jueves, 30 de marzo de 2017

El cagajón del Diablo




El cagajón del Diablo. Así le decían al oro  las viejas sabidurías, por su capacidad  para generar discordia, violencia y  podredumbre donde quiera que se emprenda su explotación.

Lo vimos en la conquista de Indias, en las guerras coloniales de África, en la conquista del oeste norteamericano y , en el caso más reciente de Colombia, en la fiebre desatada por el redescubrimiento de nuevas fuentes del mineral, alentado desde las políticas de Estado que hablan de la locomotora de la minería y estimulan  de esa forma la codicia de las grandes corporaciones mineras que cruzan el planeta de norte a sur  y de oriente a occidente, arrastradas por el imán de los multibillonarios beneficios que  deja su  explotación.

Para conseguirlo financian en todas partes las campañas de candidatos a la presidencia, al congreso, a las gobernacionesa las alcaldías, y en general a toda institución relacionada con   sus intereses. El propósito: conseguir que  los funcionarios acomoden las normas y miren hacia otro lado cuando sus arremetidas empiezan a afectar a las comunidades y a hacer invivible el territorio.

Nunca mejor aplicada la idea aquella de El fin justifica los medios.


 Si el oro es el cagajón del  Diablo, estamos parados  sobre una montaña de mierda. Desde la subregión aurífera de Antioquia que comprende a Caucasia, El Bagre, Zaragoza y Segovia, pasando por Marmato, Irra y Quinchía en Caldas y Risaralda, hasta llegar a Cajamarca y Ataco en el Tolima, sin olvidar  a Córdoba en el Quindío, la avanzada del oro amenaza la tranquilidad y las formas de subsistencia de quienes han habitado y cultivado estas tierras durante siglos.

Sí, claro. Los defensores de la política de tierra arrasada dirán que el progreso tiene su precio.

Y es aquí donde empiezan a desgranarse las preguntas ¿Qué entendemos por progreso? ¿El progreso de quién? ¿Se justifica el precio?



Personas como Jesús Antonio Guevara y Edier Trejos Bermúdez piensan que son más los daños colaterales. El primero es vocero de los acueductos rurales de Quinchía, un municipio  que ve amenazadas las reservas y la calidad del agua por la explotación minera a gran escala. El segundo es dirigente de la organización ambiental Corporación Cívica Quinchía Unida. A pesar de las persistentes negativas de los gobiernos local, regional y nacional a tomarse en serio sus denuncias, los líderes están dispuestos a defender  sus derechos con todas las herramientas que les entrega  la ley. Son conscientes  de que deben luchar contra  poderes de índole global: la Corporación AngloGold Ashanti  es una transnacional con antecedentes oscuros en Sudáfrica y  con grandes aliados en las altas esferas de la política y la economía.



Sin embargo, el cercano precedente del municipio tolimense  de  Cajamarca, donde una consulta popular  priorizó  por absoluta mayoría los intereses de la comunidad sobre  los de las empresas mineras alienta las esperanzas de que  con un trabajo  serio y unos criterios  coherentes y unificados se pueda conseguir que el bien  público prime sobre el privado.

El camino es largo y culebrero.  De hecho, la consulta popular es el último paso a seguir. Primero deben adelantarse estudios técnicos por parte de organismos medioambientales. Además, los entes territoriales como concejos municipales, las alcaldías y gobernaciones deben revisar cómo se está trabajando la gran minería en los territorios y pronunciarse sobre su impacto en el medio ambiente.



Surtido ese paso deberá procederse a una pre consulta popular y pasado ese filtro, si se cumplen todos los requisitos, emprender la consulta definitiva. La que puede incluso revertir las decisiones oficiales.

Eso para hablar solo de la parte ambiental.  En la otra cara del fenómeno, son bien conocidos los efectos de la actividad minera en la economía: grandes flujos de dinero que exacerban el consumo y el derroche sin generar procesos productivos  estables: por definición, la minería es nómada. El primer resultado es una inflación que cabalga al lado del  debilitamiento de actividades como la industria y la agricultura. A largo plazo, la minería  acarrea  desequilibrios económicos y sociales que superan con creces los beneficios. En nuestras ciudades ya son visibles los síntomas: multiplicación de restaurantes de lujo, concesionarias de vehículos de alta gama, conjuntos residenciales de elevado costo, centros comerciales, saunas, clínicas de estética. Todo eso al lado de unos indicadores de desempleo que no bajan de los dos dígitos.



Esa parte es la que nos ocultan los cuadros estadísticos de nuestros  tecnócratas, de entrada alineados con las corporaciones que hoy nos asaltan amparadas en la patente de corso del libre mercado y la globalización.

De usted, de mí y de todos dependerá que no se salgan con la suya.

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jueves, 23 de marzo de 2017

A ponerse la ropa



 
A veces uno se topa con curiosidades que ante el mínimo examen se convierten en síntomas.

Mi vecino, el poeta Aranguren, me muestra un artículo donde se dice que si bien  es cada vez mayor el número de personas que visitan páginas porno, también es cierto que las abandonan más rápido.

-Puede ser  el inevitable hastío ante la repetición, le digo.

- O físico terror ante los niveles alcanzados por el porno conceptual, ese en el que  el objeto ya no es el sexo, sino  los trucos que lo trascienden. Hace poco vi un vídeo en el que la mujer se echa pedos y el tipo les prende fuego con un  encendedor. Pura pirotecnia, como quien dice, comenta el hombre, animándose con un trago doble de ron Tres Esquinas.

- O puta pirotécnica,  respondo, menos sorprendido que desconcertado.

- La industria del porno podría estar a puertas de una crisis, insiste.
-¿Pero cómo, si el número de páginas en internet se cuenta por millones y las actrices y actores de todas las edades y colores siguen nutriendo esa especie de santoral del empelote? Le  repliqué
- Pues sí señor, me respondió impávido. Una cosa son las páginas y sitios que se crean todos los días y una muy distinta  la duración de las visitas
- Algo raro debe  estar pasando con ese mercado  de hormonas, miedos, delirios y  ansiedades- pensé-  y me lancé enseguida a hilar cabos.



No sé si mi vecino o algún investigador acucioso  dispongan de una prueba. Pero  la idea de que el reino donde se resuelven todas las fantasías pueda siquiera menguar en tamaño y alcances resulta perturbadora. Al fin y al cabo la  representación de escenas  sexuales explícitas  o veladas  nos ha acompañado  desde que el primer hombre se descubrió solo en su caverna. A partir de  ese momento hasta nuestros días la pornografía expresa sin pudores lo que la moral  y la hipocresía  les han negado a los mortales  a lo largo del tiempo: la posibilidad de explorar  el cuerpo hasta   sus remotos confines, la transgresión del  decálogo,  la  siempre latente oportunidad  de escapar por la puerta  bloqueada por los guardianes del orden, la promesa renovada de abandonarse  a la corriente de los más puros instintos.
  
En su  acepción más precisa, pornografía quiere decir “escrito sobre las putas”. De entrada resulta claro que este último vocablo es utilizado en el sentido de juicio moral, no en el de ejercicio  de un trabajo.  A la puta se la juzga por violar unos códigos y se la destierra al lugar de los apestados, aunque  al mismo tiempo se la acepta como una necesidad para desfogar las energías sexuales reprimidas. Sin ellas, la jauría de machos alfa acabaría de enloquecer y destrozaría este planeta en cuestión de minutos: peor que la fisión nuclear.


 Desde sus inicios, la literatura  ha rendido constante tributo a esa figura temida  y asediada que  encarna el sexo con su red de dichas y peligros. Los diálogos amenos entre dos cortesanas, escrito por Pietro Aretino, acaso resuman la esencia del dilema: en sus páginas se condensa  el siempre anhelado encuentro entre lo sublime  y lo procaz. Lo aéreo y lo rastrero. En suma, nos recuerdan que el bien y el mal son  caras de un mismo asteroide. Como ustedes saben, el Aretino  fue un esteta de la pornografía.

Cada vez más inquieto, proseguí mi búsqueda hasta que una nueva conversación con mi vecino me devolvió de golpe a la simplicidad de la respuesta: la publicidad, el cine,  las revistas y los vídeos son los responsables de que nos hayamos hastiado de ver cuerpos desnudos. Tan sencillo como eso: la sobre exposición nos robó el  misterio.  La raíz del deseo anida en la escasez, no en el exceso, como bien lo saben los teóricos de  la economía política.  Si renovamos la vieja costumbre de andar vestidos  a lo mejor la pornografía recupere parte de su antiguo prestigio.



Devenido mercancía, el cuerpo  perdió su condición de puente entre los anhelos humanos. Y el destino último de las mercancías, por costosas que sean, es el cesto de la basura. De modo que si queremos recobrar   al menos una parte del milagro avistado al presentir la desnudez del otro, tendremos que hacer nuestro este mandato: ¡A ponerse la ropa!

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jueves, 16 de marzo de 2017

Solo queda el coraje



                                          Diana  Pérez   Fotografía: Hans Lamprea


Salvo  el inesperado final, la de Leoncio Pérez es la historia de miles de campesinos colombianos.

Poseedor de una pequeña parcela en el  departamento del Quindío, el  hombre se endeudó con los bancos con el propósito de conseguir el capital para la siembra de mora y lulo.
Pero las cosas no salieron como Leoncio lo esperaba: la cosecha se perdió, el banco no renovó el crédito y el hombre se lanzó a las calles a la desesperada.

Se trataba de pagar las deudas o perder la tierra.

En esas estaba cuando conoció personas que se enteraron de  su situación, el chisme se regó y no tardaron en aparecer los redentores. Gente que ofrecía fórmulas expeditas para sortear la encrucijada.
Y entonces  Leoncio emprendió viaje hacia Leticia, capital del Amazonas colombiano. Desde allí lo había contactado un posible comprador para su finca.

O al menos, eso les dijo a su mujer y a su hija  Diana cuando salió de casa un día de febrero de 2013.



No  existían razones para no creerle: era uno de esos hombres firmes y francos que parecen  amasados con la misma tierra que cultivan.

Desde ese día  pasaron dos semanas sin saber  de él: como a uno de los personajes de La Vorágine, la novela de José Eustasio Rivera, parecía habérselo tragado la selva.

Hasta  que, dos semanas después, Diana recibió la llamada.
-“Señora Diana, le habla el cónsul de Colombia en Shanghai. Debo comunicarle que su padre se encuentra detenido en  China. Le encontraron 1200 gramos  de cocaína en el equipaje. Es  importante que lo sepa: las leyes en este país son bastante drásticas. El castigo podría ser incluso  la pena de muerte. Quedo  a su entera disposición”.

Cuatro años después, Diana recuerda que fue como un mazazo en la cabeza.  “¿Shanghai? ¿Cocaína? ¿Pena de muerte? ¡Pero sí mi padre a duras penas había salido del Quindio!”
“Durante un buen rato creí que era una broma o una de  esas tretas utilizadas por los delincuentes para extorsionar incautos”, les dijo a los periodistas de Ecos 1360 radio durante una entrevista  el viernes 10 de marzo de 2017.



Ahora su padre lleva cuatro años  detenido  en una cárcel ubicada a 15000 kilómetros de casa  y Diana, motivada por su propio drama, decidió ocuparse del de los demás y por eso creó una organización para ayudar a los colombianos prisioneros en China, buena parte de ellos provenientes del Eje Cafetero .
Esto último no es casual. La zona es  el centro de acción de poderosos carteles de la droga,  a los que las autoridades  llaman de “microtráfico”, como  si el eufemismo minimizara la magnitud del problema. Según organizaciones como la Fundación Esperanza,  en la región también se concentran las  redes de trata de personas.

El mecanismo es simple: las mafias controlan circuitos que les permiten ubicar a personas con  dificultades económicas y se presentan como salvadores dispuestos a prestarles plata. Cuando las deudas se hacen impagables se quitan la máscara y ponen a la gente contra la pared: o usted hace lo que le decimos  o acabamos  con su familia.

Por esa ruta  se tejió el destino de  ciento setenta colombianos que aguardan su sentencia en China. En algunos casos esas condenas  pueden contemplar la pena de muerte.



Son personas como Leoncio, enfermo de la próstata y con  tres hernias en la columna vertebral. Desconocedor del mandarín, solo atina a comunicarse por señas para pedir analgésicos, porque los otros medicamentos debe pagarlos de su propio bolsillo lo que, dadas las circunstancias, resulta imposible.
“Por eso, porque son muchas las personas  que padecen como mi padre y muchas las  familias en circunstancias parecidas a la mía, me empeñé en crear la Asociación de Familias Colombianas Unidas, vocera y defensora  de los colombianos  presos en China.  Miren, si  a mí que tengo una formación profesional y he logrado  hacer contactos se me dificultan las cosas,  a personas  de origen humilde con dificultades de comunicación  a veces no le queda salida distinta  al llanto. Imagínense que una llamada de nuestros familiares no puede durar más de  seis minutos, que solo alcanzan para  saludar y nada más. Si a eso le sumamos la poca o nula colaboración del gobierno colombiano, para no hablar de las autoridades locales o departamentales, tenemos un panorama en el que se necesita mucho coraje si uno no quiere doblegarse en la impotencia



Y coraje es lo que ha sobrado hasta ahora a Diana Pérez. Hija única y economista de profesión, se las arregla para distribuir el tiempo y las fuerzas entre su condición de hija, esposa, gerente de una empresa comercial de la región y ahora líder de la organización que lucha por los derechos de los colombianos prisioneros en China.
“Cuando me pongo  a pensar en la lejanía, en el desconocimiento del idioma, en la extrañeza de la cultura  y el hacinamiento de todas esas personas como mi padre me digo que la vida sigue, y por eso emprendo la lucha.  Imagino a mi padre encerrado  en un una celda  de seis metros de largo por tres de ancho con doce personas más, la mayoría de  de otras nacionalidades, incluidas  las de algunos paises africanos , sin poder comunicarse con ellas. Esa imagen me da fuerzas para seguir luchando por su repatriación, a pesar de la insolidaridad de las autoridades, a las que ni el caso reciente de Ismael Enrique Arciniegas, ejecutado hace  unas  semanas, ha movido a buscar otras alternativas”.

Paradojas terribles tiene la vida. Como que la única esperanza de repatriación para estos colombianos sería el diagnóstico de una enfermedad terminal. De esa clase de retorcida esperanza se alimentan las familias de ciento setenta connacionales que un día salieron de su tierra con  un par de  trajes en  la valija, un puñado de  ilusiones, un pasaporte sin estrenar y unos cuantos gramos de droga que al final les abrieron de par en par las puertas del infierno.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada