jueves, 27 de febrero de 2020

La edad de la inocencia


   
 



                                                      ¿Lo que aprendí de tu mano
                                                        no sirve para vivir?
                                                               Enrique Santos Discépolo
                                                               Tango Tormenta



Existen seres humanos que son parientes cercanos de las tormentas. En el sexo, en las ideas, en las luchas diarias  y hasta en los sueños son como criaturas de fuego que todo lo calcinan.

Al final, ellos mismos terminan  convertidos en un  montoncito de cenizas.

El polvo enamorado del que hablara el poeta don Francisco de Quevedo.

Por eso mismo, son seres tocados por una lucidez que les viene de los tuétanos.

Lo que las jergas empeñadas en reducirlo todo a fórmulas llaman un loco.

A menudo, esas personas se pasan la vida siguiendo la pista  de un crimen antiguo como el mundo, para descubrir que el asesino son ellas mismas.

Como en el relato de Edipo.

Así de inútil y de ineludible  es nuestro tránsito por el mundo. El destino, le llaman algunos a eso.
                                                        Carlos Catania


De ese fuego están hechos los personajes de la novela Las Varonesas, del escritor argentino Carlos Catania, censurada  por los militares de su país en los días más sangrientos de la dictadura, en el tránsito de los setenta  a los ochenta.

Tal vez no resulte tan azaroso que algunos de  sus personajes  parezcan parientes de esos hombres y mujeres  duros e iluminados que habitan en las novelas de Ernesto Sábato, un autor cercano a los afectos de Catania.

“La nuestra es una civilización que tuvo que inventar la aspirina, porque no es capaz de soportar un dolor de cabeza”, sentencia uno de esos seres, añorando sin duda el indomable espíritu de los estoicos.

Eran otros tiempos, cuando los hombres se asomaban al absoluto apretando los dientes y sin cerrar los ojos.

Los de Catania son hombres y mujeres- incluso niños- que lo descubren temprano: las categorías de bien y mal, de inocencia y culpa, no pasan de ser fantasías de espíritus envilecidos por todos los poderes.

En realidad, sólo existe lo humano.

Alfredo, Adela, Lucía, Patricia, El Castor, Mendiola, Montúfar y Aldo deambulan como almas en pena por este universo que, de entrada, supone un laberinto.

Siguiendo una constante de la novela moderna, sus destinos  discurren en La ciudad. Así se nos aclara en la página 43:

“La ciudad se dividía, como todas las ciudades, en cuatro zonas correspondientes, deteniéndose al límite de extensos sectores suburbanos: allí habitaban la suciedad y el olor del orgullo humillado. (Consejo para escritores: quien desconoce su ciudad no puede escribir una línea ni forjar planes extremos.) Los olores cambian. También la atmósfera. El comportamiento glandular manifestado por la gente al recibir las estaciones hace que muchos culpen  a la temperatura ambiente de sus frustraciones y pequeñas calamidades.”

Al principio de la novela, como en algunos cuentos infantiles, tenemos una isla con su bosque, sus estanques, sus puentes y, claro, su propia legión de monstruos.

Pero son monstruos con rostros familiares: el abuelo autor de las esculturas que, por alguna razón insondable, decidió bautizar con el nombre de Las Varonesas. Alfredo y Adela, los hermanos que mantienen una relación incestuosa en los mismísimos bordes de la locura, crimen de por medio incluido. Los padres que parecen sombras. Lucía, la otra hermana que intenta restaurar el equilibrio de esa nave al garete, valiéndose  de una beatería que se desmorona ante el asalto del primer galán que se cruza en su camino.

Y está la pequeña  Patricia, muerta en un  arroyo de la isla a edad muy temprana. Pero no se ilusionen: ni siquiera ella es inocente.


 Las  Varonesas  se inscribe en la línea de las grandes tragedias clásicas. Por eso tiene sus crímenes de pasión, su drama  familiar y sus asaltos de demencia. Al fondo claro, las utopías y revoluciones. En este caso, las revoluciones de estirpe marxista que encendieron el mundo desde 1917 hasta 1989, por  lo menos. Y ya lo sabemos: los idealismos, cuando son absolutos, dejan a su paso una estela de devastación.

Uno de los integrantes de la familia es Alfredo, un escritor que,  como todos los de su condición, trata de conjurar con palabras una legión de demonios: los personales, los familiares y los de su tiempo.

Pero bien sabemos que las palabras son como un manojo de llaves: no aparecen cuando más se las necesita.

Alfredo trabaja en la escritura de  un libro cuyo título constituye de entrada un equívoco: Teoría del error.

A lo mejor sin ser consciente de ello, sigue la línea de pensamiento de una  antigua tradición gnóstica: el mundo fue creado por un demonio y en esa medida cualquier intento de mejorarlo solo puede conducir a su empeoramiento.

Por eso  la política, el amor, las revoluciones, la familia y los sentimientos filiales no pasan de  ser patéticos consuelos para el que no quiere enfrentar sus verdades  últimas.


De ahí que uno de los objetivos de sus  flechas sea el pequeñoburgués, el buen ciudadano instalado en su poltrona frente a la televisión. Por lo menos eso leemos en la página 413:

“… En la primera vitrina está el insecto gordo, el hinchado, el que convierte la porquería en manjar. Lo veo fumar un cigarrillo después de la cena, el vaso en la mano, proyectando cosas…Lo veo seguro de sí mismo, rodeado de aparatos, paredes y familia, que son la medida ovárica del triunfo. Lo veo sintiendo el bobalicón afecto por el hijo que prepara día a día a su imagen y semejanza, con orgullo, para la carnicería final. Ha organizado sus mentiras de tal manera, con tanta precaución, siguiendo sin imaginación el modelo de tantos castrados similares, que pueden funcionar sin sobresaltos.”

Ese tono de ángel exterminador surca la novela como el aliento de una deidad iracunda. Aunque a veces el narrador se concede – y nos concede- treguas como esta:

“Algunas mañanas, ciertos atardeceres…, uno experimenta una suerte de ansiedad alegre, un mágico equilibrio de lo físico y la mente. El mundo parece tan ordenado y sensato que caemos como chorlitos en la trampa.”

Y de trampas está hecho el mundo de quienes habitan esta novela de vértigo. Lo que abunda aquí son vidas que nacen, se elevan en un intento inútil  y desesperado por tocar algo que les dé sentido, para desplomarse después, convertidas en un amasijo de sangre, sudor, fango, semen y mierda.

Todo eso contado en varios planos: el incesto de Alfredo y su hermana Adela, que hacen del cuerpo estandarte, mortero para minar las bases de la institución familiar.

Luego está la utopía, la Revolución, ese sueño hermoso devenido pesadilla sin que a sus forjadores les haya sido dado tocar los frutos del paraíso, por la  razón más simple de todas: no existe un Paraíso. Por eso las revoluciones sólo dejan muertos, desaparecidos, traiciones y desencantados.

Está también el relato de Lucía, la hermana alienada por la superstición, cuya presencia es sin embargo necesaria para  restablecer el equilibrio entre tanto caos, tanta locura.


Y el asesinato del amigo del narrador y a la vez amante de Adela a modo de chispa capaz de  hacer trizas al mundo. En la página  452 asistimos  al fin, a la confesión de Alfredo, exasperado por el deseo y por las visiones diáfanas y puras de su infierno:

“La ventana se abrió del todo pocos segundos después del primer golpe. Antes él había intentado arrancarle la blusa. Adela cayó de costado emitiendo un débil quejido y tomándose la cabeza. La levantó de las axilas. Ella escupió. El segundo golpe rajó el labio inferior de la muchacha (ya todas las velas estaban apagadas, incluidas las del altar menor). Adela intentó incorporarse; lo consiguió a medias y fue hasta él trastabillando, casi por inercia, con los brazos abiertos. Él la recibió y comenzó a besarla en el cuello. Casi desmayada, ella tuvo fuerzas para clavarle las uñas en la cara. Él lanzó un grito y la inmovilizó torciéndole el brazo hacia atrás. Se limpió la sangre pasando la mejilla por el cabello de ella. Entonces, apretándola con furia, haciéndole retorcer el rostro de dolor, silbándole al oído, le contó todo, hasta el último detalle, reproduciendo escenas con fidelidad, deteniéndose en los pormenores de aquella noche lluviosa, confirmando por primera vez, vaciándose para llenarse de una certidumbre concreta.”

Como la vida, la literatura está plagada de tópicos que nos venden la ilusión de certeza, de seguridad. Pero a poco que nos adentremos en sus meandros  nos descubriremos transitando por arenas  movedizas. Uno de esos tópicos, agotado por un sector de la crítica, nos dice, así sin más, que  Las Varonesas es “una novela dantesca”.

Flaco aporte para quien  quiera emprender  este viaje propuesto por Carlos Catania hacia las más puras simas de  la extraña criatura que somos.

PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 20 de febrero de 2020

La agonía del AM: en la radio lo dijeron





Voces a puro pedal

“El  jardinerito de Fusagasugá empieza la trepada de La  Isla a Anserma. Sentado en el sillín de su caballito de acero, devora, pedalazo a pedalazo, los kilómetros que lo separan del premio de montaña en el Alto de  San Clemente”.

En  los años ochenta del siglo anterior, Beatriz González era una niña que residía con sus padres, Miguel y Alba Rosa, y con sus hermanos Bernardo, Fernando y  Augusto en  una pequeña finca ubicada a las afueras de Guática, un pueblo de tierra fría perteneciente   al Departamento de Risaralda.

Cuando escuchaban en la radio de AM al requetemacanudo  Julio Arrastía Bricca anunciando con su deje bonaerense el avance de los ciclistas, los integrantes  del clan emprendían su propia carrera rumbo a la vía que conduce de  Anserma a Medellín.

Allí esperaban el paso de la nueva camada de ciclistas colombianos en la que resaltaban nombres como los de Alfonso Flórez, Israel Corredor, Edgar Corredor, Patrocinio Jiménez y Lucho Herrera.

Eran el  relevo natural de la generación de Cochise Rodriguez, Rafael Antonio Niño, Rubén Darío Gómez y Álvaro Pachón.

¿Qué fuerza  empujaba a la familia González a recorrer varios kilómetros, si al fin  y al cabo sólo obtendrían la recompensa fugaz de saludar  agitando pañuelos a unos hombres corajudos y extenuados que apenas si notarían su presencia?

Desde luego, no era  propiamente el ciclismo: era el mito  forjado por  locutores y comentaristas deportivos que atravesaban  las regiones de Colombia creando su propia leyenda.

Primero fueron Carlos Arturo Rueda y Julio Arrastía, un costarricense y un argentino que acabaron por echar raíces en Colombia.

Luego fueron remplazados por voces como  las de Rubén Darío Arcila, Héctor Urrego y Jorge Eliécer  Campuzano.


Y todos a través de estaciones de radio en AM, frecuencias en las que primero Todelar y más tarde RCN y Caracol marcaron la pauta.

A través de sus voces, los colombianos de todas las regiones se enteraron de que formaban parte de un territorio conformado por tierras distantes y disímiles, separadas por una urdimbre de ríos y montañas a menudo inexpugnables.

Fue  el AM lo que permitió ese primer encuentro virtual entre nuestras regiones.

En términos técnicos, AM   quiere decir amplitud modulada y fue el primer recurso utilizado para hacer radio.

Su ancho de banda oscila entre  10 KHZ y 8 KHZ. Al  tratarse de frecuencias más bajas y al ser mayores sus longitudes de onda, el alcance de su señal es ostensiblemente más amplio en relación con el FM  o frecuencia modulada.

Fue mediante esas ondas como los colombianos de las sabanas de Córdoba y de los  algodonales del Magdalena supieron de la existencia zonas tan frías como  el altiplano cundiboyacense o de lo que significaba trepar a sitios conocidos con el nombre de Alto de Minas, Páramo de Letras y Alto de la Línea.

En el caso de Colombia, todo empezó el 12 de abril de 1923, cuando el presidente,   General Pedro Nel Ospina, le envió un mensaje de agradecimiento a  Guillermo Marconi, con motivo de la inauguración del telégrafo inalámbrico en el país.

Ese fue el primer paso que condujo  al nacimiento de la Voz de Barranquilla en  1929, bajo el mando de Elías Pellet Buitrago, un radioaficionado  con un amplio recorrido en comunicaciones.

A Pellet se  sumarían más tarde Manuel Gaitán, con la Voz de la Víctor, Hernando Bernal Andrade en  Radio Santafé, Gustavo Sorzano y Francisco Bueno en Bucaramanga, los hermanos Fuentes en Cartagena, así como los hermanos Alford, fundadores de la Emisora Nueva Granada, génesis de lo que hoy es  RCN radio.


Desde ese momento, las estaciones de AM empezarían  a multiplicarse por todo el territorio nacional. En el caso de Pereira, entonces parte del  Departamento de Caldas, el gran pionero fue  Óscar Giraldo Arango,  fundador de  La Voz Amiga.

La sintonía con esas emisoras les permitió  a los colombianos de varias generaciones mantenerse  al día con acontecimientos que marcaron el rumbo de la vida nacional y planetaria: el tránsito de la hegemonía conservadora a la  República Liberal, el nacimiento y la deriva hacia la vorágine de la violencia entre liberales y conservadores,  la Segunda Guerra Mundial, el ascenso y caída del dictador Gustavo Rojas  pinilla,   el  triunfo de la Revolución Cubana, la llegada de los primeros hombres a la luna, la muerte del sacerdote insurgente Camilo Torres en las montañas de Santander.

Por eso, cada vez  que alguien ponía cara de incredulidad ante la magnitud y el impacto de los hechos, su contertulio no dudaba en replicar: “En la radio lo dijeron”. La voz de  los locutores  era algo así como una prueba de irrefutabilidad.

Aunque para esa época ya existían las noticias falsas, como aquellas en las que se prevenía  a la gente porque Fidel Castro le estaba echando  vidrio molido  al pan consumido por los colombianos en las montañas  más remotas.

O para las exacerbaciones patrióticas: el presidente Guillermo León Valencia convirtiendo el célebre empate con la Unión Soviética en Chile 62 en “Una victoria de la democracia contra el comunismo”.

Acordes lejanos

 Pero fue sobre todo la música. Desde el momento de su nacimiento, las emisoras de AM se dedicaron a reproducir el cancionero llegado  del  mundo en esos gruesos  discos de vinilo que operaron a modo de revelación sonora: el canto lírico del gran Caruso,  las rancheras y corridos de México, las big bands norteamericanas, los boleros del caribe, los cantos de Gardel y Magaldi, el lamento eterno de los Trovadores de Cuyo, los valses peruanos y ecuatorianos, los ritmos tropicales de Venezuela, las cuecas chilenas.

Y, claro: también los compositores y cantantes vernáculos.  Los tempraneros Pelón y Marín,  Garzón  y Collazos, Lucho Bermúdez, José Barros, Ibarra y Medina.

Todos ellos abrieron las compuertas para una avalancha que se abrió  paso a través de los transistores portátiles en campos y ciudades: las baladas engendradas por el bolero y por la tradición provenzal, el jazz, el rock and roll, los crooners norteamericanos y británicos.

Hasta la voz de la legendaria Lili Marleen  nos llegó desde Alemania.



Las emisoras  de AM y sus locutores empezaron a rodearse de un aura mítica. Armando Plata Camacho, Gonzalo Ayala y Alfonso  Lizarazo están sembrados en la memoria de varias generaciones de colombianos, al igual que estaciones como Radio 15 y Radio Tequendama.

En el ámbito local  tuvimos nuestro propio entramado: Radio Centinela de Todelar, Radio  Reloj de Caracol, y más tarde Radio Calidad  de RCN  fueron hitos de la radiodifusión.  Y con ellas las voces de los hermanos Rentería Pino, Luis  Eduardo Tabares, Edison Marulanda y Carlos Alberto Cadavid se convirtieron en orientadores de nuestra educación sentimental.

No por casualidad el cantante  argentino Sabú, muerto a temprana edad en México, solicitó que al momento de su funeral  el féretro fuera cubierto con la bandera colombiana: sólo en el Eje  Cafetero tenía más seguidores  que en su propio país.

El empezose del acabose

Como sucede siempre, alguien no se enteró en el momento oportuno de que el mundo da vueltas y en cada giro cambia de faz. Deslumbrados por el resplandor del propio ombligo, los patriarcas  no  se dieron cuenta de que la tecnología  comenzaba a avasallarlos. El FM  primero   y los prodigios digitales después determinaron el declive de las  emisoras  que reinaron en  el gusto de la gente durante más de medio siglo.

Solo las cadenas controladas por grandes  conglomerados  económicos atinaron a invertir en tecnología y en la contratación de grandes voces y comentaristas.

Las  demás no tardaron en languidecer hasta  su desaparición.  Sólo en el último  año en Pereira  han apagado sus transmisores las filiales de Todelar y Colmundo.

Lo mismo acontece en todas las regiones del país. Las mismas que se asomaron por primera vez a las maravillas y horrores del mundo escuchando transmisiones de radio.

Un paso más  y otro puñado de ellas no será más que materia de conversación para nostálgicos.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


jueves, 13 de febrero de 2020

Un PLANETA con mucha PRISA






Durante décadas el periodismo radial y escrito producido en Colombia gozó de un bien ganado prestigio en el ámbito hispanoamericano. Las razones  eran contundentes: la calidad de las plumas y las voces, la pertinencia de los comentarios,  la buena documentación y lo oportuno de los formatos.



Pero ante todo existió un elemento reconocido en todas  partes: la capacidad  de nuestra  prensa  para potenciar lo que para muchos constituye  la clave  del patrimonio cultural colombiano : las diferencias regionales  que durante todo el tiempo enriquecen y transforman un acervo que pasa por la música,  la  gastronomía  , la religiosidad y la tradición oral como   ejes de las prácticas cotidianas.



En esa medida, la radio que se  hacía en Pasto era distinta   a la producida  en la costa Caribe  y la emitida en la zona de la colonización antioqueña mostraba una reconocible diferencia con  la realizada en los Llanos orientales aunque, por supuesto, todas contaban con el agente unificador de la lengua castellana.



Esas diferencias cobraban sentido en los nombres de las emisoras: La voz del Café en Pereira, Ondas del Nevado en Manizales, Ondas   de la Montaña en Medellín.



Lo mismo   podía decirse de los periódicos, cuyos altos niveles de forma y fondo giraban alrededor de  grandes escritores de artículos, crónicas y reportajes  fundamentados en un profundo conocimiento del oficio literario.





Creadores de ideas y virtuosos del lenguaje como Juan Gossaín, Germán Castro Caicedo, Alberto Lleras, Alegre Levy, Henry Holguín  y por supuesto Gabriel García Márquez, para citar solo a media docena de ellos, dejaron su impronta en las páginas de los periódicos nacionales.



¿Qué sucedió entonces para que nuestros medios hayan llegado a adquirir el rostro tan escuálido que  hoy le muestran al mundo?



Pues que, entre otras cosas, han tenido que ajustarse a troche y moche al ritmo de un planeta que hoy transita con mucha prisa.



Los iniciales despidos  masivos en Caracol Radio por ejemplo, aparte de lo que sumaron en detrimento de la dignidad del oficio , expresan la esencia  de la filosofía sobre la que trabaja el grupo multinacional Prisa: racionalidad de costos y gastos en perjuicio de la calidad de la información por un lado, y del otro  despersonalización de   un servicio cuyo enfoque ya no está dirigido a las singularidades, sino al carácter homogéneo de un mercado que  exige productos  pasteurizados, descafeinados y desprovistos  de sentido crítico, enfocados al  consumo del público de habla hispana extendido por la aldea global.



Hablamos del momento en el que el sistema de emisoras de Caracol Radio pasó a ser propiedad del conocido conglomerado español.






 El resultado es el aséptico formato  que hoy se multiplica  a través de  las frecuencias AM y FM, para el que no existe mayor diferencia entre un ecuatoriano  que trabaja en las Islas Baleares  y un financista argentino que especula en la bolsa de su país.



En cuanto a la prensa escrita, bastaría con preguntarle  al periódico El Tiempo, el más influyente  de los grandes medios que  aún sobreviven, qué pasó con  los excelsos cronistas  y columnistas que una vez tuvieron su sede allí. Aunque no es posible esperar respuesta porque la inquietud sería trasladada a la casa Editorial Planeta, donde se perdería en la retórica   que sustenta las sutiles  formas de censura del Opus Dei, en contubernio con los grandes poderes disfrazados bajo el pomposo nombre de Alianzas estratégicas.



El  resultado de esa manera de ver  las cosas se hace visible y audible, entre otros factores, en  la vacuidad del estilo y sobre todo en la negativa  a reconocer  en la diversidad el principal capital que tenemos para intentar otra vez  el desafío siempre fallido de  construir un destino colectivo.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 6 de febrero de 2020

Vampiros de otoño






En La casa de las bellas durmientes, la novela breve del japonés Yasunari Kawabata, los ancianos se conforman con respirar el aliento de las niñas a cuyos lechos se acogen.

Ni siquiera precisan del contacto físico para mantenerse vivos. A salvo de los asedios de Eros, les basta con el aliento exhalado por las durmientes.

Pero  para llegar a ese estado casi desencarnado, la literatura tuvo que atravesar siglos, moviéndose a ciegas en el inextricable bosque de los instintos, al que no tardará en volver luego de una breve pausa de puritanismo.

La historia de Kawabata es, si se quiere, el mito del vampiro llevado  a los límites del refinamiento: el vampiro desexualizado.

La  imagen del ser que se alimenta de la sangre de hombres o mujeres jóvenes para prolongar su existencia se remonta a los más antiguos mitos.

En el Antiguo Testamento, aparece en la figura de Lilith, un súcubo o demonio femenino que habría sido la primera mujer de Adán.

De ahí en adelante atravesará la historia y los mitos hasta alcanzar su expresión en la bruja perseguida por toda suerte de inquisidores.

Neutralizada y convertida en aliada del demonio, la potencia vital de la bruja entra en franco declive hasta  reducirse a personaje de los cuentos infantiles.


En su lugar, irrumpe el vampiro, esa criatura que se alimenta de la sangre  de niñas o mujeres muy jóvenes.

En las literaturas de occidente, el vampiro cobra especial simbolismo en la novela Drácula, del escritor irlandés Bram Stoker.

No es casual que su irrupción se  produzca al final de la era Victoriana, cuando la hipocresía y la doble moral equivalían a ser  un buen ciudadano. “Vicios privados, virtudes públicas”, es la frase que resume esa particular manera de estar en el mundo.

Como bien sabemos, el conde Vlad Drácula, proveniente de los Cárpatos, desembarca en Londres, adonde llega   por causas no del todo definidas.

Frustrado en sus intenciones, no tarda en convertirse en el terror de las familias con jóvenes casaderas, por su al parecer insaciable sed de sangre joven. Los colmillos del conde, encarnado en el cine por actores tan brillantes como Bela Lugosi o Cristopher Lee, se convertirían con el paso de los años en una marca de fábrica.

Tanto como el sombrero y el bigote de Charlie Chaplin o la boca de Mick Jagger con la lengua afuera.

Esos colmillos clavándose  en los blancos cuellos de las doncellas fueron durante varias décadas la expresión del horror más puro.

Fue la manera que encontró Bram Stoker para hacerle el quite a los controles morales de la época.

Porque, en realidad, quería hablarnos del drama del hombre que envejece  y  procura sentirse vivo tratando de seducir a mujeres mucho más jóvenes que él.

Los colmillos remplazando al falo y el cuello a la vagina: a esas cosas se vieron obligados los artistas de la época. Y eso que Stoker es un más bien  regular escritor.

Pero supo arreglárselas.


Faltaba medio siglo para que un espíritu como el de Vladimir Nabokov  pusiera las cosas en su sitio.

En  su novela Lolita, la figura del vampiro se materializa en  un maduro  profesor que enloquece en su propósito de insuflarse vida a través del cuerpo de  su joven estudiante.

A Nabokov poco le interesan las fábulas morales. Por eso trasciende el mito para recordarnos que no hay inocencia en este mundo: en procura de satisfacer sus deseos cada quien desata a sus propios demonios y se precipita de bruces   a la sima de la destrucción.

La literatura y el cine volverán una y otra vez sobre esos tópicos, alcanzando a veces momentos sublimes y descendiendo en otras a las más burdas caricaturas.

El cartero llama dos veces o Nueve Semanas y Media.  Un tranvía llamado deseo  o Atracción fatal.

Aunque no se trate de niñas y ancianos, la esencia del relato sigue siendo la misma: hombres y mujeres arrastrados hasta la locura por el impulso de sus instintos.

Dicho de otra manera: por su sed de sangre caliente.

En eso reside la belleza de la novela de Kawabata: esos ancianos, esos vampiros otoñales han alcanzado  al fin el sosiego en el aliento  de unas  niñas que duermen ajenas a las  turbulencias del mundo.

Si. Lo han alcanzado… o al menos hasta que una de las muchachitas despierte.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada