jueves, 27 de septiembre de 2018

Artificios para disimular el miedo








Un mes atrás se realizó en Pereira  una nueva edición del Festival Internacional de Poesía Luna de Locos.

Allí tuve oportunidad de compartir con una punkera hispano-croata igualita a Patti Smith; una sacerdotisa bielorrusa que recitaba gospels a sus dioses en una lengua llena de susurros; un gnomo llegado de Gales, y una suerte de oso rumano que asperjó sus blasfemias con una voz de trueno sobre los asistentes al Lago Uribe Uribe.

Blusero sin guitarra,  aquí les comparto algunos de los míos.




Artificios  para disimular el miedo

                                       “¿No hiere ya sus ojos la dulce luz del día?”
                                                           Infierno, Dante, La Divina Comedia.
                                                           Canto X

                                                                             


I

De súbito
el naufragio se hizo inevitable

Pero aún nos quedaba el supremo recurso
de escribir historias

 A veces inventadas:
 tu risa de ayer,
acunando  mi soledad de hoy

Nosotros, escépticos de profesión,
enarbolamos entonces
la bandera de la vida

Aunque el escenario no fuera otro
que ese calcinado y hambriento territorio
reservado a las quimeras.

                                                  
 II

Asistir a pequeñas maravillas
como el contacto del jabón
con las axilas
a la hora del baño matutino

O esperar la salida de la luna
con la certeza de que acudirá puntual
igual que hace mil años

Despertarse con el rumor de  la leche
improvisando mareas
en las entrañas de las vacas

Dormirse contando
los animalitos verdes que sestean
al otro lado de la muerte

Y asomarse a los ojos de una desconocida
inmóvil bajo un paraguas
en una tarde de noviembre

Como si acabáramos de descubrir
en las páginas del diario
el número del billete de lotería
que guardamos en casa.

                                                                  
                                                                                    III

Hoy te hablaré de la savia que asciende
por las entrañas del edificio
y mancha con su vaho
el espejo de los ascensores

De  la cópula de una pareja
que antes del diluvio
hizo arder las azoteas

Del murciélago que roza con sus alas
el sueño de los niños

De solteronas que tejen
sobrecamas
a las tres de la mañana

Del vientre  estéril
de las comadronas

De la fina escarcha que planea
sobre los incendios forestales

De grietas en el sol.

                                                                           
                                                                                 IV

Bendita sea  esta noche
que asperja el mundo
con el vino lechoso del  insomnio

Y nos deja este  montón de nada
en el cuenco de las manos

Bendito tú, amigo
que eres agua, tiempo,
sed.

Bendita tú, mujer que no me amas
y así me salvas de futuros desamores.

Bendita tierra que eres sal,
sol,
atardecer incendiado de granizos.

Bendita tú, piedra,
sabedora de tantas verdades
que prefieres callar.

Bendito el frutecido follaje
de los pájaros,
que no firman pactos
ni siquiera con el viento.

Bendito el verbo
del hombre que dijo:
“Los cielos y la tierra pasarán…”

Y bendita tú, muerte,
Que en los párpados yertos del amigo
Me obligas a ser lo que no soy.



PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


miércoles, 19 de septiembre de 2018

Manuel Salvador Posada o la visión de las cosas simples







El médico Rodrigo Posada Trujillo recuerda con nitidez el día que recibió su título de especialista en Otorrinolaringología.

Fue en Barcelona, España. En el pergamino entregado por la Universidad Autónoma de Barcelona  se lee esta frase: “Don Rodrigo Posada Trujillo, nacido en Betulia Antioquia Colombia”.

Betulia. El ombligo de su mundo personal. El centro. El lugar donde  empezó todo.

Betulia, un pueblo colgado en las montañas de Antioquia  cuyos hijos padecieron, igual que tantos, los horrores de la violencia entre liberales y conservadores.

Betulia. Con ese nombre sonando en  lo más hondo de  sus recuerdos, Posada  Trujillo emprendió  la escritura de su libro Manuel Salvador  Posada Imagen de un padre visionario. Un  intento de aprehender lo más esencial de su condición al paso que les rinde un tributo a sus mayores. 

A su capacidad para sobreponerse al infortunio.

Pero sobre  todo a su tozudez para implantar en los suyos la idea de que es necesario emprender la transformación del propio  ser, como una  manera de dignificar y en esa medida mejorar la vida de los otros.

Y en ese propósito juegan un papel trascendente las buenas lecturas y su resultado ineludible: la educación, el cultivo del espíritu.



Ese viaje a la memoria implica desandar los pasos que conducen a la infancia. A sus  momentos de dichas y pavores.

“Lo familiar se torna en certidumbre de un pasado que habita en mi presente, con esa intensidad asombrosa de los días en que retornamos a la raíz y brotamos de ella gratificados con un devenir hecho de logros y satisfacciones. Lo familiar me une al recuerdo de los otros y me hace bien, sobre todo cuando al cambiar de acera, al esquivar las recuas de  mulas que bajan sudorosas de las fincas, cargadas de café; al andar a la tienda donde se exhiben los abarrotes en hondos cajones de madera y me dejo envolver por el inolvidable olor del maíz mezclado  con el Jabón Rey y la naftalina, se produce una revelación súbita que mis palabras no alcanzan a describir. 

Solo la voz regia de la  dueña de la tienda me regresa al presente”.

Es Proust.



Quiero decir: es el espíritu de Proust  que atraviesa las ciento ochenta páginas del libro de  Posada  Trujillo. Gran  lector de prosa y poesía, aparte, claro, de  las obras científicas imprescindibles  para  su formación profesional, el médico está dotado de un lenguaje limpio y desprovisto de adornos: no por casualidad recibió de su padre Manuel Salvador el legado de las buenas lecturas.

Aquí va una muestra  de su gratitud por esa herencia:

“Mi padre era temperamental y terco. Heredó mucho del carácter de  mi abuelo Eduardo Posada, con quien tenía serias diferencias en cuanto a la visión de las cosas simples de la vida. El abuelo solo  toleraba en su horizonte que su hijo trabajara la tierra y que en ella depositara todo su empeño, como lo habían hecho sus ancestros. Pensar un destino distinto al de agricultor resultaba una herejía, como si de la noche a la mañana a su hijo se le ocurriera cambiar de religión. Tal vez por eso papá hizo de la lectura una experiencia y de la conversación con sus amigos una forma de la solidaridad,  es decir, de compartir  ideas, temores y sospechas. Quien lee amplía el horizonte de vida, imagina, crea, codicia y pone en práctica en su realidad algo de eso que busca lugar en su imaginación. No de otro modo es posible avanzar en el autoconocimiento que le permite a uno ser otro, acaso más arriesgado y decidido”.

Ese fervor por los libros  hizo del viejo Manuel Salvador un hombre de sólidos principios liberales. 

Por eso, a pesar de las limitaciones económicas, se formó el propósito de brindarle a su descendencia la oportunidad de mejorar su  vida a partir de la educación profesional. Fue así como su hijo Augusto acabó estudiando medicina en Córdoba, Argentina,  imponiéndole de paso el compromiso de ayudar  a  su hermano Rodrigo, una vez concluida su carrera.

Fue ese tesón el que los llevó  a salir de una condición descrita por Rodrigo  en su libro con el tono distante de quien se sabe a salvo de  grandes peligros.  Evocando a su padre nos recuerda que:

“La primera adversidad está en el número de parientes a su cargo. En la casa de Tarquí, una finca lejana en la que mi hermano mayor pasó parte de su infancia, se alojaba una especie de ejército derrotado, sin más armas que  la comunión familiar y sin más contingencia que la inmovilidad espiritual. Ahora que mi hermano ha venido de Costa Rica a visitarme a Pereira y que ha accedido a  recordar pasajes de su vida para este libro, me recuerda que en  la casa de Tarquí vivían, inicialmente, siete personas, pero ese número fue aumentando con  los meses, dice, como aumenta el número de víctimas con el correr de las horas en un desastre natural”.



Ese desastre natural era, cómo no, uno de los muchos coletazos del monstruo que llamamos Historia de Colombia.

Los recuerdos son como nubes. Algunos pasan allá, muy alto, y apenas si atinamos a decirles adiós con la mano mientras se disuelven en  hilos dorados al ser atravesados por un rayo de sol.

Otros en cambio,   son de vuelo  bajo y basta con pulsar un  sonido, un rumor, un aroma, para que se  materialicen ante nosotros con una densidad un poco mayor a la de los fantasmas.

Justo en ese  momento debemos atraparlos con la red de  las palabras, para darlos en ofrenda a los otros como prueba de nuestro común paso por  el mundo.

A esa gozosa tarea se consagró el médico Rodrigo  Posada  Trujillo, y  aquí  está de vuelta con  un libro escrito en una prosa limpia y sin alardes, en el que da cuenta de su particular viaje a lo más profundo de la memoria.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada: