jueves, 26 de mayo de 2016

Colombia y el cíclope




¿Cuándo vamos a salir de esta? Me pregunta, desesperado, mi vecino en pantuflas blandiendo un ejemplar del periódico El Tiempo.
Hum, tendríamos que  aclarar primero  que quiere decir usted con “esta”, le respondo, apabullado por la magnitud de su perplejidad.
Bueno, pues esta mierda de país que les vamos a dejar a nuestros hijos, replica entornado los ojos, con la indignación convertida en súplica.
Y sí: ya sabemos que estamos jodidos  por lo menos desde hace mil años, mucho  antes de que los europeos pusieran pie en estas tierras. Pero algo habrá de hacerse ¿No?... aunque sea  para consuelo de nuestra descendencia. Para  empezar, no creo que Colombia sea más o menos mierdoso que el resto del mundo-  pienso en Trump, en Clinton, en Berlusconi, en Angela Merkel, en la nueva derecha y en la nueva izquierda, en Estado Islámico, en Rajoy, en Putin, en el gobierno Chino, en Mauricio Macri, en Nicolás Maduro, en las multinacionales que  juegan a la muerte-. “Pero algo habrá que hacer”, me recita al oído mi conciencia atribulada.


Como sucede cada vez que el horizonte  anuncia tormenta, corro en busca de Aristóteles: su Ética nicomaquea suele responder a  las formas más negras de mi desazón.
Y entonces encuentro  su alusión a la metáfora del cíclope : devorado por el odio,  apañándoselas en su cueva con leyes que instituye y cambia a su antojo,  gobierna con látigo de fuego sobre su mujer y sus hijos mientras otea  el mundo con su único  ojo,  al acecho de navegantes incautos . Más o menos así vivimos en Colombia.


Dudo que el viejo filósofo pueda ayudarle en algo a mi vecino, pero en fin: desempolvo  mi  discurso sobre  el ejemplo y la educación como  elementos transformadores. Abro entonces la página 402 y le recito: “Por lo pronto, habiendo  dejado nuestros antepasados sin explotar el campo de la legislación, alguna ventaja  habrá quizá en que nosotros  estudiemos y tratemos a fondo la política, para completar de esta manera y hasta el punto que  podamos alcanzar la filosofía de las cosas humanas”.
¡A burlarse de su  madre!  Me grita antes de perderse por su camino sembrado de girasoles, lo que no considero una buena manera de contribuir a la conquista de la tan esquiva paz.
Pero el hombre tiene la razón. Él quiere que le hable de un presidente pusilánime y de un expresidente que no se resigna a su condición, empeñados en una  danza macabra cuyo escenario es un país en pedazos. A lo mejor piensa en media docena de ladrones multimillonarios que recibieron casa por cárcel, mientras el ladronzuelo que robó un reloj se pudre entre rejas. Desea  recibir noticias sobre el fulano que robó recursos  de la salud  y ahora- plácido Palacino- juega golf  en Miami, al tiempo  que  sus víctimas  mueren  por falta de atención a las  puertas de los hospitales. Lo angustian los niños muertos por malnutrición en uno de los países más desiguales del mundo: el nuestro. Le produce insomnio la manera como las corporaciones imponen congresistas, ministros y funcionarios de bolsillo que administran a la medida de sus apetitos.


Pero qué le hacemos: no a pesar, sino precisamente por el desastre que nos habita y que habitamos, pienso que afinar el entendimiento es hoy cuestión de supervivencia  frente  a la retórica de los voceros de la indolencia y la  destrucción.
Y,  de momento, no encuentro otro camino que volver a las ideas del filósofo escogido por Filipo de Macedonia  como preceptor de su hijo Alejandro.  Después de todo, ese hombre pensaba que la política era el bien moral supremo, en tanto su  gran objetivo era la búsqueda del bien común.
“Cuando  un vicio se repite y prolonga por mucho tiempo, acaba por convertirse en  la naturaleza misma del individuo que lo practica” escribió el sabio  de Estagira, citando a un poeta acaso inventado  por él mismo. Con las cosas cuesta abajo, nada perdemos los colombianos con invertir la premisa: si  en lugar de nuestros vicios seculares  empezamos a practicar y prolongar la virtud, a lo mejor encontramos una ruta    hacia la razón en medio de tanta inmundicia y tanto fuego cruzado.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=V2M7U7SiX_4

jueves, 19 de mayo de 2016

Morder el polvo




 El hiperbólico lenguaje del periodismo deportivo es pródigo en expresiones  bastante útiles para comprender el  talante impredecible del mundo. Por obvias razones, el tópico más socorrido de los analistas es el de las fronteras- siempre difusas-  entre el éxito y el fracaso.
Lúcido como siempre, don Raúl Faín Binda abordó el  asunto en su  blog de BBC Mundo el lunes 9 de mayo. Invocando una célebre cita de Rudyard Kipling (“Al éxito y el fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia”) don Lalo enfoca la mirada hacia el sentido que  en el mundo del fútbol moderno le damos  al concepto de  triunfo  o derrota.
Por supuesto, hablamos de un negocio que, como el del fútbol de alta competencia, está  envuelto en un tejido de intereses económicos y políticos en el que los niveles de exigencia trascienden los parámetros habituales. En esa medida, un  futbolista del torneo inglés cuya transferencia costó cien millones de euros está obligado a  un rendimiento por completo distinto al de un modesto jugador de la liga húngara, por  poner un ejemplo. Al primero se le exigen títulos en correspondencia  con la inversión. El segundo  puede darse por bien servido si su club salva la categoría. En esa misma lógica, un entrenador como Pep Guardiola es considerado por muchos como un fracasado por no haber  salido campeón de Europa con el Bayern Munich. Quizá  esté pagando por el hecho de haber ganado todos los títulos  disputados el año de  su estreno con el Barcelona: en la mirada de empresarios y periodistas todo lo que no supere ese registro es pérdida. El trabajo de una temporada, o de toda una vida, puede irse por la borda en un sistema de valores en el que está prohibido perder.


 Trasladadas a otros ámbitos de la vida, esas visiones  simplificadas del mundo pueden tener  graves consecuencias. En el cada vez más despiadado universo de la competencia laboral, profesional y comercial  se pasa del éxito   al fracaso en cuestión de segundos. El brillante ejecutivo de una corporación global que incumple las metas de ventas  tiene  tantas probabilidades de engrosar la lista de desempleados como el cajero de banco que se equivoca en las cuentas. Al final de la cadena  a ambos les espera una sociedad implacable con los perdedores.
Vivimos unos tiempos que sobredimensionan el éxito, olvidando de paso que  los aprendizajes para llegar a la cima están hechos de desastres. Es el síndrome de la tapa de revista: en la imagen del ganador que levanta su trofeo es imposible sospechar el largo y tortuoso camino de sangre, sudor y lágrimas recorrido por el héroe. Pero la gloria siempre es efímera.


En los estratos medios y altos se confina a los niños en burbujas  para que- como el Buda en su infancia- no vean el dolor del mundo. “Quiero que mi hijo no sufra lo que yo sufrí”. “Quiero  darle a los míos lo que yo no tuve”, son frases de  uso cotidiano entre padres abnegados.  El problema de esas prácticas reside en que el  ineludible despertar al lado oscuro de la vida es siempre doloroso: descubrir que el fracaso existe deja a más de uno sumido en la postración.
Por ese camino se priva a las personas del conocimiento que solo puede ofrecer la derrota. Morder  el polvo de vez en cuando siempre resulta saludable para el cuerpo y el alma: obliga a  mirarse  a sí mismo sin el lente de aumento de la alabanza ajena. Pero, sobre todo, nos recuerda que caminamos siempre  sobre una cornisa en  cuyo tránsito podemos desplomarnos si atendemos demasiado  al destello de los reflectores.


“Soy un pobre diablo/ y de mí nunca sabrán/ malgasté todas mis fuerzas/ en montones de promesas/ que eran falsas”, cantan Paul Simon y   Art  Garfunkel en  unos versos desolados y sabios. Siempre resulta provechoso  abrevar en  fuentes como esa, sobre todo en unos tiempos que nos escamotean la dosis de aprendizaje implícita en toda derrota por goleada.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 12 de mayo de 2016

El goce de narrar




Cuenta Mircea  Eliade que en los campos de concentración  soviéticos tenían más posibilidades de sobrevivir los prisioneros que corrían con la fortuna de  tener un cuentero entre sus compañeros de celda. De  alguna forma los relatos les insuflaban fuerzas para soportar el tormento.
Del mismo modo, en Las Mil y una Noches  la princesa Sherezada  consigue eludir una y otra vez la cuchilla  que pende su cabeza, hilvanando una  historia interminable cuyo desenlace mantiene en vilo al rey.
 En la infancia la lectura de cuentos constituye la forma más certera de adentrarse en los inciertos meandros del  sueño, plagados de pesadillas.
Más  adelante, los amantes se hechizan unos a otros  tejiendo historias reales o inventadas  acerca de la propia vida.
Así pues, en  la dicha o en el infortunio, en el placer o en el dolor, el goce de narrar está siempre presente  para acompañar y darle otro sentido a la aventura humana.


Ese goce lo encontramos en cada una de las páginas de Crónicas de Eme Zeta, la selección de textos periodísticos de Emilio Correa Uribe, publicada por el Instituto de Cultura y Fomento al Turismo de Pereira, como una de las obras ganadoras  de la convocatoria de estímulos 2015, en la categoría Obra inédita de un autor fallecido.
Como sucede   siempre con este tipo de textos,  los de  Emilio Correa  Uribe resultan imposibles  de clasificar. A través de su lectura, uno va del artículo de opinión a la viñeta y del ensayo breve a la anécdota, pasando por   ejercicios que rondan la ficción. Por  eso lo más práctico es definirlos como crónicas, en tanto este género supone de entrada un intento de recrear las situaciones experimentadas por un individuo o una sociedad en un momento dado. Para  el cronista la ciudad en particular y el mundo en general son apenas un pretexto para contar historias.
En el caso de Crónicas de Eme Zeta (este era uno de los seudónimos del autor), se trata de la  Pereira comprendida entre 1921 y 1954. Tres décadas que abarcan hasta un año antes del asesinato de Emilio  Correa  Uribe durante el  gobierno del dictador Gustavo Rojas Pinilla.


Una muestra de esa ciudad  aparece en el texto titulado  Un oficio  peligroso:
La última que nos faltaba. La verdá, pa´ mi Dios, que la noticia me tiene completamente preocupado. Casi que no pude  pegar los ojos. Y es que no es para menos. Un hombre anda por allí “desnudándose completamente” delante de  las señoras del sexo femenino y “descubriéndoles” la América, con una frescura que puede usted reírse  de los salpicones de lulo, del Delaware y del Gallito Punch…
No está malo el oficio que se consiguió este compatriota.  Ahora la situación no se presta sino para que todo el mundo ande desnudo. A menos cantidad de ropa, mayor economía y ya se sabe que esa es la política del gobierno: economizar, economizar, economizar. Este prójimo, cuyo nombre sentimos no poder publicar, es un “económico”. Nada de pantalones, nada de saco, nada de ropa interior. Nada  de nada.
Salpicadas de una permanente dosis de humor negro que le debe mucho a la tradición picaresca propia de estas tierras, las crónicas  dan cuenta de los fenómenos políticos y culturales, así como de los adelantos tecnológicos que transformaron día a día la vida de una  aldea que, muy temprano, y como resultado de su posición geográfica, experimentó una incesante  corriente de inmigración que sembró en sus habitantes la inquietud por  los prodigios y horrores acaecidos en tierras lejanas.
Así,  Eme Zeta se ocupa de Hitler y del cine mexicano; de las modas llegadas de Norteamérica y de los prejuicios religiosos del vecindario; de  la situación económica y de la guerra con el  Perú; de los ideólogos liberales  y conservadores, así como del  bullicio de los vecinos que  escuchan radio a todo volumen: la aldea y el planeta se  dan cita en esos textos cortos marcados por un sello común : el humor y el cuidado del estilo que  hacen de ellos producciones literarias dignas de una tradición tan conspicua como la que remite a  Luis Tejada  en Colombia, a Roberto Arlt en  Buenos Aires o a José Martí en La Habana y Nueva York.


Publicadas en el periódico El  Diario, fundado por el propio autor, las crónicas llevan títulos como: Una metida de “Pata”, Los tres pelos del gato negro, “ Muera el orador...” ¡ El colmo, señor, el colmo!, Tapen eso, bárbaros o El Suicida desconocido. Siguiendo ese rastro, el lector puede tomarle el pulso  a una ciudad signada por una permanente pugna entre su talante liberal y la asfixiante vigilancia de la ortodoxia católica.  Sus textos devienen  así agente liberador que oxigena  el enrarecido aire  a sacristía y nos devuelve de paso el  viejo y saludable goce de narrar.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=sbnW-kfUuH4