viernes, 28 de octubre de 2011

Tras la cola de la rata


Durante las décadas  del setenta y ochenta del siglo pasado,  las unidades investigativas de los periódicos  jugaron un importante papel en la vida de los colombianos, que a través de  sus publicaciones  tenían acceso a  una mirada crítica y con buen nivel de independencia sobre la  forma como se manejaban los asuntos públicos. Todavía se recuerda el impacto que tuvieron las denuncias de periódicos como El   Espectador sobre  las irregularidades en el sector financiero, que incluso llevaron a juicio a gente tan poderosa en su momento como los banqueros Félix Correa Amaya y  Jaime Michelsen. Fue en  ese mismo diario, dirigido entonces por la familia Cano, donde se empezaron  a revelar las nefastas relaciones entre el narcotráfico y amplios sectores de la sociedad colombiana.
El diario  El Tiempo no se  quedó atrás. Liderada por el periodista Daniel Samper Pizano,  su unidad investigativa sacó a la luz más de  una irregularidad en los sectores público y privado. Por supuesto, no podemos olvidar el valioso trabajo de gente  como Alberto Donadio, autor de libros tan controversiales en su momento como “El espejismo del subsidio familiar” o  “Los  Hermanos del presidente”, un recuento de las andanzas y tráfico de influencias de la familia  del entonces presidente de la república, César GaviriaTrujillo.
Como puede inferirse del  último de  los  títulos mencionados, durante esas décadas  nuestros periodistas se vieron muy estimulados por el ejemplo de Woodward y  Bernstein, reporteros del Washington  Post  investigadores del caso Watergate, cuyas revelaciones desencadenaron la renuncia del presidente de los Estados Unidos, Richard M  Nixon.
Sin embargo, con el paso del tiempo las unidades investigativas de los medios se vieron arrinconadas y reducidas a su mínima expresión, entre otras  cosas como resultado de la rápida toma de las empresas informativas por los grandes conglomerados económicos, que por su multiplicidad de intereses y relaciones  no veían  con buenos ojos unas publicaciones que podían afectar sus negocios. Una a una fueron desapareciendo, hasta el punto de que hoy esa tarea es desempeñada por unos cuantos columnistas de opinión, con todo el riesgo que pueda representar  para sus vidas, pues de  hecho ya no cuentan con el respaldo de los medios, bastante puntillosos a la hora de  salvar cualquier responsabilidad institucional acerca de lo que los  autores de las notas denuncien.
 En el caso de las regiones, el panorama en ese campo siempre ha sido desolador. La cercanía de medios y periodistas con el poder político los ha convertido en muchos casos en meras extensiones de las oficinas de prensa de alcaldías y gobernaciones. Si a eso le sumamos  una actitud permanente de autocensura podemos decir que, de hecho, no hemos tenido periodismo investigativo entre nosotros.
Por eso resulta tan saludable la irrupción  en nuestro medio  de un blog que lleva el elocuente nombre de  Tras la cola de la rata, diseñado y alimentado  por un grupo de jóvenes de la Universidad Católica de  Pereira, bajo la tutoría del profesor Abelardo Gómez, orientador del taller de reportaje  Con la independencia  y la libertad que da el mundo de  Internet estos muchachos  han conseguido en pocos meses lo que los medios tradicionales han eludido durante  mucho tiempo: sacar a la luz la naturaleza de los  manejos  de grupos legales o ilegales que controlan sectores enteros de la vida pública y privada . Con un rigor y una disciplina  que ya desearía más de uno,  el equipo  de trabajo de  Tras la cola de la rata le ha devuelto la esperanza a un sector de la sociedad  reacio a aceptar que todo está perdido y sobre todo le ha proporcionado una refrescante dosis de oxígeno a un periodismo que desde hace tiempo renunció  a la tarea de contar y pensar la sociedad con unos mínimos elementos de  independencia y que por eso mismo se acostumbró al triste papel de  amanuense del poder político y económico.







viernes, 21 de octubre de 2011

El día en que murió la chiva


Quienes  suscriben la teoría  coinciden en los términos pero discrepan  en la fecha. Algunos dicen que fue el 31 de agosto  de 1997,  día de la muerte  de Diana  Spencer, mas conocida en el folclore británico y en las revistas de farándula como la princesa Diana de  Gales. Otros prefieren centrarse en el 25 de junio de  2009  cuando Michael Jackson, bautizado por los vendedores de discos como El rey del pop, le dijo adiós a este mundo dejando plantados  a quienes lo esperaban  a la salida de la clínica para tomarle la última foto.
 Según el lenguaje abstruso de la burocracia judicial,  las causas de sus muertes no han sido esclarecidas y siguen siendo objeto de investigación .  De cualquier manera, todos sabemos que los dos  murieron de un mal   no registrado en los códigos clínicos pero que  cobra su dosis diaria de víctimas en el mundo entero: fama y soledad. Conjeturas aparte, todo apunta  a que con ellos murió también una presa que durante años fue codiciada por los propietarios y los trabajadores de la industria de las comunicaciones: la llamada chiva periodística. Se  sabe de acuciosos y connotados reporteros condenados al anonimato por sus empleadores, solo por llegar un minuto después que  los obreros de la competencia al lugar de los acontecimientos. El cine, sobre todo el norteamericano, ha sido  pródigo en historias  sobre  las feroces y  letales  pugnas desatadas entre los medios de comunicación- muchos de ellos pertenecientes al mismo grupo  familiar- para conquistar la presea dorada de la primicia que los consumidores de información esperan con la ansiedad de quien sospecha que le va en ello la vida.  Pero , entre todas, se recuerda  una película dirigida  por Sidney Lumet cuyo titulo constituye en si mismo una radiografía  del tortuoso  camino emprendido por los medios de comunicación en el mundo a medida que extraviaron el rumbo : Network, poder que mata.
En ambos casos, el de Spencer y Jackson,  la aldea global  pronosticada por Mc Luhan y sus prosélitos, supo de la muerte de sus ídolos antes que los  medios de  comunicación . Cuando  los noticieros iniciaron sus emisiones   y los distribuidores de prensa deslizaron los ejemplares todavía tibios de los periódicos  bajo las puertas ya el mundo estaba enterado de que la princesa  triste y el ídolo torturado habían  puesto  fin a su peregrinar sobre la tierra.  Fue entonces cuando los magnates de la prensa y sus legiones de trabajadores supieron que  asistían al fin de una era : la de la  primicia o chiva como su razón de ser  en el mundo. Llegar primero al teatro de los acontecimientos ya no tenía mucho sentido. La noticia tendría que dejar de ser un fin para convertirse en un medio. La responsable de todo era, ustedes  ya lo habrán advertido,  Internet , esa infinita tela de araña  que, al modo de la divinidad diseñada por los teólogos medievales, está en todas partes y en ninguna
 A esa altura del camino se hizo  ineludible recomponer la manera de ver las cosas. Unos, más pragmáticos pero menos imaginativos, optaron por deslizarse hacia otros mercados y eligieron  los entonces nacientes y lucrativos realities. Otros  , más agudos y pacientes, entendieron que,  dueñas del primer dato pero carentes de  las herramientas de interpretación, las audiencias se quedarían con quienes le agregaran valor  a la noticia. Es decir,  los  que tuvieran la capacidad de análisis para ubicar los eventos  en su contexto y por esa vía facilitar su comprensión. Aunque la  tendencia existió desde el nacimiento mismo de los medios tal como los conocemos hoy, las fronteras se hicieron más visibles. De  un  lado, los que exigen su dosis diaria de sucesos puros  y duros, como si del cuero cabelludo de un combatiente se tratara : estamos ante al periodismo como proveedor de  un producto con un rol específico en  los mercados. Del otro, quienes esperan  que medios y periodistas se conviertan en compañeros de viaje en su intento de asumirse como sujetos  pensantes y por lo tanto políticos : en  este caso se  demanda un interlocutor. En esa sutil pero decisiva elección reside el papel que finalmente desempeñen en la vida de la gente las empresas  periodísticas y sus trabajadores, aunque todavía se siga debatiendo cual fue el  día exacto en que la chiva murió.

viernes, 14 de octubre de 2011

¡Todos al polígrafo!


En  los diccionarios de edición más reciente se nos aclara  que un polígrafo no es  solo un tipo versado en escribir  sobre diversas materias. También es un aparato que, según los manuales, detecta los más  leves cambios fisiológicos experimentados por un individuo conciente de estar diciendo mentiras. Mejor  dicho: el infierno de Pinocho y toda su parentela. En  resumen, la máquina detecta    perturbaciones sutiles en aspectos como la respiración, la sudoración y la presión sanguínea, de modo que por más habilidades que posea el sujeto acaba, como quien dice, delatado  por su propio organismo.
Durante los últimos días he pensado mucho en el polígrafo y en sus muchos beneficios leyendo las propuestas de campaña- o, mejor  dicho, la ausencia de ellas- de los políticos con aspiraciones de ser alcaldes, gobernadores, concejales   o diputados al final del proceso  electoral  adelantado en Colombia y que finalizará el domingo 30 de octubre.
Ustedes conocen de sobra los discursos, así que no voy a fatigarlos mucho. Tomaré al azar tres ejemplos  encontrados en los folletos repartidos en las reuniones o reproducidos  de los comunicados de prensa que los medios replican con cómplice automatismo.
“Trabajaré con todo mi amor  y todas mis fuerzas por  hacer del nuestro el mejor  departamento de Colombia. Generaré  empleo  para las mujeres  cabeza de hogar  y haré feliz la infancia de nuestros niños que son el futuro de la patria”. Se  lee en las declaraciones de una mujer  con aspiraciones de gobernar  un abandonado- perdón por la redundancia- departamento de la Amazonia .Olvidemos la sarta de lugares comunes que se multiplican en el párrafo. Es más: perdonemos eso de “la infancia de nuestros niños” El detalle  reside en que por parte alguna explica cómo lo va  a conseguir, a resultas de lo cual no debemos  esforzarnos mucho para concluir que no tiene intención de hacerlo. Ni siquiera de intentarlo.
Mejor  trasladémonos  al centro del país. Justo en el corazón de la que  algunos  mensajes publicitarios llaman  “región de oportunidades”, a despecho de los indicadores de desempleo, de los cacicazgos , de los carteles de la contratación que lo controlan todo y del éxodo de buena parte de sus habitantes   al exterior, uno de los aspirantes dice en su página de Internet  que  "convertiré a la ciudad región en uno de los motores de las locomotoras de la prosperidad anunciadas  por el presidente Santos”. Para variar, no se toma la molestia de explicarnos por dónde diablos  van a circular unas locomotoras en un país y una región  en los que la construcción de  una  carretera tarda décadas y donde  una mezcla de indolencia y corrupción acabó con el sistema de ferrocarriles, medio de transporte indispensable para dinamizar cualquier propuesta de desarrollo digna de ese nombre.
Por último ocupémonos de  los boletines de un señor que desea- así lo dice- ocupar un escaño en  la Asamblea. “En mi condición de  diputado concentraré todos mis esfuerzos y mi experiencia como servidor público para que no haya un solo rincón de nuestro querido departamento sin conexión a Internet. Cada niño tendrá un computador a su disposición y de esa manera se hará realidad   nuestro sueño de ser ciudadanos de la aldea global”. Confieso que tuve  que hacer un gran esfuerzo para resistirme a la tentación de exclamar !Amén!  Pero por respeto a  la democracia  cantada por el poeta Walt Whitman opté por seguir de largo. Al fin  y al cabo ya estamos acostumbrados  a que nuestros políticos  derrochen   durante la campaña todo  el acervo de  adjetivos,  adverbios de modo y demás  recursos que abundan en el  diccionario greco quimbaya. En su defecto, les propongo  sumarse a  una campaña que, aprovechando  el recurso de las columnas de opinión y de las muy efectivas redes sociales , consiga  que   todos  aquellos ciudadanos dispuestos a no hipotecar su voto  a un contrato o a un cargo público , cada vez que alguien intente asestarles un plegable promocional o un comunicado de prensa proselitista respondan con una frase que puede empezar por fin a cambiar la historia de Colombia : ¡ Todos al polígrafo !

viernes, 7 de octubre de 2011

Adictos a la hipérbole


Políticamente correcto y cuidadoso de no ofender a nadie, el columnista Edison Marulanda  Peña  dio sin embargo en el clavo de la   que parece ser nuestra más certera seña de  identidad colectiva :  una   irreprimible inclinación a hinchar la realidad, valiéndonos de un arsenal de adjetivos y adverbios que acaban por imposibilitar cualquier comprensión de los hechos  y sus  protagonistas.
Hablo de la columna publicada por Edison en el periódico La Tarde de Pereira el domingo 31 de julio  bajo el título de “¿ Feria del Libro?”. En su texto el autor dirige una serie de interrogantes a los responsables del Instituto de Cultura de Pereira en general y a los encargados de la biblioteca pública  en particular, en relación con un evento presentado  bajo un concepto que, como el de feria, efectivamente lleva a pensar  en  una diversidad  de actividades conectadas alrededor del libro como objeto de goce y conocimiento.
De manera que el lunes    agosto me di  un paseo por los alrededores del Centro Cultural “Lucy Tejada”, sede de la mencionada  “ Feria” y lamento decirles que me  encontré con un mercado de  las pulgas no muy bien surtido que digamos. Es más : pude ver los mismos títulos que las librerías de viejo sacan   a la venta  cada año con la esperanza de  que   aparezca por fin  un comprador que salve al autor de ser vendido por kilos de papel, como es de  uso corriente en ese negocio.
Tengo que confesar que por convicción vital y política soy cliente  asiduo de esos mercados: allí uno siempre puede adquirir  a buen precio lo que necesita en la misma medida que otros lo desprecian y derrochan. Pero  este ni siquiera ofrecía esa posibilidad. Así que  le di la razón al columnista ¿Por qué llamar feria del libro a un evento que  carecía de las mínimas condiciones  para  serlo?
 Se me ocurre que la explicación reside  en lo que un crítico literario definió de manera bastante atinada como grecoquimbayismo , es decir  la creencia de que a punta de pirotecnia verbal podemos lograr por arte de magia lo que no  alcanzamos frente a los desafíos de la realidad. Basta con echarle un vistazo a nuestro himno  local para entender la naturaleza de esa suerte de adicción a la sonoridad antes que al sentido de las palabras: allí se  habla con profusión de héroes, titanes y gestas en las que se compara el hoy antiecológico acto de descuajar montañas con las proezas  de las divinidades griegas y romanas. Por eso tuvo que pasar más de  un siglo para que un historiador como Víctor Zuluaga nos revelara, documentos en mano, que nuestro mito fundacional, como todos los relatos de esa especie, tiene mucho de fraudulento. Al final supimos que detrás del lenguaje florido alentaban los terrestres intereses de siempre: un puñado de ambiciosos trataban de hacer  historia con los recursos que  encontraban a la mano.
El  del  mercado de libros no es, por supuesto, el único caso reciente. Con motivo del  Mundial de Fútbol  Sub 20  hemos tenido que soportar una sarta de adjetivos como monumental, magnífico, majestuoso   para referirse a un estadio de fútbol, muy bonito si, pero que es apenas eso: un escenario deportivo bien logrado.  Y eso para no  recordar que, apropósito de cualquier nimiedad nos da por concebirnos como una raza  portadora de un destino manifiesto. Cómo será el asunto, que el poeta Luis Carlos González, nada sospechoso de ser apátrida- como califican por  estos pagos a todo aquél que se atreva asumir una postura disidente- se burló  en varias ocasiones de esa manía de sus coterráneos de esconderse  entre manojos de palabras. “¿Raza? ¿Raza de qué?” , se preguntaba el autor de La Ruana , ofuscado  por los aspavientos de sus compañeros de tertulia, una colección de zambos, mulatos y mestizos como somos casi todos en estas tierras, que por alguna  ignota  razón se sentían descendientes de una estirpe incontaminada  “ ¿Raza de qué?” , les repetía alzando su infaltable trago de  aguardiente y cerraba la discusión con unos versos que eran en realidad  un epitafio para tantas veleidades  : “ Si solo nos queda puro el hijueputa/ y lo estamos negando todavía”