Leo y escucho la noticia de
manera reiterada: la Asociación Estadounidense de Biliotecas insiste en que,
atendiendo a reparos de los padres, se
tengan en cuenta sus recomendaciones sobre libros que no deberían ser leídos por los niños
y jóvenes consultantes. Es más: la
asociación elabora cada año, desde 1982, un listado de obras de dudosa reputación entre las que
se cuentan desde libros de consumo hasta
clásicos como El guardián entre el centeno,
Las uvas de la ira, Beloved, Ulises o
El gran Gatsby.
Algunas de las razones son, si no
justificables, al menos predecibles: sexo explícito, violencia, lenguaje vulgar
y pobreza, aunque siempre queda abierta
la pregunta acerca de quiénes y bajo qué criterios delimitan esos
conceptos. Pero hay algo todavía más inquietante: entre los argumentos
esgrimidos por los gestores de la propuesta figura “la posibilidad de que la lectura de esos libros lleve a niños y
jóvenes a contradecir las creencias religiosas y políticas de sus padres”.
En este último punto las cosas pasan de castaño a oscuro: disfrazada de la
preocupación porque un libro determinado pueda “herir la sensibilidad del
lector”, según las expresión al uso, se
esconde un viejo propósito del poder en
todas sus manifestaciones: cercenar
de raíz cualquier posibilidad de
disidencia.
Más grave todavía resulta que la
idea se propague desde un país en cuya
Constitución Política se consagra desde la primera enmienda el derecho
de acceso a la información y el
conocimiento para todos los ciudadanos.
Guardadas proporciones de tiempo,
lugar y método, resulta ineludible evocar la
figura del Index, o lista de
aquellas publicaciones que la iglesia consideraba peligrosas para sus fieles.
En ese catálogo se mezclaban de forma
indiscriminada manuales de brujería con la obra de grandes pensadores,
científicos y escritores del talante de
Descartes, Copérnico, Rousseau, Rabelais
o Victor Hugo. El engendro fue
uno de los resultados del Concilio de Trento, firmado por el papa Pío IV el
24 de marzo de 1564.
Guardadas proporciones. Porque en
el fondo se trata de la misma corriente
que a lo largo de los siglos ha intentado neutralizar la libertad de
pensamiento o al menos reducirla a la mínima expresión. A mediados del siglo XX
tuvo una de sus encarnaciones en el senador
republicano Joseph Mc Carthy,
empeñado en ver una conspiración
comunista en cualquier forma de disidencia.
Décadas más tarde, el enemigo
mutaría del comunismo al terrorismo y tendría en gente como Ronald Reagan y la familia Bush a algunos de
sus más conspicuos voceros.
En muchos sentidos esa forma de censura es heredera de una corriente surgida de las culpas coloniales y empeñada
en no llamar las cosas por el nombre. En
su lógica a las anomalías de la realidad no
se responde con soluciones sino con asepsia y mordazas. Así, si el sexo banalizado, la violencia y la
pobreza reinan en el mundo, la salida es pedirles a los escritores que no se
ocupen de asuntos tan escabrosos. Si
desobedecen, entonces habrá que impedirles a los potenciales lectores el acceso a sus obras. En cualquiera
de los casos tendremos un mundo mutilado y vaciado de sentido.
Si esas prácticas surgieran en un
régimen totalitario no provocarían tanto asombro. Pero viniendo de una nación
que, como los Estados Unidos, se promociona a sí misma como paladín de la
democracia, no se puede menos que pensar
en el sentido último de aquél viejo proverbio: “Dime de qué presumes y
te diré que te hace falta”.