martes, 30 de diciembre de 2014

Falacias





Se han escrito demasiadas páginas sobre los orígenes, naturaleza y propósitos de la  llamada  Opinión Pública como para redundar  sobre ello aquí. Basta recordar que políticos, publicistas y otros vendedores de ideas, bienes y servicios la invocan cada vez  que necesitan justificar algo. “La opinión pública lo exige”, “ Son los deseos de la opinión púbica”, “ La opinión pública lo condena”, son algunas de las frases más socorridas. En su versión nacionalista se habla   de “La voluntad de los colombianos” cuando  un político promete algo o un gobernante toma una decisión de gran impacto colectivo.  De paso, olvidan que los nazis  apelaron    todo el tiempo a una improbable voluntad del pueblo  alemán a la hora de cometer las atrocidades por todos conocidas.  Como si no bastara con eso, la vieja sentencia latina nos dice  que la voz del pueblo es la voz de Dios, dándole así  un talante  inapelable a algo tan imprevisible  y peligroso como los impulsos de la masa.
Olvidamos a menudo que la opinión pública es, en esencia, una creación de  los medios de  comunicación. Y ese debe ser un elemento a tener en cuenta a la hora de analizar los resultados de esas encuestas periódicas  que pretenden calificar la gestión de los gobernantes. Va de muestra un caso: no soy simpatizante de Gustavo  Petro y menos de su movimiento político. Pero no deja de asombrarme que el contenido completo de los noticieros televisivos  de Caracol  y RCN esté casi siempre   enfocado a registrar   aspectos negativos de  Bogotá en campos tan sensibles  para el ciudadano como la seguridad  y la movilidad. Pero nunca reseñan sus logros en materia de salud  o educación. El objetivo  es claro: sembrar  en las audiencias la idea de que la gestión toda es un desastre. Luego vendrán las encuestas de opinión   o de  percepción  y, por supuesto, los encuestados, bien adiestrados por los medios, responderán lo que estos últimos   quieren. Los resultados se convierten así en un arma política de   alcances mortíferos.


Guardadas proporciones, algo   parecido acontece en Pereira con la administración de Enrique Vásquez   Zuleta.   Lejos estoy de sus ideas y prácticas.  Pero no creo que su gestión sea tan desastrosa como la pintan. Campos como  la  educación, las alternativas de vivienda y la salud registran  un balance positivo, en el último de los casos  a pesar  de la crisis general del sistema.  Con todo, los medios impresos y radiales    se    han dedicado, en una decisión concertada, a  resaltar día tras día sus yerros en asuntos que no  son del todo del control de un alcalde, como el empleo o la seguridad. Se genera así una atmósfera   negativa que todos  acaban por aceptar, al punto  de que se  renuncia a los argumentos y a la necesaria discusión que permita  evaluar las cosas en contexto.


Eso explica en buena medida los previsibles resultados de  encuestas de percepción como los realizados por  Pereira cómo vamos. Nadie discute que se trata de un ejercicio serio y bien intencionado por parte de sus gestores. Pero antes que un conjunto de realidades, lo que las respuestas a sus cuestionarios revelan es  la visión  que de entrada los medios querían venderles a los ciudadanos: la de una  gestión   plagada de desaciertos y sin logro alguno para mostrar. Y  como  en últimas se trata de una estrategia política,   esos mismos medios  no tardan en señalar a los que,  de acuerdo a quienes los controlan “Sí saben gobernar y darle un rumbo a la ciudad”, según  leo y escucho con insistencia todos los días.
Se crea  así un círculo  dañino y con frecuencia peligroso: en lugar de participar en la educación de un ciudadano autónomo y crítico, los medios lo adiestran en la obediencia para que a la hora de las decisiones   responda a intereses preestablecidos, dándole así legitimidad a una falacia que, en últimas, solo consigue ahondar las grietas de  una democracia tan frágil como la nuestra.

martes, 23 de diciembre de 2014

Involuciona, nene



                                                 
                                                                         Para Julio César González

Las conversaciones casuales de la gente, escuchadas así de paso, son una fuente inagotable de conocimiento. Cuanto más banales y frívolas son, más  hondas son las revelaciones que nos proporcionan. Su propio talante  las rodea de una honestidad que conduce por vía directa  a los misterios esenciales del hablante
- Evoluciona, nene, rasúrate. Le dijo una chica a su  proyecto de  seductor, un  hombre a todas luces mucho mayor que ella, en una cafetería de la universidad.
El tipo se sonrojó, miró  a todos lados,  me condenó con la mirada por  mi inoportuna condición de mirón y, al parecer, se sometió al dictamen del objeto de su deseo. Es comprensible: el  sexo o la obsesión por obtenerlo,  paralizan las facultades  cognitivas y anulan de entrada cualquier  tentativa de rebelión.
La muchacha, de unos veinte años, se refería desde luego a  la moda de rasurarse los genitales, convertida en ley en los modernos ritos de apareamiento.
Es bien conocido el poder de la publicidad  para  manipular  los sentimientos, los miedos y las expectativas de la gente.  Sobra entonces redundar sobre eso aquí.  Pero si quiero evocar el contenido de  un comercial de cuchillas de afeitar dirigido a  “El hombre completamente evolucionado”, es decir, sin pelos. Dicho de otra manera: lo más distanciado posible de sus parientes primates.
No deja de resultar curioso que se hable en  esos términos  cuando se trata de algo tan primitivo y  básico como la sexualidad. Basta con examinar los lenguajes corporales de la seducción para comprobar que la hembra y el macho humanos solo  nos diferenciamos de los otros animales en el artificio del acercamiento. Imaginen ustedes la escena  en un centro comercial: la muchacha, ombligo al aire, pantalones ajustados se pasea  una y otra vez, simulando interés en las vitrinas.  Por su lado, el macho se instala a una mesa y dispone sobre ella los signos visibles de su poder: la billetera, las llaves del auto, el teléfono móvil, En fin: nada distinto a las bestias del bosque. Solo que estas últimas exhiben plumas y garras  a modo de efectos especiales.


Había que buscar entonces en otro lado el origen  de  esa práctica depilatoria, presentada como asepsia por los vendedores de  supercherías. Al final, resultó estar en la industria de la pornografía. Obsesionados con la idea de hacer más explícitas las imágenes,  los productores obligaron a las actrices a rasurarse los genitales y las zonas fronterizas. Acto seguido hicieron lo mismo  con los actores. Como bien  lo recordó Oscar Wilde, la vida imita al arte.  En cuestión de días, el asunto se volvió tendencia, o viral, como  dicen en el mundo de los lenguajes digitales.  Tanto, que un hombre o una mujer renuentes a la práctica pueden ser objeto de abandono.  Por eso, aspiro un día a escribir otro texto titulado así: El desamor y los pelos.


Consulto a un médico amigo y me confirma lo que ya sabíamos: que  madre natura, sabia como es, cubrió con un manto de  vello las deliciosas y frágiles  zonas en cuestión para protegerlas de amenazas externas. Al despojarlas de su follaje defensivo quedan expuestas a lesiones  y toda suerte de microorganismos advenedizos. Lejos de ser una ventaja,  la moda de la depilación pone en riesgo la más antigua fuente de goces  del   Homo sapiens.
“¡Güevipeludo!” me espeta a la cara mi hermano Julio González, creyendo ofenderme. En respuesta, parafraseo la expresión de la muchacha citada  al comienzo de este  artículo y le digo: es por tu bien . Involuciona, nene. Involuciona.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Animales tristes



                                                             Fortunata

 Con la  velocidad característica de los tiempos, la expresión  “Animal de compañía”  suplantó a la vieja palabra mascota, una de las últimas víctimas de la cruzada  de corrección  política que recorre el mundo.
Lo que muchos pasaron por alto es que detrás del simple cambio de nombre alienta una entidad metafísica que elevó  a  los animales a la condición de sucedáneos de la perdida comunicación entre los seres humanos. Basta enumerar tres casos para  hacerse a una idea de los alcances del asunto.
Un  padre de familia me explica que le  compró a su pequeño hijo un perro “para enseñar al chico a ser responsable”. Esa curiosa variante pedagógica lleva implícito   un giro  en nuestros parámetros éticos: hasta hace poco tiempo  la noción de responsabilidad  estaba ligada  a su vez al concepto de deberes y derechos en el trato con  otros seres humanos. Que ahora precisemos de la muleta de un animal para conseguir lo mismo dice mucho sobre el tamaño de nuestras pérdidas.  Después de todo, no es lo mismo aprenderlo en el cuidado de la abuela que en el de una   guacamaya  o un gato persa.


Sumo y sigo: cuando, en cumplimiento de la ley, una autoridad local ordenó el sacrificio de un perro que ocasionó lesiones  irreversibles en el rostro de dos niñas, hordas de manifestantes se pronunciaron a través de las redes sociales y además hicieron presencia ante las instalaciones  de la alcaldía  para  reclamar por  “ Los derechos del perro”. Dejando a un lado  la pregunta por la validez jurídica de esto último surge una inquietud  más delicada: la que alude a los criterios de valoración que rigen la conducta de alguien más preocupado por un perro que por un niño. Para tranquilidad de algunas conciencias,  aclaro que amo a los animales,  pero no creo que nuestra gata  Fortunata sea más importante que  mi mujer y mi hija, o que Yira, Motas y Larry, tres perros que reinan en  la finca y en el corazón de los integrantes de mi familia escogida tengan más peso en su vida que los hijos de los trabajadores, por ejemplo.
Pero las cosas no paran allí: leo en el diario económico La República que uno de los sectores  con más rápido crecimiento en los supermercados es el de alimentos y ropa para mascotas  ¿ropa? Sí. Supongo que ustedes  han sido testigos del sufrimiento de esos perros y gatos cuyas garras están hechas para eso: para agarrar, sometidos a la tortura  de sostenerse sobre  el pavimento o  la superficie lisa de un centro comercial, con las patas atrapadas por los zapatos que los dueños  les impusieron en su desesperado intento por lograr que el animal se les parezca.
Y lo último, pero no menos importante: leí en la cartelera de un conjunto residencial el siguiente aviso “Señor inquilino o propietario: enséñele  a su mascota a ser responsable. No permita que haga sus necesidades en los prados y andenes”. Como supongo que “hacer las necesidades” quiere decir cagar, imagino  las que tendrá que pasar el animal  en cuestión para volverse responsable y adaptar su conducta a los códigos humanos. Por experiencia sé que es más útil imponerles castigos leves pero significativos cuando    cagan donde no deben.


La lista podría hacerse más extensa, pero  se me está agotando el espacio y además podría ser víctima  de un linchamiento digital por  una de esas cofradías que protestan contra las corridas de toros y amenazan con cortarles los cojones a los matadores. Por lo pronto  pienso en San Agustín. Ustedes recordarán que ese libertino convertido en santo  escribió  en una  ocasión que después del coito el hombre es un animal triste. Parafraseándolo podríamos decir que desde su encuentro con los seres humanos de estos tiempos y su infinita capacidad para los actos absurdos las mascotas son también animales tristes.

Postales II









TRES MUJERES

Mi abuela Ana María,
que sabía leer el pasado,
el presente y el futuro
en la estela vegetal
de la boñiga de las vacas.

Mi tía Teresita,
que a los cuatro años me enseñó
a sospechar los misterios del universo
en una cartilla llamada La alegría de leer.

Mi mamá Amelia,
que ganó todos los premios de montaña
pedaleando hasta el amanecer
en  una máquina de coser Singer.

Tres nombres,
tres mujeres,
tres piedras sobre las que edifiqué
esta cosa rara, bella, misteriosa, incomprensible
que es mi vida.



Tribunas ( Pereira) noviembre  27  de 2014