jueves, 25 de enero de 2018

Cenizas de revoluciones







De la aldea al planeta

Precisar en detalle los acontecimientos locales para establecer su relación con hechos universales es el propósito de muchos historiadores.

Solo de esa manera es posible identificar los elementos comunes y las diferencias que, cada uno a su manera, marcan el devenir de una sociedad.

Por distintas razones, la década del sesenta del siglo anterior ha sido abordada por muchos investigadores como un punto de quiebre en la política, la sociedad y la cultura al menos en lo que corresponde al mundo occidental.

Pero no siempre los estudios se ocupan de indagar en las raíces recientes y remotas de una sucesión de eventos que tuvieron en el célebre mayo francés  del 68 su punto más alto, al menos a nivel simbólico.

En el caso de Colombia esa década   transcurrió sobre tres grandes líneas: los gobiernos del Frente Nacional, el surgimiento de las guerrillas de corte comunista influenciadas por la Revolución cubana y la irrupción de grandes transformaciones culturales que,  en muchos sentidos, crearon las bases para una protesta estudiantil que alcanzó su máxima intensidad en 1971, durante el gobierno  del conservador Misael Pastrana Borrero.

Y decimos protesta estudiantil, porque no resulta claro si el estudiantado colombiano alcanzó de veras a forjar un movimiento organizado, con unos propósitos y un enfoque definido acerca de cuáles eran sus propios intereses y cuál su papel en una sociedad  que vivía su tránsito de lo rural a lo urbano de una manera caótica y violenta.



Es en ese terreno donde el historiador Álvaro Acevedo Tarazona se plantea sus preguntas sobre lo que significó esa época para la Historia de Colombia, interrogantes que trata de resolver a lo largo de las casi setecientas páginas de su libro 1968 Historia de un acontecimiento.

Una obra de tan vasto alcance precisa  de una estructura que le permita transitar todo el tiempo un camino de ida y vuelta sin perderse en el intento.

Por eso el profesor Tarazona plantea su trabajo como un debate entre distintos momentos de la historia nacional y universal, de modo que al tirar  de un determinado hilo pueda identificar  sus repercusiones cercanas o remotas para situarse en el devenir de unos hechos que a veces se antojan simple consecuencia de lo acontecido en otros lados, y a veces parecen ser de veras el germen de grandes transformaciones en  el ámbito nacional.

Si de lo que se  trata es de situar las protestas de los estudiantes colombianos en un contexto más amplio, resulta indispensable remitirse a los grandes movimientos desencadenados en países como  Argentina, México y Brasil. 

Las luchas de los estudiantes en Córdoba  durante la segunda década del siglo XX,  la matanza perpetrada en la llamada Noche  de Tlatelolco en 1968 y  el papel jugado por los universitarios brasileros en las grandes reformas sociales y la posterior reacción de las dictadores, nos ubican en un territorio que ayuda a entender la temprana presencia del estudiantado colombiano en momentos tan significativos como la masacre de las bananeras, la dictadura de Rojas Pinillla y las reformas al sistema educativo implantadas en consonancia con los intereses norteamericanos durante el Frente Nacional.

La revolución que no fue

Corrían los tiempos de la Guerra Fría. Los satélites de Estados Unidos y la Unión Soviética se alineaban en dos bandos solo en apariencia monolíticos. Habían transcurrido veinte años desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Los hijos de quienes habían muerto o habían padecido los horrores de esa confrontación tenían razones de sobra para  desconfiar de sus mayores. De paso, habían leído a Marx, a Freud y a Sartre. Por lo tanto, tenían una mirada distinta  acerca de la política,  el sexo y la sociedad. 



Entre la ansiedad y el hastío se incubaba  un profundo malestar. Y fue en el país de la Revolución Francesa, con sus promesas siempre aplazadas de libertad, igualdad y fraternidad donde estalló  una revuelta  que parecía capaz de ponerlo todo cabeza abajo.

Pero al final fue solo eso: un parecer.

Los resultados de ese intento han sido documentados hasta el mito. Y el libro de Álvaro Acevedo Tarazona se encarga de explorar  sus incidencias en un país en el que gobernaba Carlos Lleras Restrepo, un liberal ortodoxo que intentaba emprender medidas capaces   de brindarles opciones a unos habitantes recién instalados en las ciudades, que demandaban, entre otras cosas, más y mejores servicios de educación.

Fue en ese punto donde un sector del estudiantado colombiano- por reflexión o por inercia- se inspiró en algunas de las prácticas del mayo francés del 68 y de movimientos similares en Italia y Alemania.
Solo que el modelo estaba soportado en una revolución que no fue.

El todopoderoso mercado y el papel de los intelectuales

Justo cuando los ecos del 68 languidecían en todas partes, las protestas estudiantiles se hicieron fuertes en Colombia.

¿Las razones? Los gobiernos de Lleras Restrepo y Pastrana Borrero intentaban implantar un modelo educativo que priorizara las demandas de un mercado que exigía profesionales y técnicos para  un sector industrial que intentaba consolidarse en medio de grandes cambios a nivel internacional.

                                                    Carlos Lleras Restrepo


Estudiantes y profesores se plantaron contra esas reformas en  instituciones públicas como  la Universidad Nacional, La  Universidad de Antioquia, La Universidad del Valle, La Universidad Pedagógica Nacional y la Universidad Industrial de Santander.

A tono con los tiempos,  varias universidades privadas también se alzaron frente a las reformas oficiales.

En el camino, algunos líderes estudiantiles se planteaban la necesidad de  tejer vínculos con los movimientos sociales de obreros y campesinos.

Mientras eso sucedía, los jóvenes confrontaban el mundo de los mayores y lograban de paso grandes cambios en aspectos tan esenciales como el sexo, el aborto,  el rol de las mujeres y la estructura familiar.

A estas alturas, el libro del profesor Tarazona desliza otra pregunta: ¿Existía en realidad un movimiento estudiantil con visos de coherencia, o se trataba apenas  de respuestas coyunturales a una situación de emergencia?



El curso de los acontecimientos no contribuyó a aclarar las cosas: tras alcanzar su cota máxima en 1971 y 1972 las protestas empezaron a declinar. Los intelectuales, llamados a arrojar luz sobre los hechos, andaban más ocupados  en ajustar sus discursos a  las ortodoxias ideológicas globales que en pensar su propio país.

Entre libros y revistas

En busca de algunas  claves  para entender esa  parte de nuestra historia, el profesor Acevedo Tarazona se sumerge en los archivos de instituciones públicas, universidades  y medios de comunicación. 

Allí encuentra que los sectores políticos de izquierda han alimentado un permanente y muchas veces disperso debate sobre lo que, de manera un tanto vaga, se ha dado en llamar realidad nacional. Una realidad hecha más de sospechas que de certezas y más anclada en el prejuicio y el dogma que en el análisis. 

Por eso mismo en  un alto número de esas publicaciones el investigador encuentra más ideología que pensamiento, lo que no contribuye a esclarecer los factores que, en gran medida, definirían el rumbo de la educación y de la sociedad colombiana en las décadas siguientes.



Basado en un amplio catálogo de fuentes nacionales y extranjeras, así como en una rigurosa pesquisa en bibliotecas y fuentes documentales, el libro 1968, Historia de un acontecimiento nos ofrece una mirada en detalle y a la vez una perspectiva global de lo que significó la década del sesenta como punto de llegada y de partida para grandes  cambios en occidente, al tiempo que ubica las protestas de los estudiantes y profesores colombianos en relación con esos fenómenos y con las crisis experimentadas  por un país anclado entre el feudalismo y la modernidad.

PDT . Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
 https://www.youtube.com/watch?v=lKcwkDUGZg8

jueves, 18 de enero de 2018

Todos contra Casanova






El asunto fue así: caminaba con mi amigo Alfredo por una calle céntrica  una de esas apacibles tardes decembrinas en las que los afanes del mundo entran en suspensión.

Al cruzar la esquina aconteció el milagro: ante  nosotros pasó una de esas bellezas terrenales capaces de llevar al más sensato de los varones hacia el despeñadero.

¡Mira que belleza de  vieja! Le dije, mientras nuestros ojos se deslizaban por un abismo que nacía en el escote de una blusa amarilla y se remontaba milenios atrás, hacia los conocidos meandros instintivos de la especie.

 Cuidado, hermano. Solo  por esa frase te pueden acusar de  acoso sexual”, me reconvino  Alfredo, ya repuesto de la impresión.

No es posible, repliqué, que  de una mujer que está buena  no se  pueda decir que lo está.

“Pues  mucho cuidado”  insistió  el hombre, con una vehemencia que me provocó alarma.

Al fin y al cabo la admonición salía de los labios de un viejo zorro en las lides de la seducción.

Además, en mis tiempos de cazador furtivo era moneda corriente entre los hombres  hacerle sentir al objeto del deseo que estaba en su esfera de intereses.

O viceversa: Las mujeres también lo hacían.

Cambio de luces,  se llama el truco.

Que yo recuerde, ninguna dama entraba en crisis por eso. Algunas se sentían halagadas. Otras se sonrojaban, lo que en sí mismo representaba una buena señal.

Unas cuantas se indignaban y mandaban al cortejante al carajo, pero eso formaba parte de del viejo  y conocido juego de la seducción.



Tan viejo, que si nos atenemos  a las crónicas del Antiguo Testamento, en el  Paraíso terrenal  lo practicaron con deleite el padre  Adán y una diablesa  llamada Lilith.

Pero volvamos a estos tiempos ubicados tan lejos del paraíso.

Sucede que no estoy en redes sociales, no veo televisión y  solo escucho noticias una vez al día, por  si  en una de esas nos toca mudarnos de planeta.

Por eso me entero tarde de los escándalos que, como una droga letal, cruzan la tierra en todas  las  direcciones y convierten en adictos  a casi todos sus habitantes.

Un par de semanas atrás mi  amiga Martha Alzate me puso al día: lo del llamado acoso sexual  se convirtió en una cruzada que amenaza incluso con exhumar al mismísimo  Giacomo Casanova para que  pague por sus crímenes. Nada graves en realidad: al hombre se le acusó de seducir a unas cuantas decenas de damas, señoras, señoritas y religiosas gozosas de entrar en el juego.



El  mismo juego al que hemos sido proclives los mortales desde que tenemos memoria.

Es más: es el  juego que garantiza nuestra supervivencia como especie, si lo vemos con talante práctico.

Todos los seres vivos están familiarizados con él: las aves despliegan su plumaje,  algunos mamíferos secretan almizcle y las flores exhiben lo mejor de su colorido para atraer a los insectos.

Las reglas son simples: “Unos proponen y otros disponen” según reza una antigua frase moralista, acuñada para prevenir a las muchachas casaderas sobre los peligros que corrían si atendían a las asechanzas del lobo al cruzar el bosque.

Se trata pues de un principio de acuerdo.

Pero  hay algo más: se supone que en los años sesenta del siglo anterior hubo una revolución sexual que nos liberó de muchas prendas y de paso nos despojó de bastantes taras.

A juzgar por lo que cuentan, todo eso resultó ilusión.



Tanto, que al  escritor Antonio Caballero lo lincharon en las redes sociales por ponerle humor negro al asunto. El mismo humor que es la esencia de su estilo. La cosa  adquirió  tal cariz que el columnista salió a explicar lo obvio: en cualquiera de los casos el llamado acoso sexual es mucho menos grave que un genocidio.

Y, sin embargo, esta última tragedia no desata indignación en las redes sociales ni marchas de protesta por el destino de las víctimas.

¿Cómo se explica eso?

Bueno, son varias las circunstancias que convergen.



La  primera de ellas se deriva del lenguaje hipócrita de la corrección política, que se niega a llamar las cosas por el nombre para no ofender a nadie y, de paso, tranquilizar la conciencia.

La segunda pasa por  la recurrente apelación a la  condición de víctimacon el propósito de eludir las consecuencias derivadas de las propias decisiones.

Y  la tercera pero no menos importante: el papel de las  redes sociales como tierra de nadie donde  todo el mundo le da rienda suelta a sus histerias, sin  fijarse en gastar argumentos, por elementales que estos puedan ser.

De modo que si vamos hablar de acoso sexual tendremos que definir qué es acoso y qué es sexo.

Para empezar, entre el sexo y el poder existe un viejo contubernio al que se le puede seguir la pista en la tradición oral y escrita de todas las culturas. Al constituir en sí mismo un poder el sexo deviene  protagonista de un  intercambio en el que suele haber  daños colaterales de ambos lados, como bien lo atestiguan los cancioneros en todos los idiomas.

No por casualidad una actriz tan brillante como Catherine Deneuve, un símbolo del cine   durante la segunda mitad del siglo XX, suscribió una declaración pública en la que advierte  sobre los riesgos de la cacería de brujas  desatada por las denuncias de actrices exitosas sobre los supuestos acosos a los que fueron  sometidas décadas atrás y solo los denunciaron ahora.

Mejor dicho: cuando le sacaron provecho ni era acoso ni fueron víctimas.

Es bien sabido que en la industria  del espectáculo muchas mujeres utilizan sus atributos sexuales para abrirse camino en un mundo casi siempre dominado por hombres.

Lo mismo sucede en otros campos de la vida  económica y social: en las empresas, en la academia y en la iglesia la oferta sexual suele funcionar como moneda de uso a la hora de las promociones y los ascensos.

Y eso es más frecuente de lo que los censores están dispuestos a aceptar.

Estamos entonces frente a un complejo entramado.



¿En qué momento una persona se convierte en víctima? Quién define la frontera entre seducción y acoso? ¿De qué claves- diferentes del moralismo  y la paranoia- se sirven los inquisidores?.

Por supuesto, no hablo aquí del abuso sexual, que es un delito grave y no admite indulgencia.

Tampoco del abierto chantaje ejercido por quien  detenta el poder.

Pero a esta altura del camino sería saludable eludir  el escándalo y centrar la discusión en las  prácticas y roles creados por hombres y mujeres  para  acceder al disfrute de su sexualidad a través  de los tiempos.

No todas son víctimas y no todos son acosadores. Por el camino del medio fluyen viejas pulsiones que gravitan entre lo animal y lo cultural. Entre los instintos y las convenciones.

Propongo entonces que dejemos  la histeria y empecemos a razonar.

A ver si podemos volver a seducirnos sin miedo a ser arrojados a la hoguera.

Comparto enlace a Ecos 1360 Radio con programa sobre el mismo asunto:
http://www.ecos1360.com/juntos-pero-no-revueltos/acoso-sexual-entre-la-realidad-y-el-mito/

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada