarse a su manera de sentir y narrar el país. Porque Castro Caycedo fue, al lado de hombres como Alfredo Molano, uno de los escritores que hicieron suya una intuición de los conspicuos cultores del género como Juan Gelman, Elena Poniatowska y Riszard Kapuściński : que en una buena crónica convergen a partes iguales la ética, la política y la estética.


Se entiende aquí la política en el más amplio y fecundo sentido de la palabra: y lo es  no sólo por ocuparse de  cosas de interés público, sino porque acaba por desvelar asuntos que ponen al  desnudo el entramado en  el que los intereses de los poderosos acaban por afectar la sociedad y, en no pocas ocasiones, por destruirla.

Para alcanzar esa meta, el periodista debe contar bien, en las acepciones  ética  y estética del término. En el primer caso, el cronista debe contar con una base fuerte de valores que le confieran al tiempo respeto por los protagonistas y lo pongan a salvo de los juegos de intereses que rondan todo acto humano, empezando por los propios.  Además, debe documentarse bien y bucear profundo, fundado en la convicción de que las cosas nunca son lo que  parecen.  Por añadidura, ha de hacer  uso de todos los recursos del lenguaje con el fin de forjarse un estilo   que le permita reconstruir con palabras  el insasible y cambiante curso de las acciones humanas.

Sólo así podrá cumplir a satisfacción  su tarea de contador de historias o, para decirlo con la frase afortunada de otro grande,  el argentino Tomás Eloy Martínez, de “ sismógrafo de la sociedad”. 

Entre todos los títulos que conforman la amplia bibliografía de Germán Castro Caycedo  hago una elección personal y, por lo tanto, arbitraria. Los considero síntomas narrados de nuestros males: Colombia amarga, Mi alma se la dejo al diablo, La bruja  y El Karina. En el primero de ellos, el todavía joven reportero se hace al camino para  rastrear en llanos y montañas los rostros a menudo dolientes de ese país  que nunca aparece en los medios  de comunicación… salvo que aporten algo a la estadística de muertos. En su recorrido, el autor   aborda un bus en Pereira y viaja hasta La Celia y Balboa, en límites entre Risaralda y el norte del Valle. Allí descubre- y nos cuenta- que los odios heredados de la violencia liberal- conservadora siguen cobrando su cuota de víctimas varias décadas después de pactado el Frente Nacional.



Lo que el  escritor nos dice es de por si esclarecedor: los poderosos que  atizaron el fuego y sembraron el horror en los campos un día se fueron a las costas del Mediterráneo español y acordaron- entre paella y champaña-  el fin de la contienda. Pero los campesinos anónimos no se enteraron y siguieron exterminándose en las calles y veredas de municipios como La Celia y Balboa: para ellos la pesadilla no había cesado.

En Mi alma se la dejo al diablo,  un hombre  calca en la realidad los pasos que Arturo Cova , el personaje de La Vorágine , recorrió en la ficción : los de  la violenta avanzada colonizadora movida por formas de codicia en las  que sólo han cambiado los motivos. Si en un caso fue el caucho, en el  otro son los minerales preciosos o el tráfico de  un producto tan lucrativo como letal: la cocaína.

Karl Marx escribió una vez que “la historia se manifiesta primero como  tragedia y luego se repite como farsa”.  ¿Qué es, si no, lo narrado por Germán Castro en las páginas de La bruja? No se  menciona su nombre, pero el virtuosismo del autor  nos permite adivinar la identidad  del presidente de la República que utiliza vehículos oficiales para  volar hasta Fredonia, un pueblo cafetero del suroeste de Antioquia, donde pretende identificar, con ayuda de la bruja Amanda, las claves de su errático destino público y privado. Igual cosa hacen otros políticos de la época. Pero lo que el escritor quiere mostrarnos, en  últimas, es el tejido de factores  que hoy constituyen el soporte de una sociedad corrompida hasta los huesos: la política, el narcotráfico  y la violencia.


El Karina  nos ubica en otro de los ángulos  de ese cuadrado. Un fallido desembarco de armas para el grupo guerrillero M-19 deja al desnudo una urdimbre de la que participan rescoldos de viejas utopías revolucionarias, sumados al feroz pragmatismo del tráfico de armamentos y drogas. Si cruzamos los hilos de las cuatro obras en mención nos hallaremos frente  a las raíces de nuestras violencias crónicas. Sumadas ,  pueden ser un buen punto de partida para tratar de comprender un país que, transcurridas dos décadas del siglo XXI, sigue buscándole un sentido a su turbulenta historia.

“¡Silencio, que va a empezar el señor de las historias!”, pedía mi madre antes de sentarse a ver Enviado especial, el programa  de Germán Castro Caycedo que marcó un hito en  el  discurrir del periodismo televisivo en Colombia. Quizás esa frase resuma el mejor tributo que se le pueda brindar al maestro, ahora que se fue a vivir “ al barrio que hay detrás de las estrellas”.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

https://www.youtube.com/watch?v=y5ggC26V_kg





















martes, 13 de julio de 2021

Austerlitz, los rostros del dolor



(…) “Aquel día, Austerlitz, después de que hubiéramos dejado nuestros puestos aventajados en la  terraza y paseado por el centro de la ciudad, habló largo rato de las huellas del dolor que, como él decía saber, atraviesan  la historia en finas líneas innumerables. En sus estudios de la arquitectura de las estaciones de ferrocarril, dijo cuando, a últimas horas de la tarde, cansados de tanto andar, nos sentamos en un café del Mercado de los Guantes, no podía quitarse de la cabeza el tormento de las despedidas y el miedo al extranjero, aunque esas ideas no formaran parte de la historia de la arquitectura” (…)

En eso consiste esta historia, titulada simplemente así: Austerlitz. En una búsqueda infatigable de las huellas del dolor de un individuo  y de un pueblo entero, con la esperanza de hallar alguna forma de redención. Entre despedidas y miedos se despliega una madeja de relatos que a veces se parece mucho  a los delirios de una mente agobiada por la fiebre.

Es 1939. La humanidad, proclive a los juegos de horror, se apresta para arrojarse a su próximo abismo: la Segunda Guerra Mundial.

Alguien  advertirá que sobre esa guerra ya ha dicho todo. Pero no es cierto: nunca podrá decirse todo acerca de una pesadilla, porque siempre habrá grietas inesperadas,  velos por descorrer. El escritor alemán W. G.  Sebald lo sabe muy bien. Por algo  creció en medio de las desgarraduras dejadas por esa devastación.

Por eso emprende  la escritura de Austerlitz, el relato de un intento fallido de  ajustar cuentas con la historia y su expresión más frágil: la memoria personal y colectiva.

Un grupo de niños de origen judío es  embarcado por sus padres y parientes que los conducirán siempre a occidente, hacia destinos inciertos: no se sabe qué país ni que familias los acogerán, pero en todo caso el oeste es la única ruta de salvación. De cualquier manera, es preferible ese destino al muy seguro final de sus progenitores: la deportación, el destierro, el confinamiento y el exterminio en algún campo de concentración.

Para alcanzar su propósito los nazis tienen bien aceitados los engranajes de la máquina. Tienen claro que , en su caso, el crimen es apenas otra forma de la estadística.


Uno de los niños ocupantes de esos trenes es Austerlitz. Ya adulto, en los años sesenta del siglo XX,  el narrador se lo encuentra de casualidad en una estación de trenes de Amberes, Bélgica.  Han transcurrido dos décadas desde el final de la guerra, aunque en este caso “ final”  es apenas un decir, porque una cosa es la guerra en tanto episodio histórico y otra muy distinta como devastación personal y social : las heridas nunca acaban de sanar, aunque cada quien busca la clase de redención que , según reza el lugar común, prodiga el olvido.

Para entonces , luego de atravesar su infancia en condición de adoptado por una pareja de viejos galeses roídos por el fanatismo religioso, Austerlitz se ha hecho historiador de  la arquitectura.  Como todos los de su profesión, sospecha que los edificios y monumentos tienen muchas cosas que contarnos acerca de quienes ordenaron su construcción: la soberbia, la codicia, el miedo a  perder el poder, el afán de humillar a otros y la ilusión siempre trunca de ser recordados por toda la eternidad.

En cada una de sus columnas, sus techos, sus salones de reunión, sus escalinatas, en  la profundidad de sus  fosos defensivos puede leerse el relato cifrado de la insensatez humana.

                                        Paisaje de Gales

Austerlitz y el narrador entablan una relación, aunque  a lo mejor no sea esa la expresión adecuada para definir un diálogo plagado de sobresaltos, interrupciones, miedos, malentendidos y silencios. Siempre hay un velo, una desconfianza. Es la desconfianza en los alcances de la propia memoria y el miedo a que el pasado vuelva.

Y el pasado es una despedida interminable en una estación de trenes, la sucesión de paisajes que en realidad son países donde se hablan lenguas incomprensibles.   Pero el pasado es, sobre todo, la ominosa presencia de lo innombrable en la casa de su familia de acogida, cuyos dueños han decidido tapiar la vivienda y de paso tapiarse a si mismos en un abismo de silencio que no tiene fondo.

Ya adulto, Austerlitz se hace al camino en busca de algún rastro de los suyos, de sus improbables orígenes. Por  lo  pronto , su apellido le brinda una vaga pista. Siguiendo la punta de esa urdimbre  de edificaciones, rostros, voces y rumores llega un día a Praga, el lugar de donde , igual que sus padres, salió desterrado aunque en  dirección opuesta.

Esa búsqueda lo conduce hasta Theresiensdadt,  gueto  ubicado en un pueblo minúsculo de  la antigua Checoslovaquia llamado Terezín, que en los días más brutales de la guerra fue sede de un campo de concentración disfrazado de centro de veraneo por el comando de las SS con el propósito de representar una farsa ante una comisión de la Cruz Roja : la de una comunidad  judía bien alimentada, feliz y esperanzada en su futuro. Cuando lo comisión partió, los nazis desmontaron la escenografía y los prisioneros volvieron a sus respectivos círculos del infierno.


El viajero no tarda en comprobar que  Theresiensdadt fue el último destino de su madre Agata antes de disolverse en la nada.  En ese punto  situado fuera de la  geografía y del tiempo, aprende un montón de cosas: la primera, que el exterminio   perpetrado por los nazis no fue tanto una expresión del mal en abstracto, sino la materialización de uno de los sueños dorados del capitalismo: el aprovechamiento al límite de la energía humana para convertirla en capital acumulado. También descubre que la identidad puede hallarse en el entramado de símbolos y convenciones que rigen la vida de una comunidad- lo que llamamos una cultura- tanto como  en los más profundos pliegues de nuestro inconsciente, en nuestra más pura animalidad.

Al final, de regreso en  París, cansado  de buscar y de buscarse, perdido ya el último rastro de su padre, el protagonista de esta historia terrible tiene un último rapto de lucidez, tan cierto como inútil: que el pasado nunca queda atrás,  y que en realidad nos acecha allí  adelante, en un recodo del camino, para asestarnos al fin el golpe de gracia.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada https://www.youtube.com/watch?v=XNSsv86lsok


martes, 6 de julio de 2021

El hogar de las palabras


 

                                              El vicio de meterlo por delante

                                             lo inventó Genoveva de Brabante,

                                            el vicio de meterlo por la cola

                                           lo inventó san Ignacio de Loyola.


                                             Creación colectiva en un café de Bogotá

                                             Década  del sesenta




Las palabras son nuestra casa. Habitamos en ellas como en el propio cuerpo. Las palabras van delante nuestro a modo de lámparas para  iluminar la noche oscura del alma y de la historia.

Pueden ser saetas o bálsamos.  Hieren o sanan. Salvan o condenan.

Tengo una imagen que forma parte del tesoro de mi infancia: cuando andaba de chispa, mi abuelo Martiniano apagaba la vitrola de su fonda campesina en la vereda El Tigre. Durante un buen rato , o el resto de la jornada, se silenciaban las voces de Los trovadores de Cuyo, de Agustín Magaldi, de Antonio Tormo, de Pedro Infante o de El caballero  Gaucho. 

Los parroquianos sabían que ese breve silencio era el preludio de un ritual.  Con la concurrencia expectante, el viejo se trepaba a una silla de vaqueta y con su voz pausada y grave enhebraba, una tras otra, historias que hacían olvidar a los campesinos sus dichas y desvelos de amor.  Sus relatos hablaban de perlas descubiertas en el vientre de un pez, de brujas , espantajos y difuntos vueltos a la vida.


Años más tarde, descubrí que algunas las tomaba de un libro de tapas negras con letras doradas titulado Las mil y una noches. Otras las   había recogido durante su peregrinación como vendedor ambulante de sombreros aguadeños. Unas cuantas se las sacaba de la manga: las inventaba sobre la marcha a medida que la clientela se entusiasmaba y pedía más.  No pocas veces los sorprendían las primeras luces del amanecer en esa ceremonia cuyo final nadie quería perderse.

                                    Ilustración  de Las mil y una noches


Aun   a riesgo de  severos castigos, el niño que fui espiaba  a través de una cerradura que  daba a la trastienda.

Había mucho de sagrado en todo eso. El abuelo era el oficiante y sus clientes los feligreses. Al finalizar la ceremonia, los vecinos aplaudían y partían hacia sus casas  con un no sé qué de luminoso en la mirada. Era el fuego de las palabras o mejor, para ser fieles a la etimología,  del hogar,  de la hoguera de las  palabras.

No  por casualidad los hombres primitivos se sentaban a contar historias alrededor del fuego. Era su manera de recrear los misterios de la vida.




Desde que descubrí los goces de la literatura no ha dejado de sorprenderme la cantidad de veces que aparece la palabra fuego como metáfora en poemas, cuentos, novelas, ensayos y canciones. Desde la zarza ardiente en el Antiguo Testamento, hasta las leyendas sobre las salamandras , pasando por los poemas de Octavio Paz y Robert Graves, el lenguaje es fuego que enciende, purifica y renueva el mundo.

Eso para no hablar de esa otra forma de la poesía que  es el cancionero popular, donde abundan los incendios y sus inevitables cenizas como imagen suprema de la experiencia amorosa.

Es allí, en el lenguaje del pueblo, donde se desencadena el milagro. Donde las palabras brotan como haces de chispas  que nos ayudan a comprender el mundo y  a nosotros mismos. De ahí lo inútil que resulta insistir en la improbable barrera entre  la lengua “ vulgar”- la del pueblo- y la lengua “culta”- la de las élites-. Es decir , entre las palabras de la calle y las de quienes detentan el poder, sea éste económico, político, religioso o cultural. De ahí el temor de los cenáculos ante lo vulgar: su vitalidad puede dinamitar los cimientos que soportan el trono.

Eso lo supieron siempre las viejas castas sacerdotales. Por eso inventaban jergas  abstrusas: para aislarse detrás de muros sólo en apariencia inexpugnables.


Más tarde, en los centros de poder social, las palabras devinieron corsé, tejido de eufemismos para ocultar la verdad última: que desde el comienzo de los tiempos los reyes de la tierra andan desnudos.



Imagino el estupor y el posterior  sentimiento de liberación cuando, en medio de una conversación de salón o en una sesión de magistrados, un réprobo pronunció por primera vez la palabra culo, en lugar de trasero o posaderas.  El más escondido y, por lo tanto, el más deseado orificio del cuerpo humano, salía por fin a la luz, provocando en el auditorio un delicioso gritito de espanto.

“ Espantar al burgués”. Ese fue el propósito inicial de los primeros surrealistas, antes de que  sus actos se convirtieran en simple juego de pirotecnia publicitaria.

Y eso es lo que  ha hecho siempre, acaso sin proponérselo, el habla popular: espantar al burgués y de paso, mantener vivo el lenguaje como la más portentosa creación del hombre. La que nos permite al fin ser humanos.

Al principio,  claro, se espantan y tratan de refugiarse en su cementerio de palabras “ cultas”. Pero muy pronto, atraídos por la luz que los alcanza desde el exterior, se agitan como polillas y revolotean alrededor del fuego. Muchos se incendian y perecen en el intento, pero los que sobreviven acaban por fundar una lengua nueva sobre las cenizas de la anterior.


La historia nos dice que cuando los grandes poetas incorporan lo popular a una lengua moribunda la transforman y le permiten dar un salto hacia delante. Lo hicieron  Dante y Petrarca con el italiano, Shakespeare con el inglés o Cervantes y Quevedo con el castellano. A esas formas moribundas les insuflaron el idioma de la calle, el de las tabernas, el de las verduleras, los titiriteros, las putas, los malandrines y los marineros. Por esa vía, las llevaron a otra dimensión. Por eso las únicas “lenguas muertas” son las que se cierran sobre sí mismas y  se niegan al contacto con los aires nuevos.  Los viejos monjes encerrados en sus buhardillas con la ilusión de ponerse a salvo del pecado son la imagen más precisa de esa voluntad de no estar en el mundo que, bien lo sabemos, es también pecado y carne.

Siempre me ha producido fascinación  saber cuándo surgen, dónde se gestan, cómo se moldean las nuevas palabras. Muchas nacen del encuentro  entre pueblos distintos: bien visto, es otra forma de la sexualidad. Cuerpos que se funden para dar a luz organismos nuevos. Eros hecho verbo. Otras nacen por necesidad de adaptarse a los cambios y descubrimientos. Unas cuantas nacen porque sí o porque no hay otras.


Una cantidad no menor es acuñada por los jóvenes para delimitar territorios y marcar frontera con el mundo de los adultos que es, en últimas, el de todas las   formas de poder. Son las que subvierten el orden y anuncian mundos nuevos en el campo de la política, las creencias o la sexualidad.

Así, cuando alguien conjugó por vez primera el verbo “ pichar” ( “coger” en México y Argentina, “follar” en España,  o “culiar” en  Chile y  algunas zonas del caribe) desafiaba de entrada estructuras de poder basadas en la asepsia y la hipocresía. Con  la precisión que lo caracteriza, el idioma inglés- no sólo el  “slang” de los marginales- nos ofrece un ejemplo claro: hay un abismo entre el elusivo, ambiguo y abstracto “ To make love”  y el certero, honesto y por lo tanto más humano “ To fuck”.

El lenguaje popular descorre velos , disipa eufemismos, socava falsedades. Se entiende  así la inicial aversión de las élites hacia las expresiones “ vulgares”. Pero su potencia es tal que muy pronto las hacen suyas. Basta recordar lo que hizo el cantante Juanes con la palabra “ chimba” o el director de cine Víctor Gaviria con el lapidario “ gonorrea”. En el primer caso, la utilizan cada vez que quieren expresar disfrute, incredulidad o resistencia frente a algo. En el segundo conjugan las  formas últimas del desprecio.

Y pensar que, años atrás, los mayores los consideraban vocablos malditos, como lo son todos los que abren puertas y ventanas para que nos asomemos a la vastedad del mundo. Ese mundo que es nuestro único hogar y al que alimentamos todo el tiempo con el fuego del verbo.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=Ckulz6XTXnw