jueves, 28 de noviembre de 2019

Pereira fue una fiesta


                                          Fotografías de Rodrigo Grajales


I

A la hora señalada

A las tres de la tarde  del jueves 21 de noviembre, la Plaza de Bolívar de Pereira lucía como   en unas  fiestas de agosto, o durante un partido de la Selección Colombia: banderas rojas, azules y amarillas, camisetas, banderas rojo y oro del equipo local y hasta banderas de Panamá, Bolivia y de los movimientos indígenas.

En el fondo musical, nada de las quenas y los charangos llorones de varias décadas atrás. El aire era pura batucada tronando con sus tambores desde el corazón de una multitud que no paraba de llegar de todas  partes: de Dosquebradas, de Cuba, de San Luis, de Belmonte y de varios municipios de Risaralda, incluso desde lugares tan distantes como el corregimiento de Irra, en la zona minera de occidente.

Ignorando las admoniciones a menudo terroríficas de los voceros del  establecimiento, a la marcha se dieron cita los más diversos sectores  sociales: obreros, estudiantes,  maestros, funcionarios públicos, trabajadores de la salud, mujeres, campesinos corteros de caña, rebuscadores callejeros y hasta músicos de la banda sinfónica.

A un costado de la plaza, las puertas de   la Catedral de la Pobreza estaban cerradas, consecuentes con las invocaciones lanzadas desde el púlpito a lo largo de la semana, para que los feligreses se cuidaran “de los peligros encarnados en los bandidos que pretenden dañar Colombia”.

Supongo que los bandidos  éramos todos los asistentes a la marcha.

Fue así como los curas se atrincheraron en los altares.

Coherentes con sus sermones, al fin y al cabo.

Un denso olor a marihuana con aroma jamaiquino surgía de algunos corrillos y salpicaba el aire con un toque retro.

Disuelto en medio de la  colorida multitud vi  y palpé de todo y para todos.


Vi un par de antiguos comunistas, ya instalados cómodamente en el sistema, que lucían anacrónicos con sus mochilas arhuacas, mientras rumiaban-  a lo mejor- nostalgias de antiguas convicciones enterradas.

Vi banderas multicolores y vi también gente de todos los colores: negros, cobrizos, mulatos,  trigueños y hasta rubios mochileros europeos ávidos de color local, tostándose bajo  el  sol de la tarde.

Vi una pobre vieja de unos ochenta años, arrastrando un carro de paletas para ganarse la vida.

En un mundo menos atroz, la anciana debería estar en casa acariciando a sus nietos. Pero bueno… por eso marchábamos.

Había muchas otras cosas.

En medio del barullo, me topé con un desconocido que sin mediar motivo me espetó su peculiar declaración de principios:

“Me gustan las marchas porque se ven muchas viejas chimbas”.

Y si: esa también es una buena razón para marchar.

II

En el corazón de la fiesta

A las cuatro de la tarde la plaza rebosaba de vida.

Desde los edificios vecinos, ancianas temerosas de Dios y de los hombres oteaban la escena a través de los visillos, igual que si estuvieran   frente a la pantalla del televisor.

También  descubrí carteles que rezumaban  lucidez, poesía y humor.

Va una breve muestra:

“Con esas pensiones  ya no podré ser un Sugar Daddy”

“Un pueblo sin piernas, pero que camina”.

Otro  portado por un sicólogo, trabajador en el sector de la salud:

“Violento es tener atención sicológica una vez al mes, con diagnóstico de depresión”

Y un reclamo:

“¿Dónde están los 11.645.000 votos contra la corrupción?”

A modo de respuesta, Colombia les ofrece a sus hijos millones de razones para estar deprimidos.

A pesar de todo, bailan.


Porque esta multitud   integrada por varias generaciones celebraba a su manera la fiesta de la vida.

Así que la música de fondo iba de Violeta Parra al reguetonero Maluma, pasando por los muy ochenteros Quiet Riot.

Contra todo pronóstico, encontré varios compañeros de generación a  los que suponía derrotados del todo.

Después de saludar a varios, me  encontré con un cartel cuya pregunta lapidaria me  dejó estaqueado en la mitad de la plaza:

“¿Qué cosecha  un país que siembra muertos?”

Abrumado,   me dirigí a  la estatua del  Bolívar desnudo  en  busca de alguna repuesta, pero el fulano, bañado  en mierda de palomas, prefirió mirar para otro lado.

Por fortuna, por  allí andaba un grupo de poetas diciendo sus palabras como heridas sin cicatrizar.

Los poetas, al contrario de lo pregonado por el gran Holderlin, se hacen doblemente  necesarios en tiempos de penuria.

De súbito, como atendiendo a un llamado secreto, cientos de palomas revolotearon en el aire.

Un detalle significativo: se coreaban más consignas  contra Uribe que contra Duque. Eso confirmaba dos cosas: el  talante ambiguo  y difuso del  presidente y la certeza de que padecemos el tercer periodo de la  Seguridad Democrática, con todo lo que eso significa.

Sentados en la terraza del Centro Comercial Bolívar Plaza, grupos de contertulios  bebían café, al tiempo que tomaban fotografías a distancia: tan lejos se sienten de las duras realidades de su país.

Habíamos partido al promediar el día desde el barrio San Luis bajo uno de esos soles mordientes de invierno. A la altura  del Terminal de Transportes nos recibió uno de esos sorpresivos aguaceros que son el santo y seña de Pereira. En cuestión de minutos volvió  a salir el sol y de nuevo asomaron los nubarrones.

Pero la gente no  se movió de  su sitio. Todo lo contrario: seguían llegando de todas partes hasta abarrotar la plaza.


Tenían suficientes razones para cruzar la noche entera bailando,  cantando y haciendo sonar sus vuvuzelas.

Dichoso, un vendedor  callejero que acababa de agotar el surtido de golosinas de sal se lanzó a gritar a todo tren:

“¡Que vivan las marchas!”

Y   ni un asomo de violencia cuando ya despuntaba la noche.

Sospecho  que a todas esas, los profetas del desastre debían estar comiéndose sus uñas virtuales en Twitter.

III

Fin de fiesta

Ah… y lo  último pero no menos importante: vi detectives apostados en las cuatro esquinas de la plaza,  registrándolo todo en sus  modernas cámaras.

A esta hora deben estar evaluando cada rostro, cada gesto, cada movimiento de los asistentes.

Pero ignoro de donde van a sacar razones para justificar sus delirios, si en las marchas del jueves 21 de noviembre, de principio a fin, Pereira fue una fiesta.

PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada










viernes, 15 de noviembre de 2019

Por dignidad






No sorprende pero si abruma la intensidad  con que el presidente Iván Duque en particular y los áulicos de su gobierno en general se refieren al anunciado paro del 21 de noviembre como una amenaza para el destino de Colombia.

Una suerte de parteaguas  que puede arrojarnos  al abismo de una vez por todas.

Como si no lleváramos siglos cayendo por un desfiladero que parece no tener fondo.

Editorialistas, columnistas, dirigentes gremiales, parlamentarios, voceros de una abstracción conocida con el nombre de “Sociedad civil” y hasta comentaristas deportivos duchos en incendiar estadios y avivar fanatismos aventuran una cartografía del desastre en la que siempre el rol de malos lo juegan los disidentes   y “ los agitadores profesionales”, según la jerga utilizada por  muchos de los llamados “ líderes de opinión”.

De ahí  a poner a  los líderes de la protesta en la mira de los francotiradores media  un solo  paso.


Y dije que no sorprende porque al fin y al cabo padecemos el tercer capítulo del  gobierno de Álvaro Uribe, un hombre que, valiéndose de un lenguaje apocalíptico  y  multiplicado por una prensa comprada y arrodillada, logró  crear el el clima mental necesario para erigirse en salvador y por ese camino criminalizar toda forma de protesta social.

La misma que ahora quieren regular, para que los inconformes marchen en formación marcial el día y la hora autorizados por el régimen.

Por lo visto, el 21 de noviembre no hace parte de ese calendario.

El resultado salta a la vista: los consumidores diarios de información, entre ellos varios vecinos y compañeros de trabajo, se refieren al anunciado movimiento del 21 de noviembre con mal disimulado sentimiento de aversión.

Es más: me miran como  a un apestado cuando les digo que no sólo estoy de acuerdo: también participaré en los actos de ese día. No importa si insisto en que, bajo cualquier circunstancia, mi participación  será pacífica y respetuosa.

Les da igual. Para ellos ya cambié de estatus sociopolítico: en cuestión de segundos pasé de mamerto de facto a criminal en ciernes.

Mamerto: esa es la chapa que les ponen en este país paranoico a los disidentes. Poco importa  si, como en mi caso, nunca he militado  en nada.

Ni siquiera en las barras bravas del Atlético Nacional.

Y eso  ya es mucho decir.

De  modo que cuando me preguntan las razones, les respondo con dos palabras:

Por dignidad.


Crecí  oyendo a mis abuelos maternos contar historias de horror todas las noches a la lumbre de  una vela de parafina: los relatos de pesadilla que los verdugos les tatuaron en el alma y la piel durante  la  interminable noche de la violencia liberal- conservadora.

La misma noche a la que pretenden devolvernos de un solo golpe  los nuevos despojadores.

Antes de  cumplir diez años aprendí que política y mentira son dos vocablos sinónimos. Fue el 19 de abril de 1970. El día en que el primer Pastrana le birló las elecciones a Gustavo Rojas Pinilla.

Que tampoco era gran cosa, aclaro: sus nietos presidiarios pueden dar fe de ello.

Apenas cuatro años más tarde supe que el presidente López Michelsen, hijo de aquel de “La revolución en marcha”, había ordenado que el trazado de una importante carretera   nacional pasara por una finca de propiedad de su familia en los Llanos orientales.

El nombre de la propiedad es una joya  de ese humor británico que tanto  le gustaba  presumir a López: “La libertad”.


Van dos.  Y yo todavía no cumplía los quince años.

Luego  cruzamos un tenebroso pasadizo: el mandato de Julio César Turbay Ayala. Un astuto político  de voz gangosa y panza de Pantagruel,  que con su Estatuto de Seguridad  se aseguró el dudoso honor de ser el pionero de la Seguridad  Democrática.

El horror volvía a tocarme de cerca: apenas contaba  veinte años. Otras formas de locura acababan  de matar a Lennon  en el vecindario del Central Park y yo perdía, secuestrada, torturada  y desaparecida, a Ana Lucía Oquendo, acaso mi primer gran amor, para utilizar una expresión cara a una época en la que esas cosas le daban sentido a la vida.

¿Su delito?  Haber puesto  su conciencia crítica y sus conocimientos de derecho al servicio de los excluidos.

Igual que hoy.

Pero la horrible noche  no  cesa allí. El turno fue para Belisario Betancur. Un  mandatario gramático arrastrado por el torbellino de su pusilanimidad.

Ya nunca lo sabremos, pero durante los días de la retoma sangrienta  del Palacio de Justicia a lo mejor protagonizaba una de sus frecuentes escapadas a Pereira, donde se ahogaba en aguardiente y entonaba bambucos destemplados en compañía de su amigo Luis Carlos González.



A Betancur lo sucedió  Virgilio Barco, un hombre que,  como el país entero, perdió la memoria.

Cuando la recobramos era tarde: con César Gaviria en el papel de ventrílocuo, estábamos  en las garras del catecismo neoliberal, el manual diseñado  para promover  la religión del mercado.

La misma que  nos  redujo  a la miserable condición de autistas  dedicados al acto reflejo de producir, consumir y desechar: la triste impronta del homo economicus.

Como ven, nos vamos acercando al día de la marcha y sus muchas justificaciones.

 Continúo entonces: la estulticia de Andrés Pastrana, un presentador de televisión devenido presidente. Con esto queda dicho todo.

Y el reinado de Álvaro Uribe  y su joya de la corona: ese inaceptable eufemismo de los falsos positivos para referirse  a crímenes de Estado.

Ah bueno, antes de llegar al tercer capítulo de Uribe  estuvo Santos con su hábil juego de la egopolítica, Nobel incluido.

Hasta que llegamos a este  noviembre lleno de lluvias y presagios.

Aquí tenemos al presidente copando todas las  pantallas, todos los micrófonos, todas las portadas… y los portales.

Como un profeta monomaníaco- perdón por la necesaria  redundancia- no  cesa de advertirnos sobre los peligros de la protesta social.


Lo comprendo: igual que  sus áulicos  debe haber visto demasiadas imágenes de televisión sobre  las movilizaciones en Chile,  Ecuador, Gran Bretaña, Hong-Kong y otras turbulencias del mapamundi.

Puros movimientos instigados por los mamertos, los castrochavistas y hasta por un fantasma que se suponía muerto y enterrado: El comunismo internacional.

Ni siquiera    se han  tomado la molestia de advertir lo obvio: que esta gente está lejos de querer cambiar el mundo. Sólo aspiran a una participación moderada en el pastel.

No están movidos por ideologías o por doctrinas políticas. No por casualidad en Chile adoptaron a modo de himno una cancioncilla ligera de los ochentas: El baile de los que sobran.

Pero ni siquiera eso puede permitirse el modelo  económico en sus versiones más tardías. Como un perro que entierra los huesos y de repente  pierde el sentido del olfato, está dispuesto a extinguirse en su propia ley: consume y cállate.

Y yo, que no soy consumidor, tampoco quiero callar.

Es cuestión de dignidad ¿Saben?

Y esas cosas no se negocian.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.


miércoles, 13 de noviembre de 2019

Johannes o la melancolía





En el vasto universo del lenguaje hablado y escrito existen  palabras que no se pueden definir con  otras palabras.

Como esos vocablos gravitan sobre lo insondable, ni  siquiera tienen sinónimos.

Aunque a veces lo parezca.

Una de esas palabras es melancolía y su correspondiente adjetivo: melancólico.

Por más que uno se empeñe en forzar las cosas, al final debe admitir que melancolía no es sinónimo de tristeza, de dolor, de tedio o  de mundano aburrimiento.

Todos esos estados  del espíritu se pueden curar  mediante una buena dosis de distracción, de espectáculos, de palabrería religiosa o incluso de teorías sicológicas.

La melancolía  no.

La explicación es sencilla: mientras la tristeza, el dolor, el tedio o el aburrimiento son estados transitorios, la melancolía es una condición del ser.

Así,  hablando con precisión, no se dice que alguien es triste, pero a menudo apelamos al término melancólico para referirnos a la condición abismada de una persona.


Melancólica era por ejemplo Alfonsina Storni, la poeta que una vez se refirió  a  su libro La inquietud del rosal en los siguientes términos:

“Dios te libre amigo de La inquietud del rosal, pero lo escribí para no morir”.

Melancólico  fue también Ernesto Sábato, creador de una serie de  personajes abrumados por  una lucidez  traducida en el más visible de sus signos: la melancolía.

Alejandra Vidal, Bruno Bassán y el pintor Juan Pablo Castel pertenecen a esa  condición alucinada del que aprendió a  caminar en las tinieblas con los ojos cerrados: le basta con el fulgor de fósforo de los propios huesos.

Ustedes ya deben estar fatigados por la cantidad de veces que he utilizado la palabra en este breve texto.

Pero ya se los advertí: no tiene sinónimos, aunque muchos gramáticos  piensen lo contrario.

Así que continúo: melancólico era también el gran Dante Alighieri.  De hecho, su Divina Comedia es lo que el escritor Robert Burton llamaría una “Anatomía de la melancolía”.


¿Con qué  otras palabras podríamos  definir el estado del alma de tipos como el músico de blues  Robert Johnson, forjador de un puñado de canciones que nos  dejan al límite del desamparo?

Títulos como Cross Road Blues, Kind Hearted Woman Blues, Last Fair Dean Gone Down, Stones In My Passway, Love In Vain y la legendaria  Me And The Devil Blues  bastan para inscribir a Johnson  en esa cofradía de la que hace parte  el poeta  Francois Villon, cuya célebre pregunta no cesa de inquietarnos:

“¿Qué se hicieron las damas de antaño?”

Así las cosas, cada vez que alguien me pide una definición de melancolía lo invito a escuchar el primer movimiento de la  Segunda Sinfonía en D Mayor, Opus 73, del compositor alemán Johannes Brahms, heredero directo del genio de Mozart, Haydn y Beethoven.


Sólo la música, con su capacidad para desvelar el hondo  sentido del silencio, puede aproximarnos  a esas  simas  vislumbradas en las novelas de los escritores  que se asomaron al corazón herido de los hombres y mujeres arrastrados por el desplome del Imperio Austrohúngaro.

Es decir, al crepúsculo  de un mundo que se desvanecía en el aire, para utilizar- una vez más- la brillante frase de Karl Marx.

Me refiero a escritores como Robert Musil, Joseph Roth, Heimito von Doderer y Thomas Mann, todos  ellos portadores del virus de la melancolía y por eso mismo los únicos capaces de beber hasta las heces el cáliz de  un mundo en irremediable disolución: el de los valores aristocráticos, incapaces ya de resistir los embates de la vulgaridad y el pragmatismo burgués.

Todos ellos, en algún momento de su vida, reconocieron su deuda  con la música de Brahms.


Y yo, pobre mortal, sólo atino a invocarlo cuando alguien, desconfiado del diccionario, me pregunta por el sentido de la palabra melancolía.

PDT. Les comparto enlace a dos bandas sonoras de esta entrada






miércoles, 6 de noviembre de 2019

Primero fue el silencio





En el principio el silencio fue líquido: en el vientre de la madre un escudo de agua nos protegía de los embates del mundo con su carga de ruido y furor.


Luego, el silencio se hizo camino. Arrojados al barullo de la sociedad humana no tardamos en advertir la dosis de  desamparo implícita en el hecho de estar vivos.

Muy temprano llegamos, pues, a la  primera encrucijada: elegir el silencio  exigía recorrer una buena parte del camino en soledad.

En cambio, optar  por la senda concurrida tenía   un alto precio: el de la libertad de estar con uno mismo a cambio de la seguridad de la manada.

Salvo excepciones, los hombres optamos por el segundo camino.

Y aquí vamos, cada vez más aturdidos por el estruendo que mana de todas partes, como si fuéramos presa  de un volcán enfurecido.

Estruendo de las radios, de los televisores, de los automóviles, de los espectáculos deportivos, de los teléfonos, de los energúmenos que gritan cada vez más alto.

Por eso, a esta altura del viaje, el aturdimiento es nuestra  principal seña de identidad.

El homo aturdido y, por lo tanto, sordo, ya no sabe a quién dirigir sus plegarias.


Lo peor de todo es que ya no puede volver atrás porque teme al silencio. A ese rumor de hojas que podría devolverlo a lo más cierto de sí mismo.

Y  no hay nada  a lo que tema tanto el hombre   como al hilo de luz  que le dibuja en la alta noche los rasgos de su último rostro.

El definitivo: aquel con el que ha de enfrentarse a la muerte.

“El solitario es un caminador”. Le debo esa frase feliz a mi compinche Rigoberto Gil, compañero de viaje en largas  caminatas por las afueras de Pereira.

Juntos, hemos  escalado laderas y cruzado bosques bendecidos por cascadas que irrumpen  como un milagro en medio de la ruta.

También hemos  aliviado los pies en las aguas misericordiosas de un riachuelo de tierra fría.

En algún diciembre de natillas y canciones de Buitrago devoramos caminos polvorientos bajo un sol que no daba tregua.

Ah… el tipo es escritor, y de los buenos. Pero confieso que me gustan más esas caminatas donde la conversa fluye sin parar hasta que  “La euforia santa del silencio”, desciende sobre nosotros y nos devuelve a la quietud primordial.

A la indispensable paz interior  que nos ha sido escamoteada por el vocerío de las gentes  obligadas por la propia codicia a competir en los mercados donde siempre gana el más gritón.


Pausa para un crédito: lo de la euforia santa del silencio es del poeta Darío Jaramillo Agudelo, un degustador de auroras a quien ni siquiera la barbarie que lo despojó de uno de sus pies ha impedido echarse al camino cada vez que el corazón le reclama su diaria dosis de sosiego.

Sumo y sigo: es muy difícil encontrar un compañero de caminatas. Alguien que simplemente  sea cómplice de nuestros silencios. Al fin y al cabo, la gente es proclive a enamorarse de sus propias peroratas. Su cháchara nos impide mirar el camino como a otra forma del silencio que se expresa en el  rumor del viento, en el discurrir del agua, en el canto de los pájaros.

En el mutismo sin tiempo de los árboles.

El descubrimiento de esto último   se lo debo a mi abuela Ana María: ella misma era  un árbol siempre dispuesto a prodigar frutos imposibles.

Ella y su esposo Martiniano tenían una pequeña parcela llamada “El Tigre”,  a tres horas de camino de la cabecera municipal más próxima.

Y cuando  digo de camino quiero decir a pie.  O  “A  pata de indio”, como se estilaba  decir en esos tiempos, sin que  lo asediaran a uno los campeones de la corrección política.

Yo  tendría unos siete años. Cada semana esa vieja querida hacia un viaje de ida y vuelta hasta el pueblo. Llevaba huevos, queso y café  para vender en el mercado.  De regreso  cargaba su líchigo con carne, sal y aceite.

Lo indispensable para “seguir llevándola”, según solía decir.

El recorrido de ida y vuelta nos tomaba seis horas. Hoy la acusarían ante el Instituto de Bienestar Familiar por someter a un niño a esas torturas.

Pero es al revés: fue la vieja y amada Ana María- un árbol silencioso, un camino lleno de encrucijadas ella misma- la que me reveló desde muy temprano las muchas dimensiones del silencio, que para los grandes iniciados sigue siendo la más sincera y efectiva de las plegarias.


Ya lo dijo Paul Simon en esa canción suya tan hermosa como manoseada: “Dios nos habla en  el silencio”.

Por eso, cuando en uno de mis recorridos me cruzo con un club de caminantes me santiguo y busco un atajo.

Son algo así como una profanación: lucen uniformes con el nombre del club, llevan palos comprados a medida en algún Homecenter, consumen comida chatarra como niños posesos y  portan radios para escuchar las noticias.

Pero, sobre todo, parlotean. Y para colmo de males  lo hacen todos al mismo tiempo.

En esos instantes añoro a mi compinche Rigoberto Gil tan rigoroso él, hasta en las caminatas.

Y  extraño también la lucidez de Joel Pérez, que una tarde inundada de ron me dijo: “Toda la vida estuve esperando un amigo como usted. Alguien que me  haga la visita y no me hable”.


Y ese amigo, que hace ya siete  años se fue a vivir al barrio que hay detrás de las estrellas, sí que sabía de largos, larguísimos silencios.

Y vuelvo a invocar  la presencia de la abuela Ana María: caminando juntos   bajo el sol o la lluvia me enseñó una y otra vez lo esencial: que primero fue el silencio.

PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada